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En el hotel de Drymouth, Calgary cenó temprano y subió a su habitación. Se sentía profundamente afectado por lo ocurrido en Sunny Point. Había esperado que la misión le resultara penosa y había necesitado armarse de todo su valor para llevarla a cabo. Pero la entrevista había resultado penosa y perturbadora de un modo completamente distinto al que había previsto. Se tumbó en la cama, encendió un cigarrillo y empezó a darle vueltas y más vueltas al tema.

La imagen que se le presentaba con mayor claridad era el rostro de Hester en el momento de separarse. ¡Con qué desprecio había rechazado su deseo de justicia! ¿Qué era lo que había dicho? «No es el culpable el que importa, son los inocentes». Y luego: «¿No ve usted lo que nos ha hecho a todos?» Pero, ¿qué era lo que había hecho? No lo comprendía. Se devanaba los sesos por comprenderla.

Y los demás. La mujer a la que llamaban Kirsty (¿por que Kirsty? Era un nombre escocés. Y ella no era escocesa. ¿Danesa, quizá noruega?) ¿Por qué había hablado tan duramente, recriminándole de aquel modo?

También había habido algo raro en la actitud de Leo Argyle: un retraimiento, una vigilancia. Nada de: «Gracias a Dios que mi hijo era inocente», lo que hubiera sido la reacción natural.

Y la joven, la secretaria de Leo. Había estado amable con él y había tratado de ayudarle. Pero también había reaccionado de un modo extraño. Recordó cómo se había arrodillado junto al sillón de Argyle. Como si... como si le comprendiera y quisiera consolarlo. ¿Consolarlo, por qué? ¿Porque su hijo no era un asesino? Y si, además, sus sentimientos no eran puramente los de una secretaria, aunque llevara varios años en el puesto. ¿Qué significaba todo aquello?

Sonó el teléfono de la mesilla de noche.

—¡Diga!

—¿Doctor Calgary? Hay un señor que pregunta por usted.

—¿Por mí?

Le sorprendió. Que él supiera, nadie estaba enterado de que iba a pasar la noche en Drymouth.

—¿Quién es?

—Mr. Argyle —contestó el empleado.

—¡Ah! Dígale...

Arthur Calgary se detuvo en el momento en que iba a decir que ahora mismo bajaba. Si por alguna razón Leo Argyle le había seguido a Drymouth y se había enterado de dónde se hospedaba, seguramente sería embarazoso discutir en el concurrido salón del hotel el asunto que le llevara allí. En su lugar, dijo:

—¿Quiere decirle que suba a mi habitación?

Se levantó de la cama y empezó a pasearse por la habitación, hasta que oyó un golpe en la puerta.

Cruzó la habitación y abrió.

—Pase Mr. Argyle. Yo...

Se calló, sorprendido. No era Leo Argyle. Era un joven de unos veinticinco años, moreno y bien parecido, pero con una expresión de amargura que le afeaba. Un rostro inquieto, violento y desgraciado.

—No me esperaba, ¿verdad? Creía que era mi padre. Soy Michael Argyle.

—Pase. ¿Cómo se enteró usted de que estaba aquí? —preguntó, ofreciéndole la pitillera.

Michael Argyle cogió un cigarrillo y rió de modo desagradable.

—¡Muy fácil! Llamé a los principales hoteles, por si se quedaba a pasar la noche. Di con usted en el segundo.

—¿Y por qué quería verme?

—Quería saber qué clase de tipo era usted —replicó Michael Argyle lentamente.

Sus ojos miraron a Calgary de arriba abajo y observó los hombros ligeramente hundidos, el pelo con las primeras canas y el rostro delgado y sensible.

—¿De modo que es usted uno de los que fueron al polo Sur con la Hayes Bentley? No parece usted muy duro.

Arthur Calgary sonrió débilmente.

—Algunas veces, las apariencias engañan. Fui lo bastante duro para hacerlo. No es sólo fuerza muscular lo que hace falta. Hay otros requisitos muy importantes: resistencia, paciencia, conocimientos técnicos...

—¿Qué edad tiene usted, cuarenta y cinco?

—Treinta y ocho.

—Representa más.

—Sí, sí, puede que sí.

Por un instante, le asaltó un sentimiento de tristeza muy agudo, al enfrentarse con la juventud acusadamente viril del muchacho.

—¿Por qué quería verme? —preguntó con cierta brusquedad.

El otro torció el gesto.

—Es natural, ¿no? Al enterarme de la noticia que trajo. La noticia sobre mi querido hermano.

Calgary no contestó.

—Le llegó un poco tarde al pobre, ¿verdad? —continuó Michael.

—Sí —manifestó Calgary en voz baja—. Demasiado tarde para él.

—¿Por qué cerró el pico? ¿Qué significa todo eso de la conmoción?

Pacientemente, Calgary se lo contó. Cosa extraña, la brusquedad y la descortesía del muchacho le resultaban reconfortantes. Por lo menos, había encontrado alguien que sentía gran interés por su hermano.

—Con eso Jacko tiene una coartada, ¿eh? ¿Cómo sabe usted que no se equivoca en lo de las horas?

—Estoy completamente seguro respecto a las horas —afirmó Calgary.

—Puede haberse equivocado. Ustedes los científicos son muy distraídos algunas veces con las cosas pequeñas, como horas y lugares.

Calgary mostró cierto regocijo.

—Se ha hecho usted una idea del distraído profesor de las novelas, que lleva los calcetines de distinto color y no sabe qué día es o por dónde anda, ¿verdad? Mi querido joven, el trabajo técnico requiere mucha precisión, cantidades exactas, horas, cálculos. Le aseguro que no existe la menor posibilidad de que haya cometido un error. Recogí a su hermano inmediatamente antes de las siete y lo dejé en Drymouth cinco minutos después de las siete y media.

—Su reloj podía andar mal. ¿O se fió usted del reloj del coche?

—Mi reloj y el reloj del coche estaban perfectamente sincronizados.

—Jacko pudo haberle dado gato por liebre de algún modo. Sabía muchos trucos.

—No hubo el menor truco. ¿Por qué tiene usted tanto interés en demostrar que estoy equivocado? Esperaba que quizá fuera difícil convencer a las autoridades de que habían condenado injustamente a un hombre. ¡No esperaba que su propia familia fuera tan difícil de convencer!

—¿De modo que nos ha encontrado a todos un poco difíciles de convencer?

—La reacción me pareció un poco anormal.

Micky fijó en él una mirada penetrante.

—¿No quisieron creerle?

—Así me lo pareció.

—No lo pareció solamente. Así fue. Y es natural, además, si se para usted a pensar un poco.

—¿Por qué? ¿Por qué es natural? Asesinan a su madre. Su hermano es acusado del asesinato y condenado. Ahora resulta que era inocente. Deberían estar ustedes contentos, agradecidos. Su propio hermano...

—No era mi hermano. Y ella no era mi madre.

—¿Cómo?

—¿Nadie se lo ha dicho? Todos éramos hijos adoptivos. Todos nosotros, Mary, mi «hermana» mayor, fue adoptada en Nueva York. El resto durante la guerra. Mi «madre», como usted la llama, no podía tener hijos propios. De modo que se buscó una bonita familia adoptiva. Mary, yo, Tina, Hester y Jacko. Un hogar confortable y lujoso y un derroche de amor maternal. Yo creo que al final llegó a olvidarse de que no éramos sus propios hijos. Pero tuvo mala suerte cuando escogió a Jacko para convertirlo en uno de sus queridos niñitos.

—No tenía la menor idea —dijo Calgary con energía.

Micky le miró y asintió.

—Bueno. Usted lo dice y nada le hará cambiar de opinión. Jacko no la mató. Muy bien, entonces, ¿quién la mató? Eso no se le había ocurrido, ¿verdad? Piénselo ahora. Piénselo y empezará a comprender lo que nos está haciendo a todos.

Giró sobre sus talones y salió bruscamente de la habitación.