Décimo tranco
En el que el disparatado Canillitas sigue con entusiasmo su vida desorbitada, llena de superfluidades y deleites, teniendo como centro la bebida
Félix entró en la habitación que le tenía señalada el padre Sandoval para que durmiera, y como el vino le levantaba el estómago, quería lanzar cuanto antes el abundante que almacenaba. Quiso irse a la cama para sacar de debajo el recatado artefacto que allí se guardaba, pero dio un traspiés colosal y, cae que no cae, no fue a parar sino hasta el balcón en donde confundió de modo lamentable una maceta con el dicho utensilio y en ella vertió… «Nuestras vidas son los ríos que van a dar al mar…», la mar y sobre un pobre sujeto que en ese instante crítico pasaba por la calle; le arrojó cantidad de bocanadas del humor pecante que lo incomodaba.
El transeúnte, ignorando que a tales horas estuviese permitido el riego de las plantas, protestó con todas sus fuerzas, escupiendo juramentos y amenazas. Como Félix había abierto la boca contra el transeúnte, éste también la abrió con maldiciones salidas de lo más íntimo de su alma, las que se oían del uno al otro polo. Le dijo hasta el Pentateuco.
—Don Bernardo, ay, señor don Bernardo de mi vida, —exclamó el ebrio, sorprendido por esas cálidas razones— ¿quién es el malhablado que se ha metido en el vaso de noche?
Con todo lo que hubo expelido descargó el nublado. Quedó expedito después de lanzar todo aquel fármaco venenoso, pues para Félix era como medicamento; pero no fue a echarse a su frío lecho celibatario, ¡quia!, sino que con su andar sinuoso dirigióse hacia una habitación en la que don Bernardo instaló la modesta librería para regalo de su curiosidad intelectual.
—¿Qué tomo? —decía Félix, y tomaba un volumen de los anaqueles—. Tomo un tomo de Fray Luis de Granada; otro tomo del Padre Puente, y otro de la Venerable de Agreda; ahora los voy a vender y tomo anisete tostado que hoy se me antoja.
No sé cómo apetecía este desatinado bergante esa violenta bebetura, pues a cada trago que daba de ella, así fuese pequeño, quedábase como pasmado y luego tosía por siete minutos seguidos, por el ardor que le quedaba en el galillo, como si por él le hubiesen subido y bajado un tizón.
Tornó a caminar con paso asentado de gato; parecía que ya por momentos iba a dar el salto, y al fin lo dio de alegría al llegar a la puerta de la calle para ir a refinarse exquisitamente su escabrosa borrachera, cosa que consiguió pronto, sin mayores dificultades, en la vinatería «La distracción del entendimiento». Allí tenía una compotera de cristal de competente cabida a la que él llamaba su copa de Hércules Farnesio. Llenábala hasta los mismos bordes y se la embocaba con urgida ansia y precipitación de sediento y vaciábala casi de un tirón, bebiéndose hasta los escurrimbres; chocaba después la lengua contra el paladar, denotando con ese sonoro chasquido que aquello estaba excelente y muy a su gusto.
Allí mismo guardaba también un vaso de buen cupo al que le pintó la cabeza de un cornudo diablo casi en la misma orilla y la de un Cristo en el fondo. Se iba sirviendo vino hasta que no tapaba con él al feo Satanás y mientras que lo hacía exclamaba fingiendo enojo: «¡Hasta ahogarte, maldito demonio!». Y cuando empezaba a beberse el vino decía unciosamente, como para animarse: «¡Hasta verte, Jesús mío!». Y casi de un solo trago se despachaba al estómago el líquido quemante únicamente con el buen propósito de que su vista gozara cuanto antes de la grata imagen de Cristo que le sonreía desde el fondo. Es pequeño cualquier sacrificio que se haga por ver la faz del Señor. Combinando el contenido de estos dos amplios recipientes volvió a la casa a eso de la madrugada sumergido hasta las trancas en una inenarrable papalina con la que iba y venía como agua en batea llevada en vehículo bamboleante.
Con lo que comió, que fue mucho, y con lo que bebió que fue más —de lo que me gusta, hasta que me tupa— y que lo puso en aquella insigne embriaguez, traía la cara flamígera en un alto grado de ignición; un rojo violento le tapaba la policromía que le dejaron las trompizas incesantes de los loqueros, y le vinieron violentos vómitos que le sacaron del cuerpo cuanto tenía.
En cada uno de ellos hallaba verdugo y tormento. Su basca era el Orinoco, complicado con el Niágara. A su lado el Iguasú y el Amazonas eran una pura desgracia. Con tantas arqueadas y vómitos pensaba dar el alma. Con cada uno de ellos, se le ponía el cuerpo en violento zigzag, lleno de ángulos, y luego se le retorcía como un largo sacacorchos. Cuando acabó de echar una de aquellas caudalosísimas bocanadas, dijo con palabra tartajosa:
—Vaya, allí van los frijoles refritos que me comí. ¡Toda una fanega! Ésa es la longaniza, ¡caramba!, ya se me salió toda y nada me quedó adentro de las cinco varas y media que embaulé, relamiéndome. Ésos son los huevos. ¡Bah! ¡Ya me quedé sin huevos! No más eso me faltaba. ¡Qué lástima! Ya eché la cecina; mírenla todita entera. Es un dolor. Soy el rey del arrojo, no por lo valiente, no hay que confundir, sino por lo que expelo.
Un perro famélico se acercó a comer de todas aquellas cosas que el Canillitas lanzaba a torrentes por boca y nariz, y de puro asombro de ver junto a él a ese animal se quedó turbado, frío, se le salieron los ojos con un indecible pavor, y la boca la abrió en señal de un estupor indudablemente épico, y gritó alarmadísimo:
—¿En dónde me habré comido yo este maldito perro prieto que no me acuerdo? ¿Y a qué horas lo eché que ni siquiera lo sentí? Lo sobrenatural me envuelve, me persigue; antes el hombre aquel, ahora este perro negro. ¡Misterio! ¡Misterio impenetrable!
Varios amigos suyos forcejearon con él, queriendo conducirlo a la casa del padre Sandoval. No supo ni cómo ni cuándo perdió la ropa, o si la vendió o si la regaló. Estaba desnudo, en un estado de inocencia edénica. No tenía encima más que sus pecados y un pañuelo al cuello. Para que no luciera más aquel desvergonzado traje paradisíaco los truhanes, sus congéneres, se lo querían llevar, y aunque él se defendía con denuedo, al fin lo dominaron y lleváronselo con un movimiento como para enjugar botellas, y para sosegarlo lo pusieron a dormir plácidamente con una trompada muy oportuna.
Hecho un resquebrajado Adán iba tendido en una parihuela, y fueron a vaciarlo en la cama en la que él se dejó caer con el aire de un hombre que sucumbe a lo irremediable. A poco parecía que se iba a fragmentar con los ronquidos que daba, se le sacudía todo el cuerpo como queriéndole reventar para tener mayor expansión. Se creería que estaba bramando un megaterio. Todo lo del cuarto por sus tenaces resoplidos, se hallaba conmovido en una agitada trepidación, próxima a la catástrofe. Los cuadros revolaban haciendo molinetes en el aire, sostenidos por la cuerda que los sujetaba al clavo, y un enorme lienzo, de asunto místico, ya no pudo sostenerse y vino a dar sobre una mesa que se despatarró toda con aquel peso repentino, levantando un estruendo horroroso, en combinación con la pintura desgarrada.
El padre Sandoval venía de decir su misa de diez, tranquilo, reposado; al oír aquel estruendo aceleró la calma de su paso, pues creyó que cuando menos, se había derrumbado todo el techo, haciendo tortilla delgadísima a Félix, pero se lo encontró tranquilamente con la cabeza colgada de la cama y con un brazo extendido, palpando el suelo, como si buscara algo extraviado.
—Creí, ¡válgame Santa María!, que se había caído el techo, que te hizo torta y quebró mi crucifijo, lo que yo más quiero. ¿Pero por dónde se encuentra mi Cristo que no lo veo, mi Cristo de los Desamparados como yo le llamo? ¿Qué has hecho de él? Solamente está el repostero de terciopelo sobre el que lo puse.
—No se alarme, padre, que no hay por qué, digo yo. Como esa imagen no me inspiraba mucho fervor, ni me causaban mayor lástima sus heridas, con ser bastantes, se la llevé ayer mismo al pintor Saldañita para que le echara cuatro reales de sangre y tres de llegas. Ya me dará su merced ese dinero para la paga, porque el maestro ése, no es hombre que fíe. Con todo el apropiado sangrero que le va a poner encima don Mateo, que es el nombre del dicho Saldaña, se le tendrá ya más lástima e infundirá mayor devoción esa imagen del Señor.
—¿Entonces, qué pasó? ¿Qué gran ruido fue ése? ¿Pero qué andas buscando, hombre?
—Padre, calma. Tenga su merced calma y paciencia, se lo ruego. Ando buscando una sortija de coyol que creo que traía yo puesta en un dedo de esta mano, y que me parece, ¡no!, no me parece, estoy convencido, se me cayó; bien que oí el ruido que hizo en el suelo. ¿Qué, su merced por ventura, no la oyó sonar? A mí hasta me despertó. ¿Por dónde caería mi anillo? ¿No lo ve por ahí, padre Sandoval?
—¡Uf, caramba! Qué aliento el tuyo, Félix. Hasta me tumbas para atrás cuando me lo sueltas encima. ¡Válgame! Salen de aquí unos vapores como para letargo. Atafagan y encarcavinan mil sentidos. Cerraste puerta y ventana y se han confinado los malos humores, y hacen tan denso el aire que pueden verificarse aquí fenómenos de levitación. Para tener salud yo duermo todas las noches con la ventana abierta; así deberías hacerlo tú.
—Yo, con la boca abierta nada más, y eso me basta.
—Tienes un temblor como si estuvieras fabricado con alambre y te agitaran. El vino, la desvelada y alguna zorrona…
—No es esto por los alcoholes, ni por la falta de sueño, ni menos porque haya hecho mía con frenesí a una rabiza de esas que son de todos, sino que tiemblo por lo que traigo adentro.
—¿Pues qué traes adentro, desventurado?
—Verá su merced. Iba yo por la calle tranquilo, muy en santa paz, y me topé por mi mal, con ese iracundo maestro de Instituto, don Genaro Fernández Mac Gregor a quien me le acerqué solamente a besarle la mano, no a demandarle nada para mi tonificante mezcal, como otras veces lo he hecho con buenos resultados monetarios, y me lanzó el agrio señor una mirada tan rigurosa, tan llena de recriminaciones, ¿recriminaciones por qué?, y tan helada, que en el acto me congeló la sangre, convirtiéndomela toda en nieve de fresa, y esta frialdad entre las venas es la que me trae las carnes en temblorina.
—Ay, y cómo tienes ese ojo pavonado. Por poco te lo revientan. ¡Qué gran puñetazo te pusieron en él! ¿Qué sucedió, pues?
—Nada anormal. Nada que no cayera en el orden natural y lógico de las cosas. ¿Qué había de suceder? Anoche, después de que me pasó el grado báquico de la ternura, me puse un algo turbulento, desasosegado un tantito, solamente un tantito, padre, y un corazón piadoso, el Maraguás, me colocó allí la mano, me parece que con bastante ímpetu, como se puede ver por las negras consecuencias que ostento, pero únicamente con el noble fin de tranquilizarme un poco, y lo consiguió ese bruto de buena alma. Con ese método suave y persuasivo accedí a lo que él quería. ¿Quién no? Para apaciguarme da siempre el Maraguás en esa gracia del diablo, cuando hay, qué duda cabe, otros métodos dulces que podía emplear: la persuasión, el convencimiento. Ya se ha acostumbrado este coquín de malas pulgas a hacerme injusta entrega de golpes. El otro día nada menos, estando yo perdido en otros mundos por la virtud del vino, me sacó de ellos sin razón inmediata, dándome los mayores porrazos y mojicones y aun me midió de rabo a oreja con un garrote, solamente, ¡mire qué cosa!, por el frívolo pretexto de que no le quiero pagar siete reales y medio que ha dos años le adeudo. No usa un rastro de misericordia. Interpretó a mala parte mi ánimo y mi mente y me puso hecho una lástima, me dejó amorriñado. Ese daño que me hizo, que Dios, Señor Nuestro, se lo pague en viruelas. ¡En malos infiernos arda el tal Maraguás, junto con su madre, muy señora mía! ¡Malditos sean sus muertos!
El bueno de don Bernardo Sandoval había puesto a Félix un traje nuevo sobre una silla; calzón y chaqueta de cotonía, camisa de anjeo, medias pardas de recio algodón, un buen barragán a lo estudiante, y unos flamantes zapatos de mahón, eso sí, anchos como libros de coro, para que le quedaran a la justa medida de sus vastos pies.
Félix en su alborotada parranda, se quitó uno de esos zapatones de filisteo, para arremeter, belicoso, contra alguien, acaso contra el que lo apaciguó cuando se puso como había dicho, algo turbulento; el caso es que lo perdió, o, tal vez, lo regaló en un alarde de desprendimiento de los bienes terrenales, como pasó con sus ropas que dejó por ahí en su camino en obsequio o en préstamo. Llegó a la casa con un solo zapato, y al quitarse esa horrible enormidad fue a quedar junto a los nuevos. El padre Sandoval dijo:
—Félix, aquí te falta un zapato.
—¡Ay! no me asuste, padre Bernardo. ¡Ah!, pero ya veo no me falta. ¡Qué me va a faltar!
—¿Cómo que no? ¡Míralo! ¿Qué no estás viendo allí que falta un zapato? Son ganas las que tienes de contradecir, ¡caramba!
—No, padre, no falta, no falta, yo no contradigo a su merced ni ahora ni nunca, Dios me libre.
Félix dejó caer los codos sobre el colchón, los remolineó un rato como para fijarlos, y luego que los clavó, bien clavados, puso la cabeza en la palma de las manos, y por entre los dedos le salían disparados en todos sentidos, lacios manojos de pelos, llenos de sebo, ya próximo a derretirse. Con ojos casi extraviados se puso a mirar el grupo casi enternecedor de los tres zapatos.
—Ahora sí ya me persuadí bien, no falta ningún zapato.
—Te digo que falta, no porfíes.
—No padre, no falta, ¿cómo va a faltar?, sobra un zapato.
—Falta un zapato, Félix, ¿qué no lo estás viendo? No seas obstinado.
—No falta un zapato, padre, sobra uno, fíjese bien su merced.
—¡Jesús! ¡Por los sacrosantos clavos! Repito que falta un zapato.
—Y yo le aseguro a su merced que sobra un zapato. Mire bien… ¡Ah que usted!
Se convenció al fin el padre Sandoval de que ambos tenían razón, faltaba y sobraba un zapato, según como se viera la cosa. Se fue el padre Sandoval hacia su limpio comedor, en donde le aguardaba un tazón espumoso de chocolate, muy acompañado de la dorada delicia de molletes, marquesotes, picones y semitas monjiles y un gran vaso de leche fresca y mantecosa.
Volvió el padre a la alcoba y encontró aún a Félix en pleno ronquido.
—Deja ya esa cama, hombre de Dios; son más de las diez del día que lo hace muy apacible, quieto y claro. Ya no des sueño a los ojos.
Ya despierto el Canillitas dio dos o tres esperezos a la vez que parpadeaba aceleradamente. También soltó unos enormes bostezos de beata en sermón, con los que parecía se iba a desquijarar. Por la bocaza que abrió como que se le vieron hasta las vértebras secretas y mucho del estómago.
—Levántate y vete a donde quieras, con tal de que no pruebes ese maldito vino.
—¿Para qué he de prometerlo? Como si tuviera más letras un no que un sí. Solamente se renuncia a un vicio cuando nos cansamos de él.
—Levántate, ya, Félix, y sacude el polvo de la pereza, échate fuera de esa cama. ¿A qué hora viniste anoche, que aún bien corridas las diez de la mañana estás durmiendo?
—A las doce, señor, y minutos más.
—Sí, no hay duda, a las doce y doscientos cuarenta minutos. Sal cuanto antes de entre esas sábanas, pues es vergüenza que aún estés echado. Afuera, ya te dije, hay un cielo azul y sol espléndido.
—Padre, reconozco bien que soy un verdadero miserable que necesita castigo inmediato, y, por lo tanto, por comportarme tan mal, me aplico la espantosa sanción de no ver hoy la linda luz del día. No merezco gozar ese bien. Además, padre mío, hay que acatar y yo obedezco como pragmática de rey lo que dispone una relacioncilla refranesca: «Una hora duerme el gallo, dos el caballo, tres el santo, cuatro el que no es tanto, cinco el caminante, seis el estudiante, siete el peregrino, ocho el capuchino, nueve el pordiosero, diez el caballero, once el muchacho, y doce el borracho», y como yo soy de esos, ergo… pues su merced me entiende y no digo más.
Y diciendo esto se subió rápido las mantas a la cabeza, volviéndose para el otro lado, y se puso a pegar el sueño; principiando por unos fuertes resoplidos reanudó su interrumpido roncar.
De pronto sonaron unas campanas distantes que se metieron en el sueño pesado del perdulario, que abrió ojos y boca admiradísimo; asustado con gran expectación exclamó:
—¡Las doce!, ¡vive Dios, y yo en mi juicio!
Después de reprocharse así su informalidad, saltó rápido de la cama, muy avergonzado de sí mismo por no haber cumplido con su deber y con bostezos de a palmo completaba lo que le faltó por dormir. Con aquella indumentaria nueva se forró el cuerpo el Canillitas. Quedó muy empavesado con esas ropas vistosas. Sufrió una metamorfosis que dejaba atrás a las de Ovidio. Así, muy lucido, se le presentó al padre Sandoval, quien en el fragante corredor leía su breviario.
—Ya me voy por ahí a lucirme.
—¿Quieres decir a embriagarte con lucimiento?
—No quiero decir eso; quiero expresar ahora que deseo ir a lucir estos lujos que me envuelven, aunque también a calmar una sed reconcentrada, no lo niego.
—Pues bebe agua, en la destiladera la hay fresca. Oyendo caer la gota en la tinaja de Guadalajara, se antoja beber de esa agua olorosa.
—No, agua no, yo no la apetezco nunca, jamás, ni por soñación. De lo que me agrada, una tonelada; de lo que me enfada, o poco o nada. El agua para un susto, y el vino para un gusto. En mi linaje nunca hubo un varón asustado para que bebiera de ese desprestigiado líquido. El agua hace más daño a los cuerpos que a los caminos, que hay que ver cómo los pone, mientras que el alcohol todo lo conserva.
—Sí, todo, menos los empleos.
A poco, como si lo empujara una centella, iba a toda prisa y relamiéndose por la vía pública, tan pública como lo fue la mazcorra de su madre, enteramente decidido a que se cumpliera su fatal destino. Como era de esperarse se fue a envasar por ahí, desaforadamente. Primero bebió sin contención en «A ver si puedo», después con brío e intrepidez en el «Néctar embriagador», y remató de manera gloriosa en «La Última Turca». Pasada media tarde regresó a la casa del clérigo con una borrachera indecible. Hacía con sus pasos no sólo equis y eses amplísimas, sino todo el abecedario completo, por lo que angosta y reducida se le hacía la calle. Parecía un péndulo loco.
Su voz estaba llena de chínguere, de mezcal los bostezos y de pulque la tos, y como adecuado complemento a todo esto traía fraccionada toda la ropa a la que le faltaban tantos pedazos que ya casi su traje era el mismo con el que había salido del claustro materno. Debajo de cada desgarrón lucía otro desgarrón en la carne con su respectivo manantial de sangre. Cruzaban su cara innumerables araños en todas direcciones, parece que la habían pintado en ella un plano topográfico. Traía al aire el ombligo ostentoso, y uno de sus zancajos, todo desollado, enseñaban la blancura lívida del hueso, y entre un desgarrón le palpitaba una nalga, muy enlodada.
—¡Sacratísimo nombre de Jesús, cómo vienes, cómo estás! Pareces un santo de Zurbarán, echado a perder. ¿Y el traje? ¡Mira no más el traje nuevo! ¡Virgen de la Bala! Solamente a un loco le fuera permitido andar en esa facha atroz.
—Más abrigan buenas copas que malas ropas.
—¿Qué estás diciendo? Con ese refrán, hecho sin duda por un borrachín, quieres disculpar tus locas aficiones al trinquis —y el padre don Bernardo empezó a santiguarse per signum crucis. Y continuó con su jeremiada:
—No sabes cómo vienes, no tienes idea de cómo estás. Traes la cara hecha un horror. Es toda ella un variado muestrario de piquetes, rasguños, raspones, arañazos. Parece que te dieron trompadas con lija. ¿No te has visto cómo estás? Pues mírate en este espejillo.
El padre Sandoval le entregó uno al Canillitas para que se viese en la facha sanguinolenta en que se hallaba, pero el truhán en vez de verse por el cristal, se lo puso delante de los ojos por el reverso, en donde estaba una sangrante estampa del Divino Rostro. Se espantó con su vista y quedóse atónito del sobresalto que recibió, y dio tan grandísimo grito que parece que iba a reventar por los ijares:
—¡Jesús de mi alma, cómo me han puesto! ¡Ay Dios, qué estropicio me han hecho! Nunca lo tuve tan enorme.
—¿No te da vergüenza, Félix, de andar en estos trotes a tus años? Sosiégate. Eres más viejo que la Biblia y no paras.
—El corazón no envejece, el cuero es lo que se arruga.
—¿Pero de dónde sacaste ese agasajo o angulema?
—Padre, se lo voy a contar. Es muy sencillo. El Chartrín, dueño del fonducho «Los sabios sin estudios», que es un hombre bragado y de malas pulgas, me dio una estrepitosa bofetada porque habiéndome servido un guisado que tenía tantos pelos como bigote de tártaro, le manifesté que había que comerlo con peine. Algo se enojó por esta opinión personal, pero se dejó el coraje adentro, comprimido para que no estallara en ese instante, y muy afectuoso no sé si por fingimiento o por convicción; me propuso cambiar ese plato peludo por otro de cabrito. Entonces yo le dije, verdaderamente indignado, que no, que eso sí que no lo admitía por ningún motivo, que se lo comiera él solo, porque siempre ha sucedido que el pez grande se come al chico, con esto sacó inmediatamente su furia y en un dos por tres se le acrecentó, porque añadí, con cabal conocimiento de causa, que su mujer, a quien llamamos la Resbalosa, ejercía con mucho éxito la linda profesión que tuvo la Magdalena antes de conocer a Cristo, nuestro bien, y que, por lo tanto, él era un marido de lidia, y por esa nonada baladí, me regaló ampliamente el Chartrín con un puñetazo con el cual me fletó en un desmayo.
—Me parece a mí que razón tuvo, pues le manifestaste que tienes la lengua con más veneno que el que hay en una botica.
—Por ahí principió la cosa. Buen comienzo. Luego me expresó su enojo de bruto ineducado con nuevas trompadas y coces mulares que yo no conocía, pero cuya intensidad me descubrió. Como soy yo tan compasivo, de alma tan blanda y generosa, aunque me esté mal el proclamarlo, porque la verdad no es inmodestia, maté un perro viejo que era de su propiedad y al que le profesaba tierno cariño de padre. Le llamaba el Huacal, nombre que le adjudicaron hacía ya cosa de veinte años porque no fue siempre sino armazón y animales y, además, de su venerable edad, estaba todo derrengado, pues una pudorosa señora lo medió mató con tres diestros estacazos al saber que él fue el que le quitó la inocencia a una perrita amarilla por cuyo honor velaba. En tan lastimoso estado ya no era bueno para nada y de lo cual el chucho lamentábase a todas horas aullando en un son muy prolongado y triste, convencido de que ya no podía enamorarse y si por acaso hacía esto sería sólo platónicamente, sin ningunas otras consecuencias por tener desecho lo mero mero. Así es que yo, ¡gran corazón el mío!, viéndolo en tan lastimoso estado lo despené echándole una piedra laja encima de la cabeza y solamente por eso el malvado Chartrín se sulfuró todo, se puso frenetiquísimo, y a mí, en compensación, me plantó en la cara muchas veces sus dedos grandotes y carnosos con los resultados que están a la vista. No me agradeció nada lo que hice tanto por el chucho mutilado, como por descubrirle, piadosamente, lo que era su cariñosa mujer, sino antes bien me dio esa tunda tan desconsiderada el muy zopenco con la que por poco me tritura. ¡Métase su merced a hacer favores! ¡Hay cada ingrato!
—Tú dices que en todas tus peleas «le madrugas» al contrario y por eso las ganas. ¿Por qué a éste no le madrugaste?
—Lo quise hacer, pero él no se había acostado.
—Tú eres el que va a acostarse inmediatamente por el estado en que vienes.
—Vengo —contestó Canillitas, con una voz que era como el distante gorgoteo de un manantial en el fondo de una gruta—, vengo bien, muy bien, pero que muy bien servido. ¿Cómo he de venir? Traigo esta borrachera grandiosa y bien lograda porque se me pasaron algo las cucharadas. Yo pensaba ir a ver al señor Corregidor para que me diese empleo. El señor Corregidor me conoce, pero como iba yo con aquel traje nuevo, opacando al mismo sol, tuve la clara e inmediata sospecha de que fuera probable de que me desconociera Su Señoría, y me arrojé en el vientre unos cuantos cuartillos de un vinillo fresco y retozón, únicamente con el sano propósito de que el echarle encima la tufarada me identificase al momento, ésa era mi tarjeta de visita, sin que tuviera que hacer esfuerzos de memoria, ni yo tampoco la enojosa tarea de darme a conocer, si por algún casual me confundía, inconsideradamente, con algún Creso o Fúcar local. Hombre prevenido vale por dos, su merced lo sabe, padre Sandoval, pues así lo dice un adagio famoso.
—¿Y de ese espantoso pergenio te le presentaste al señor Corregidor?
—No, no señor, no lo vi porque yo haya llegado tarde, yo soy más exacto que un eclipse; sino que no lo vi por la sencilla razón de que no encontré la ilustre Casa del Cabildos. Se me perdió la maldita casa, ¿cree? Llegué a la Plaza Mayor y todos los edificios que la rodean, con el Palacio y la Catedral inclusive, tuvieron la fatal ocurrencia de dar vueltas y más vueltas a mi rededor, y luego se barajaban; se metía la Real Casa en la Catedral y después la Catedral en el indino Palacio, para en seguida salir ligera e introducirse en las Casas Consistoriales y luego éstas iban a dar derechitas a la Santa Iglesia Mayor. ¡Válgame Dios, qué mitote aquél! Se subían unos edificios sobre otros edificios, luego, con toda rapidez, se bajaban, y, ¡caray!, aquello era mareante. Para tonificarme me fui, como es muy natural, primero a la taberna «Así es la vida» del retumbante Carlitos Pellicer, después al «Gran sosiego» de la que es propietario el fijo y quietísimo Manuel Zubieta, con el fin de conseguir en las dos los ímpetus necesarios para agarrar la Casa de Cabildo cuando pasara por delante de mi humilde persona. Caminaba yo muy tranquilo; ahora, que no me acuerdo si rezando las letanías y pensando en lo muy sabrosa que está la mujer de don Faldellín de la Higuera, cuando en esto me quise caer, pero no me caí, no más di una jareada. ¡Qué me iba a caer! ¡Yo no me caigo nunca, padre, ni a resbalón llego! Pero con lo inevitable no puede uno. La acera se levantó rápida, intempestivamente, y muy derecha se me vino encima, y me azotó toda la cara como si fuese el mazazo de un hércules, e ipso facto vi encendidas en el aire una infinidad de luces, algo así como treinta pesos de velas de las de a cuatro por cuartilla. Sentí un estruendo dentro del cráneo y di el mayor batacazo con acera y todo. Yo no fui el que se cayó, no, ¡yo no me caigo nunca!, ella, la malvada acera, fue la que se enderezó, y me saltó al rostro para derribarme, y, claro está, que logró su maldito anhelo, venía con tal arranque… Y aquí me tiene su merced, mi señor don Bernardo, con esta cara anazarenada y pidiéndole, atentamente, mi chocolate, o, mejor aún, un mezcalazo o polla ronca, charagua u ostoche, o lo que el buen corazón de su merced determine darme, para que se me bañe el hígado y me haga palpitar dulcemente el corazón, según dice mi compadre don Chucho Guisa y Azevedo, gran catador de teología, a quien Dios perdone, que escribió Santo Tomás, el Ángel de las Escuelas, refutando a un tal Polibio, o por ahí va el nombre; porque aquí donde me ve su merced, padre de mi alma, yo también poseo mis letras. Soy una migaja torpe, pero tengo mis habilidades y ahora una borrachera eximia, de las que logran muy pocos hombres en el mundo.
—Lo que tienes es muy poca vergüenza, aparte de esa embriaguez.
—Lo reconozco, lo reconozco —murmuró Félix con aire de quien sucumbe ante la evidencia.
—¡Corona de espinas! ¡Verbo Divino! ¿Y esa pantorrilla ensangrentada, llena de desgarraduras, entre las que te blanquea horriblemente el hueso?
—La traigo descarnada con el hueso a la vista, porque cuando se alzó el piso y me dio el imprevisto azotón, alguna piedra sobresalía y me abrió parte de la carne, otra parte me la bajó, y otra, me la arremangó hasta ponerme en plena evidencia la blancura ósea. Yo creo, con perdón sea dicho, que su Divina Majestad se equivocó de medio a medio, lo que lamento mucho, porque siempre lo hizo bien Nuestro Señor, el ponemos tanta carne detrás de la pantorrilla y por el frente dejar el hueso sin defensa, pues es en él donde recibimos los más dolorosos golpes que hasta nos hacen ver mil ráfagas y centellas. ¿Para qué nos sirve allí tanto músculo? Amontonó el Creador carne hasta formar el mórbido promontorio de las nalgas —no pido perdón porque así se llaman—, también el de las pantorras, y en éstas debería estar por delante la parte carnosa y abultada, debajo de la rodilla y no debajo de la corva como Él la puso indebidamente, y así se equilibrarían mejor las dos prominencias, pues iría una atrás, la de las asentaderas, y al frente, la de las dichas pantorrillas, con lo cual se hubiera visto mejor el individuo y quedaría defendida la espinilla de golpes y testerazos. ¡Y con esta adecuada disposición qué retebién nos hubiera ido a los que tenemos la ufanía de ser tragadores de vino! Antes que juzgar mal al Señor, me queda dentro esta inquietud: ¿por qué haría así esta cosa incorrecta, cuando dio muestras de que todo lo que bondadosamente formó con sus divinas manos no tiene pero que ponerle? Yo afirmo que se lució haciendo por dondequiera obras muy buenas y bonitas. ¡Caray, no sé! ¡Mi sencillez espiritual no alcanza a comprenderlo, pero de que es malo lo que hizo en las pantorrillas, sí estoy muy persuadido! ¡Cómo no lo voy a estar, míreme usted este triste hueso!
—Eres un irreverente, Félix; no digas más inepcias, estás chorlomirlo y todo eso te lo dicta el vino. Ay, ese nefando vino de mis pecados…
—¿Cuáles pecados, padre Sandoval? Si su merced no ha perdido la sal del bautismo.
A consecuencia del fenomenal porrazo cayó en cama el embriagado Canillitas y un médico de penuria capilar, o calvo, dicho a la pata la llana, y con gruesas antiparras, detrás de las que fulguraba el ojo certero y perspicaz, fue a pespuntearle la cara para cerrarle, concienzudamente, las heridas. La costura se la echaba con una aguja larga y gorda como asador de fonda, y a cada puntada, después de soltar Félix un alarido con todas las fuerzas de su alma en acción, le daba un soponcio con mucho retorcimiento de cuerpo y agitado pataleo, y apenas iba a salir de él cuando ya el famoso doctor estaba atareado, forcejeando desesperadamente, por introducir la aguja, y nuevos aullidos tristes y nueva alborotada pataleta, con la que el cuitado parecía desarmarse.
Lo bañaban sudores fríos y en la boca tenía espeso hervor de espuma. Como se movía mucho con ese tormento insufrible, ordenó el médico que con el objeto de acabar bien y pronto la faena que había emprendido, amarraran a Félix de pies y manos y, todavía así, para mayor seguridad, mandó que se le trepase el azorado clérigo. Como Félix se hacía arco con violencia, se retorcía y respingaba fuerte, calculó el padre Sandoval, muy bien calculado, que si le montaba no sería suficiente su leve peso de torcaz para mantener quieto a ese hombre enardecido, y se le ocurrió, ¡gran idea!, para poner fin a esos incontenibles bullicios, llamar a un su vecino, tablajero él en el abasto de carnes y antiguo matarife del Rastro.
El doctor aprobó la excelente proposición del clérigo de llamar al jifero ése para pedirle ayuda y brazo fuerte y con poca diligente diligencia llegó el matachín, hombrachón amulatado, de papada temblorosa de tres caídas y espaldas de alta grasa, con una impetuosa curva abdominal y asentaderas desaforadas. Con sólo verle aquellas gruesas lonjas de aguayón que le salían por dondequiera, se adivinaban sus muchas libras de peso y lo muy aplacado que iba a estar Félix debajo de ellas. Cumpliendo su misión se acercó lentamente el barbarazo moviendo de un lado para el otro la tensa esfericidad de la barriga, y se le encaramó a Félix, envolviéndolo todo con su adiposidad fluctuante.
Como a pesar de la polisarcia del carnicero los agudos dolores del pespunte seguían agitando al Canillitas que se retorcía con ahínco, tal como gusano en rescoldo, y gracias a que el hastialote era buen jinete, no se cayó con esas violentas contorsiones acompañadas de fuertes rebufes como de toro hostigado; y para que se estuviese en calmado sosiego, tuvo el médico una despampanante idea que casi le derritió el cerebro: chorrearle en las abiertas heridas un jarro de mezcal condimentado con alumbre y sal. Por algo era este galeno la filigrana de oro entre sus colegas.
Este oportuno procedimiento dio los resultados estupendos que se apetecían, porque después de arrojar Félix un bramido atronador que repercutió por toda la barriada, cayó ya en el desmayo que se requería, y el ilustre facultativo con sus manos rudas, pelambrosas y grandotas, pudo hacer sus costuras con toda calma. Las echó muy exquisitas, con melindrosas puntadas de lomillo y de ojal, y hasta con ellas combinó otras finas de las de cruceta. Mientras cosía arrojaba la tonada de una canción de amores como un sobrante de la potencia espiritual que aplicaba a su obra mecánica. Le puso a Félix fecha y firma primorosas en la nuca, ya sin necesidad del jineteo del ex matarife, con lo que dio fin a la tarea, cobró sus buenos honorarios y se fue muy orondo. ¡Bendito sea Dios!
Al volver Félix en sí, como había gastado toda su voz dispendiosamente en los rebufes, en los gritos, en los clamores y en los ayes, sólo se quejaba con un suave y pertinaz arrullo de paloma torcaz, que era la única vocecilla endeble que le quedaba al infeliz.
Muchos días estuvo en cama exánime y trastornado. En aquel cuerpo moribundo, huesos y pellejo, bajo el que había somera cantidad de carne, no se creía que habitase sino una alma extraviada. Sobre aquel rostro estuvo mucho tiempo la estampilla de la muerte. Pocas semanas después empezó, con precaución, a asomar apenas medio ojo curioso, indagador, por entre los tupidos vendajes, que le entrapaban la dolorida faz. Prometía una y mil veces a cada santo del que se acordaba, no sólo no volver a probar, pero ni siquiera a oler el vino, el maldito vino; y decía, poseído de santa indignación, contundentes horrores contra los borrachos, empezando por nuestro venerable padre Noé, de feliz memoria. En cambio le cantaba largos loores al agua, a la Hermana Agua, que es humilde, útil, preciosa y casta como la llamaba el Santo de Asís, y repetía y volvía a repetir sus alabanzas.
—Estoy convencido, no hay nada como el agua. Yo soy de tierra adentro, pero debí haber nacido en un puerto de mar. Agua toda me gusta, menos la de las lágrimas.
El pobre Canillitas lloraba gran parte del día y una buena porción de la noche; estaba más sensible que una cuerda de violín. Copiosísimo llanto le resbalaba continuamente por el escuálido rostro. Cuando se le despeñaba una lágrima de arruga en arruga, ya tenía en oscilación otra, apenas iniciada; y si ésta no se le evaporaba o le escurría cara abajo, una nueva ya estaba muy trémula en sus ojos tristes, para seguir como las demás el ondulante camino de las arrugas, o perdérsele por ellas para reunirse con otras varias y correrle a chorros por el pescuezo, al que iban a desembocar todas esas profundas sinuosidades de su cutis amarillo y pelambroso.
Al sanar prometía nueva vida. Y nueva vida hizo, en efecto, cuando salió al alivio y a la calle. De manera alarmante se deshabituó a la sencilla distracción de emborracharse. Veía el vino unas veces con impasibilidad sublime y otras, ante él, se estremecía de repulsión. Le rogaban que bebiera y él seguía meritoriamente obstinado en la temperancia. El chínguere y sus congéneres, ya tenían para Félix la serena, melancolía de un recuerdo. Profesaba un asco sagrado a las tabernas y botillerías. Ya era abstemio el Canillitas. ¡Qué espanto! ¿Sería esto el signo anunciador de alguna catástrofe?