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aime ya no podía soportar más el peso de la duda. Necesitaba a Nalia, deseaba verla con ansiedad, y lo que era lo más importante, anhelaba que ella le confiara sus más recónditos secretos. Decidido a aclarar las cosas entre ellos de una vez por todas, se dirigió sin demora hacia su habitación.
Los lujosos pasillos del palacio, adornados con ricos tapices alumbrados con antorchas, fueron testigos del paso firme e impetuoso del joven caballero castellano. A pesar de su desilusión, la esperanza nunca abandonó el corazón enamorado de Jaime. El comportamiento de Nalia debía tener un motivo, y ella se lo explicaría.
Jaime iba distraído, sumergido en sus pensamientos.
Repentinamente, su instinto de soldado se despertó al escuchar el ruido de unos pasos sigilosos que se acercaban. Se detuvo abruptamente y se ocultó detrás de uno de los arcos. Observó en silencio mientras esperaba que el intruso pasara cerca de él. Su corazón se detuvo al descubrir de quién se trataba. Sólo pudo verla de espaldas, pero reconoció su forma de andar y el seductor porte al mover las caderas. Se trataba de Nalia de Toledo, y según dedujo unos instantes después, cuando fue capaz de poner en orden sus pensamientos, Nalia procedía del ala donde se encontraban los aposentos del Cid. Más misterio..., ¡por Dios! que su intriga no dudaría mucho tiempo más.
Nalia respiró aliviada al cerrar tras de sí la puerta de su habitación. Rodrigo tenía razón; era un imprudencia intentar hablarle en secreto. En palacio los intrigantes siempre estaban al acecho, sospechando enseguida de cualquier reunión o conversación que se saliera de la rutina diaria. No volvería a hacerlo. A partir de ese momento seguiría a rajatabla las órdenes del Cid.
Su tranquilidad no duró mucho. Apenas había tenido tiempo de quitarse el mantón que cubría su cabeza, cuando se oyó un fuerte golpe en la puerta.
— ¿Quién es? —preguntó con voz trémula.
— Soy Jaime.
Nalia esbozó una sonrisa de felicidad y se precipitó hacia la puerta. Lo abrazó con cariño nada más verlo, provocando el desconcierto en la mente del caballero y un auténtico caos en su corazón. Esa mujer era imprevisible y única. No la entendía, recelaba de su conducta, pero la quería, y esa era la única verdad.
— ¡Oh, Jaime, qué contenta estoy de que todo haya terminado, de que tú estés bien! Tenía tanto miedo...
Jaime la estrechó con fuerza, expresando con ese abrazo sus profundos sentimientos.
— Ha sido una tortura tener que permanecer apartado de ti. Creo que mi disciplina de guerrero se habría resquebrajado si Yusuf y su ejército hubieran resistido más tiempo.
— Gracias a Dios las bajas han sido mínimas y los heridos no revisten gravedad.
Jaime la miró con desconfianza, recordando lo que Nalia había hecho. El amor le ofuscaba a veces la mente, pero la realidad estaba ahí y él no podía olvidarla.
— Sí, curiosamente, seis caballeros fueron heridos con ballesta. Yo diría que los venablos que les dispararon eran iguales a los tuyos.
El caballero acababa de empezar el proceso de probar la culpabilidad o inocencia de Nalia.
Nalia pareció desconcertada momentáneamente. Se apartó de él con disimulo y se dio la vuelta para que no viera su turbación.
— ¿Estás seguro?
— Completamente; es más, yo diría sin temor a equivocarme, que la persona que disparó el arma fuiste tú.
La joven bajó la cabeza, sintiéndose derrotada. Jaime lo sabía, aunque no se explicaba cómo había llegado a averiguarlo. Respecto a lo del Cid no tenía nada que ocultar. Jaime también lo admiraba y se alegraría de que ella le hubiera salvado la vida.
— ¿Odias a los castellanos hasta el punto de querer matarnos poco a poco?, ¿o es que tenías la esperanza de que Yusuf entrara en la ciudad y se encontrara muertos al rey y a los principales caballeros de Castilla? ¿También estaba yo entre tus objetivos o pensabas entregarme a Yusuf como esclavo? —le preguntó acalorado—. Hubiera sido la venganza perfecta, ¿verdad, Nalia? —continuó con crueldad, sin ninguna piedad en su tono de voz.
Nalia se volvió bruscamente y lo miró horrorizada. Jaime, su amor, el hombre que había confesado quererla y al que ella amaba, permanecía impasible, sin sentir ningún remordimiento por lo que acababa de decir. No sólo no confiaba en ella, sino que era capaz de atribuirle las acciones más viles. A pesar de lo que había ocurrido entre ellos, seguían siendo enemigos. Ante la mínima duda, Jaime se ponía del lado de los suyos, sospechando de ella. Estaba convencido de que todas sus acciones tenían como fin la traición.
Nalia creía haberle demostrado su amor. Se había equivocado por completo; para Jaime no había sido suficiente como para eximirla del pecado de ser una enemiga.
Tragándose su rabia y su decepción, la joven le dio la espalda levantó la barbilla con arrogancia.
— No sé de qué me hablas.
Durante unos instantes, Jaime se quedó petrificado ante su osadía. Cuando pudo reaccionar, se acercó en dos zancadas y la giró hacia él con brusquedad. La traspasó con una mirada mortal, pero Nalia no se dejó intimidar.
— ¡Mientes, maldita sea! Uno de mis hombres descubrió tu escondite en la torre y yo reconocí tus venablos.
Con serenidad, Nalia trató de desasirse sin conseguirlo.
— ¡Tus hombres...! —exclamó haciendo una mueca de desdén— Olvidaba que los tienes continuamente vigilando mis pasos. Espero que en esta ocasión los espías no fueran ni Sancho ni Álvaro. Nos hicimos amigos en Sevilla, aunque ellos siempre anteponían ante todo su inquebrantable lealtad hacia ti.
El caballero le lanzó una mirada desdeñosa.
— ¿Amistad con dos cristianos? Yo diría más bien que los compraste con modales exquisitos y regalos caros. Cayeron en tus redes como idiotas, pero a mí no me engañas, Nalia. Te conozco sé lo que te propones. Jamás aceptarás esta conquista, y harás todo lo posible para que las circunstancias cambien a tu favor —expuso con falsa serenidad—. Pierdes el tiempo, querida, y será mejor para ti que te hagas a la idea cuanto antes de que ahora nosotros somos los amos aquí. Toledo pertenece a Castilla y tú me perteneces a mí.
La calma de Nalia empezó a evaporarse. La arrogancia de ese hombre seguía siendo insufrible, y ella ya le había aguantado bastante. Con un brusco movimiento se zafó de él y se alejó de su lado.
— Te crees con derecho sobre mí porque me entregué a ti en una ocasión. Estás equivocado, Jaime. Aquello fue solamente un encuentro fortuito que no nos ata a ninguno de los dos.
A pesar del dolor que le causaron sus palabras, Jaime intentó dominar su genio.
— Los derechos se adquieren, amor —manifestó con una seguridad que la hizo recelar—. Y yo ya me encargué hace tiempo de ganarme esos derechos sobre ti.
Los ojos de la bella mora centellearon con desconcierto.
— ¿A qué derechos te refieres?
— El rey quiso recompensarme por salvarle la vida, y yo te reclamé para mí.
Nalia se quedó atónita.
— Pero el rey no puede...
— Alfonso VI, rey de Castilla y emperador de toda España lo puede todo, y a estas alturas ya deberías saberlo. —Jaime no añadió que esa entrega tenía unas condiciones. Quería bajar a Nalia de su pedestal, que se diera cuenta de que nunca saldría victoriosa en una batalla contra él—. Desde el principio tuve que vigilarte, y tus últimas actividades me confirman que debo seguir haciéndolo. He decidido que no volverás a separarte de mí —le explicó con malévola satisfacción—. Me acompañarás a Moriel dentro de tres días. Por asuntos familiares he de pasar allí una temporada y tú estarás conmigo, vigilada en todo momento.
El furor ruborizó las mejillas de la joven árabe. Ella era libre, todos lo sabían. No era noble, pero pertenecía a la burguesía más floreciente de Toledo. Su padre era un hombre importante y rico, admirado por los comerciantes y respetado por los altos cargos de la ciudad. Ella no era una cualquiera y no permitiría que Jaime de Moriel, barón de la Lanza, la convirtiera en un juguete de diversión.
— ¡No iré contigo a ninguna parte! —gritó con genio—. Mi puesto está aquí, en Toledo, al servicio de la reina, y aquí permaneceré hasta que ella me dé su permiso para volver a Sevilla.
Fue lo peor que podía haber dicho.
Jaime notó cómo sus peores instintos se despertaban en él. duras penas pudo controlar la ira. Nalia estaba decidida a salirse con la suya, aun a costa de sus propios sentimientos hacia él. Era evidente que no le conocía lo suficiente.
— Yo impediré, con todas las armas a mi alcance y haciendo uso del poder que me confiere mi posición, que no se te conceda ese permiso.
Nalia le lanzó una mirada flamígera.
— ¿Quieres retenerme para acusarme de espía o sólo para mantenerme vigilada y tratarme como a una esclava?
— He de tener pruebas suficientes para hacer una acusación formal, y yo aún no las tengo. Sé que fuiste tú quien disparó, pero necesito más evidencias para probar tu culpabilidad.
Nalia luchó por mantener la compostura, pero no pudo evitar que la pena nublara sus ojos.
Todo había terminado. Las circunstancias estuvieron siempre en contra de ellos, y al parecer, ni el tiempo ni el amor pudieron echar en el olvido sus diferentes orígenes y los momentos adversos en los que se habían conocido.
— Muy bien. Hasta que reúnas las pruebas no tienes por qué volver a molestarme. A partir de ahora no habrá ninguna relación entre nosotros.
Muy digna, Nalia lo despidió con osadía, sin prever, una vez más, el alcance de la personalidad de Jaime de Moriel. El caballero la atravesó con una mirada letal y no le permitió moverse.
— El problema político ya está zanjado. Ahora queda la cuestión personal.
Nalia dio un respingo y lo miró con extrañeza.
— ¿A qué te refieres?
— Me refiero a nuestra relación como hombre y mujer.
— Creo que es bastante evidente que esa relación es inviable—le recordó con una nota sarcástica en su tono de voz—. Me acusas de espionaje y tú te eriges en mi carcelero. ¿Esperas que me humille ante ti con la esperanza de que algún día me perdones por ser quien soy?
— Yo no espero nada, Nalia. Ordeno y exijo —le aclaró con una sonrisa triunfal, disfrutando del poder que podía ejercer sobre ella—. A pesar de mis sospechas, sigo deseándote y no renunciaré a ti. El amor a veces obnubila la mente; afortunadamente, yo no estoy tan ciego. Serás mi amante. No pienso ser tan tonto como para dejar de disfrutar de tus encantos.
La mano de la joven mora se movió con rapidez, pero no lo suficiente como para estrellarse contra su objetivo. Una garra de hierro la detuvo a tiempo y la mantuvo aferrada mientras la fulminaba con su ardiente mirada.
— No vuelvas a intentarlo, Nalia. Si lo haces tendrás que atenerte a las consecuencias. Es inútil que te rebeles contra lo que yo decido. Por tu bien te recomiendo que aceptes tu destino.
Nalia forcejeó enérgicamente para soltarse.
— ¡Jamás me someteré a un maldito bellaco como tú! —grito desafiándolo—. ¡Nunca seré tu amante, Jaime de Moriel, nunca por propia voluntad!
— Tu voluntad no importa —le espetó él con mordacidad—. Lo quieras o no, harás lo que yo desee.
El rostro de Nalia se encendió de rabia. Estaba fuera de sí. La enorme decepción que acababa de sufrir le hizo sacar fuerzas de donde no las tenía y la movió a reaccionar con energía.
Soltándose bruscamente lo empujó dando un fuerte impulso, haciendo que Jaime perdiera el equilibrio y cayera sobre el cofre que estaba apoyado sobre la pared. Aprovechando esos segundos de desconcierto, Nalia salió corriendo de la habitación y se perdió entre los numerosos corredores de palacio.
Cuando Guzmán de Moriel conoció a Nalia de Toledo no se extrañó de la obsesión de su sobrino por ella. Era una belleza, además, culta y refinada. Si hubiera sido cristiana, él mismo se habría encargado de arreglar la boda. Desafortunadamente, no era ese el caso. Joven e impetuoso, Jaime se había enamorado perdidamente de la mujer equivocada. Era necesario alejarlo de ella y hacer que la olvidara. Una vez en casa tratarían de convencerlo de nuevo para que se casara con Mencía de Zúgel.
— ¡Gracias a Dios, la paz ha vuelto a Toledo! Creo que ha llegado el momento de viajar a casa —le sugirió una noche mientras cenaban.
Jaime esperaba este comentario; sin embargo, antes de ponerse en camino debía arreglar una cuestión muy importante.
— Las fronteras están tranquilas y los almorávides han abandonado la península —estuvo de acuerdo Jaime—. De todas formas, creo que es más prudente esperar unos días más. Quizás para principios de la semana que viene al rey no le importe conceder permisos.
— Algunos caballeros tendrán que permanecer aquí. Yo he estado hace poco en casa, así que no pediré ese permiso por ahora —dijo Tirso de Moriel.
Guzmán lo miró sorprendido.
— Creí que volverías con nosotros.
— Volveré más adelante.
Tirso, primo de Jaime, tenía sus razones para no coincidir en Moriel con Jaime. Le gustaba mucho Mencía y no le resultaría agradable verlos juntos. Él era un caballero y respetaba totalmente las reglas de la nobleza en general y las de su familia en particular.
Jaime era el heredero, el jefe de la familia y del que se esperaba que realizara el mejor matrimonio para engrandecimiento de los de Moriel. Tirso no tenía derecho a entorpecer esos arreglos; sería un agravio para todos. El problema era que a él le resultaba muy difícil esconder sus sentimientos. Había decidido alejarse de Mencía.
Quizás esa fuera la única solución para olvidarla.
Nalia había recurrido a la reina para que la ayudara. Era muy consciente de su poca influencia en la Corte y de la escasa presión que podría ejercer contra el enorme poder de Jaime de Moriel. Sólo la amistad de Constanza podría salvarla de la obcecación de ese hombre.
— Siempre procuro mantener a mis damas lejos de las redes de los caballeros de la Corte, que merodean como lobos a su alrededor. También admito que el caso de Jaime de Moriel es distinto.
Una expresión de disgusto atravesó las facciones de la joven toledana.
— Alegra esa cara, Nalia. He dicho que el caso del joven de Moriel es distinto, pero no he dicho que no podamos buscar una solución —le aclaró la soberana—. Jaime de Moriel le salvó la vida al rey y él se lo ha recompensado con tierras y un título de nobleza. Estas concesiones son las normales en esas circunstancias. Además Alfonso, por la camaradería que le une a Jaime, le concedió su más anhelado deseo, que eras tú.
Nalia ya lo sabía, y volvió a sorprenderle la petición de Jaime.
— Me decepciona que el rey se tome la libertad de quebrantar la ley —expuso con osadía, provocando, al contrario de lo que se esperaba, la sonrisa comprensiva de Constanza.
— Las cosas a veces no son lo que parecen, querida. El rey le debe mucho a la familia de Moriel y en especial a Jaime; sin embargo, no sólo te entregó para agradarle o pagarle un favor; también lo hizo pensando en ti —le explicó con una serenidad que aplacó el mal genio de Nalia—. El rey te aprecia, Nalia, y no te desea ningún mal. Quiere lo mejor para ti, igual que para el caballero de Moriel. Él intuye que existe algo profundo entre vosotros y desea daros tiempo para que vuestra relación pueda ser posible.
Sentada al lado de la reina, delante del acogedor fuego que iluminaba y calentaba la habitación, Nalia empezó a comprender el comportamiento de los reyes respecto a ella.
— Os agradezco vuestro interés, señora, y también el del rey, pero me temo que entre Jaime de Moriel y yo nunca podrá haber ningún entendimiento —expresó sintiendo un agudo dolor en el corazón—. Él no confía en mí. Sospecha continuamente de mis acciones y sigue considerándome una enemiga.
Constanza la miró con incredulidad.
— Pero Nalia, si todo el mundo comenta lo enamorado que esta ese joven de ti. Cada vez que te mira no puede disimular su embelesamiento, y siempre que estáis juntos en la misma habitación nadie existe para él excepto tú. Hay que ser ciego para no apreciar eso.
— A pesar de la atracción que siente hacia mí —admitió la joven mora—, le resulta imposible dejar de luchar contra lo que yo represento. Ese es mi problema, señora. Jaime de Moriel no me acepta como soy. Su objetivo es mantenerme como amante, como un juguete para su capricho, del que se deshará en cuanto se canse en o en cuanto llegue el momento de organizar su vida con una mujer cristiana de su mismo rango.
La reina la miró pensativa, sintiendo respeto por la inteligencia e integridad de esa mujer.
— Yo he sido educada para ser una buena esposa —continuó la joven—, y jamás me denigraré a ser lo que no deseo.
— Tú estás a mi servicio y eres una de mis damas más queridas. Nunca toleraré que seas humillada —la animó la soberana—. Me gustaría que el amor que existe entre Jaime y tú terminara en una relación seria, eso no lo voy a negar. En el caso de que fuera imposible, no permitiré que él te obligue a hacer algo que no deseas. Mis damas están a mi cargo, son mi responsabilidad y busco la felicidad para ellas.
Nalia le dedicó a la reina una dulce sonrisa de agradecimiento y le besó la mano.
— Sois una buena amiga, señora, la mejor que tengo. Con vos me siento segura y sé que impediréis que Jaime me lleve dentro de unos días a su castillo.
Constanza la miró con interés renovado.
— ¿Dices que pretende llevarte a Moriel?
— Sí, desea tenerme a su disposición en todo momento. Yo me he negado, pero él está dispuesto a reclamar al rey sus derechos respecto a mí.
Un gesto de ira se dibujó en las armónicas facciones de Constanza.
— Vuelve a tus quehaceres, Nalia. Yo he de hablar con el rey enseguida. Y no olvides que Jimena y sus hijas te esperan para empezar las clases dentro de una hora —le recordó antes de salir de la habitación.
La discusión entre los esposos reales se podía oír a través de la puerta de sus aposentos.
— ¡Maldita sea, Constanza, no puedo abusar más de la paciencia de ese joven! ¿Es que no entiendes que es uno de mis mejores caballeros si no el mejor?
— ¡Lo único que entiendo es que tu caballero de Moriel intenta abusar de la inocencia de una de mis mejores damas! —contestó con genio—. Tú eres un hombre cabal y un hombre de honor, y sabes perfectamente que Nalia de Toledo no es una mujerzuela. Es una dama y se merece un buen matrimonio. Yo la necesito, y además me agrada tenerla a mi lado, pero prefiero que la envíes de vuelta con su padre antes de que Jaime de Moriel la convierta en su amante.
Alfonso estaba indeciso y comenzó a dar vueltas por la habitación, mientras reflexionaba sobre lo que decía su mujer.
— No quiero perjudicar a esa joven y tú lo sabes. El problema es que hice una promesa y debo cumplirla.
— Puedes demorarla —insistió con empecinamiento—. En mí tienes la excusa perfecta. Yo necesito a Nalia, y también Jimena. Hoy mismo ha insistido para que Nalia empiece a enseñar francés sus hijas.
— El caballero de Moriel ya ha pedido audiencia, y después de oírte ya sé lo que va a exigir. Jaime no es un hombre cualquiera al que se le puede dar largas con evasivas. Supongo que ha aguantado porque quiere a esa joven y también desea lo mejor para ella, pero está en su derecho de reclamar lo que se le prometió.
La reina contraatacó, sin permitir que su marido tomara la decisión que ella temía.
— Estoy de acuerdo contigo en que no debes negarte —le concedió con astucia—, pero sí puedes retrasarlo.
Llegó el día de la audiencia con Jaime de Moriel y el rey temía enfurecerlo demasiado. Con otra mujer que contara con la aprobación de la familia de Moriel no se hubiera mostrado tan osado, pero sabía que ellos jamás aceptarían a una hispano-musulmana como esposa del heredero de la familia. Eso le daba un cierto margen de atrevimiento. De todas formas, no le resultaba agradable enfrentarse a la ira de Jaime, y menos ponérsele en contra.
— Si has venido a pedirme permiso para viajar con tu tío Moriel ya está concedido —se adelantó el rey—. Me gusta que mis caballeros disfruten lo más posible con la familia y no permanezcan durante mucho tiempo alejados del hogar.
Jaime recibió con agrado la buena disposición del rey.
— Gracias, señor. Espero también que en esta ocasión no haya problemas para que Nalia me acompañe. Deseo enseñarle mi hogar y...
— Entiendo lo que me pides, Jaime, y soy muy consciente del derecho que te acoge, pero ¿no podrías dejarlo para más adelante?
Jaime no podía creer que Alfonso hablara en serio.
— ¿Cómo decís, señor?
Alfonso inspiró en profundidad.
— Nalia es ahora necesaria aquí, como bien sabes. La reina no puede prescindir de ella y Jimena ha solicitado una vez más sus servicios como profesora de sus hijas. Creo sinceramente —siguió un poco vacilante— que éste es un mal momento para que te la lleves.
Jaime empezó a sentir cómo la furia le hacía temblar. Sabía que no podía desatar su ira contra el rey. De haberse tratado de otro hombre, en ese mismo momento le habría retado con gusto para hacerle cumplir lo que hacía tiempo le había prometido.
— Yo también la necesito, señor —señaló con voz glacial— quiero tenerla a mi lado el tiempo que esté en Moriel.
Alfonso conocía muy bien a Jaime de Moriel y sabía que estaba punto de estallar. Tenía que calmarlo y convencerlo. De no ser así, podrían surgir problemas serios entre ellos.
— Muy bien. Tú quieres llevarte a Nalia, y muchos aquí desean que se quede porque es necesaria. Yo creo que la solución a este problema es aceptar ambas sugerencias.
Una sombra de duda oscureció las facciones del caballero.
— No entiendo lo que intentáis decir, señor.
— Nalia se quedará aquí por ahora, y dentro de unos días convenceré a mi esposa y a Jimena para que hagan un viaje a Moriel. Sus damas principales acompañarán a la reina, naturalmente, y Nalia podrá continuar en Moriel dando las clases de francés a las hijas del Cid. Sé que tu madre y Jimena fueron muy amigas. Estoy seguro de que estarán encantadas de volver a verse.
Aun siendo una sugerencia bastante válida, digna de la astucia de Alfonso, a Jaime no acababa de convencerlo.
— Por supuesto que la reina y Jimena serían recibidas con gran alegría en Moriel, pero yo preferiría que Nalia me acompañara ahora. Yo... bueno... no deseo separarme de ella.
Alfonso sonrió comprensivo y le pasó un brazo por los hombros al joven caballero.
— Lo comprendo, muchacho, y tendrás a esa joven. Ahora, te ruego que tengas paciencia. La promesa que te hice hace tiempo, la mantengo. Sólo te pido que me concedas unos días.
Jaime quería confiar en Alfonso, siempre lo había hecho, sin embargo, le costaba rehusar a lo que le pertenecía.
— ¿Cuántos días, señor? —preguntó serio.
— No lo sé; espero que no sean muchos.
Una vez más, Jaime tuvo que aceptar la palabra del rey. Salió muy enfadado de la audiencia, maldiciendo la influencia que ejercía la reina sobre su esposo. Nalia había ganado de nuevo. De un humor tempestuoso, se juró a sí mismo que esa victoria no sería muy duradera.