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Michael Argyle, sin poder conciliar el sueño, tenía la vista fija en la oscuridad.

Su mente daba vueltas y más vueltas, como una ardilla en su jaula, pensando en el pasado. ¿Por qué no podía dejarlo atrás? ¿Por qué tenía que arrastrar el pasado a lo largo de toda su vida? Después de todo, ¿qué importaba? ¿Por qué tenía que recordar tan claramente la habitación caliente y alegre, y cómo le llamaban ««nuestro Micky»? ¡Que divertido era corretear por las calles, con pandillas de chiquillos! Su madre, con su cabeza dorada (tinte barato, pensó, con sus conocimientos de adulto), sus repentinas furias, cuando le zurraba (la ginebra, claro) y su alegría desenfrenada cuando estaba de buen humor. ¡Aquellas deliciosas cenas de pescado frito y patatas! Su madre cantaba baladas sentimentales. Algunas veces iban al cine. Claro que siempre estaba alguno de los «tíos». Así era como Micky tenía que llamarlos siempre. Su propio padre se había marchado antes de que tuviera edad suficiente para recordarlo. Pero su madre no hubiera consentido que el «tío» de turno le pusiera la mano encima. «Deja en paz a nuestro Micky», decía.

Luego había venido la excitación de la guerra. Esperando a los bombarderos de Hitler, las falsas alarmas, las sirenas. Bajaban al metro y pasaban allí las noches. ¡Qué divertido! Estaba allí todo el barrio, con los bocadillos y las botellas de limonada. Los trenes pasaban durante toda la noche. ¡Aquella sí que era vida! ¡En medio del jaleo!

Después había venido aquí, al campo. ¡Un lugar tranquilo y aburrido, donde no ocurría nada!

«Volverás cuando todo se acabe, cariño», había dicho su madre, pero lo había dicho como si no fuera del todo cierto. No parecía que le hubiera disgustado su marcha. ¿Y por qué no le había acompañado? Muchos de los chicos de la calle habían sido evacuados con sus madres. Pero su madre no había querido ir. Se iba al norte (con el tío de turno, el tío Harry), a trabajar en una fábrica de municiones.

Debía de haberse dado cuenta de que su madre no le quería, a pesar de su afectuosa despedida. La ginebra era lo único que le importaba, la ginebra y los «tíos».

Y él había vivido en Sunny Point, cautivo, prisionero, comiendo comidas insípidas, a las que no estaba acostumbrado, acostándose (¡increíble!) a las seis de la tarde, después de una cena absurda, consistente en leche y galletas (¡leche y galletas!), llorando en la cama, sin poder dormir, con la cabeza metida debajo de las mantas, llorando por su madre y por su casa.

¡La culpa la tuvo aquella mujer! Lo había atrapado y no quiso dejarle marchar. Mucha palabrería sentimentaloide y juegos estúpidos. Esperaba algo de él, algo que él había decidido no darle. No importaba. Esperaría. ¡Tendría paciencia! Y un día, ¡qué maravilloso día!, volvería a casa. Volvería a callejear con los chicos, a los estupendos autobuses rojos, al Metro, al pescado frito y patatas, al tráfico y a los gatos del barrio. Repasó con añoranza todo el catálogo de placeres. Tenía que esperar. La guerra no iba a durar siempre.

Allí estaba él, metido en aquel sitio estúpido, mientras las bombas caían por todo Londres y medio Londres estaba ardiendo. ¡Huy! Vaya hogueras que habría: gente que moría y casas que se derrumbaban.

En su cabeza lo veía en glorioso tecnicolor.

No importaba. Cuando se acabara la guerra, volvería con su madre. Se extrañaría mucho de ver cuánto había crecido.

En la oscuridad, Micky Argyle suspiró profundamente.

La guerra había terminado. Habían derrotado a Hitler y a Mussolini. Algunos de los niños volvían a sus casas. Ya faltaba poco. Y entonces, Ella había vuelto a Londres y había dicho que se iba a quedar en Sunny Point y que iba a ser su hijito.

Él había dicho: «¿Dónde está mamá? ¿La mató una bomba?»

Si la hubiera matado una bomba... bueno, no hubiera sido tan malo. A las madres de otros chicos les había ocurrido.

Pero Mrs. Argyle dijo que no había muerto. Pero tenía que hacer un trabajo muy difícil y no podía atender a un niño, cosas de ese tipo, dorándole la píldora con palabras vacías de significado.

Su madre no le quería, no quería que volviera. Tenía que quedarse allí, para siempre.

Después de eso, había comenzado a espiar, en un intento de escuchar algo que aclarara el misterio y, por fin, oyó algo, un trozo de conversación entre Mrs. Argyle y su marido: «Encantada de librarse de él... completamente indiferente» y algo sobre cien libras. Entonces supo que su madre lo había vendido por cien libras.

¡Nunca pudo sobreponerse a la humillación y el dolor que sintió! ¡Y Ella lo había comprado! La vio como la personificación del poder, alguien contra quien él, con sus escasas fuerzas, no podía. Pero crecería, algún día sería fuerte, sería un hombre. Y entonces la mataría.

Una vez tomada esta resolución, se sintió mejor.

Las cosas mejoraron cuando fue al colegio. Pero odiaba las vacaciones por culpa de Ella. Siempre arreglándolo todo, haciendo planes, colmándole de regalos. Estaba desconcertada, viéndole tan poco efusivo. No podía resistir que Ella le besara, y había disfrutado desbaratando los estúpidos planes que forjaba para él. ¡Trabajar en un banco! ¡En una compañía petrolera! Desde luego, no. Buscaría un trabajo por sí mismo.

Cuando estaba en la universidad, trató de seguir la pista a su madre. Se enteró de que había muerto hacía varios años en un accidente de automóvil, con un hombre que conducía completamente borracho.

¿Por qué no olvidarlo todo entonces? ¿Por qué no pasarlo bien y vivir la vida? No sabía por qué, pero no podía hacerlo.

Y ahora, ¿qué iba a ocurrir ahora? Ella estaba muerta, ¿no? Creía que le había comprado por cien miserables libras. Creía que podía comprarlo todo, casas, coches e hijos, porque no podía tenerlos. ¡Se creía Dios Todopoderoso!

Pues no lo era. Un golpe en la cabeza con un atizador ¡y se convirtió en un cadáver como cualquier otro! (Como el cadáver de melena dorada del accidente de la carretera del norte.)

Ella estaba muerta, ¿verdad? ¿Por qué preocuparse?

¿Qué era lo que pasaba? ¿Era que no podía seguir odiándola porque estaba muerta?

De modo que la muerte le hacía a uno así.

Se sintió perdido sin su odio, perdido y asustado.