Segundo tranco

Que trata del culto que rindió el Canillitas a Venus, a Baco y Caco, y de cómo arrepentido de sus buenas costumbres tornó a saborear las malas

Aquella mirada medio triste que tenía Félix se le cambió por otra. Miraba con una especie de azoro, con ojos rarísimos, poniendo cara a medio gesto, como si tuviera ganas de llorar, y, en efecto, lloraba el muy sinvergüenza y no sabía ni él mismo la causa de aquella efusión de lágrimas perennes, si eran porque del lado del sollozo lo echaba su embriaguez como otros van a dar con su impulso al sanguinolento de la riña, o si lloraba porque estaba triste, o bien porque encontrábase alegre, o porque tenía la alegría de hallarse triste. Misterios impenetrables del vino.

Del peso de estas desconocidas desgracias que le renovaban sus broncas bebeturas, solía consolarlo la Faroles, buscona de rebosante seno y fuerte grupa. Esta cálida mujer de la vida airada, con desinteresado ahínco se propuso aumentar el número de habitantes de la ciudad de México, pues tuvo cuatro hijos de soltera, dos de casada y cinco de viuda. Cuando estaba en su expansiva viudedad se amistó con Félix.

Era esta hurgamandera de fogoso temperamento meridional, estremecida casi siempre por una vibración febril que la agitaba hasta la punta de los cabellos. Pretendía embargarle el cariño a Félix y, para el efecto, le andaba haciendo mucho lingo lilingo para sujetarlo a sus encantos; pero él ni siquiera se entibiaba; había llegado a tan boreal frigidez que no le subiría fuego aunque se le sentara en una hornilla. El calor de la tierra no parecía penetrar en aquel cuerpo. La meretriz ésa era poseedora del cuarto orden, que es el orden toscano, por la tosquedad del perfil, producto de la combinación de varias sangres, la criolla, la mestiza, la negra, la india ardorosa; todas ellas le dieron el color arrebatado que tenía, como media libra de chocolate pasado de tueste, pero era dueña de unos ojos apenas entreabiertos, que de puro dormidos roncaban. Poseía ojos muy dormidos, sí, pero boca muy despierta.

Era esta urente ninfa callejera de especial compostura; empleaba largos y prolijos cuidados en el aseo y policía de su persona, y, como no tenía casa, se hacía su atavío al aire libre como las princesas de la Odisea. Lo más del día estaba aquerenciada ante un mísero trozo de espejo, para retocarse ufana sus guiñapos, o para aplicarse hasta tres cuartillas de rosas en la región precordial. Caminaba balanceando sus primores; llevaba en sus flancos el ritmo de las gitanas; pero, ¡uf!, con aquel removerse continuo, iba echando tufaradas bravias que no resistiera ni el más cerrado de olfato; sin embargo, el Canillitas se fue tras estos ascos y hediondeces muy embelesado, como en pos de flores olorosas.

Tuvieron el Canillitas y la salaz Faroles un lento y lauto banquete para celebrar su mutuo consentimiento de formalizar su amasiato. Sin comeres y sin mujeres no hay placeres. Fueron a un humoso fonducho y dijo Félix que le sirvieran un pedazo bien grande de carne, porque estaba en estado tal de sensibilidad, que cualquiera pequeñez lo irritaba. Se lo dieron, aunque él no supo bien a bien si aquello fue carne o un gran pedazo de suela, bien pisada. Con buena voluntad podía pasar por tasajo y por el gaznate. Sorbieron con verdadero valor una cosa obscura que le llamaron sopa, en la que andaban náufragos hasta tres garbanzos acompañados de otros tantos arroces. Tal vez, para no desmentir el adagio que dice que «con buena hambre no hay nada malo», comieron, llenos de arrojo, unas albóndigas no identificadas, y chuparon unos ciertos huesos y alones en roja salsa de mole de endiabladísimo picor, y todo ello con buen acompañamiento de pulque, muy baboso, de ese de hebra espesa.

Después de haber satisfecho la premiosa necesidad del estómago, la pecadora quiso satisfacer otros íntimos anhelos, y la emprendió a tirones con el Canillitas que andaba en la regalada tranquilidad de una borrachera dulce y pacífica. Quería darse con él una larga hartazga de contentos y deleites. Para animarlo le atizaba besos sonoros con tal fuerza que con cada uno de ellos casi le hacía hoyo. Se le pegaba a los labios con ímpetu acalenturado, y únicamente con terrible olor respondía Félix a la presión amorosa de los de la daifa, entre tanto, las manos ejecutaban tales primores que eran capaces de enardecer al de más calmado temperamento; pero el hombre permanecía incólume en el balanceo de su embriaguez, todo amoratado por la digestión laboriosa del mole, complicada con el pulque; así y todo, lo llevaba a rastras la Faroles, quién sabe a qué tugurio, para con él dar cabal gusto a su deseo; pero en el preciso momento en que Félix iba a reventar de la congestión, acertó a pasar un clérigo que, en el acto, se movió en su socorro y fue a libertarlo de las manos furiosas de aquella mujerona tan candente y pimentada.

Este clérigo era don Bernardo Sandoval, siempre lleno de indulgencia amable. Era ojo a los ciegos, socorro a los huérfanos. Reconfortaba con palabras de estímulo y sosiego y acudía con larga mano a beneficiar a los pobres. Su bondad era más grande que el caos. Era el padre don Bernardo Sandoval, tan suave, tan cándido, tan lleno de frescura como una alma villana medieval. Se compadeció de aquel hombre y comprendió que si accedía a los deseos urentes de aquella rabiza que le daba tan feroz besuqueada, lo exterminaría con el ya inminente agarrón, y fue rápido y se lo arrebató como dicho queda; pero la gordeña, hecha un verdadero alacrán, cargó de injurias al compasivo padre. Con esas mil afrentas que le echaba encima descubría su enojo por haberla dejado con el gusto insatisfecho. Era tal su coraje que se le podían haber tostado habas en la cara. El cálido aliento de los denuestos y maldiciones le llegaban al rostro al bueno de don Bernardo, tan efusivo y cordial. Quiso meter su mano airada la Faroles para recuperar al Canillitas, que traía ya como cosa propia, pero el padre la rechazó solamente con su punta de ceño.

Con blandura y amor llevaba a su casa al ebrio que iba claqueando sus suelas rotas; cuando pasaron por el Monte de Piedad de Ánimas, El Canillitas, a través de su borrachera, reconoció el benéfico establecimiento y dijo con voz tartajosa:

—¿Es verdad que allí se da dinero por alhajas y efectos?

—Es verdad —respondió el padre Sandoval—. ¿Pero a ti qué te interesa ahora eso?

—¡Cómo no me va a interesar! ¡Y mucho! Quiero entrar allí para que me den algunos pesos por el efecto que me ha causado el pulque y el aguardiente de esta tarde.

Llegaron a la casa de don Bernardo Sandoval y el Canillitas no podía meter la llave en la cerradura para abrir la puerta y viéndolo con aquella temblorosa inseguridad le dijo don Bernardo:

—Caray, que ebriedad es la tuya tan grande, que no atinas con el ojo de la chapa.

—¡Si no estoy borracho, padre mío! ¡Quía! Usted detenga la pared que es la que se me está moviendo de un lado para otro y se quiere venir encima de mí, y como no se está sosegada no me deja abrir con tranquilidad la puerta.

Como Félix escanció sin tiento ni medida, le cargó el sueño, y después que hubo despertado y que del todo despabiló los ojos, se puso humildemente el padre a hacerle reflexiones con un acento enternecedor. Lo consejaba con tan dulce bondad, con palabras tan cariñosas, tan suaves, que Félix creyó oír, a través de la bruma del tiempo, la voz apacible de aquel otro manso clérigo, don Benito Arias, que le daba también consejos en la paz de la casa cural de San Sebastián, en donde entró cariño en su vida inútil de infeliz desheredado.

Félix se quedó en ensimismamiento; su imaginación perdióse en vagos sueños. Oyó como una desleída música de órgano; la voz alada de una campanita conventual; le llegó olor de incienso, levísimo, grato; la fragancia del cedro de una alacena abierta. Bajó a la realidad ante un floreado plato poblano que le presentó don Bernardo con huevos fritos entre salsa olorosa de chile verde que tenía los mismos tonos policromados de una casulla catedralicia; entonces prometió Félix que antes de llevarse a la boca pecadora un solo trago de vino, prefería ver sus tristes carnes comidas de adives y de gatos cervales.

Con una leve insinuación de don Bernardo, accedió a ponerse a trabajar, aunque sus convicciones se lo impedían. Cualquier trabajo útil acabaría por ocupar su ánimo, echando fuera de él el loco deseo de la bebida. Jamás se había ocupado Félix en nada de provecho; nació con escasos alientos para eso del trabajo, e ignoraba lo que era éste, pues pocos con tanto éxito como él, habían realizado la máxima evangélica de no ocuparse del día de mañana. ¿Para qué esa inútil precaución? Cada día tiene su afán y con éste es bastante para ocuparse, sin pensar en las horas tristes o en las horas alegres que han de venir después. Sin trabajar, jamás le había faltado a Félix su pan, más o menos blando, más o menos granítico, y el vino que se metía alegre en el vientre, para embriagarse a sus anchas o, dicho en mayor propiedad, a sus angostas, porque este sujeto no tenía nada de anchura, todo era en él estrecho y reducido. Era así como un chaflán. Visto de frente resultaba como si se le mirase de lado. Un pergamino, envolviendo unos pocos de huesos y nada más; y de perfil, una hebra.

Este hombre incomparable jamás tuvo la contrariedad de no vaciarse en el estómago, ni por un solo día, algunos cuartillos de aguardiente del de mejor lumbre, y afirmaba que lo hacía por mero pasatiempo, por una especial necesidad del espíritu, en que el vicio, el feo y reprobable vicio de beber que detestaba, tenía muy poca parte, y que únicamente por un mero sacrificio que imponíase, bebía bastante, sólo por fomentar la industria nacional. Detestaba el vino; adoraba la borrachera.

Si le faltaba el dinero para procurarse qué beber, poseía, en cambio, un método seguro, eficaz, producto precioso de su ingenio. Con él nunca le faltó bebida que le pusiera locura en la cabeza. Con media botella de agua, un peso falso y un poco de aplomo, lograba todo el vino que se le antojase. Esto era lo único que necesitaba para amortajarse de pies a cabeza con las telas que teje Baco.

Salía a la calle acompañado de una de esas botellas grandes, que les dicen castellanas, y que tienen de cabida como dos cuartillos; le ponía agua hasta la mitad, no sin pedirle, previamente, mil y mil excusas floridas, porque iba a soportar en su seno ese imbebible líquido. Muy decidido se entraba en una tienda y con gentil garbo pedía que le llenasen hasta arriba la botella con el aguardiente mejor calificado; cuando la veía colmada, echaba sobre el mostrador el peso falso; el sonido cascado denunciaba en el acto su calidad y al instante lo rechazaba el vendedor sin examinarlo siquiera, asegurando que su voz decía a gritos que era del más exquisito plomo con indicios de cobre, entonces el Canillitas, muy compungido, se mostraba libre de culpa, afirmando que no sabía que el peso fuese falso, y si era menester lo juraba por el alma de sus difuntos; que si hubiese siquiera sospechado esa falsedad, no se atreviera nunca, ¡qué capaz!, a pasarlo por bueno; y así seguía mucho tiempo en melindrear disculpas.

Pedía al fin al tendero que le entregara la moneda y entre mil perdones de los más zalameros de su vasto repertorio, le rogaba también que le quitara a la botella el aguardiente que le había puesto, porque él no quería llevarse nada sin pagarlo en su justo precio y no traía entonces con qué hacerlo. Se lo quitaba el tendero y si con el aguardiente devuelto se iba mucha agua, también se quedaba mucho aguardiente.

Volvía a otra tienda con la misma desenvuelta decisión, y pedía que de lo caro le echasen en la tal botella hasta colmarla y luego que la veía que estaba hasta el mero gollete, tiraba en la tabla el peso de marras y sólo por su sonido hubiese descubierto en el acto hasta el sordo más tapiado, que era tan malo como un juez que acaban de elegir; el Canillitas se asombraba muchísimo de que le dijese semejante cosa, y empezaba a dorar su culpa con excusas. Vaciaba el aguardiente servido y ya lo que quedaba tenía mejor calidad. Así, repetida esta operación las veces necesarias, conseguía al fin el bergante un licor purísimo, de calidad magnífica.

Ya Félix había calculado bien, pues era muy práctico, el número de tiendas que debía de recorrer si era aguardiente lo que apetecía; si el cuerpo pedíale el regalo del chínguere o del ostoche o de la yagardiza, también tenía estudiadas las veces que le habían de llenar la botella para que el vino quedase en su mero punto, sin gota de agua. Admiraba la bebida a través del vidrio con un fascinado ¡ah! y, trago aquí y sobretrago allá, bebíasela toda entera, resignado a realizar los mandatos de un destino inexorable, con lo que a poco andaba hecho un triángulo escaleno, o si se quiere isósceles, dando traspiés de escasa corrección y elegancia.

¿Cómo no iba a ser recomendable la excelente pureza de ese líquido endiablado con todo lo que hacía el Canillitas y con todo lo que veía? Era de resultados fulminantes. En una de estas hábiles substituciones andaba en estado imposible, de tal manera bébedo, que un alguacil lo llevó a la cárcel y ya ante el alcalde de corte, preguntó éste:

—¿Cuál fue la causa por la que ha arrestado a este hombre?

—Molestaba a un cochero en la calle —respondió el alguacil—, le decía con palabras mayores cosas de su familia.

—¿Y por qué no trajo usted al cochero, para probar la falta?

—Porque no había ningún cochero, señor alcalde.

¡Si sería excelso aquel vino!

Cuando el Canillitas tenía apetencias de comer algo bueno, gusto que le salía a menudo, y andaba sin blanca y nadie le hacía convite, también con maña y sin paga procurábase comidas o cenas opulentísimas con sus respectivos antes, medios y postres. El inconveniente del ayuno lo allanaba de modo diverso. Era perito consumado en el difícil arte de alimentarse gratis. Entraba con resolución en fonda o en almuercería, escogiendo previa y cautamente que fuese viejo el que iba a servir, sin importarle el sexo, porque ya hombre o ya mujer, no modificaba en nada la técnica del procedimiento. Interrogaba muy afectuoso:

—¿Corre usted mucho, señor, aunque no sea para ganar un maratón?

Y venía la respuesta: que no, porque el reuma, o el asma, o los años que todo lo imposibilitan, y ya con esa previa seguridad, pues a comer, y el Canillitas comía y callaba como un santo. Después poníase en cobro gracias a sus desenvueltos pies seguro de que nadie lo iba a seguir para importunarlo con que pagara.

También con éxito usaba este otro procedimiento. Comía sin duelo hasta más no poder y cuando quedaba empalagado, ahito, relleno, decía ingenuamente al fondista:

—Dígame, si ahora que he despachado lo muy excelente de esta comida no le pagara, ¿qué haría usted?

—Pues hombre, casi nada, darle a usted dos bofetadas.

—Entonces ya no hay más que hablar. Cóbrese en el acto.

Y al decir esto ponía una mejilla para hacer el pago y alistaba humilde y evangélicamente la otra por si aún salía debiendo algo más de la consumición y el dueño quería finiquitarlo.

También empleó más de una vez este otro sistema con excelentes resultados para comer, pongo por caso, una buena tortilla de huevos. Ya sentado a la mesa ordenaba:

—Quiero unas magras con tomate y una cazuela de berenjenas con jigote de carnero.

Cuando ponían esos olorosos guisados delante de él estaba como distraído, viendo sin ver a la distancia, y de pronto, al darse cuenta que los tenía enfrente daba a su cara la expresión de asombro y exclamaba con patetismo.

—¡Oh señor, pero cuán distraído soy! ¿Dónde tendré yo el pensamiento? ¡Con razón dicen que soy zonzo! Llévese, pero llévese al instante estos buenos manjares, que no estén, se lo ruego, más tiempo ante mi vista, porque solamente su presencia me hace un daño inmenso. Estoy enfermísimo del estómago, si los comiera, ¡ay de mí!, me eliminaría ahora mismo del mundo, y, francamente, aún no quiero ausentarme de la Tierra. Cámbiemelos, si lo tiene por bien, por algo que sea del mismo precio y, a la vez ligero y fácil de digerir, verbi gratia, una tortilla de huevos con su aderecillo de perejil y un fino espolvoreo de pimienta que tonifica y alegra el sabor. ¿Le parece bien el cambio?

Siempre le parecía bien al fondista. Para halagarlo comía el Canillitas lentamente la tortilla, saboreándola mucho, la comía casi en trance. Al terminarla salía del establecimiento muy reposado y tranquilo, como si tal cosa. Si no lo detenían a la puerta para que satisficiera el precio, se iba chito chitón, a la callada, pero si tenía la suerte adversa y sucedía lo contrario, que era lo más frecuente, ponía cara estupefacta y preguntaba:

—¿Qué quiere usted de mí?

—¡Cómo qué le quiero! Pues que pague; nada más eso.

—¿Qué pague yo? ¿Qué le debo, dígame? A usted ni a nadie debo nada. Abomino las deudas.

—Abomine todo lo que quiera, pero la tortilla que se ha comido, ¿a quién se la ha pagado?

—¿La tortilla? Ah, sí, es verdad tiene usted mucha razón me comí una tortilla de huevos excelente por cierto, ¿pero no recuerda usted, que se la cambié por las magras y por las berenjenas?

—Pues entonces, mi amigo, satisfaga el precio de las magras y de las berenjenas.

—¿Pero cómo lo voy a satisfacer, hombre de Dios, si usted se quedó con ambas cosas? ¡Caray, qué memoria la suya! Coma pasas y almendras para que se le ponga buena.

Se quedaba muy cariacontecido el fondista y el Canillitas aprovechando ese oportuno azoro se salía despacio, apretaba luego el paso, y al doblar la esquina sus piernas dejaban de andar y volaban, no se crea que para huir, sino para con ese ejercicio tener una adecuada digestión. Nunca disparada saeta fue por el aire más ligera. Éstos eran sus superlativos procedimientos para comer y no pagar lo que se comía.

El padre don Bernardo Sandoval, contrariando las peregrinas teorías de Félix, lo envió a la calle para que buscase ocupación útil y honesta, a fin de que desterrara del pecho la ociosidad qué alimenta todos los vicios. Le citó a Ovidio que dice que «así corrompe el ocio al cuerpo humano como corrompe a las aguas si están quedas»; también le dijo que «la baja fortuna jamás se enmendó con la ociosidad ni con la pereza,» y que en el Libro de los proverbios se lee: «El que labra su tierra, tendrá pan de sobra; pero el que ama la ociosidad, estará lleno de miseria». El Canillitas se quedó parpadeando ante el peso de estas citas formidables. Quería el padre Sandoval que se acomodase en algún oficio y que viviera del trabajo honrado de sus manos, para que dejara la vida birlonga, andar a la suerte y a lo que sale, sin hacer nada de provecho. Si era para él difícil lo que ofrecían, le aconsejaba que lo aceptase sin réplica, que aplicado a ello con fe, acabaría por vencerlo, porque el trabajo con tesón doma el acero, ablanda al bronce, labra la constancia del diamante.

Félix salió de la casa determinado hasta hacerse mercenario jornalero, si es que no hallaba otra cosa mejor a que aplicar las manos movidas por su inteligencia; y con estos magníficos pensamientos fue a dar al convento de la Merced. Se le ocurrió entrar en esa santa casa para buscar humilde acomodo de mandadero.

Preguntó por el prelado a un lego muy derramado en carnes y que miró en la portería, sentado en un fresco poyo de azulejos, atareadísimo en la útil faena de contar las vigas del techo. ¿Para qué necesitaba a su paternidad?, le preguntó con desgano el frailuco, y Félix le respondió que para ver si tenía algún destino que darle y en el que sirviera al convento, aunque fuese de ayudante del portero, porque ya estaba desesperado de la pobreza.

—¡Ay, hermano! ¡Válgame Dios, no sabe su merced lo que dice! Ni de chanza intente tal cosa. ¡Cómo se conoce que ignora en lo absoluto lo que es este oficio de pesado y perro! No hay nada peor en el ancho mundo, se lo aseguro. Pues qué, ¿le parece cómoda esta vida? Ahórquese y le irá mejor. Mucho trabajo y poco comer es lo que aquí tenemos, hermano. ¡Corona de espinas! Oiga nada más lo que yo paso, miserable de mí, y compadézcame. Me hacen levantar a las seis de la mañana, ni un minuto después; tomo chocolate con ocho bollos únicamente, y sólo un poco de leche, una verdadera miseria, hermano, un cuartillo, en vez de agua que es tan saludable y fresca; inmediatamente después, a la portería, a esta portería de mis pecados; a eso de las nueve me dan el almuerzo que, jamás de los jamases, pasa de tres platos, con su respectiva ración de pan, corta desde luego, tres, cuatro piezas, y dos vasos de vino, volviéndome a negar el agua, tan necesaria para lavar el hígado, y continúo, ¡ay!, en la portería; a las once apenas si se consigue un medio cuartillo de lo blanco o de lo tinto con el exiguo acompañamiento de unos bizcochitos ya de nata, ya de huevo; con ese parvo tentempié se dan fuerzas para soportar la esclavitud forzosa de seguir en la portería hasta las doce en punto que tocan a comer, eso sí, hasta satisfacerse, y no son malos bocados; se echa un pisto de siesta y hasta las dos de la tarde, en que llueva, truene o granice, de nuevo, ¡qué rabia!, a la portería; quiera su merced o no quiera, aquí tiene que estar; a las tres y media le dan a uno chocolate con el que ya se despide de todo alimento hasta las meras cinco de la tarde en que reparten dulce y agua, y eso no siempre, no señor, que algunas veces sirven un vaso de nieve, y aunque su merced se desespere y se muera, ha de volver otra vez a la portería hasta las ocho bien sonadas, hora en que, ¡bendito sea el Señor!, se cierra esta maldita puerta y hasta entonces, ¡hasta entonces!, la cena. Se goza un rato de recreación y a acostarse. Mayor sujeción no he visto ni quiero verla. ¿Quién ha de sufrir, de tolerar esta vida? Sólo yo que soy un simple y un bendito. Por bobo merezco esto y aún más. Así es que su merced no se alucine, no, mejor métase a mozo de cuerda o a aguador si quiere resignarse a ganar honradamente poco dinero, pero si ambiciona más conságrese al lenocinio que produce buenos rendimientos, y, además, se hacen excelentes amistades de ambos sexos.

Se quedó asustadísimo el Canillitas, pensando en los recios trabajos en que por poco se iba a meter, gracias a que hubo un alma caritativa que muy a tiempo le abriera los ojos y le descubriese la vida insufrible que se lleva de portero en un convento, y desechó para siempre la idea dé emplearse en semejante cosa, que era capaz de acabar con su existencia.

Con intenciones de hallar un trabajo lucrativo y a su entero gusto, pensó recorrer las Oficinas de la ciudad, para ver cuál era el de su agrado; pero a todos los empleos les descubría en el acto mil peros y defectos. Ya regresaba descorazonado a su casa cuando, ¡oh gozo!, le saltó de pronto su vocación al mirar a un individuo tendido debajo de un árbol, muy a pierna suelta, con el mayor descuido del mundo.

Félix brincó de contento y se dijo que ese género de ocupación sí que le agradaba y le convenía, y que estaba dispuesto a que ese hombre lo recibiera en calidad de aprendiz de flojo; en el instante, como eran muchos y grandes sus deseos de aprender, se apersonó con él, le descubrió sus íntimos anhelos de instruirse, y en el acto lo admitió en calidad de alumno para encauzarle aquellas sus naturales disposiciones que parecían tan desorientadas, y lo llevó a una huerta cercana para darle la primera cátedra.

Le mandó el inteligente profesor que se echase debajo de una higuera; el maestro hizo otro tanto. El aprendiz obedeció sin replicar, pues quería instruirse cuanto antes y quedar competente en el oficio que había elegido, y luego que estuvo bien acomodado le dijo al descubrir la dulzura y suavidad de los higos que alargase la mano, cortara uno y lo comiera, y Félix le respondió en el acto:

—Córtelo su merced y tíremelo acá, procurando que me caiga en la boca.

—¿Pues hijo —le respondió el holgazán—, qué vienes tú a aprender aquí, cuando eres capaz de enseñar?

Al volver a la casa tuvo una idea singular: quiso ser evangelista después de haber oído la nueva edición, muy aumentada con citas y notas y apostillas, de la prédica del padre Sandoval sobre lo muy útil que es el trabajo y de los grandes vicios que se acarrean siempre con la ociosidad, que, en frase de Quevedo, es polilla de las virtudes y feria de los vicios. Se decidió a ese menester de memorialista, pues, le aseguró el buen don Bernardo que con él tendría respeto y buen medro.

Puso su oficina en la plazuela que quedaba frente a la Catedral y el hórrido Parián, cuyos laberínticos pasillos le eran tan familiares como las líneas de sus manos, porque allí, ganduleando, pasó el tiempo más inquieto y turbio de su adolescencia. En ese lugar estaban todos los del gremio pendoleando lindamente en prosa o en verso.

Como todos ellos se puso el Canillitas bajo un sombrajo de petate; otros estaban con desteñidos parasoles, sentados en bancos. Escribían sobre una pequeña tabla muy reluciente por el constante frote, que apoyaban en las rodillas, y a su lado ponían la canasta o tompeate con todos los menesteres de la honrada profesión: papel de distintos colores, ceutí y de Manila, el tintero de cuerno con negra tinta de huizache, el frasco de la marmaja, nemas multicolores, un manojo de plumas blancas y bien tajadas.

Cartas de duelos y quebrantos, de peticiones, de amores y desdenes, de todo eso y de otras cosas más, escribía el Canillitas con tan derretidos conceptos para la gente de servir, los rancheros e indios zonzos, que todos ellos quedábanse prendados de aquel hombre flaco que tan bien les interpretaba los puros afectos de su alma. Escribía unas de tanta dulzura y sentimiento que el que Las leía se estaba llorando a moco y baba ocho días seguidos.

Si eran de amor las misivas, ojos les faltaban a las gentes para admirar las preciosas cosas simbólicas que pintaba el Canillitas en un extremo del plieguecillo de papel: corazones traspasados con una dura flecha; manos entrelazadas que surgían de entre nubes; palomas que se daban los picos, o bien una sola de ellas volando con una carta de la que salía un rótulo: «¡Te quiero!», pintado en colorado, síntesis completa de lo que contenía y expresaba la epístola amatoria, y otras cosas así de importantes dibujaba Félix en aquellos papeles blancos, azules, morados, amarillos o con ribetes negros, buenos éstos para enviar condolencias por muerte, para decir el querer a alguna viuda inconsolable, o mujer a hombre en estado de merecer. Todos esos dibujos en los que se ostentaba su curiosa inventiva, iban con tales anaranjados y verdes y rojos que ofuscaban la vista. Parecía que habían salido tales primores de la Academia de las Tres Nobles Artes de San Carlos.

Constantes cuartillas y reales le caían en gran cantidad en pago de sus expresivas cartas muy llenas de prolijos, floridos e inverosímiles rasgueos; pero más se tardaban en darle la paga, que en irse derecho a una botillería de los Bajos de Porta Coeli o a otra muy famosa de las Escalerillas; si iba a ésta le hacía su visita al Señor del Buen Despacho, si a la otra, se la hacía entonces muy devota al Señor del Veneno, pues el Canillitas era hombre de alma muy pía, aunque loca.

En cualquiera de las dos vinaterías se dedicaba a la dulce y alimenticia faena de ingerir, paladeándolas con placer, unas dilatadas dosis de mezcal. Para beber largamente como lo hacía siempre, nunca tuvo necesidad de ningunos estimulantes, avisillos o llamativos para la sed, sardinillas, alcaparrones, mojama, queso añejo, rodajas de chorizo o de tocino. Él bebía siempre con grande apetito.

En esas tabernas se olvidaba enteramente de sus promesas de no catarlo; pero aseguraba el bergante que con ese vino excelente le subían a la cabeza magníficos vapores que le oprimían los sesos con dulzura y le sacaban las ideas que allí estaban escondidas, haciéndoselas salir muy de prisa, apenas lo quisiera, por los puntos de su pluma, y que solamente así podía continuar escribiendo aquellos puros y arrebatados conceptos de amor, aquellas cuitas ternísimas, pues su especialidad estaba en las cartas de cariño; las más amarteladas eran las que él sabía componer; con ellas les echaba la zancadilla a los otros evangelistas, tan calmudos y modorros, sin espíritu para sacar invenciones de sus cabezas, no así él, que en un decir Jesús fabricaba mil quimeras y levantaba otras tantas fantasías y torres de viento.

Una mañana se le plantó frente de su parvo establecimiento un señor, muy pomposo él, con barba ubérrima y bipartita, y le dijo que tomara una carta al dictado y que le recomendaba cuidadoso esmero en la perfección de la letra. Primero tosió, carraspeó en seguida, para limpiarse la garganta, después tragó, y no seguro de que a pesar de estas tres cosas le saliera la voz, atirantó el pescuezo y empezó a decir con mucha parsimonia sus palabras, marcando la importancia de algunas con un lento subir y bajar de la mano derecha, en la que conservaba unidas las puntas del índice y del pulgar, formando con entrambos dedos un círculo perfecto; los otros tres, los mantenía inmóviles, muy erguidos y tiesos, y en cada uno de ellos ostentaba unas uñas, que, por lo anchas y largas, eran como peinetas. La otra mano no se la retiraba de encima de la rabadilla, empuñando un bastón de puño dorado.

—Ponga: México, a tantos de tantos, y el año del Señor en que ahora estamos. Bien, bien; ya que está eso puesto, escriba esto otro: Señora doña Filiberta Mendoza de Santiesteban. ¿Ya quedó escrito?, pues ahora: Monterrey. (Abajo, un poco más abajo ahí, ahí mero). Mi adorada esposa: (dos puntos y aparte). Me he enterado por tu cartita (coma), de que gozas de cabal salud (otra coma), la mía también es buena (coma), a Dios gracias. (Punto. Dios, con mayúscula). —Me alegraré de que al recibo de ésta se le haya extinguido a Chenchita el mal de ijada y no le vuelva más a la pobre. (Punto y seguido). Me ha llenado de enormes preocupaciones tu misiva al decirme que sorprendiste escondido a nuestro hijo Panchito con su primo Gasparito (coma), haciendo los dos cosas sucias (coma), y (nueva coma), por lo tanto (otra comita), indebidas. (Punto). Procura (coma), Filiberta (coma), no perderlos de vista ni de día ni de noche (ponga coma), porque ese vicio que han adquirido (coma), es uno de los que han causado mayores estragos en la humanidad… (Punto; es decir, muchos puntos, puntos suspensivos). Hazles entender bien claro a ese par de jovencitos que lo que hacen es contra su salud (comita aquí), pues ese feo vicio debilitará su organismo (coma), los dejará descoloridos (coma, coma), ojerosos (repita la coma), y lánguidos (coma), melárchigos. (Otro párrafo; no, en el mismo párrafo). Diles, vida mía (esta expresión cariñosa entrecomada), que tales excesos los llevarán pronto a mayores males. (Seguido, después del punto). También hazles comprender que lo que hacen es contra Naturaleza (una coma), porque ese inmundo vicio de comer tierra ha acabado con muchas vidas (comita), aún con las más bien dotadas de salud. (Ahora sí aparte). Es cuanto te digo por ahora. (Punto, ponga punto). Ya me llevo las bulas. (Haga bien la u, señor, no vaya a poner balas y se asuste mi doña Filiberta, quien ningunos proyectiles me ha encargado). Recibe (coma), Fili mía, un beso y un abrazo (esto bien claro), de tu amante esposo. (Agregue, es más delicado), que te envía aquí su corazón y verte desea. Es todo. (¡Oiga! esto es todo, lo digo yo a usted, no para que lo escriba). Es todo.

Leyó la carta el ostentoso señor, después de haber tosido y carraspeado, poniéndola delante de sí a todo lo que le daban los brazos, que así lo necesitaba su presbicia, y aún echaba la cabeza hacia atrás y entrecerraba los ojos para afinar la vista. Se inclinó luego sobre la tablilla, echó una firma, con muchas vueltas y cabalísticos rasgueos, dio su real como honorario, y luego, con el talle engallado, y el cuello tieso, exclamó con entono magnífico: «¡Ah, los hijos, los hijos!», a la vez que con altiva prosopopeya hacía con un brazo un amplio ademán, como si echase una rúbrica en el aire, y se alejó ufano, pavoneándose, este fantasmón lleno de humos, creyendo que su figura llenaba toda la Plaza Mayor.

Félix estaba lleno de mil confusiones mientras escribía tratando de adivinar la cosa mala que hacían escondidos esos dos jovenzuelos; pero después le entró tranquilidad al saber que solamente se dedicaban a comer tierra y no a lo que él estaba pensando.

Pero a poco de ejercer de evangelista se le retiró, ¡oh dolor!, la parroquia porque se empezó a saber que le tembloreaba el pulso, ya no podía hacer los primores caligráficos de antes y que le trajeron tanta fama y clientela, le dio por escribir con revesadas abreviaturas que él inventaba y que, claro, nadie entendía, y como si esto no fuese aún bastante, con maldita letra procesada. Letra de fiebre que así debería llamársele por lo desperecida, o por lo endeble, o por lo enjuta, o por lo flaca. Ya no dibujaba como otrora, ni ponía aquellas bonitas y decorativas iluminaciones que solía, de palomas, lazos, manos, flores y nubes, con que adornaba lindamente los plieguecillos; y por la oscilación del juicio tampoco atinaba con los conceptos ternísimos de antaño, que eran un puro deleite para las maritornes pingajosas los rancheros y la gente analfabeta y silvestre.

Además de todo esto ocasionado por el vino, poco era el tiempo en que estaba con la indispensable tablilla sobre las piernas; se le pasaba el día hamponeando y bebiendo pulque y alcoholes con más o menos ingredientes para tener este o el otro nombre, pero siempre de seguros efectos fulminantes, o comiendo tacos chilosos de carne de venado en barbacoa, que son de ligera digestión para los hombres de las cavernas, u otros guisotes espeluznantes de tripas o bofes con ajos, orégano y epazote; una bomba le haría menos efectos en el estómago que los cazuelones de estas porquerías que se embaulaba relamiéndose. O si no, se iba por ahí este guitón a meterse en caudalosas pláticas por puestos y «cajones», aparentemente sereno, con una vaga lentitud en los movimientos, tenso, pero casi borracho. Ya tenía como dogma infalible e incontestable el dicho de dos embusteros proloquios, compuestos, sin duda alguna, por el ingenio festivo de un holgazán: «El trabajar es virtud, y el no trabajar, salud». «Para que el trabajo te sea sano, empieza tarde y acaba temprano». No siempre, por estas muestras, los adagios son, como se afirma, evangelios chiquitos.

Dejó al fin el útil oficio de evangelista. Echó al aire sus papeles de colores, hizo mil pedazos la tablilla y las nemas, volcó el tintero y sacudiéndose las manos como para indicar que todo había acabado, dijo con voz enfática:

—Ya se cerró el establecimiento por balance, o si gustan, por defunción.

Se convenció bien que era una completa falta de vocación para el trabajo. Él, el ocio y la holganza. Era maestro borlado en ambas disciplinas.