Capítulo X

Estoy seguro, Marshall, de que comprenderá usted las razones que me han movido a pedirle que venga aquí para celebrar esta reunión.

—Sí, desde luego —respondió Marshall—. La verdad es que si no lo hubiera propuesto usted, Mr. Argyle, yo mismo lo hubiera hecho. La noticia aparece hoy en todos los periódicos y no hay la menor duda de que renacerá el interés de la prensa por el caso.

—Ya han llamado algunos solicitando entrevistas —intervino Mary Durrant.

—Sí, era de esperar. Yo aconsejaría que adoptaran ustedes la postura de los que no tienen nada que decir. Naturalmente, están ustedes encantados de recibirlos y muy agradecidos, pero prefieren no discutir el asunto.

—El superintendente Huish, que llevó el caso, vendrá mañana por la mañana para hablar con nosotros —señaló Leo.

—Sí, sí, me temo que reabrirán el caso, aunque la verdad es que no creo que la policía tenga muchas esperanzas de llegar a ningún resultado positivo. Después de todo, han pasado dos años y cualquier cosa que pudiera recordar la gente en aquel entonces, la gente del pueblo, quiero decir, habrá sido olvidada. En cierto sentido, claro, es una lástima, pero no se puede evitar.

—Todo está muy claro —señaló Mary—. La casa estaba bien protegida contra los ladrones, pero si alguien vino solicitando ayuda de mi madre en relación con algún caso especial o pretendiendo ser amigo de ella, no tengo la menor duda de que esa persona hubiera sido admitida. Creo que eso es lo que pasó. Mi padre creyó oír un timbrazo un momento antes de las siete.

Marshall miró a Leo, interrogante.

—Sí, creo que dije eso. Naturalmente, no puedo recordarlo muy claramente ahora, pero en aquel entonces tuve la impresión de que había oído un timbrazo. Iba a bajar y entonces me pareció oír abrir y cerrar la puerta. No oí voces y nadie intentó entrar por la fuerza ni se introdujo de modo ilegal. Creo que de ser así lo hubiera oído.

—Claro, claro —manifestó el abogado—. Sí, creo que no existe duda alguna de que fue así como ocurrió. Por desgracia, sabemos demasiado bien con cuanta frecuencia una persona sin escrúpulos es admitida en una casa, contando una historia verosímil y, una vez dentro, esa persona no vacila en golpear al ama de casa y marcharse con todo el dinero que encuentra. Sí, yo creo que debemos dar por sentado que eso es lo que ocurrió.

Habló con una voz demasiado persuasiva. Mientras hablaba, dirigió una mirada a su alrededor y observó con atención a los allí reunidos, clasificándolos meticulosamente. Mary Durrant, guapa, desprovista de imaginación, imperturbable, incluso un poco distante, al parecer totalmente segura de sí misma. Detrás de ella, en su silla de ruedas, su esposo. Un hombre inteligente ese Philip Durrant, se dijo Marshall. Un hombre que podía haber hecho grandes cosas y llegado lejos de no ser por su mala cabeza en todo lo relacionado con los negocios. Durrant, pensó Marshall, no estaba tomándose el asunto con tanta calma como su mujer. Sus ojos tenían una expresión alerta y preocupada. Él, mejor que nadie, se daba cuenta de las consecuencias que podía traer todo aquello. Claro que podía ser que Mary Durrant no estuviera tan tranquila como aparentaba. Ya desde niña siempre había sabido ocultar sus sentimientos.

Philip Durrant se movió un poco en su silla y observó al abogado con una expresión inquieta en sus ojos vivos e inteligentes, y Mary volvió la cabeza con rapidez. La adoración total reflejada en la mirada que dirigió a su esposo casi asustó al abogado. Sabía, naturalmente, que Mary Durrant era una esposa abnegada. Pero, después de considerarlo durante tanto tiempo como una criatura tranquila, poco apasionada, sin grandes afectos ni antipatías, le sorprendió la súbita revelación. ¿De modo que ésos eran sus sentimientos hacia su marido? En cuanto a Philip Durrant, parecía intranquilo. Le preocupaba el futuro, pensó Marshall. ¡Y tenía razón para preocuparse!

Delante tenía a Micky: joven, bien parecido, amargado. ¿Por qué se habría vuelto tan amargado? ¿No le habían dado siempre todo lo que había querido? ¿Por qué tendría que tener esa expresión del que está perpetuamente contra el mundo? Al lado de Micky se sentaba Tina. Muy morena, de voz suave, con grandes ojos oscuros y una gracia sinuosa en sus movimientos. Parecía un elegante gatito negro. Estaba tranquila, aunque quizás hubiera una emoción oculta detrás de su aparente calma. Marshall sabía muy poco sobre Tina. Había aceptado el empleo de bibliotecaria en la Biblioteca Municipal que le había propuesto Mrs. Argyle. Tenía un piso en Redmyn y pasaba los fines de semana en Sunny Point. Era, al parecer, una persona dócil y feliz. Pero ¿quién sabe? En cualquier caso estaba fuera del asunto o debía estarlo. No había estado en Sunny Point aquella noche. Claro que, por otra parte, Redmyn sólo estaba a veinticuatro millas de distancia. Sin embargo, era de suponer que Tina y Micky no estuvieran complicados en el asunto.

Marshall dirigió una mirada rápida a Kirsten Lindstrom, que le observaba con cierta actitud beligerante. Supongamos, pensó, que hubiera sido ella la que perdió la cabeza y atacó a la señora. No le hubiera sorprendido mucho. Nada le sorprende a uno mucho cuando lleva muchos años en la profesión. La jerga moderna tiene una expresión para esas personas: solterona reprimida. Envidiosa, celosa, alimentando resentimientos justificados o no. Sí, tenían una expresión para calificar a esas personas. Y qué cómodo hubiera sido, pensó Mr. Marshall con cierta falta de decoro. Sí, muy cómodo. Una extranjera. Nadie de la familia. ¿Hubiera sido capaz Kirsten Lindstrom de envolver deliberadamente a Jacko en una trampa como aquella, aprovechándose de la circunstancia de haber oído la pelea? Eso era mucho más difícil de creer. Porque Kirsten Lindstrom adoraba a Jacko. Siempre había querido mucho a todos los niños. No, no podía creer eso de ella. Una lástima, porque... Pero no debía dejar que sus pensamientos tomaran aquel rumbo.

Su mirada se fijó en Leo Argyle y en Gwenda Vaughan. Su compromiso no había sido anunciado, lo que era preferible. Una decisión muy prudente. Incluso había escrito a Argyle insinuándoselo. Claro que probablemente era un secreto a voces en la localidad y seguro que la policía lo tenía en cuenta. Desde el punto de vista de la policía, una solución adecuada. Había un sinnúmero de precedentes. Marido, mujer y otra mujer. Sólo que Marshall no podía creer que Leo Argyle hubiera atacado a su esposa. No, no podía creerlo. Después de todo, lo conocía desde hacía muchos años y siempre había tenido de él la mejor opinión. Era un intelectual. Un hombre interesado por sus semejantes, muy culto y con una actitud filosófica y distante ante la vida. No era de los que matan a su mujer con un atizador. Naturalmente, cuando un hombre de cierta edad se enamora... ¡Pero no! Todo eso estaba muy bien para los periódicos sensacionalistas, una placentera lectura dominical en toda Gran Bretaña. No podía imaginarse a Leo...

¿Y la mujer? A Gwenda Vaughan no la conocía tanto. Observó sus labios gruesos, su figura llena, bien formada. Estaba muy enamorada de Leo. Sí, probablemente hacía mucho tiempo que lo estaba. ¿Qué tal el divorcio? ¿Habría podido divorciarse Leo? ¿Qué hubiera pensado sobre esto Mrs. Argyle? No tenía la menor idea, pero no creía que este plan atrajera a Leo Argyle, un hombre chapado a la antigua. No creía que Gwenda Vaughan fuera amante de Leo Argyle, lo que hacía más probable que si Gwenda hubiera visto la oportunidad de eliminar a Mrs. Argyle, con la certidumbre de que las sospechas no recaerían sobre ella... Se detuvo sin continuar con el pensamiento. ¿Hubiera sacrificado a Jacko sin ningún escrúpulo? No creía que le tuviera cariño a Jacko. El encanto de Jacko no había tenido influencia sobre ella. Y las mujeres, Mr. Marshall lo sabía muy bien, eran despiadadas. Así que no podía eliminarse a Gwenda Vaughan. Era muy difícil que la policía consiguiera la menor prueba después de tanto tiempo. No veía qué pruebas podía haber contra ella. Había estado en la casa aquel día, había estado con Leo en la biblioteca, se había despedido de él y había bajado las escaleras. Nadie podía decir si había ido o no al salón de Mrs. Argyle, había cogido el atizador y acercado por la espalda a la confiada señora, inclinada sobre sus papeles. Después de golpear a Mrs. Argyle, Gwenda Vaughan no tenía más que tirar el atizador y marcharse a su casa, saliendo por la puerta principal. No veía posible que ni la policía ni nadie la descubriera si era eso lo que había hecho.

Su mirada pasó a fijarse en Hester. Una muchacha bonita. No, no bonita, sino hermosa. Con una hermosura extraña y un poco inquietante. Le hubiera gustado saber quiénes habían sido sus padres. Parecía un poco salvaje y alocada. Sí, casi podía utilizarse la palabra desesperada. ¿Por qué estaba desesperada? Había cometido la tontería de escaparse de casa para trabajar en el teatro y había tenido unas relaciones estúpidas con un indeseable. Luego había recuperado el juicio, regresado a casa con Mrs. Argyle y vuelto a la rutina. De todos modos, no podía eliminar a Hester, porque no se sabía bien lo que pasaba por su cabeza. No sabía uno lo que podría hacer en un momento de desesperación. Pero tampoco lo sabría la policía.

En realidad, pensó Mr. Marshall, era muy improbable que la policía, aunque llegara a alguna conclusión sobre la personalidad del asesino, pudiera hacer nada. De modo que, en conjunto, la situación era satisfactoria. ¿Satisfactoria? Se sobresaltó un poco al analizar la palabra. ¿Era satisfactorio que todo terminara en un punto muerto? Se preguntó si los Argyle sabrían la verdad. No, no la sabían. Excepto, naturalmente, que uno de ellos la sabía muy bien. No, no sabían la verdad, pero ¿la sospechaban? Si no era así, no tardarían en hacerlo cuando comenzaran a revivir lo sucedido. Sí, era una situación muy molesta.

Todos estos pensamientos no le habían llevado mucho tiempo. Marshall salió de su ensimismamiento y vio que Micky le miraba con expresión burlona.

—¿De modo que ése es el veredicto, Mr. Marshall? —preguntó Micky—. ¿Cree usted en el extraño, el intruso desconocido, el traidor que asesina, roba y no es descubierto?

—Parece que eso es lo que tendremos que aceptar —contestó Marshall.

Micky se echó hacia atrás en su asiento y se rió.

—Ésa es nuestra historia y nos aferramos a ella, ¿verdad?

—Sí, Michael, eso es lo que yo aconsejaría —En la voz de Marshall había una nota de advertencia.

Micky meneó la cabeza.

—Comprendo. Eso es lo que usted aconseja. Sí, sí creo que tiene usted razón. Pero no la cree, ¿verdad?

Marshall le miró muy fríamente. Eso era lo malo de tener que tratar con personas que no tenían el sentido legal de la discreción. Insistían en decir cosas que es mejor no manifestar.

—Ésa es mi humilde opinión.

Lo cortante de su tono implicaba una profunda desaprobación. Micky miró a los demás.

—¿Qué es lo que opinamos nosotros? —preguntó en general—. Di, Tina, querida, que estás ahí tan tranquila con tu aire despectivo, ¿no tienes ninguna idea? ¿Ninguna versión extraoficial? ¿Y tú, Mary? No has hablado mucho.

—Naturalmente, estoy de acuerdo con Mr. Marshall —replicó Mary un poco cortante—. ¿Qué otra solución puede haber?

—Philip no está de acuerdo contigo —señaló Micky.

Mary volvió la cabeza con viveza para mirar a su marido.

—Será mejor que sujetes tu lengua, Micky. Nunca sale nada bueno de hablar cuando se está en un aprieto. Y nosotros estamos en un aprieto —manifestó Philip sin perder la calma.

—¿De modo que nadie tiene opiniones? —insistió Micky—. Muy bien, así sea. Pero vamos a pensar todos un poco en el tema cuando nos vayamos a la cama esta noche. Puede que sea conveniente, ¿sabéis? Después de todo, a uno le gusta saber por dónde anda. ¿Tú no sabes nada, Kirsten? Siempre lo sabes todo. Creo recordar que siempre sabías todo lo que ocurría en esta casa, aunque tengo que reconocer que nunca lo contabas.

Kirsten Lindstrom manifestó con dignidad:

—Creo, Micky, que deberías sujetar tu lengua. Mr. Marshall tiene razón. No es prudente hablar demasiado.

—Podemos decidirlo por votación. O escribir un nombre en un trozo de papel y echarlo en un sombrero. Eso sería interesante, ¿verdad? A ver quién se llevaba los votos.

Esta vez, la voz de Kirsten sonó más fuerte.

—Cállate. No te portes como el niño tonto e inquieto que siempre has sido. Ahora eres un hombre.

—Lo único que he dicho es por qué no pensamos en el asunto —manifestó Micky desconcertado.

—Ya pensaremos en el asunto —replicó Kirsten.

Y en su voz había amargura.