3
Pesar de saber que su procedencia era castellana, Nalia no experimentó ningún cambio en sus sentimientos hacia los castellanos. Ella se había criado en Toledo y tanto su familia como sus amigos eran musulmanes. Pensaba con ternura en su verdadero padre, Ruy de Ara, hombre justo y honesto, y también en su madre, muerta al poco de nacer ella, según le había contado Saffah, pero todo el cariño y la dedicación que había recibido en su vida le habían sido entregados desinteresadamente por unas personas a las que no les importó que ella perteneciera a otra religión y fuera hija de enemigos.
Su lealtad estaba con Toledo y sus habitantes, y eso nunca cambiaría.
Afortunadamente para todos, los caballeros castellanos estuvieron ausentes la semana siguiente a su llegada. Teniendo en cuenta que todavía tenían que apaciguar el reino de esporádicas rebeliones, el rey los necesitaba continuamente. Esto suponía un respiro para Saffah, que era muy consciente de los problemas que podrían surgir entre castellanos y musulmanes con la convivencia diaria. Él también había trabajado intensamente durante esos siete días, aprovechando que había paz en su hogar. En cuanto Jaime de Moriel y sus hombres estuvieran en la casa, Saffah tendría que permanecer también allí para mantener la armonía.
Tras patrullar durante una semana en un radio de 20 leguas alrededor de Toledo, Jaime y sus hombres volvieron a casa de Saffah exhaustos. Los pequeños alzamientos no habían dado lugar importantes luchas sino a rápidas escaramuzas de poca importancia.
No obstante, la constante atención al más mínimo movimiento sospechoso o a cualquier ruido anormal durante la noche, les provocaba una tensión que sólo relajaría la tranquilidad de un hogar.
Tras despojarse de sus armas más pesadas, su atención fue captada por la presencia del criado que siempre los atendía.
— ¿Sí? —preguntó Jaime con brusquedad, cansado del silencio que siempre acompañaba a los sirvientes de esa casa.
— Vuestro baño está preparado, señor.
Jaime lo agradeció; en esos momentos era lo que más necesitaba.
Sumergido en el agua tibia, Jaime se lavó el pelo y se quitó todo el polvo acumulado durante los días de cabalgada. Mientras relajaba sus músculos doloridos, al joven caballero le vino a la mente la imagen de la mujer más bella que jamás había visto: Nalia de Toledo. Apenas la conocía, y además era una mora arisca y altiva, pero sin que él pudiera evitarlo, sus pensamientos habían vuelto una y otra vez a esos bellos ojos violetas que lo miraron con tanta hostilidad, a su sedosa melena morena y a su perfecta figura. Jaime había conocido a bellas mujeres. Ninguna de ellas había logrado robarle ni un pensamiento. Una vez finalizada la corta relación que estableció con algunas de ellas, no volvía a acordarse ni siquiera de cómo eran. Era un hombre de suerte y fortuna, ya que sólo por nacimiento tenía derecho a gozar de muchos privilegios, pero su interés aún no había sido depositado en ninguna dama en particular. Con el tiempo la encontraría; una mujer que fuera digna de su linaje y que le daría el heredero que necesitaban su título y sus tierras.
Cuando volvió a la habitación, envuelto en un lienzo de lino con el que estaba terminando de secarse, su escudero ya le tenía preparada la ropa limpia. Se puso las calzas, una fina camisa blanca una túnica corta verde. Finalmente se ciñó el cinturón de piel con hebilla de oro y colgó de él una espada corta.
Saffah y su familia acostumbraban a comer sobre una mesa baja rodeada de mullidos cojines, según la costumbre árabe. Por deferencia a los jóvenes caballeros, había mandado instalar una mesa castellana con bancos como asiento. Se había propuesto tenerlos contentos y los agasajaba con naturalidad.
— Buenas noches, caballeros. Vengan, siéntense y disfruten de la cena.
Todos miraron la blancura del mantel, costumbre que estaban imponiendo los hispano-musulmanes, deteniéndose especialmente en contemplar las copas de vidrio para el vino y la esplendidez de los alimentos dispersos sobre la mesa. Todo era perfecto, pensó Jaime, excepto en un detalle.
— ¿Dónde están vuestras hijas?
— ¿Mis hijas? —Momentáneamente azorado, el comerciante titubeó antes de contestar—. Ellas se retiran temprano.
— Hacedlas venir, Saffah. Deseo que, a partir de ahora, vos ellas nos acompañéis en la mesa. —Jaime habló muy serio. Su tono no admitía negativas y el comerciante lo intuyó inmediatamente. Aún así intentó mantener a sus hijas alejadas de los castellanos.
— Nuestras costumbres no permiten que nuestras mujeres se mezclen con extraños. El día que llegasteis fue una excepción. Yo no estaba en casa y Nalia se vio obligada a recibiros; eso no es lo normal.
A pesar de no ser ajeno a las costumbres musulmanas, Jaime no estaba dispuesto a prescindir de lo que sin duda le resultaría muy placentero. Tenía todo el derecho a reclamar lo que quisiera, y no iba a renunciar a él.
— Vuestras reglas son muy respetables; sin embargo, ahora esta casa me pertenece y se impondrán nuevas normas.
— No podéis...
— Sí puedo, Saffah, y he de advertiros que empiezo a cansarme de esta conversación. Por favor, traed a vuestras hijas si no queréis que vaya yo a buscarlas.
Aunque Jaime se mantenía sereno, no admitiría una réplica más.
El comerciante sabía que había perdido esa batalla. El caballero castellano estaba resultando más duro de lo que él había pensado en un principio. El primer día había sido benevolente.
Empezaba a descubrir que no lo sería siempre.
— ¿Ya has cenado, padre? —le preguntó Zelima al verlo entrar en sus aposentos.
El mutismo de Saffah llamó la atención de las dos hermanas.
— ¿Por qué estás tan callado? —volvió a preguntar la joven.
— Los caballeros cristianos han vuelto y desean que nosotros tres cenemos con ellos.
Nalia se negó en rotundo.
— ¡Ni hablar!, no me sentaré a la misma mesa que los enemigos. Bastante me cuesta aguantar que vivan en nuestra casa.
Su enérgica protesta inquietó a Saffah.
— He intentado convencerlos, pero me ha sido imposible. Tenemos que obedecer, Nalia, mal que nos pese.
— ¡No, no, y no! ¿Qué pretende ese hombre: humillarnos hasta el punto de hacernos romper nuestras propias reglas?
Zelima sintió piedad por su padre. Sabía lo penoso que estaba resultando para él todo lo que estaba ocurriendo; sin embargo, no le importaba humillarse con tal de salvar a su familia.
— Por favor, Nalia —dijo Zelima con dulzura dirigiéndose a su hermana—, no disgustes más a nuestro padre oponiéndote a él. Todos sentimos lo mismo que tú y desearíamos que la vida continuase como antes, pero eso terminó —prosiguió con realismo— Ahora estamos sometidos a la voluntad del rey Alfonso, y si queremos conservar la vida y lo que tenemos, debemos jurarle lealtad. Con el trato que le demos a estos caballeros, le estaremos demostrando nuestra fidelidad o rechazo.
A pesar de su rebeldía, Nalia comprendió la sensatez de las palabras de su hermana.
— Estoy de acuerdo con vosotros, y jamás atentaría contra la vida de esos castellanos, pero eso no implica que tenga que ser amable con ellos. Tampoco tengo por qué hacer continuamente lo que a ese arrogante caballero se le antoje —protestó con rabia—. Si bien no pondré a mi familia en evidencia, antes preferiría morir, nunca seré un juguete en manos de soldados.
Su padre se acercó a ella y le acarició el pelo.
— Eso yo tampoco lo permitiría, hija, ni creo que un caballero honorable cayera tan bajo.
Nalia no estaba tan segura; no obstante, no tenía más remedio que obedecer.
Los jóvenes caballeros permanecían de pie cuando Saffah sus hijas entraron en el salón. El traje de vaporosa gasa amarillo ceñido a su escultural cuerpo, provocó una convulsión entre los jóvenes, especialmente en el ánimo de Jaime de Moriel. Desde el pelo recogido y sujeto con una redecilla, hasta el suave velo que le cubría la mitad de la cara, y el ceñidor que se amoldaba suavemente a sus caderas, todo era esplendor en esa mujer. Tampoco se le pasa Jaime por alto la daga con la empuñadura enjoyada que Nalia llevaba colgada del ceñidor. Podía ser un peligro que ella disfrutara de esa libertad, aunque quería confiar en el buen juicio de todos los habitantes de esa casa.
La falta de ostentación en su atuendo, hizo que Nalia apreciarla sencilla elegancia del caballero castellano. La primera vez que lo vio llevaba la vestimenta típica de los oficiales del rey. En esos momentos sus ojos enfurecidos sólo vieron a un grupo de soldados que invadían su casa, sin prestar atención a nada más que no fuera la osadía de esos hombres y su desprecio hacia ellos. Ahora, mientras se acercaba con su padre y su hermana, la joven percibió la alta viril figura del caballero moreno y sus atractivas facciones. Sus ojos, de un verde claro y transparente en esos momentos, estaban clavados en ella. Nalia se sintió hipnotizada durante unos segundos. Reaccionando con prontitud, giró la cara bruscamente.
Una mordaz sonrisa se dibujó en los labios de Jaime, siendo muy consciente del enorme quebranto que supondría para el orgullo de esa hermosa musulmana la aceptación de una realidad que ella se negaba a admitir.
— Buenas noches, señoras —saludó inclinando ligeramente la cabeza—, será un placer para nosotros que a partir de ahora compartáis nuestra mesa.
— Nosotros preservamos con orgullo nuestras tradiciones, señor, y esto que vos proponéis no está recogido en ninguna de las leyes por las que nos regimos.
La sequedad del tono de Nalia y la frialdad de sus ojos indicaron a Jaime y a todos los demás que esa dama lucharía hasta el final.
— No soy quién para juzgar vuestras leyes, pero las circunstancias, vuestras y nuestras, son ahora distintas. Esta ciudad pertenece al rey Alfonso VI por derecho de conquista, y esta casa me pertenece temporalmente a mí, lo que quiere decir que mientras yo viva aquí se aplicarán nuestras leyes y se seguirán las costumbres castellanas —le informó Jaime con contundencia—. En privado, cuando nosotros no estemos, sois libres de practicar vuestras obligaciones religiosas o de otro tipo, pero cuando yo esté aquí, requeriré vuestra presencia.
Sus declaraciones no daban lugar a dudas. Sus deseos habían sido expresados y todos tenían que obedecerlos.
— ¿Podríamos saber a qué se debe ese interés en intimar con nosotros?, ¿o es que queréis vigilarnos más de cerca?
Saffah carraspeó con azoramiento. "Definitivamente, esa hija suya no tenía remedio".
— Nalia, por favor, deja de hacer preguntas y permite que estos caballeros tomen su cena antes de que se enfríe —le rogó su padre lanzándole una significativa mirada.
El reiterado cruce de hostiles miradas entre Jaime y Nalia no se había interrumpido por la intervención de Saffah. Ninguno de lodos cedería, y el bondadoso comerciante temía que fuera su hija la que saliera perdiendo.
— Yo no desearía tener que vigilaros, a menos que vos me obliguéis.
Aunque las palabras de Jaime de Moriel fueron pronunciadas con suavidad, a los oídos de Nalia sonaron como una advertencia.
— Por otra parte —continuó él—, mis hombres y yo estamos cansados de la dureza de la vida en los campamentos y de estar siempre rodeados de soldados y armas. Mezclarnos con otro tipo de personas nos es placentero, especialmente cuando tenemos la suerte de poder disfrutar de la compañía de dos hermosas damas.
Zelima, llevada por su bondad y por su enorme deseo de que terminara la batalla verbal que se estaba librando entre su hermana el caballero castellano, sonrió al joven y le dio las gracias. Nalia le dedicó a su hermana una mirada recriminatoria, lo que hizo que la joven musulmana bajara la cabeza y se dirigiera a su asiento escoltada por uno de los caballeros. Nalia intentó seguirla, pero Jaime le interceptó el paso y le ofreció su mano para servirle de escolta. Ella no la aceptó y él no se movió.
Empezando a temer lo peor, Saffah le dirigió a su hija una mirada suplicante y Nalia tuvo que ceder. Apoyando su mano sobre la del caballero, ambos se dirigieron hacia el centro de la mesa. Si en algún momento Nalia tuvo esperanzas de eludir al castellano se disiparon instantáneamente cuando él señaló el asiento junto al suyo para que ella se sentara.
Era increíble. No solamente tenía que soportar la invasión de la que habían sido objeto, sino que además tendría que aguantar la compañía y las intimidatorias miradas de ese hombre.
Saffah y Zelima se colocaron al lado de Nalia, al igual que Lope y Alonso, que la miraba entusiasmados, situándose Sancho Álvaro al lado de Jaime.
— ¿Acostumbráis a comer con el velo puesto? —preguntó con curiosidad Alonso a Zelima.
La joven rió.
— No, en casa nunca lo llevamos, a no ser que estemos entre desconocidos, como es este caso.
— Mis hijas... es que... ya han cenado —intervino Saffah vacilante, intentando evitar una nueva fricción—. Ellas no sabían que...
— Lo entendemos, Saffah —le cortó Jaime—, pero a partir de mañana nos acompañarán en todas nuestras comidas, y ninguna mujer de esta casa llevará el velo mientras nosotros estemos aquí. Temporalmente formaremos parte de vuestro hogar y esperamos confianza.
Los hombres comieron con apetito los sabrosos y variados platos que salían de la cocina del comerciante. Ellos pagaban su manutención, según habían acordado con Saffah desde el principio.
Aun así, la estancia en casa del árabe les salía muy barata teniendo en cuenta los lujos de los que disfrutaban.
El calor del verano se hacía notar, y la rutina de los días raramente variaba. Los sirvientes de Saffah se sentían ya más tranquilos respecto a los cristianos, e incluso las jóvenes moras bromeaban y reían con los hombres de Jaime cada vez que coincidían en alguna parte de la casa o cuando les servían la cena.
Zelima también solía hablar distendidamente con ellos, no así Nalia.
Cenaba todas las noches con los caballeros castellanos y acudía al salón cada vez que era requerida, pero nunca aparecía en sus labios la sonrisa que Jaime tanto deseaba ver.
Su vida estaba en el ejército, consistiendo su misión principal en servir al rey. Desde muy joven no había hecho otra cosa, estando siempre satisfecho con la profesión que correspondía a los primogénitos de la nobleza. Cuando su padre muriera, él heredaría sus tierras, y entonces quizás tuviera que dedicarse a cuidarlas abandonar para siempre la vida militar. Ese futuro aún estaba lejano.
Lo que deseaba ahora era vivir el presente, seguir sirviendo a un rey que admiraba, contar con la amistad de sus excelentes compañeros y... disfrutar de la compañía de Nalia de Toledo.
Su ansiedad por verla era cada día más apremiante. Para Jaime era un placer sólo pensar que ella estaba en casa cuando él regresaba. Reconocía con un cierto regusto amargo que Nalia aún no le había brindado su amistad, ni siquiera un poco de afecto, pero por lo menos ya no discutían tanto ni lo trataba con tanto desdén. Jaime procuraba mostrarse amable y caballeroso, como si intentara cortejarla. A veces no se explicaba por qué actuaba así, puesto que era muy consciente de la imposibilidad de una relación seria con una mujer musulmana. Por otra parte, no podía remediar sentirse feliz estando con ella.
El perfume de las flores aromatizaba el bello jardín que refrescaba como un oasis la parte de atrás de la casa. A Nalia le gustaba mucho pasear entre las bonitas plantas mientras pensaba en el dramático cambio que había tenido lugar en su vida.
De un día para otro, Toledo se había convertido en propiedad de los cristianos. Unos caballeros castellanos habían requisado su casa y se habían instalado en ella, y para colmo su padre le había contado la verdad acerca de su nacimiento.
Nalia había sido educada como cristiana, aunque Saffah siempre le había insistido en que no lo divulgara. En su inocencia había creído que su padre intentaba por todos los medios que ella no fuera considerada distinta entre familiares y amigos. Ahora comprendía sus motivos.
"Si los Jaranegra te descubrieran, te matarían. Ten por seguro que jamás renunciarán a sus tierras y a su posición privilegiada al lado del rey" —le había dicho Saffah—. "Sólo bajo mi tutela, como mi hija y pasándote por musulmana, estarás segura".
Una sombra entre los arbustos la asustó. En el momento en que la apuesta figura de Jaime de Moriel apareció ante sus ojos, su corazón se tranquilizó. Ese hombre era un enemigo y nunca le daría confianza. Él y su gente habían invadido la bella tierra en la que se había criado. No obstante, también intuía que el caballero leonés nunca le haría daño.
— Buenas tardes, Nalia. Te he visto venir hacia aquí y he pensado en pasear contigo... si a ti no te importa. —Hacía tiempo que Jaime había decidido dejar las formalidades a un lado.
Nalia se dio cuenta en esos momentos de que realmente no le importaba. La cuestión era si debía. Sabía que Jaime se había fijado en ella, pero a ninguno de ellos les convenía que los relacionaran.
Para Nalia era vital seguir pasando desapercibida, y en la familia de Jaime tomarían como una ofensa que él, un noble castellano, caballero del rey, se relacionara con una mora.
— En realidad voy a estar poco tiempo. He de ir a la cocina para supervisar la cena.
Era una excusa endeble y Jaime la descartó con rapidez.
— Si para que me dediques más tiempo hace falta que se contraten más sirvientes, lo haremos.
— ¿Es una exigencia más? —preguntó la joven con altivez.
— No quisiera que lo fuera. Preferiría que lo desearas voluntariamente.
Su anhelo era real, pero Nalia sabía que sería inútil. Ellos dos no podían relacionarse.
— No me importa que estés aquí, si es a eso a lo que te refieres —Nalia también optó por un tratamiento más informal. Si él se había tomado esa libertad, ella tenía el mismo derecho.
Poniéndose a su lado, ambos anduvieron despacio por los estrechos senderos del jardín.
— Me gusta la paz y la frescura que se respira en los jardines árabes. Estando en ellos da la sensación de que la vida dura y difícil no existe. Son como pequeños oasis en medio de un desierto hostil.
— Procuramos disfrutar en nuestras casas de las mejores cosas que nos ofrece la vida: fuentes, jardines, estancias cómodas, baños... La familia se merece lo mejor, y entre todos procuramos crear un ambiente sosegado y placentero. ¿No hacéis vosotros lo mismo?
— Sí, también queremos y protegemos a nuestras familias, pero nuestra forma de vida es mucho más sobria, y desde luego, no tan refinada. ¿Conoces alguno de nuestros castillos?
Nalia negó con la cabeza. Cuando era muy pequeña habría vivido en alguno de ellos, pero ella no lo recordaba.
— Nunca he salido de Toledo.
Jaime la miró y se quedó pensativo durante unos segundos.
— No sé el tiempo que tendré que estar en Toledo. Cuando pueda volver a casa me gustaría que me acompañaras para que conocieras mis propiedades.
Jaime había hablado sin pensar, pues Saffah jamás permitiría que él se llevara a su hija.
Nalia rió y se inclinó para oler una flor.
— No es nuestra costumbre viajar con extraños.
— Después de dos meses conviviendo en la misma casa comiendo siempre juntos, ¿todavía me consideras un extraño? —preguntó Jaime sin poder evitar sentirse ofendido.
Jaime y sus hombres vivían en la casa, eso era cierto, pero no formaban parte de la familia, no estaban dentro de la categoría de padre, hermano, prometido o marido, lo que significaba que eran extraños. Ni siquiera se les podía calificar de amigos.
— Según nuestras normas, sí.
— No estoy hablando de normas, sino de lo que piensas tú.
La vehemencia de Jaime la asustó.
Sólo con su padre se mostraba directa y espontánea. Las pocas conversaciones que había tenido con otros hombres, todos pretendientes que habían sido descartados, habían tenido lugar bajó la atenta vigilancia de Ahme, y las palabras que se habían empleado habían sido expresadas siempre con mucha más sutileza.
— Eso no importa.
— ¡A mí sí me importa! —exclamó Jaime acercándose más a ella y tomándola suavemente del brazo.
Ahme, el guardián de Nalia y Zelima, apareció como por arte de magia e interrumpió la conversación que ambos jóvenes mantenían. Era obvio que había estado vigilando a Nalia todo el tiempo, y eso enfureció aún más a Jaime.
— Mi ama, las sirvientas te están buscando. Tu baño ya está preparado.
Jaime se giró con rabia y se enfrentó al mestizo.
— El baño puede esperar. Déjanos solos —ordenó sin pestañear.
Cualquiera de sus soldados hubiera temblado ante esa mirada, pero el fiel Ahme no se amedrentó. Sabía muy bien cuál era su misión y la cumpliría, aunque con ello se jugara la vida.
— Mis órdenes son escoltar a mi ama hasta sus aposentos ahora y lo haré —contestó el guardián sin mover ni un músculo de la cara.
La ira de Jaime aumentaba por segundos.
— ¿Te atreves a desafiarme?
Nalia estaba segura de que ninguno de los dos cedería. Antes de que la lealtad de Ahme hacia su padre se volviera contra sí mismo, se interpuso entre los dos hombres.
— Se acerca la hora de la cena; creo que es mejor que vaya cambiarme. Charlaremos en otro momento.
Ahme se apartó para que Nalia pasara, pero Jaime volvió sujetarla del brazo.
— ¿Cuándo podremos vernos a solas... sin guardianes? —preguntó dedicándole al mestizo una mirada cargada de veneno. No la dejaría hasta que no le diera una respuesta.
— Mañana también pasearé por el jardín.
Jaime la observó mientras se alejaba con el criado. En otras circunstancias no la hubiera dejado ir, pero había temido romper el frágil lazo que los había unido durante el breve tiempo que habían estado juntos. Le había costado demasiado tiempo que Nalia le dirigiera la palabra, y ahora tendría que andar con cautela.
Todas las tardes, ambos jóvenes paseaban y charlaban durante un rato, en todo momento bajo la atenta vigilancia de Ahme. Jaime siempre le parecía poco tiempo, pero accedía con la esperanza de que Nalia le fuera haciendo más concesiones. El joven leonés le hablaba sobre sus padres, su hermano, sus hermanas ya casadas, su castillo, y en general sobre la forma de vida que llevaban en Moriel en todo el mundo cristiano.
Nalia le escuchaba con atención. Conocía las costumbres cristianas porque su padre le había hablado sobre ello. Acudía a los ritos religiosos una vez por semana; siempre completamente tapada y con ropas que sólo llevaban las mujeres casadas. Desde que los caballeros castellanos estaban en casa de Saffah, las salidas de Nalia se realizaban con mucha más prudencia. Toledo estaba ahora lleno de cristianos: soldados, caballeros y cortesanos, y lo que Saffah temía era que los Jaranegra anduvieran por ahí y descubrieran el paradero de la verdadera heredera de Ruy de Ara. Toledo había sido un escondite seguro para su hija, como Ruy había supuesto. Ahora las circunstancias habían cambiado, y por primera vez, Saffah intuía un peligro que hasta entonces se había mantenido lejos de sus vidas.
A la hora de la cena, Nalia y Jaime volvían a verse, aunque apenas podían hablar. Las charlas y bromas de sus hombres, que siempre hacían reír a las dos jóvenes, impedían cualquier conversación entre ellos dos. Saffah toleraba con buen humor la naturalidad de los jóvenes, pero en cuanto terminaba la cena, él sus hijas se retiraban enseguida. Saffah accedía a los deseos de Jaime de Moriel el menor tiempo posible.