Tercer tranco
En el que se abre un dulce paréntesis de paz en la vida aporreada de Felisillos
Bien cansado llegó el mozalbillo a la iglesia de San Sebastián después de andar varios días huido por otros barrios de la ciudad. Tenía cara de angustia, de tristeza y de hambre. Tal era ésta que echaba de menos el bodrio trasnochado y el cantero de pan paleolítico que le daba de comer la Grititos, para aplacarle un tanto cuanto la prisa del estómago, pues siempre tuvo hambre canina y eterna. Andaba el infeliz que mordía las piedras de la calle, y en ese estado lamentable se metió en el atrio de San Sebastián, amplio y terroso, a disputarle a un perro lleno de cazcarrias una taba seca y sin tuétano que con los picos que tenía le sacó sangre de las encías y del paladar, pero que sorbía el can con goloso placer, creyendo que se la extraía al hueso que continuaba royendo con obstinado empeño.
Como el cura viese a Félix trabado en riña con el chucho cazcarriento se le ablandó en el acto el cogollo del corazón y con mucha suavidad lo llevó a su casa que tenía grato olor de limpieza, un ritmo acompasado de buen vivir, que medía el despacioso tic-tac de un gran reloj de pesas, encerrado en lustrosa caja de madera de nogal.
El cura, don Benito Arias, era un hombre lento y bondadoso; alto, la piel color apiñonada; pardos los ojos, anchos, luminosos, a los que salía a asomarse la ternura; grande la nariz y aguileña, y el hablar opaco. A sus pechos se crió la piedad. Hacía mochila de buenas obras este clérigo ingenuo y cordial; iba cumpliendo con fervor sus deberes; era mortificado, prudente en palabras, pacato en obras. En él estaban los siete dones del Espíritu Santo. Manaba toda excelencia. Su palabra era reposada y cuerdo su consejo, guía seguro y confortante para cualquier pecador. Su entrañable efusión le brotaba en la voz y en el ademán. Jamás el enojo enturbió sus días, siempre tuvo en ellos presente una serena alegría y el suave deleite de perdonar.
Este apacible varón no sólo dio a Felisillos comida y vestido, con lo que el muchacho quedó muy otro, hecho un brazo de mar, y cama blanda, con opulentos colchones y sábanas ligeras, que tenían un embozo blanco como una sonrisa, y cubríala una sugestiva colcha rameada, sino que lo envolvió en cariño, lo que nunca había tenido en su vida desastrosa el pobre mozalbete, y del cual sentía mayor necesidad que de carne y pan tierno. Todos pusieron sus manos pesadas sobre sus quince años frágiles. Andaba siempre como pontífice en misa solemne, muy acompañado de cardenales, de tanto y tanto mojinete como le descargaban a toda hora. Sus carnes de un moreno indígena más subidas de color por el asoleo y que tenía despedazadas con azotes, supieron entonces del halago y la frescura de la ropa limpia, del agua y del jabón espumoso, de fino olor, que da sensación deliciosa de salud y buena conciencia.
Don Benito le echó su calicato al muchachuelo y comprendió al punto que era listo y despejado, que él iba a sacar provecho útil y, tal vez hasta lograría que tuviese cuenta con la fama. Le dio esta opinión un domingo en que al sacristán le vino no sé qué dolencia que lo sujetó a la cama con una tenaz calentura, y no había quién recogiese la limosna en la misa mayor, a la cual asistían muchos buenos fieles y se juntaba entre ellos bastante dinero para el santo servicio del templo.
Con el propósito de que Félix anduviese activo, le propuso el padre Arias darle medio real por cada un peso de los que reuniera. Este interés lo movería más. Creyó el plébano que a todo rigor le tocarían cuatro o siete reales, o un duro cuando más. El acólito aceptó gustosísimo, pues en un santiamén echó cálculos galanos que no le salieron fallidos. Andaba más vivo que el azogue entre el gentío, allegando buena limosna. Pero, al final, el cura se sorprendió enormemente, al ver tan sólo en el plato de cobre siete reales y medio, mientras miraba que el bolsillo de Félix hallábase henchido por todo lo mucho que le metió.
Quedóse sobresaltado y confuso don Benito. ¿Por qué tan poco dinero? La cosa fue bien clara cuando vino la explicación pedida. Apenas se reunió un peso, en el acto extrajo Félix el medio real prometido, con lo que quedaron siete y medio; se acabaló, poco después, un nuevo peso, es decir ocho reales, y volvió a extraer Felisillos su comisión y la siguió sacando apenas se llegaba a esa cantidad. De este modo nunca se pasaba en el plato petitorio de los siete reales y medio. Así repetidísimas ocasiones, hizo solamente la lícita substracción de lo ofrecido; por este honrado procedimiento reunió bastante para sí el avispado mozo y entregó tan poquísima cantidad para el santo servicio del templo.
Pero donde hay un listo, hay un presto y donde las dan las toman, o como dicen otros, donde lastiman las toman. El padre Arias recurrió a una treta bien ingeniosa para saber si el pilluelo hacía extracciones rateriles en las limosnas que daba la devota feligresía impulsada por su buen corazón. En una mano le puso al muchacho el plato petitorio y en la otra una mosca, e hizo que la cerrara para dejársela prisionera entre el puño. Con este sencillo procedimiento sabría don Benito si hubo hurto u honradez. Si el granuja abrió la mano para sacar fraudulentamente algunas monedillas, el animalito prisionero era indudable que emprendería el vuelo; pero si al contrario, estaba en su lugar, era señal inequívoca de que no hubo saqueo fraudulento por parte del pillete porque no desdobló los dedos.
Terminada la colecta le decía el padre Arias:
—Anda, suelta la mosca.
Y si veía que el volátil no se escapó de su estrecho encierro, se comprobaba de manera clara su abstinencia en el robo; pero si realizó la fuga, entonces el pecado estaba manifiesto, pues no era de creerse que tuviera el insecto la insensata intransigencia de quedarse en espera paciente de que otra vez se cerrara la mano para volver motu propio a la cárcel, porque hasta hoy no hay noticia de que ninguno de su clase se haya especializado en tanta resignación. No son las moscas tan apocadas, ni se les conoce tanto heroísmo para estarse en voluntaria inmovilidad, o frotándose las patas y alisándose las alas, en espera de que las atrapen para ponerlas en prisión o las lleven a la muerte. Si hicieran esto saldrían de sus inveteradas normas.
Don Benito tomó a Félix bajo su protección y amparo; lo asistía con paternal cariño y providencia, a pesar de las reiteradas protestas y enojos de la ama de llaves, la señora Gerónima, mujer muy remilgada y redicha, llena de repulgos, con una honesta pulcritud de monja, que deseaba echase al rapaz al arroyo, a la buena de Dios. Ella, por su gusto, le iría guiando a palos hasta la calle, pero don Benito oponíase constantemente, negaba su voluntad y le cubría con el manto de su compasión.
Para enterarse si sabía rezar o no sabía, le preguntó curioso:
—Dime, hijo, ¿sabes el padrenuestro?
—No señor, no lo sé muy cabal que digamos, pero le agrego un pedacito que me enseñaron del credo y otro de la salve y así me queda muy vistoso y retebién.
—Dime ahora, ¿cuántos dioses hay?
—¡Pues cuántos ha de haber, señor cura, sino siete!
—¿Siete? ¿Pero qué estás diciendo?
—Sí, señor cura, siete tengo contados hasta ahora. Mire si no, Dios Padre, uno; Dios Hijo, dos; Dios Espíritu Santo, tres; tres personas distintas, seis; y un solo Dios verdadero, siete. Los siete que yo decía, completitos. No falta ninguno.
Viendo esto le enseñó a rezar; ni a derechas sabía hacer el rapaz la santa señal de la cruz; lo enseñó a conocer y a formar los primeros elementos del abecé. Luego a leer en libros manuscritos y de estampa; lo puso en aprendizaje lírico de lo más urgente del Ripalda; en seguida lo hizo estudiar y aprender el Catecismo, de cuerito a cuerito; a mascullar los latines de la misa y aun a escribir, y todo esto con amor, con halagos, con gracias, pues es dulce y sabrosa maestría la que enseña con el donaire.
Forcejeaba el muchachuelo con la pluma, poniendo en actividad los músculos de los ojos y de la boca, y le salían primero toscos y sinuosos palotes, después de embijarse tinta hasta el mismo cogote; en seguida, raspeando, escribió palabras más o menos torcidas, y al fin, trastornándose en las letras, y haciendo diversas marañas, aprendió a escribir bien, con claridad y hasta les ponía a vocales y a consonantes, en guisa de adornos, muy prolijos rasgueos, que no parecía sino que estaban echando guías como las yedras. Era un viento en el barrer y sacudir, y cuando andaba ocupado en estas faenas cantaba como para aligerárselas, o alegrárselas, y, ¡Virgen de los Remedios!, lo que canturreaba el niño. Eran canciones con letras punzantes que había aprendido en la mancebía, capaces de achicharrar los oídos en que entraban con su desaforada lujuria. Al cura y, sobre todo, a la señora Gerónima, la pudibunda y melindrosa ama de llaves, le caían como si le vertieran algo corrosivo o plomo derretido, por lo que le ordenó esta señora con el entrecejo muy turbio y con voz muy afilada y pulida, que se hundiera para siempre en la memoria esas corruptas espantosidades. Ya sólo cantó Félix motetes y fervorines y a veces alguna antífona.
En la iglesia andaba siempre más atareado que una colmena. Con gran decoro y dignidad desempeñaba su oficio de acólito, en el que estaba muy aplomado. Era cuidadosísimo en examinar si estaban limpios los altares; sabía despavesar y encender con prontitud las velas; doblaba con escrupulosa unción las casullas y paños ornamentales para guardarlos en los fragantes cajones de las cómodas de la sacristía; sabía bien cuándo la vestidura iba a ser blanca, cuándo verde, cuándo morada o roja, la única vez que sería azul y en qué ocasiones usábase la negra; estaba atento a que las vinajeras estuviesen llenas y muy a punto; con arte sencillo e innato componía los ramilletes; abrillantaba candeleros, salvillas, navetas y platos petitorios; a diario pulía la barandilla para que tuviera constantes reflejos de limpieza; con moscadores de plumas, quitaba, lleno de reverente respeto, el polvo a las imágenes; conocía bien, sin confundirlos, cuál era el breviario, cuál el ritual, el leccionario, el salterio, el misal, antifonario y directorio; demostraba su habilidad de perito en balancear el incensario, con parsimoniosa majestad, y sentía que aquella fragancia hacíale mucho bien. Su anímula de desheredado temblaba de inocente gozo entre aquellas barrocas humaredas que lo hacían ver leves cosas, llenas de pureza, que le salían de dentro de sí y que ni siquiera sospechaba que tuviese. Presentía, confusamente, mil cosas buenas para él desconocidas; por eso era un placer inefable mover el incensario y sentirse entre aquellas nubes leves, azules, olorosas, que lo llevaban a experimentar una deliciosa ternura.
Había en la casa cural una criada, Felipita, vejezuela guardosa, de manos parsimoniosas en consonancia con su palabra lenta; con ojos profundos y sosegados y sonrisa de niña; con el cuello lleno de olorosos collares de ámbar; con las haldas muy limpias, siempre sonantes de almidón. Era una paloma sin hiel esta buena mujer. En ella no pecó Adán. Su vida era como un río de aguas mansas de lenta quietud, que pasa recogiendo paisajes de serenidad.
¡Qué cosas sabía hacer Felipita, y qué cosas sabía decir! Viéndola y oyéndola estaba Félix sin moverse, como en un dulce arrobo, mirándola con mirada larga de niño fascinado, subido como en una nube de esas rosadas que solían envolver a los personajes buenos de sus cuentos, para librarlos de la persecución infame de un villano.
En los atardeceres, en la hora suave del crepúsculo, toda mansedumbre y quietud, en que un encanto desciende del cielo y otro muy inefable sube de la tierra, sentábase Felipita en una silleta de tule en el amplio corredor que, de puro limpio, parecía verter carmín de lo más fino, recubierto, casi todo él, con el verde paramento de una yedra. Felisillo, estaba a los pies de la vejezuela, con las manos en el pecho y los ojos puestos en los tiernos ojos de ella, que era de donde salía la expresión exacta de lo que iba narrando, pues ellos le daban el tono, el sentido, abriéndoles, entrecerrándolos dulcemente, poniéndolos en la cima movediza del ciprés en la que estaba el sol como la aureola en la cabeza de un santo.
Y empezaba a contar Felipita sus cuentos, historias de ladrones, de duendes, de almas en pena y de princesas desdichadas. Cosas leves e ingenuas, embebidas de arcaica fragancia, que sahumaban el alma del niño. Cómo describía aquellos alcázares de puertas de diamantes y techos de oro, cuyos muros estaban tachonados de piedras preciosas y, por lo mismo, las estancias no necesitaban luz, que toda claridad salía de ellas. En esos palacios de quimera vivían infantas y reinas desgraciadas, y cómo sabía decir Felipita con palabras llenas de vivacidad y fascinación, de sus luengos trajes de tisú, de sus leves muselinas y randas, de sus ramilletes de plumas, de sus caballeros amadores, de las músicas templadas que oían y de los manjares que saboreaban, escuchando a los pajes vestidos de terciopelo azul o rosado, que tañían laúdes de plata.
¿De dónde sacaba Felipita aquellas palabras arcaicas, aquellos rendidos decires de enamorados, aquellos romances y endechas? Felisillos, en pleno ensueño, iba viendo la deslumbrante cohorte de seres irreales, con ropajes de sedas chapadas, siempre generosos y magnánimos. Sentía la voluptosidad del miedo con los cuentos de brujas, de aparecidos y de tesoros ocultos. No quería oír esas historias temerosas que le encarcelaban el corazón de congoja, pero las escuchaba fascinado por el espanto mismo.
La fuente de azulejos, con su música de agua fresca y presurosa, glosaba las palabras magníficas de la hábil narradora, y los santos de los viejos cuadros religiosos colgados en el muro, entre sus marcos de oro caduco, veían con dulce agrado a aquel niño lleno de inocente arrobo bajo el verde ondeante de la enredadera, a los pies de la vejezuela, quien, con palabras cándidas y añejas, ponía un fulgor nuevo en aquella vida, volviéndola a los goces puros de la inocencia que nunca tuvo, y a la cual le faltó un amparo y una protección, un regazo de madre en que entibiar su corazón; criaturita huérfana en medio de los peligrosos caminos del mundo.
Y si estos cuentos y estas consejas perfumadas de candor, lo maravillaban, más le deslumbraba el espíritu ver aquellas manos pulcras ir y venir por la cocina, blanca y con azulejos brilladores, destapando frascos, botes y orcitas, tomando leves pulgaradas de pimienta, de sal, de canela o de azafrán; espolvoreando queso, picando lechuga, o rebanando frutas o pepinos, zanahorias y betabeles, o bien, meneando parsimoniosamente cazuelas de las que salían fragancias de Paraíso. Eran un placer grande para sus ojos esas manos laboriosas. Se quedaba dulcemente embobado ante ellas como si viese la custodia rutilar bajo el palio en las fiestas del Corpus Christi, en la mañana azul encendida de sol y llena de fragancias y de campanas. Deseos sentía de besar a todas horas esas manos buenas.
Felipita hacía unos dulces magnificentes, episcopales: ponía en ellos inspiraciones que no eran de este mundo. Era refinada maestra Felipita en el arte coquinario. Todos alababan la extremada pericia de sus manos que, ante el fogón, hacían portentos. De esos dulces se iba derechito al cielo. Horacio les hubiera dedicado una oda. ¡Qué manos tan sabias, tan delicadas y sublimes, ¡caramba!, tenía Felipita! Eran unas preclaras manos de querubín. Hasta en las cosas más sencillas, las correosas y morenas pepitorias, los caramelos, las torrejas, los muéganos, los buñuelos, el manjar blanco, las retorcidas y cabezonas charamuscas, que al cogerlas se doblaban blandamente en la mano; hasta en estas cosas sencillas ponía Felipita una delicia inexplicable, una ciencia sutil, un encanto indefinible y maravilloso.
Ya no digamos de la conspicua perfección de aquella cocada, toda oro y gloria; ni de aquellos huevitos de faltriquera entre rizados papelillos de colores, en que cada uno de ellos no era sino un refinado poema; ni aquellos celestiales huevos mejidos; ni aquella conserva asada de coco; ni aquel fragante postre de membrillo y durazno; ni las ciruelas a medio azúcar; ni las almendras de soplo; ni la tirilla de membrillo; ni las incomparables panochitas de piñén que parece que hablaban y que tenían música; ni las jericallas prodigiosas; ni los chabacanos jaleados; ni el pitijur de almendra; ni las esplendorosas cajetas de leche, ya quemadas, ya envinadas, ya de hebra bárbara; ni aquella untuosa compota de mamey y coco; ni aquellos poemáticos e inenarrables jamoncillos a los que, al ser rebanados, les iban saliendo gajitos de naranja y de lima, diáfanos pedacillos de acitrón, de peras cristalizadas, de aguanosos chabacanos, de higos cubiertos; ni aquella mermelada que al pasar por los gaznates era como si le entrase a uno el Señor vestido de terciopelo.
Con todo esto sentía Felitos suavidad y gusto; saboreábalo haciéndosele mil aguas la boca por la gula atizada, porque eran cosas sublimes, casi fuera de los sentidos. Experimentaba mayor dolor con que se acabasen esos portentosos dulces, que con los azotes y guantadas que de todas dimensiones y duración habían caído sobre él, a lo largo de toda su vida. Creía, en su ingenuidad, que todos esos primores no eran sino los cuentos de Felipita que se habían corporeizado sublimemente por alguna ingeniosa invención suya.
Felipita era exquisita maestra en todas las refinadas artes de la gula. Hacía excelentes invenciones de aliños, condimentos, sainetes y gollerías, en las que, sin duda, ángeles y querubines pusieron el celeste milagro de sus manos. Las calabacitas en nogada; el estupendo almendrado de carnero, de un sabor profundo; el salmorejo de carne de puerco; también fragantes lonjas de cerdo en granadino; las tiernas lechillas de vaca en blancas cajitas de papel; los sublimes frijoles refritos de cuatro cazuelas; los suculentos pichones a la criolla, los pichones tapados, los de príncipe enyerbados, con toda una larga gama de sabores; las magritas encapotadas y los fondos de alcachofa al jerez. Todo esto era para morirse delicadamente de dicha. ¿Y los pollos substanciales, las migas canas, el caldo de oro para enfermos, y el caldo de pobre con sopas flotantes? ¿Y qué decir de sus gloriosos potajes en que estaban vivos los siete dones del Espíritu Santo? ¿Y qué de sus insignes empanadillas de afiligranados y prolijos repulgos, rellenas ya de seso con tomate o de picadillos maravillosos? No tenía par su insuperable pipián de almendra, ni de su estofado, ni su adobo magistral en salsa a la buena mujer, ni su carne de puerco en salsa de ángeles, ni su estupendo manchamanteles, ni su conspicuo empiñonado de gallina en el que, era indudable, intervenía directamente la Virgen María para darle el saboreo gustoso, el color, la fragancia y el sustantífico nutrimiento.
Estos guisados, estos dulces sublimes, mantenían en perpetuo embeleso al cura don Benito. En la mesa estaba ante aquellas suculencias con emoción contenida. Nadie podía imponerle un ritmo a su dicha. La espetada ama de llaves ponderaba todo con justa parsimonia. Félix, cuando iba a comer, creía que se acercaba a la misma Gloria, y para volverlo a probar diera muy contento un dedo de la mano.
Por la noche caía rendido el mozalbete, sin bullirse, tal como piedra en pozo, después de andar todo el día atareado en la iglesia, en la cocina y en otras mil faenas y menesteres de la casa ayudando a Felipita, por lo que se le habían ido muchas gotas de sudor por el rostro, y de oírle la ingenua maravilla de sus historias y aplicarse a sus cuentas y lecturas de obligación. Mal se garabateaba en la cara y en el pecho la señal de la cruz, cuando quedábase dormido, gozando ya del descanso y sosiego. Felipita con los ojos húmedos de ternura, lo veía en la cama de torneadas columnas muy arropado y quieto, con la cabellera limpia tendida por la almohada con encajes, y sentía hacia él cariño semejante al que inspira un niño enfermo, efusión de lástima que protege y no pide nada. Recordaba sus pláticas, sus donaires, sus vivezas, su trinada y gorjeada risa y sentía piedad por ese pobre ser solitario en el mundo y con tan pocos años, improvisores y floridos, aunque por desdicha ya nada cándidos. La viejecilla tenía para Félix sonrisas, miradas y mimos de abuela que no ha sido madre. Lo agasajaba con largo corazón.
Una tarde la ejecutiva doña Geronimita le dio al muchacho un formidable revés con el que lo hizo dar dos vueltas en redondo y caer con gran batacazo. Le dejó para memoria de esa jornada seriamente hinchadas las narices. Esa bofetada explosiva se la plantó con todas sus fuerzas porque oyó que junto con otro monaguillo trastrocaba, de manera irreverente, las respuestas que da el Ripalda a las preguntas que hace para instruimos en la religión:
—¿Quién peca contra la fe?
—El romano pontífice a quien debemos entera obediencia.
—¿Qué cosa es avaricia?
—La Santa Iglesia la tiene y la usa.
—¿Qué devociones tenéis para cuando os vais a acostar?
—Apetito torpe de cosas carnales.
—¿Qué cosa es la…
Iba a hacer otra pregunta el monaguillo para que la contestara Félix cuando le cayó a éste, en pleno rostro, la mano pesadísima de doña Geronimita que iba bien impulsada por el enojo. Después de que terminó su tarea correctiva se fue en volandas a dar su queja al señor cura con el noble propósito de que saturase de golpes el cuerpo desgalichado del muchacho, pero don Benito le dijo con dulce voz de reproche:
—¡Ay, doña Geronimita, qué cosas tiene usted! Con palabras convincentes le hubiera reprendido al niño su inocente culpa y no cargarlo con esos porrazos como si los hubiese puesto en bestia rejega.
—En bestia los puse, señor cura.
—Calle usted, mujer, no diga esas cosas malas. Van contra la ley de Dios. Si nos hubiera oído lo que decíamos nosotros en el seminario, cambiando por travesura el santo sentido de los textos sagrados, nos hubiera exterminado su rigor y su áspera intransigencia.
—Yo no lo habría hecho, don Benito, no hubiera tenido autoridad, pero sus maestros y superiores debieron atajarles con ejemplares castigos sus intolerables impertinencias.
—¡Jesús! ¡Jesús! Le suplico más piedad, más compasión para ese pobre niño huérfano. Hay que inclinarse siempre a la misericordia, doña Geronimita, ya que la fortuna hace yunque de los desgraciados.
—Si es huérfano el muchacho, tendrá buen acomodo en el Hospicio de Pobres, que es donde debe estar para que le arrimen leña y lo enderecen, que bien lo necesita.
—¡Válganos Dios, doña Geronimita! ¡Válganos Dios! Mire, ya compré el espliego que usted quería, está sobre el bargueño de la sala, vaya a sahumar la ropa, y en el arcón ponga el benjuí, no lo olvide. Y tú Félix, hijo mío, acércate a mí, no llores más, muchacho, seca esas lágrimas y toma este real y vete en paz a jugar por ahí. Dios te bendiga.
Su natural llevaba al mocozuelo a cosas ilícitas, arrebatándolo pronto a aquellas delicias que él buscaba, y a las que quería inútilmente afianzarse. A pesar de comer bien en la esplendorosa cocina cural, de andarse al regalo y sabor de variadas excelencias, gastaba en mil cosas el dinero que iba hurtando de los cepos o de los platos petitorios de las benditas Ánimas, o de Santa Casilda, o de San Benito de Palermo, que tenía entre todos los santos de la iglesia más clientela de almas piadosas a rezarle, dejándole siempre limosnas de buenas monedicas para su cera o su aceite; pero Félix se las sacaba con limpieza, y trocábalas al puntó en fresco tepache, o en rosquillas, o en pétreo condumio de cacahuate, en pepitorias, en morelianas, en ponteduro, en pinole, en charamuscas, en bolitas de caramelo, o en resecos trozos de alegría amasados con miel, o compraba cosas de mayor peso y entidad: pasas y almendras para fomentarse la memoria, chicharrones y carnitas con su incitante salsa de chile verde, pambacitos compuestos, enchiladas, garnachas, chalupas, molotes y tacos de barbacoa o de nenepile o de cuajar, y todo ello desparramaba gratos olores al recibirlos la manteca que en los negros comales de hojalata chirriaba como una risa fina y prolongada; o bien se iba a mercar otras cosillas por el mismo estilo sabroso para regalarse el cuerpo en compañía de los merdosos pilludos del barrio, o jugábase lo de sus hurtos al bebeleche, a la rayuela, al trompo, a las canicas, al balero, o lo apostaba con mucha fe a favor de su papalote, que subía por el aire con su larga y ondeante cola más alto, más gallardo, que los de sus desarrapados conmilitones y hasta él elevaba presurosas las voces de su entusiasmo.
Don Benito descubrió el robo y dolióse mucho al ver a dónde llevó a Félix su mala disposición. Consideró frustradas las ilusiones que había puesto en él; pero era humano don Benito y sabía perdonar con dulce bondad. En cambio, el ama, la repulida señora Gerónima, sin sutiles sensiblerías, se arremangó bonitamente la manga del brazo derecho para que le quedase más expedito, y se precito en tromba sobre Felisillo y dio principio a una terca función de correllazos. Le batió bien el cordobán, por ladronzuelo. Lo estuvo midiendo largo rato de rabo a oreja, sin dejarle siquiera una sola pulgada en la que no pusiera la marca amoratada de un golpe. Félix lloraba a chorros, parece que se iba a derretir. Y como doña Gerónima le dijo la mentira de que ya don Benito andaba en atareada preparación para henchirle la cara de dedos y luego medirle las costillas con una soga que previamente estaba remojando, a fin de ponerla en mejores condiciones, entonces el pillastre pensó muy cuerdamente que si la señora Geronimita, sin ninguna preparación, fue pródiga de manos, jugando lindamente de la correa, ¿qué sería de él con lo que le hiciese el cura que, le aseguraba ella, se andaba alistando para hacerle gran demostración de su coraje, de quién sabe qué manera temible? De seguro iba a haber una conflagración en sus costillas. Lo descuartizaría hasta dejarlo, indudablemente, como aquel santo, todo rojo de sangre, atado a una columna, que se veía en un cuadro negro que estaba en la sacristía.
Dio por seguro que don Benito había olvidado su cordial mansedumbre, su serena tranquilidad de viejo, e iba a ejecutar en él un furor y una crueldad que no le conocía; y, temiendo aquel jubón de azotes que le esperaba, fue a refugiarse a la cocina llena de la clara limpieza de los azulejos. Allí encontró a Felipita con su delantal blanco en su habitual silleta baja; tenía enhebrada una aguja para recoger a una media ciertas ortografías. En su rostro halló Félix una suave empañadura de tristeza, y a través de sus lágrimas vio su mano blanca y arrugadita con una manzana que le envió su olor saludable, que no supo precisar si brotaba de la fruta en sazón o fluía de la mano cariñosa.
Alargó la suya para tomarla y le vio a Felipita melancólicos ojos, también vio una tierna sonrisa de perdón. Con suave y amable blandura en la voz le dijo:
—¿Qué has hecho, hijo?
Pero llegaron a sus oídos nuevos gritos de la señora Geronimita, maldiciendo porque encontró desherrajada su arquilla, con lo que barruntó otros indudables y eximios azotes, para seguir con ellos preparándole el cuerpo a los ya próximos del cura, y a todo correr salió huyendo de aquella casa apacible, silenciosa y serena, en la que pasó días sosegados y plácidos, basta la hora en que un diablejo malo le aconsejó que hurtara, y él lo obedeció muy gustoso. El ganado que es del lobo, no hay San Antón que lo guarde.
Cuando el bonísimo don Benito supo la fuga de Félix, dijo este sentencioso latinajo con voz traspasada de tristeza: Quod natura dedit, tollere nemo potest.
Lo que quiere decir: No quita nadie lo que da la Naturaleza.