Cuarto tranco

En el que está lo mucho que vio y oyó contar asombrado el curioso Félix

Volvió el mocito a dar a su vida un rumbo picareco. Fue a parar a los lodazales de la miseria entre una turba de galopines de su misma edad y estofa, y como él de estragadas costumbres, que vivían del hampa y medraban con el fraude y los embustes. Había como una pepitoria de todas las castas conocidas, cada una de distinto color y hablar diferente, con sus modismos peculiares; mestizos, criollos, barnocinos, mulatos y calpamulatos, zambaigos, cambujos, chinos, cuarterones, chamizos, moriscos, lobos, salta-atrás y torna-atrás, albarazados, castizos, gíbaros, cambujos, tente-en-el-aire, no-te-entiendo, y albinos, producto todos ellos de las tres razas: blanca, india y negra, mezcladas una con otra, y entremezcladas después en infinitas y complicadas combinaciones, pues el resultante de los elementos primitivos se unía con las mezclas y éstas entre sí, lo que hacían que no hubiera ya denominación posible con que designar a esos seres innominados.

Todos estos muchachos léperos andaban sueltos o entre la desarrapada gallofa de la ciudad; se ponían alas en los pies para alcanzar presto sus latrocinios y portaban lucidamente idéntica indumentaria. Camisa no la tenían, a no ser que se tuviera la condescendencia de llamar así aquel hilachero negro de mugre y rebosante de piojos; de calzones traían la mínima cantidad posible, y eso sólo los pulidos y elegantes que los demás se daban por muy bien servidos con el trozo de sucio taparrabo que llevaban muy galanos para cubrirse lo que manda la costumbre que no se vea, y otros acataban este mandato imperioso, envolviéndose en pedazos de arpillera o en trozos de algo que fue sábana allá por los principios del mundo; sus pies ignoraron siempre lo que eran zapatos; medias, traían las de carne, y sombreros jamás los conocieron aquellas cabezas despeluzadas, cuyo tupido greñero estaba muy bien habitado de toda clase de animales, como una inexplorada selva tropical.

A toda esta taifa mugrosa le doblaba por las noches la fatiga después de su vagabundeo sin descanso ni tregua por toda la ciudad. Dormían en los quicios de las puertas tan a gusto y con sueño tan profundo que había que soltarles una bomba para que volviesen en sí. Se acurrucaban junto con perros llenos de roña y de cazcarrias, que jamás se les separaban y dábanles su calor; con ese juntamiento se hacía generoso intercambio de pulgas. Quien bien duerme, pulgas no siente. Esos perros los seguían en todas sus andanzas a través de la ciudad, alegres, juguetones, su mirada contenía más agradecimiento y más sinceridad que un corazón de hombre, y si hubiesen hablado, habrían dicho cosas agradables y sinceras, pero los animales han enmudecido después de que los fabulistas los han hecho decir tantas tonterías.

También esa cuadrilla hallaba lecho para su fácil sueño bajo los macizos arcos de los acueductos, del de Belén o del que venía desde la Tlaxpana a rematar en la barroca «caja del agua» en la calle de la Mariscala, a un costado de la Alameda. No elegían ninguno previamente, sino que se echaban debajo del arco en que les tomaba el sueño; pero siempre tierra o piedra era su cama, en la que tenían por cortinas los vientos y por cielo el estrellado. Esto iba endureciendo a Félix, curtiéndolo, al igual que lluvias y soles, y le ponía un bárbaro contento que lanzaba a todas las horas del día. Nada le era difícil, sino fácil y claro; su pensamiento jamás entró en el interior de sus propias tinieblas. No se preocupaba del mañana y olvidábase del ayer. No tenía temores ni desconciertos, sólo un inconsciente optimismo, una sana alegría de vivir.

Con tres ochavos se organizaba una minuta muy competente, pero como casi siempre, le faltaban, comía él y sus adláteres, si era que comían, los manidos escamochos, manjar de cerdos, que en un pedazo de torcida hojalata les echaban en algún humoso fonducho suburbano, lo que les cerraba temporalmente la boca, abierta siempre en bostezo de necesidad y les permitía tomar fuerzas para seguir pasando hambre, pero no sentían jamás indigestión con aquel fárrago que habían introducido al estómago, y bebían agua, eso sí, fresca como la que más lo fuera, en cualquiera de las numerosas fuentes que estaban diseminadas por la ciudad para quitar la sed al vecindario, y a las cuales acudían los aguadores, los «maistros» como se les decía, con sus desabrochadas pantaloneras, su larga pechera de cuero, negra y lustrosa por el uso cotidiano, durante años de faena; a la espalda llevaban un cántaro panzudo llamado chochocol, sujeto por sus asas a una ancha correa que detenían en la frente y también de la misma cabeza les pendía otra correa, ya abrillantada, igualmente ancha, de la que colgaba por delante un cántaro ventrudo.

Todo el santo día andaba Felisín entre el polvo o el lodo de la calle o de las plazuelas, con aquella bullanguera hueste de muchachos de su misma condición picaril. Jugaban siempre con gran griterío, al burro, o a la malacatonche, a la rayuela, a la divertida guzpatarra, a doña Blanca, a la matatena, a la cholla, a la momita, a la alocada víbora, a San Miguel y el diablo, a los listones, a la bebeleche, a la moruca, a la roña, a las cuatro esquinas, a la rueda del coyote, a la gallina ciega, a la coscojilla, a la cebollita, al higuí, al toro, e infeliz del muchacho a quien le tocaba hacerlo de cornúpeta, porque salía bien picado, bien banderillado, coleado y arrastrado por las mulillas que eran otros chavales que se lo llevaban por los pies alzando una gran polvareda.

Con las fenomenales pedreas que organizaban se rompían muy a menudo los cascos, y quedábanse por buen rato desatinados, fuera de sentido. Con sus juegos y sus carreras caían de clavado con harta frecuencia en las pestilentes atarjeas de negra agua cenagosa, que iban por en medio de las calles, o bien daban los traviesos y harapientos muchachos dentro de las acequias que cruzaban por otras muchas más, y que eran un sucio legado de la ciudad azteca a la colonial. Era el suyo un vivir libre, fácil y descuidado. Bello vivir de pícaros.

Esta desaforada pandilla de pilluelos recorría toda la ciudad ganduleando de arriba abajo y de abajo arriba. Se metía por todas partes como la humedad. Hacían siempre groseras travesuras, chocarreándose de los pacíficos transeúntes; tenían entre ellos clientela fija para sus burlas. Coleaban y manteaban perros; atábanles a la cola botes de hojalata, con los que salían huyendo muy asustados los animalitos; o cohetes de fuerte trueno y gran chisporroteo que los empujaban más y más en su carrera loca con la que iban sembrando el pánico, o bien derribaban, descrismando a la gente con la caída intempestiva, lo cual era para los muchachos muy divertida cosa, de las de mucha risa y todavía más ameno era el suceso si las del batacazo eran mujeres, porque entonces descubrían lo indescubrible, con lo cual se daban ellos muy buena y larga ración de vista, aunque a veces con lo que les contemplaban a muchas viejas, o a encopetadas damas menopáusicas de edificante virtud, les quería brotar erisipela.

Subía de punto su regocijo si los empavorecidos chuchos entraban en las casas con ese fuego prepóstero que les achicharraba el traspuntín, con lo que hasta echaban humo por las orejas y los hocicos. Era muy de ver entonces los sustos que daban; el ruidoso tumbadero de las macetas que hacían prorrumpir en gritos desolados a las pobrecitas solteronas, porque tenían por definitivamente fenecida la fucsia, la begonia, el agapanto azul y la dalia disciplinada, en que tenían fincados sus íntimos amores de vírgenes apolilladas, porque se atrancaron en la virginidad de puro feas, pero que en el hogar representaban la fealdad honesta y humilde.

Recorrían las plazuelas y calles suburbanas por todas las cuales se veían andar libremente, como en campo comunal, vacas, asnos, pencos trasijados y larguiruchos, con más o menos mataduras, y en ellas su correspondiente dotación de moscas. Trataban estas pobres bestias de nutrirse con manjares fáciles y livianos, zacatillos y otras yerbas raquíticas que brotaban por ahí, llenas de esa justa ilusión, iban de un lugar para otro, libres, como sin dueño, a poner sus dientes largos de hambre en los matojos y en el verde de los desmedrados arbolillos, pero su alimentación resultaba quimérica en esos páramos, por los que pasaba el viento alzando grandes, espesas polvaredas, parece que con el propósito generoso de meterles en los hocicos un poco de tierra para ver si les nutría algo, ya que ellas no la comían de por sí, desdeñándola.

Había también numerosos cerdos gruñidores, que hozaban revolviendo los espesos fangos de los pantanos, con lo que iban sacando borbollones de hediondeces; andaban muchas vacas flacas que trataban en vano de hacer acopio de leche para sus amos que las dejaban en aquella libertad inútil. Esas plazuelas y calles, llenas de inextinguibles léperos, tropel de gente desocupada y vaga, era cuadra y establo para todos los animales de pezuña, zahúrda para todos los cerdos y gallinero para todas las aves de corral.

En las siempre terrosas plazuelas se ponían todas las mañanas, muy temprano, ordeñas de cabras y vacas del mejor garbo. Allí acudían los pobres con sus pucherillos llenos de tizne o los criados de las casas ricas con sus jarras de talavera poblana o de porcelana china, con su gran blasón multicolor, o con picheles de plata maciza, a comprar la leche para los desayunos de sus señores, y de ese lugar se iban presurosos a las porterías de los conventos de monjas a buscar los ilustres molletes de yema, las semitas de manteca, los panqués, los escotafíes, los áureos rodeos, las amarillas pechugas de ángel, el frangipán, los bolillos de almidón, los encanelados rosquetes, las leves hojaldras de muchos faldellines, u otras fragantes maravillas, para que hicieran cumplido acompañamiento a los eminentes tazones de chocolate.

En esas mismas plazuelas se establecía más tarde sitio de carros; éstos, generalmente, cojitrancos, regidos casi siempre por un fosco troglodita; también se estacionaban coches, los pesados carruajes llamados de providencia, que por asientos llevaban unos como fofos sofás, y en cuyas tablillas se solían subir los muchachos, a hurto del cochero, quien, al descubrirlos les vaciaba su cólera a puros chirrionazos que abrían surco en las carnes asoleadas, y, además, les echaba palabras mayores con las que dedicábales un violento recuerdo a la madre que los pariera, lo que importaba un bledo a los pilludos; no se daban por agraviados porque no sabían ni a quién iban a tocar esas ardientes maldiciones, pues desconocían a la señora en quien los inyectaron y que los aventó al mundo, y, aunque le conocieran bien, no irían, de seguro, a hacerle las cosas feas que les mandaba el brusco automedonte que ejecutasen en ellas, infringiendo el sexto mandamiento de la ley de Dios.

Félix y su harapienta hueste se lanzaba en polvoroso tropel, como dice el distinguido colega Virgilio, a la Plaza de Santo Domingo,

«Calva de hierba y de flores

y lampiña de arboledas».

A toda esa patulea le gustaba mucho ir a ese lugar, tanto porque el portero del convento dominicano solía darles algunos relieves de la comida de sus paternidades, en los que casi siempre pescaban cosas suculentas que eran para ellos el non plus ultra de sus sueños gastronómicos, como porque divertían su hambre trasnochada al andar entre las numerosas recuas, carros y carreteras que en gran número llenaban esa anchurosa plaza. Muchas veces algún caballo, al son de medio relincho, les descargaba dos coces. Saltaban ágiles por entre pesados cajones llenos de géneros; por entre olorosas churlas de canela; por entre tercios de azúcar o de morena panocha, piloncillo que también se le decía; por entre trincheras de costales de trigo, de maíz, de cebada o de harina, que emblanquinaba en torno buena porción del suelo.

Gran bullicio y parlería traían allí entre las arrias los rancheros de pintoresca indumentaria, alegre de colorines, los arrieros, recueros y comerciantes de toda laya, que iban a registrar sus mercancías y a pagar sus derechos al Fisco en las oficinas de la Real Aduana, enorme y rojo caserón de tezontle, muy blasonado, con amplios patios de anchos corredores, con su gran escalera señorial de dos subidas, con mil dependencias llenas de empleados de manguitos y montera, perdidos con sus plumas de ave entre montañas de papeles. Edificio construido por el Real Tribunal del Consulado, frente al umbroso y achaparrado portal de Oñate, en el que se decía que andaba por las noches, sonando sus espuelas, el fantasma de un sanguinario conquistador, envuelto en amplia capa y tocado con sombrero de largas plumas blancas.

En la plaza de Santo Domingo se deslizaban los mismos desordenados escuadrones de pícaros, los mismos pobres fingidos, los mismos vagos, y las mismas deshonestas y taimadas viudas que pululaban por la Plaza Mayor y los patios de Palacio, la eterna y humana representación de los pecados capitales. Entre esta animada confusión encontraban Felisillo y sus constantes acompañadores, con su eterna godería, algo apetitoso con que apaciguar los urgidos furores de su estómago; pero con eso solamente se despertaban el hambre, no la mataban jamás, apenas les quedaba medio muerta, próxima a la resurrección; no dejaba de alentar sino hasta que iban los míseros a engullir los revueltos escamochos con los que solían regalarlos en varias tabernas y en tiznadas y mal olientes almuercerías, negrura y peste que ellos también poseían con eminencia en sus carnes y en las flotantes hilarachas con las que no lograban taparlas. Ávidamente se metían a puñados en las bocas ese asqueante conmistión y se paladeaban con él como si estuviesen gustando la refinada exquisitez de un manjar o rosquillas y almendrones de azúcar. A pan de quince días, hambre de tres semanas. Con lo que se denota haber algunas cosas tan repugnantes de suyo, que para arrostrar a ellas, es menester que estreche mucho la necesidad. A veces les daba monedas de cobre alguna dama, de las que acudían a ganar sus jubileos a la iglesia de Santo Domingo, seguidas de sus galanes y devotos que lo eran más de sus gracias que de las indulgencias papales.

Iban también los carlanguientos muchachos a divertirse con juegos muy nobles, como que eran a base de zancadillas y bofetadas, y a garbear su pitanza diaria —eternos garganteros— por los mesones más bulliciosos de la ciudad, como era el del «Puñal», el de las «Ánimas», el del «Ángel», el alegre de los «Cinco Señores», el del «Chino», el de la «Herradura», el de «Don Rufo», el del «Parque del Conde», el de los «Siete Príncipes», el de la «Serafina», el de la «Pájara», el de «San Cayetano», el de «San Juan Evangelista», y por otros más, con pías designaciones de santos o con nombres pintorescos y expresivos. Además del rótulo con el que se designaba la casa pintado encima del portón, estaba la tablilla con el advertimiento sabido: «Hay paja y cebada. El agua se da de balde».

Todos estos mesones tenían anchos zaguanes cuyo empedrado resonaba constantemente al golpe de las herraduras de las bestias, las bien enjaezadas caballerías de los señores y de sus escuderos o criados acompañantes; las mulas de los pesadísimos coches de camino, o las de las conductas; los atajos de burros, símbolos de la sumisión paciente. En uno de los muros del zaguán se ponía ya un crucifijo, siempre de feísima facha, o ya la imagen de un santo, si éste no era el que le daba nombre a tal posada, y lo adornaban con flores de papel para que tuvieran mayor duración que las naturales, y lámparas de aceite o velillas de cera que le donaban los trajineros con el propósito de que les diese buen suceso en el camino, los librara de ladrones o de acometidas de indios bravos, que solían escapelar las cabelleras para traerlas en sus andanzas como preciado trofeo.

También en el zaguán estaba pegada en una tablilla la tasa o arancel de los géneros que se vendían y de los servicios de que se hacía prestación, porque desde tiempo muy antiguo ordenó el Ayuntamiento que se pusiera ese aviso en sitio bien visible de los mesones, ventas y paradores y para el que no lo hiciere así habría sanciones. Pero los dueños de estas casas, taimados bergantes, para burlar el ordenamiento municipal y cobrar a su puro antojo, lo clavaban en lugar bien alto, en donde no era posible que lo leyera nadie, ni el de ojos más linces y así estuviere con letras gordas y grandotas, y además, no ponían debajo de él los muy maulas, silla, ni banco, ni menos escalera en que treparse para saber su contenido, y así los viandantes ignoraban siempre la razón de lo que se les había cobrado. Ya se sabe que hecha la ley, se hace la trampa.

El patio siempre vastísimo, empedrado igualmente, ya con losas o con piedras redondas de las de río; en el centro, la fuente, más larga que ancha, para abrevadero, y en torno el corredor amplísimo con techumbre de vigas sostenidas ya por postes, ya por cuadradas columnas de piedra. Se accedía a los aposentos por recias puertecillas que abrían de trecho en trecho, con grandes números negros encima del umbral. En un rincón había albardas, almártagas, enjalmas y ataharres puestos en largas estacas ringladas en los muros y soltaban al aire el tufo constante de sus cueros mal curtidos y el del sudor de las bestias que tenían adherido. Adosado a la pared daba vuelta por todo el corredor un poyo en el que sentábanse a conversar los recueros, arrieros y tratantes, pláticas las suyas llenas de roncas, reniegos y porvidas, y también de chocarrerías, o escuchaban allí las cosas apacibles que narraba algún clérigo con terciado manteo, que había venido a México a oponerse a alguna capellanía o a solicitar congruas, o bien las historias fabulosas que referían estudiantes sopitas o brodistas o de aquellos otros capigorrones y calvatruenos que todo lo fizgaban y de todo hacían burla y pasatiempo, y acudían a la posada a ver algún pariente o amigo suyo que llegó de sus tierras, o bien iban allí por estar entretenidos con alguna moza del mesón y asistían puntuales en busca de carne, tanto de la del cuerpo como de la que ellas substraían de la cocina, para calmarles con entrambas sus dos hambres insaciables.

Referían estos desenvueltos pollastros, groseros lances con mujeres con los cuales sacaban a los arrieros y mozos de mulas grandes y caudalosas carcajadas, o narraban otros sucedidos chistosos y picantes, aventuras imaginadas con buen ingenio, porque tenían todos ellos una refinada aptitud para idear intrigas a las que adornaban con celajes, leyendas, martinetes, estrellas, patrañas, dijes y poleos, que todo el concurso admiraba babeando de puro embeleso, pues cuando más gorda era una rueda de molino, tanto más aprisa la comulgaban. Relataban chistes obscenos, anécdotas picantes y sabían manejar encendidos retruécanos. Félix oía maravillado, sin parpadear, casi sin cerrar la boca, todas aquellas historias fabulosas, dichos, lenguarajos y palabrotas con la atención de un buen estudiante en cátedra de su agrado. Grande la sed y el hontanar cercano.

En un cuartucho cerca de la entrada estaba el huésped, por lo general gordo y lento, pero siempre con ojos escudriñadores y sagaces, lleno de adagios, de picardías y de mañas sutilísimas por lo que bien podía dar al más ladino tres y raya, y aún así le ganaba con ventaja, trocándole gato por demonio. En una mesilla vieja tenía el libro de registro, resobado y pringoso, en el que iba asentando los nombres de los que descabalgaban en su distinguido establecimiento, el número y señas de los animales que traían, las cantidades de pastura que a diario les servía, los cuarterones o almudes de cebada, que mojaba o hervía previamente para que abultara más, y a pesar de este engaño todavía mal medidos, pero siempre bien cobrados, y que sacaba de una hondísima y obscura bodega que hallábase al fondo del patio, cuyas llaves no se le despegaban jamás de la pretina, al lado del cuchillo cachicuerno o de aquellos otros que solían llamar jiferos.

Las habitaciones, de piso enlosado o de sólo apisonada tierra, pocas alhajas eran las que tenían: la principal, una cama formada por dos bancos que sostenían unas tablas lo más horizontal que les era posible, sobre las que se echaba el colchón, ético y estrujado, con leves indicios de lana, y más parecía por lo duro que era que estaba relleno de piedras o de nueces, y lo cubrían sábanas burdas, como de arpillera, ya tan sutiles como una argumentación escolástica, y que habían servido a más de cincuenta pasajeros después de la última vez que fueron lavadas. Había sillas de inseguro equilibrio y a veces hasta algún tapetillo de ixtle que aún prestaba medianos servicios, a pesar de que donde no estaba roído se hallaba costroso o manchado con sospechosos churretes de todos colores; a veces veíase por ahí alguna mesilla coja, derrengada, pero útil todavía para echar un rentoy, unas quínolas, unas cuantas manos de pintillas o de birlonga o de cualquier otro juego del pasar, de los sangrientos, o algún flemático y desabrido, como el de la polla, el ganapierde y el de la maribulla.

A algunas de esas sillas de tule que habían llegado a una maltratada vejez, se habilitó honrosamente de mesa de noche para poner las pajuelas junto con la chorreada vela de sebo en su candelero de barro; y estaba un banco, de altas patas, llamado burro, cosa importantísima, indispensable, en el que se echaban las bizazas de camino y la montura, y se colgaban de los palillos que hacían las veces de orejas, las espuelas, el freno, la cuarta, el bozalillo y demás atalajes; en la encalada pared, encalada haría como una centuria por lo que era ya de un blanco amarillento, una cruz de madera con su palma bendita, alguna imagen de la Guadalupana, o del Señor de Chalma, o del de Esquipulas, o del negro del Veneno, de esas de mala estampa, y una percha para colgar las tiesas calzoneras de tapabalazo, el cotón de cuero, la chaqueta con alamares, el sombrero jarano de anchas alas, con apretada, gruesa y retorcida toquilla ya plateada, ya dorada, que subía hasta lo alto de la copa, baja y redonda.

Había habitaciones mejor aderezadas, con un lujo que rayaba en la opulencia, con destino a personas de suposición que bajaban en esos destartalados mesones. Más lana poseía el colchón; las mantas menos burdas y, por ende, con algo más de trama; pero casi no había diferencia apreciable en las pulgas y chinches bravas que eran las mismas que habitaban en los otros cuartos, con idéntica y feroz habilidad para el piquete. Eran inteligentísimas todas ellas, con admirables conocimientos de la anatomía humana, y, además, sabían bien los lugares en que mayor molestia causaba su indeseable presencia. Casi devoraban a diario un payo entero y verdadero. No se extinguían con nada, así les echaran lo que les echasen. A pesar de que había eficacísimas oraciones para conjurarlas con el fin de que no picaran y se estuvieran quietecitas, los mesoneros habían tomado el humanitario acuerdo de fomentar la cría de cucarachas, con el loable propósito —Dios debe habérselos tomado en cuenta— de que se comiesen a ese maldito animalero que no dejaba dormir. Inútil empeño. Las cucarachas estaban acobardadas ante las chinches; parece que les tenían un miedo cerval o, al menos, se hacían las disimuladas, y dedicábanse pacíficamente, sin estorbos, a engullir los comestibles que traían los viajeros, y era un positivo milagro que no se hubiesen aficionado a chuparles la sangre.

Eso sí, tenían las camas su pomposo rodapié de puntas de gancho o bien de almidonados holanes, sus alegres colchas de cutí o de listadas zarazas o cambayas, o ya unos cobertores de mayor lujo, de terciopelo o damasco, que mostraban haber sido cortinas de buenas casas en tiempos pasados; también eran limpísimas sus almohadas, dos grandes que llamaban traveseros y también travesaños, y otras dos más chicas y muchas veces una tan pequeña como un acerico, propia para que descabezara un sueño un niño Jesús, y todas ellas llenas de randas y relindos, sepulcros blanqueados, pues debajo de esa nitidez estaba el temible hervidero de chinches y de pulgas que organizaban temerosos cónclaves para tratar del importante negocio de su alimentación, preocupación universal, y de allí salían decididas para atacar en masa, causando copiosas pérdidas de sangre. Se rascaba la gente hasta desollarse, y entonces, en las desolladuras, con un perverso refinamiento, satisfacían sus ansias gastronómicas y, a pesar de las uñas que iban a tratar de ahuyentarlas, volvían con su acometividad a los lugares de su preferencia. Ya no picaban, sino que mordían con iracundia satánica.

También en esas estancias solía encontrarse una mesa pequeña, de gruesas patas torneadas, obra tosca de un carpintero de lo blanco; cubríala generalmente una carpeta de indiana, y hasta tenía tintero de loza con sus respectivas plumas aunque ya muy pelechadas por el largo uso, y la indispensable vela en su candelero de cobre, con sus grandes despabiladeras de caja. Debajo de la cama se hallaba el vaso de loza de la Puebla que se destina para cosas privadas, pero necesarias, las que tenían que ir a despachar a los cuatro vientos del corral los que paraban en cuartos de menor precio y que carecían de esa manuable comodidad. En un rincón, el cofre o petaquilla, ya michoacana, desteñida y descascarillada por los largos años de servicio, o bien de esas de recios forros de cuero crudo, claveteado de tachuelas doradas, con las que se formaban mil complicados dibujos. A veces esas cajas eran peruleras, o de las Filipinas, también las solía haber recubiertas de cordobán rojo o verde oliva, con flores pintadas y con todas las orillas guarnecidas con ancha banda de latón brillador.

Las imágenes de estas habitaciones eran de mejor facha; hasta había, increíble lujo, una alfombrilla aunque descolorida y calva, y además, indiscreta, porque estaba enseñando su recia trama de tripe, y también otro inusitado lujo: una palangana de estaño, en la que cabrían algo más de tres buches de agua, destinada a lavar la cara y manos, cantidad suficiente para ese menester, y junto el fuerte estropajo de ixtle con el jabón de puerco, amarillo y grasoso, ya en una bandea de cuerno, ya en un tecomate michoacano, rojo, con ancha cenefa azul y un patito blanco en el fondo. Colgada de un clavo se veía la toalla de nido de abeja, para enjugar la leve humedad que apenas se detenía en los rostros y en las manos, con la que los videros creían que les quedaban más limpias que las de Pilatos. Se contaban, arrimadas a la pared, hasta seis u ocho sillas de tule, de las verdes de pera y manzana, para las visitas que tenían los viajeros que allí se apeaban, las cuales siempre llevábanse algunos de aquellos ávidos insectos, a cambio de los que solían traer, pero que de seguro, no estaban tan bien amaestrados como los de estas fementidas posadas, llenos de arte y astucia, por lo que las tales eran verdadero y temible pulgatorio.

Por causa de estos asquerosos insectos había perpetuos dimes y diretes entre los viajantes y el mesonero; éste les había asegurado per signum crucis, que en sus limpios aposentos como en el cielo no tenían cabida ningunos animales.

—¿No decía usted, señor, que no los había ni por soñación? Acabo de encontrarme una chinche enorme. Mire, allí está donde la maté.

—¿Una? ¡Bah! Una no es ninguna.

—¿Y todas esas otras que están allí amontonadas? ¿Qué dice?

—¡Hombre! Como mató usted una, éstas que estamos viendo muy sosegaditas vinieron sin duda al entierro de la otra pobrecita que dejó de existir.

Otra ocasión le dijo al huésped uno de los que se aposentaban en su casa:

—Oiga, tío embustero, venga a mi cuarto para que vea una chinche que está en la almohada muy quitada de la pena, haciendo tranquilamente la digestión de los cuartillos de sangre que anoche me extrajo, aprovechándose indebidamente de mi sueño.

Fueron el maula del posadero y el quejoso y, en efecto, contemplaron ambos al animalito que estaba abultado como un cojín por todo lo que tenía adentro.

—¿No decía que no? Ahí la tiene usted que se cae de gorda.

—Esto es enteramente nuevo para mí. Nunca había visto esos bichos en mi posada porque no pernoctan en ninguno de los colchones y buenas camas que hay aquí. Esto no es más que una pura casualidad.

—Pues voy a levantar este colchón. Ya está. ¿Y ésta que está ahí qué es? ¿Chinche, verdad? ¿O acaso cree usted que es pez, ave fénix o un alfeñique?

—Sí, sí, ciertamente es chinche, no lo dudo. Es una casualidad que se encuentre en ese lugar.

—¿Y ésa otra? ¿Y la de más allá? ¿Y aquéllas que corren y éstas que están durmiendo?

—Señor, le repito que esto no es más que una casualidad, una pura casualidad, usted puede ver las camas de los otros cuartos.

—Pues entonces mi cama es la única que está hirviendo de casualidades. Y me voy a otro mesón porque entre las chinches y yo siempre ha habido una total incompatibilidad.

En el vasto mesón al que iba Félix a buscar con los de su carpanta juegos y comida, oyó bien un atardecer que un caminante bien trajeado le preguntó al dueño para saber si le convenía quedarse o no quedarse en la casa:

—¿Tiene usted chinches y mosquitos?

—Sí, sí, los hay ciertamente, pero no son míos. Si usted quiere puede llevarse los que guste; no me pertenece ninguno de esos animalitos.

Y el muchachuelo, agudo y entremetido, sin que nadie le pidiera consejo, le dijo al viandante:

—Lléveselos, señor; lléveselos, no sea tarugo, son muy pocas las cosas que hay en el mundo de que se puede ser dueño plenamente y que no se las disputen a uno, ni se las envidien.

Por lo general, se ponía más de una cama en los cuartos de estos clásicos mesones o paradores; dos, tres, y aun cuatro, una en cada telarañoso rincón, cuando en México se celebraban fiestas a las que acudían forasteros de todos los rumbos del país, gente encogida, huraña, silvestre. Entonces el mesonero acomodaba en esos aposentos a muchísima, por grupos, por series, por manadas y pasaban días con notable descomodidad echando de menos la cama, la comida el silencio y sosiego de sus casas. Por esto se dice en un adagio que el salir de la posada es la mayor jornada.

Llegaban coches de camino polvorientos y pesados, ya forlones amplísimos, ya bombés de muelles sopandas, unos y otros forrados con resistente lona blanca. De lejas tierras llegaban en esos carruajes lindos y bizarros con sus lucidos trajes de camino y provistos ya de sus antojos o bien de sus papahigos y quitasoles para defenderse de los rigores del sol; damas cortesanas de ojos estrelleros, muy sonantes de sedas, que venían a dedicarse en México al dulce pendoneo, buscarle buenos merchantes a su cuerpo muy trabajado y práctico en lides de amor. Unas bajaban solas a revolotear por su cuenta y gusto, y otras austeramente acompañadas de sus señoras tías o madres postizas que abarcaban todo un mar de astucias, engaños, taimerías y habilidades. Eran todas ellas excelentes celestinas y habilísimas en enmendar o remendar doncellas, así como en oficiar de parteras, ligar corazones, zurcir voluntades; reunían yerbas y eran curanderas y ensalmadoras, sabían hacer bailar el cedazo, echar las habas y decir las oraciones de Santa Marta, San Erasmo y la prodigiosa de la Estrella.

También muchas señoras y doncellas arribaban en esos carruajes a la capital del reino a cumplir mandas devotas o hacer ofrecidas novenas a Nuestra Señora de Guadalupe, a la Virgen de los Remedios, al Señor del Buen Despacho, al de Santa Teresa, al de Burgos, al de los Conquistadores, o a otras imágenes milagrosas de iglesias o conventos. Muchas veces venían estas mujeres por piedad o devoción, pero también, repetidas ocasiones, ese viaje era para acudir a devaneos y concertados amoríos que les impedía tener en sus pueblos y lugares el austero recato de la vida familiar y se trasladaban a México a despacharlos a su gusto, sin conocidos que las fiscalizaran. Por esto Fray Juan de la Cerda en su Libro intitulado Vida política de todos los estados de las mujeres…, folio 16, exhortaba a las madres a que no enviasen a sus hijas «con sirvientes ni escuderos a devociones y romerías, revueltas, tapadas y hechas cocos porque no acaezca que vayan romeras y vuelvan rameras, y que vayan a ganar perdones y traigan cargazón de pecados». Y Fray Gabriel Téllez, Tirso de Molina por otro nombre, escribe en la escena X del acto III de su linda comedia Por el sótano y el torno:

«Estas novenas de ogaño

suelen volver intereses:

novenas de nueve meses,

cuando las hace el engaño».

También llegaban a estos bulliciosos mesones personas de calidad y rango que viajaban ya solas o con sus deudos y relacionados, y siempre con la escolta de sirvientes, «hombres de su pan»; venían a México cuándo por curiosidad de conocerla, cuándo por negocios públicos o particulares, y descendían a la puerta del mesón o bien en el patio del mismo, por escalerillas de anchos peldaños para asegurar en firme la pisada. Debajo del vehículo estaba la baca que no era sino el depósito en el que se metían los almofreces, canastones, fardeles, altos colotes de carrizo, líos de mantas, y porción de cosas más de las que se utilizaban para tener algún regalo cuando se acampaba al raso o en los sórdidos paradores del camino.

A veces todo este equipaje se amontonaba detrás del estrepitoso armatoste en lo que se llamaba tablilla, para colgar debajo la movible hamaca en cuya incomodidad acomodábanse los criados que acompañaban a los amos en viaje tan arriesgado. Como casi quedaba al ras del suelo es de suponer las mojaduras de esas infelices gentes al pasar por ríos o simples arroyos aun de los de escaso caudal, y cómo quedarían cuando se cruzaba por ciénegas y aguazales. Siempre llegaban muy cubiertas de tierra, por ser enorme la que levantaban constantemente las ruedas del carruaje y las patas de las bestias corredoras; casi era tanta la que traían como la que les iban a echar en la sepultura encima de sus cuerpos difuntos.

El vehículo venía escoltado siempre por mozos decididos, bien montados, bien armados, para defender a sus señores de los asaltos de indios o de intempestivos ataques de ladrones —tulises en jerga de arrieros y caminantes— que no eran bastante a terminar los castigos constantes y rigurosos de los de la Acordada.

Los festejos a los que acudían los fuereños eran los de las vistosas juras reales, los que se hacían por nacimientos de infantes, bodas de soberanos y entradas de virreyes, y, como si también fuera festividad, los autos de fe, en los que tenían grandes ganancias espirituales los fieles cristianos que presenciaban las quemazones de herejes, y, hasta para obtener mayores indulgencias, traían desde sus ciudades, pueblos o lugares, para las santas hogueras del castigo, cargas de zarza, de ocote de fácil llama, de encino y de otras leñas.

Importante festejo era el del Corpus Christi, tan lleno de boato, en el que la ciudad alborozábase toda entera en esa fiesta del Señor. Ese día se llenaba México de un entrañable olor de rosas, unido al de buenas yerbas del campo. De los fragantes armarios y de las arcas salían los afiligranados peinetones de carey y de plata que se erguían sobre los peinados de rizos, de copetes y de cocas; los trajes vistosos, los de las grandes ocasiones, los de terciopelo, los de tisú, los de armoisines, los de brocado, los de jametes, los de tabíes, con encajes, pasamanerías, abalorios, trenas y orifrés; los grandes tápalos bordados en la China, junto con los mantos de sutiles encajes; conservado todo ello entre leves fragancias de sándalo o de habas toncas. De las arquetas o de los cajoncillos de los bargueños y contadores, se sacaban las alhajas relucientes de pedrería para llenar con sus fulgores las manos, los pulsos, las orejas, los cuellos y los pechos.

La gente del pueblo si en esa ocasión no se ponía traje nuevo, lucía al menos, el de los disantos, con fragancias de membrillo o de alhucema del arca en que estuvo guardado. En todas las calles había diseminados perfumes y se aderezaban, con primor y celo, con arcos de verdura, con banderolas, con grímpolas que se revolvían en el aire, con sonantes cadenetas de papel de colores; salían a los balcones tapices, reposteros, colgaduras, paramentos de Damasco junto con tibores, espejos, adornadas jaulas con pájaros que no cesaban de cantar, cornucopias y platería; el suelo estaba cubierto de hinojo, de tomillo, de romero, de cantueso y de flores para que bajo el palio refulgente, pasara Nuestro Amo en su gran custodia de oro, entre cánticos y barrocas humaredas de incienso, que ablandaban dulcemente el alma y subían lágrimas a los ojos.

Otras de las festividades que atraían mayor número de fuereños eran las de Semana Santa, en las que se prohibía por las calles todo tránsito rodado. Estrenar en esos días traje suntuoso era costumbre vieja venida de muy atrás, establecida sólo para la presunción exhíbita del señorío opulento, que la gente del pueblo o lavaba y planchaba sus ropas de diariotraer, o se las hacía con humildes zarazas, chitas, cambayas, crehuelas, frisas, vellorines o cuando más, de vistosos veludillos o febles tiritañas que estaban al alcance de los escasos dineros de su pobreza.

En las imponentes ceremonias de las iglesias, en las largas procesiones, siempre deslumbrantes, por las calles, con cristos lacerados, dolorosas, santoentierros, acudía tal gentío que no quedaba alma viviente en los hogares. Las rúas estaban de mar a mar. Con todo esto los mesones allegaban grandes haberes. Quedaban opulentos los huéspedes con las pagas, los criados con las propinas y alguna moza de servir con algún hijo en cierne.

El lugar a todas luces más importante en estas posadas era la cocina, grande siempre como de convento de frailes gerónimos o de colegio mayor, y en las que podían tomar el pienso hasta cuarenta personas. Tenían su gran brasero rojo del que subía el humo de olorosa leña de pino, que se escapaba por entre el hollín de la campana hacia el cielo de alegre azul. Borbollaban en el fuego las panzudas ollas en las que se cocía la abundancia maciza del puchero, sostenidas por trébedes o tenamastes de piedra, o más bien dicho sesos, que así es como se llaman en buen romance —la que no pone seso a la olla, no lo tiene en la toca, dice un refrán castellano— y se les oía un grato ronroneo y se les miraba unas ligeras nubecillas blancas que difundían deliciosos olorcillos que alegraban los olfatos.

En las paredes se veían las ristras de ajos, las cuelgas de chiles colorados, secos y crujientes, las mancuernas de mazorcas hechas chicales para los días de la cuaresma. De una soga ya negra de tan pringada por las moscas, y que iba de muro a muro de los dos que formaban esquina, colgaban muy orondos los encendidos chorizos, las largas longanizas y la morcilla, «¡oh gran señora, digna de veneración!», y del techo pendían egregios y gigantescos jamones; también colgadas de los muros tiznados, se veían cazuelas de todos los tamaños imaginables, desde las pequeñas vidriadas en las que apenas si cabría un huevo frito, hasta las enormes de dos asas enhiestas, hondas como peroles, para guisar los guajolotes enteros; y estaban otras todavía mayores para las sabrosas fritangas de bodas, a más de cazos grandes y chicos, de un sinnúmero de picheles de cabida diversa y de jarros de todas las formas y tamaños, que hacían presentir el perfume adorable del barro fino, y con los que se formaban en la pared cenefas, ondas, mil dibujos graciosos.

En un rincón las orondas tinajas del agua, resudadas siempre, y la destiladera de piedra que con un claro son dejaba caer en la colorada y panzuda olla de Guadalajara su rítmica gota que parecía iba marcando el compás a algo desconocido o invisible. En el testero principal, la alacena grandísima, con burda loza de la Puebla de los Ángeles, de Oaxaca o de la rameada de Guanajuato; había cuchillos y cucharas de estañó o de alquimbre para uso sólo de las personas de calidad, que los más se servían ágilmente de los cinco dedos de la mano. Las tazas y platos más finos de la casa estaban puestos en fila multicolor en el revellín, o sea el saliente de la campana del brasero.

Trajinaban sin parar, haciendo sus guisotes, las sucias maritornes montaraces, con gran tufo cebollero además del suyo propio, que soltaban sin ninguna dificultad al más leve movimiento de sus cuerpos sin baño, y que sabían con gusto de las lujuriosas brutalidades de los arrieros y zafios mozos de mulas. Hasta la calle salía el festivo chirriar de la manteca con la grata y picante fragancia de lo que se guisaba; se oía un blando batir de huevos y el afanoso tortear de las molenderas, que hacían las grandes y redondas tortillas que se doraban y esponjábanse en los comales de barro a los que ponían una trémula orla las llamas de la lumbre que estaba debajo.

Trascendían el tocino, el jamón y el chorizo fritos, la carne asada en las brasas, así como las alcomanías —cominos, anís, azafrán, clavos, pimienta— que ponían su acento pronunciadísimo sobre el olor de las viandas exaltando sus exquisitas suculencias para el gozo del paladar. Los olores que de allí emanaban hacían levantar las cabezas a los perros que iban por la calle lentos o trotando con tristeza humana en los ojos, y que en todas las esquinas alzaban la pata para desaguar, después de oliscarlas, y los lindos aromas que salían del mesón los jalaban hacia dentro como si los tirasen como fuerza de una cuerda.

Si esto hacían esos animales, es de suponer la rapidez con que entraría aquella taifa de muchachos famélicos. Los guisados que olorizaban el aire aflojábanles las glándulas salivales. Siempre, ya lo sabían, encontraban en el mesón la cazuelilla de caldo, el taco con carne, el tieso pambazo, y el desbocado jarrillo con leche aguada o con tepache, o bien tortilla fría con sólo chile, porque eran de buena entraña aunque maldicientes, aquellas fregonas indómitas y selváticas, y no parecía sino que les daban perlas a los muchachos, según era el gusto con que todo recibían.

Esos mesones eran lugares ruidosísimos, llenos siempre de un constante trajín de arrieros mal hablados, con largas pecheras guadameciladas, que venían con sus largos atajos ya con las platas de las minas o conduciendo variadas mercaderías con destino a las ferias famosas del país; por las noches, ya en sosegada paz, contaban prolijamente los incidentes del camino, o sacaban «el desencuadernado» para jugarse algunos pesos o tenían grandes retozos con las maritornes, que, aunque grasientas y hediondas, no les parecían mal para el deleite en sus mezquinos camistrajos. Ellas les daban palabra de que los irían a ver esa noche en sus cuartos para refocilarse plácidamente y siempre la cumplían, así la dieran en un monte y sin testigos.

Había entre los arrieros, vino y guitarras jaraneras y con sus ágiles trinados acompañaban canciones en las que se decían los afanes, celos, las acedías, las esperanzas de su cuita amorosa, y como Félix y los suyos querían estar siempre en primera fila para gozarlas a todo su gusto y sabor, sin perder detalle y aprender buenos voquibles y frases finas, en muchas ocasiones les tocaba si no una limpia bofetada, cuando menos tenían que aceptar un empellón que es de suponer la magnitud que tendría como salido de aquellos fuertes brutos peleoneros.

Se metía esta patulea con el mismo loable fin de dar al vientre algún gustillo, en los amplios corrales en los que se encerraban los trenes de carros y bestias, no me refiero al decir esto a los acemileros, sino a sus animales; sitios que eran un complemento de los ruidosos mesones y en los que jugaba aquella caterva de arrapiezos entre los carros que tenían polvo de todos los caminos, o se montaban en las mulas, aprovechando somera distracción del cuidador de los macheros, para ejercitar sus innatas aficiones hípicas; y así era como recibían costaladas formidables o sacaban descalabraduras de consideración al tirarlos las mulas rejegas, que no sabían de jinetes menos aún de enancas, o porque les «hacían pelos» para que respingaran.

Sus ropas salían de esos trances con más desgarrones; entendiéndose por tales, no las hilachas y flecos mugrosos con que andaban cubiertos, sino el vestido de Adán con el que vinieron al mundo, que traían con desgarraduras constantes y sempiternos costurones, pues entre toda la pandilla no se reunían completos ni una camisa ni un calzón. Sobre sus costras y roñas les escurría la sangre en la que se daban baños muy salutíferos piojos y pulgas, y también la preferían al estiércol, las moscas que andaban zumbando errabundas en las caballerizas de olor agresivo.