Capítulo XVII

—¿Qué haces, Hester, cariño? —preguntó Philip mientras avanzaba en su silla de ruedas por el pasillo. Hester asomaba la cabeza por la ventana que había hacia la mitad del mismo. Se sobresaltó y retiró la cabeza.

—Ah, eres tú.

—¿Estás contemplando el universo o pensando en suicidarte?

Ella le miró retadora.

—¿Por qué dices semejante cosa?

—Está clarísimo que pensabas en el suicidio. Pero francamente, Hester, si piensas dar ese paso, esa ventana no es adecuada. No está lo bastante alta. Piensa en lo horrible que sería quedarte con una pierna y un brazo tullidos, por ejemplo, en lugar de conseguir el misericordioso olvido que anhelas.

—Micky salía muchas veces por esta ventana y bajaba por la magnolia. Era su vía secreta para salir y entrar. Mamá nunca se enteró.

—¡La de cosas que ignoran los padres! Se podría escribir un libro. Pero si estás pensando en suicidarte, Hester, junto al cenador hay un sitio mucho más apropiado.

—¿Donde sobresale del río? Sí, ¡se estrellaría una contra las rocas!

—¡Lo malo de ti, Hester, es que tienes una imaginación melodramática! La mayoría de la gente se contenta con colocarse adecuadamente junto a la estufa de gas o con tomarse una cantidad enorme de pastillas para dormir.

—Me alegro de que estés aquí —comentó Hester inesperadamente—. A ti no te importa hablar de las cosas, ¿verdad?

—Bueno, lo cierto es que ahora no tengo mucho que hacer. Ven a mi habitación y hablaremos. —Ante su vacilación, continuó—: Mary está abajo. Fue a prepararme algún plato exquisito con sus preciosas manos.

—Mary no lo comprendería.

—No —convino Philip—, Mary no lo comprendería en lo más mínimo.

Philip empujó la silla a lo largo del pasillo y Hester caminó a su lado. La joven abrió la puerta del salón y Philip entró. Hester le siguió.

—Pero tú, en cambio, lo entiendes —comentó Hester—. ¿Por qué?

—Hay momentos en que uno piensa en esas cosas. Cuando me ocurrió esto, por ejemplo, y supe que me quedaría inválido para toda la vida...

—Sí, debe de haber sido horrible. Horrible. Y además eras piloto, ¿verdad? Volabas.

—Sí, muy alto, por encima del mundo.

—Lo siento mucho. Lo siento mucho, de verdad. ¡Debía haber pensado más en ello y haberte demostrado más compasión!

—Gracias a Dios que no me la demostraste. Pero esa fase ya pasó. Termina uno acostumbrándose a todo. Esto no puedes comprenderlo ahora, Hester. Pero llegarás a comprenderlo. A no ser que antes quieras hacer alguna cosa muy atolondrada y muy estúpida. Vamos, cuéntamelo todo. ¿Qué pasa? Me figuro que habrás tenido una pelea con tu novio, con el solemne y joven doctor. ¿Es eso?

—No fue una pelea. Fue mucho peor que una pelea.

—Ya se arreglará todo.

—No, no se arreglará. No puede arreglarse nunca.

—Empleas unos términos tan desorbitados. Para ti todo es blanco o negro, ¿verdad, Hester? No hay tonos intermedios.

—No puedo evitarlo. Siempre he sido así. Todo lo que he pensado que podía hacer o quería hacer me ha salido mal. Quise vivir una vida propia, ser alguien, hacer algo. Y todo me ha salido mal. No sirvo para nada. He pensado muchas veces en quitarme la vida. Desde los catorce años.

Philip la observaba con interés.

—Desde luego, mucha gente se mata entre los catorce y los diecinueve años —opinó con voz tranquila y práctica—. En esa edad las cosas son desproporcionadas. Hay colegiales que se suicidan porque creen que no aprobarán los exámenes y hay chicas que lo hacen porque sus madres no las dejan ir al cine con algún amigo indeseable. Es una época en que todo se muestra en glorioso tecnicolor. Alegría o desesperación. Tristeza o felicidad sin par. Luego se libera uno de eso. Lo malo de ti, Hester, es que te está llevando más tiempo liberarte que a la mayoría.

—Mamá tenía razón en todo lo que decía o hacía. En todas las cosas que no me dejaba hacer y que yo quería hacer, ella tenía razón y yo estaba equivocada. ¡No podía resistirlo, no podía! Por eso pensé que tenía que ser valiente, tenía que marcharme. Tenía que probarme a mí misma. Y todo salió mal. No valía nada como actriz.

—Claro que no valías, Hester. No tienes sentido de la disciplina. No admites dirección. Tienes demasiado trabajo con dramatizarte a ti misma. Ahora estás haciéndolo.

—Y entonces creí que debía tener un verdadero amor. No un amor estúpido e infantil. Un hombre mayor. Estaba casado y había sido muy desgraciado.

—Una situación muy vulgar. Y él la explotó, supongo.

—Yo creí que sería una gran pasión. ¿No te estarás riendo de mí? —Miró a Philip con desconfianza.

—No, no me estoy riendo de ti, Hester —replicó Philip dulcemente—. Comprendo que tienes que haber pasado un calvario.

—No fue una gran pasión —negó Hester con amargura—. Fue una historia estúpida y vulgar. Todo lo que me decía de su vida o de su mujer era mentira. Yo... yo le acorralé de un modo horrible. He sido una tonta, una tonta vulgar y barata.

—Algunas veces hay que aprender las cosas por experiencia propia. Nada de eso te ha hecho mucho daño, Hester. Probablemente te ayudó a madurar. O te ayudaría a madurar si no te negaras a hacerlo.

—Mamá estuvo tan competente en todo eso —señaló Hester con resentimiento—. Fue a buscarme y lo arregló todo, y me dijo que si realmente quería ser actriz, era mejor que fuera a la escuela de arte dramático y lo hiciera como era debido. Pero yo no quería ser actriz en realidad y, además, entonces ya sabía que no valía. Así que me volví a casa. ¿Qué iba a hacer si no?

—Probablemente, podías haber hecho montones de cosas. Pero ésa era la más fácil.

—Sí, sí —asintió la joven con fervor—. Qué bien lo entiendes. Soy muy débil. Siempre quiero hacer lo que es fácil. Y si me rebelo contra ello, siempre lo hago de un modo tan estúpido que sale mal.

—No tienes confianza en ti misma, ¿verdad?

—A lo mejor es porque me adoptaron. No me enteré hasta que tenía casi dieciséis años. Yo sabía que los demás lo eran y entonces un día pregunté y... y me enteré de que yo también era hija adoptiva. Me sentí desgraciadísima, como si no fuera de ningún sitio.

—Eres terrible en eso de dramatizar las cosas.

—No era mi madre. Nunca entendió ni uno solo de mis pensamientos. Lo único que hacía era mirarme con indulgencia y amabilidad y hacer planes para mí. ¡Cómo la odiaba! ¡Es espantoso, ya sé que es espantoso, pero la odiaba!

—En realidad, la mayoría de las chicas pasan por una etapa, que no dura mucho, en que odian a sus madres. No tiene nada de extraordinario.

—La odiaba porque tenía razón. Es horrible que la gente tenga siempre razón. Te hace sentir cada vez más insignificante. Oh, Philip, ¡es horrible todo esto! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué puedo hacer?

—Casarte con ese muchacho tan agradable, con tu novio, y sentar la cabeza. Ser la mujercita buena de un médico. ¿O esa vida no es lo bastante espléndida para ti?

—Ya no quiere casarse conmigo —contestó la joven con tono sombrío.

—¿Estás segura? ¿Te lo ha dicho él? ¿O lo estás imaginando tú?

—Cree que yo he matado a mi madre.

—¡Ah! —dijo Philip, y se calló un momento—. ¿La mataste?

Ella giro en redondo para enfrentarse a él.

—¿Por qué me lo preguntas? ¿Por qué?

—Me pareció que sería interesante saberlo. Todo en familia, por decirlo así. No para decírselo luego a las autoridades.

—Si la hubiera matado, ¿crees que te lo diría?

—Sería más prudente no decirlo.

—Me dijo que sabía que la había matado, que si lo reconocía, si confesaba que lo había hecho, todo se arreglaría, que nos casaríamos y él me cuidaría. Que no dejaría que eso nos distanciara.

Philip lanzó un silbido.

—Vaya, vaya, vaya.

—¿De qué me sirve? —preguntó Hester—. ¿De qué me sirve decirle que no la he matado? No lo creería, ¿verdad?

—Debería creerlo si tú se lo dices.

—Yo no la maté. ¿Entiendes? Yo no la maté. No la maté —Se interrumpió—. Suena muy poco convincente, ¿verdad?

—A veces la verdad parece poco convincente.

—No sabemos quién fue. Nadie lo sabe. Nos miramos unos a otros. Mary me mira a mí. Y Kirsten. Es tan amable conmigo, tan protectora. También cree que he sido yo. ¿Qué probabilidades tengo de que me crean? Eso es lo malo, ¿no lo comprendes? ¿Qué probabilidades tengo? Sería mejor, mucho mejor, ir al promontorio y tirarme al vacío.

—Por amor de Dios, Hester, no seas tonta. Hay otras soluciones.

—¿Cuáles? ¿Cómo puede haber otras soluciones? Lo he perdido todo. ¿Cómo puedo seguir viviendo, día tras día? —Miró a Philip—. Creo que estoy loca, desequilibrada. Bueno, a lo mejor la he matado. A lo mejor el remordimiento me corroe. A lo mejor no puedo olvidar esto aquí —Se llevó la mano al corazón, con un gesto dramático.

—No seas tontita —Extendió un brazo y la atrajo hacia él.

Hester se cayó a medias sobre su silla. Philip la besó.

—Lo que necesitas es un marido. No ese burro solemne, ese Donald Craig, con la cabeza llena de psiquiatría y de jerga científica. Eres una tonta, una necia y una verdadera monada, Hester.

La puerta se abrió. Mary Durrant permaneció en el umbral, hosca e inmóvil. Hester se enderezó con dificultad y Philip dirigió a su mujer una sonrisa tímida.

—Estoy animando a Hester, Polly.

—¡Ah! —La voz de Mary era inexpresiva.

Se acercó con cuidado y colocó la bandeja en una mesa rodante. Luego hizo rodar la mesa hacia él. No miró a Hester, quien, confusa, los miraba alternativamente.

—Bueno —dijo Hester—, será mejor que me vaya y... —No terminó la frase.

Salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

—Hester está desanimada —aclaró Philip—. Pensando en el suicidio. Estaba tratando de disuadirla.

Mary no contestó.

Él alargó una mano hacia su mujer. Ella se apartó.

—Polly, ¿estás enfadada? ¿Muy enfadada?

Ella no respondió.

—Me figuro que será porque la besé, ¿verdad? Vamos, Polly, no me reproches un beso sin importancia. Estaba tan encantadora y tan tonta, y de pronto sentí... bueno, me pareció que sería divertido volver a las calaveradas y coquetear un poco. Ven, Polly, dame un beso. Dame un beso y hagamos las paces.

—Se te va a enfriar la sopa si no la tomas —le avisó Mary Durrant.

Cruzó la puerta de comunicación con el dormitorio y la cerró detrás suyo.