Quinto tranco

Se pone aquí el triste suceso que tuvo Félix en un mesón, junto con otras cosas que sabrá el curioso lector

En uno de los mesones bulliciosos de los que se habla en el tranco anterior, en el que se llamaba «La mujer silenciosa», porque su muestra alegórica, bien ornamentada con chillones colorines representaba con muy buen humor a una mujer sin cabeza; en ese mesón estaban Félix y otros muchachejos de los de su calaña con sus respectivos perros, a los cuales les alzaban a cada momento la pata como para iniciarlos. Se hallaba la tropilla en espera paciente de algunos huesos y alones que solían llevar pegados pingajos de carne, que les daban a menudo junto con una abundante cazuela de bazofía, pero todo esto se retardaba más que de costumbre, por la razón de que acaban de llegar unos caminantes que habían traído larga jornada sufriendo los tumbos y malandanzas de un maltratado y peligroso camino, y preparábanles con urgencia la cena, porque ya el cansancio, el hambre y el sueño los tumbaban.

Uno de los viandantes pidió jamón, y le contestó una fregona que no lo había ya por la casa, porque era cuaresma y nadie deseaba comerlo a esas alturas para no perjudicar su alma con un pecado, pero Félix de ojo avisor siempre, había visto un suculento pedazo, rojo y mantecoso, colgado de una estaca clavada debajo de un vasar, y para que otra vez que lo pidieran los caminantes no mintiesen las criadas, negándolo, pues sabía que la mentira era grave y fea cosa, lo robó, aprovechándose del fácil descuido de la guisandera, y ya así, si otra ocasión aseguraban las maritornes que no lo había en el establecimiento, no dirían sino la pura verdad de Dios.

Se fueron al corral relamiéndose todos los haldraposos pilletes. Se echaron con ímpetu sobre el jamón, y en un dos por tres se lo despacharon llenos de gozo, y tomaron ahitos a la puerta de la cocina a esperar la acostumbrada pitanza, poniendo en sus caras un fingimiento de hambre para disimular lo del hurto. Los perros también tenían mirada atenta y cola expresiva. Entonces vieron a la hija del mesonero, de cabello ígneo, azafranado y fosco, que andaba como desesperada de un lado para otro; rebuscaba aquí y allá con su buen ojo, más bien con su ojo bueno, pues era tuerta la moza, tenía uno en que estaba todo revuelto lo blanco con lo negro.

Por fin dijo la alazana con el enojo pintado en su cara, colorada y pecosa, que en dónde demontres habían puesto el trozo de jamón que estaba allí colgado apenas hacía un rato, y que era con el que su pobre madre se curaba las almorranas, pues se hallaba la infeliz con grandes dolores y solamente sentándose y remolineándose por un rato largo sobre el jamón aquel, era lo único con que se le calmaban los ardores de esa enfermedad traicionera, porque solamente ataca por detrás.

Esas palabras de la doncella de mirada impar, fueron a modo y manera de grandes plumas que les metieron dentro de los estómagos a todos los pilluelos; con las ruidosas bascas que les sobrevinieron, entre trasudores de agonía, se descubrió claramente el robo, y a pesar de la restitución que habían hecho del curativo jamón, recibieron una fragorosa golpiza de manos de todas aquellas maritornes pingajosas.

De los bullangueros mesones se iban felices los de esta banda por toda la ciudad. Trepaban listos y ágiles como ardillas, por el esplendor arquitectónico de las fachadas churriguerescas de las iglesias; se iban afianzando de sus prolijos adornos, enredaban piernas y brazos en las torcidas columnas y metíanse detrás de los hieráticos santos de los nichos; se encaramaban con gran soltura por todas las cornisas; se deslizaban por volutas y ménsulas, para ir a coger palomas o sorprender lechuzas en sus escondites.

Hacían gentiles acrobacias en las cruces que había en los atrios de las iglesias o de los conventos, como la roja de Mañozca en el anchuroso de la Catedral; en la de los Tontos, en la Plaza Mayor, desviada hacia el Portal de Mercaderes; en las enormes de San Francisco y Tlaltelolco; en la de Cachaza que se alzaba en la plazuela del Volador y a cuyo pie se ponían los cadáveres de los pobres con el pío fin de recoger limosnas para su entierro; en la de muy labrado pedestal de frente al colegio de San Pedro y San Pablo de los padres jesuitas; en la que se erguía en la polvorienta plazoleta de Jesús Nazareno, ante la que se cometió un horrible crimen que durante mucho tiempo tuvo consternada a la ciudad entera; en la del Factor, sita en el bullicioso baratillo de la calle de la Canoa, al que, a diario, iban a gallofear estos desarrapados galopines.

Se encaramaban en el sucio muro que rodeaba a la Catedral para jugar parejas, con inminente peligro de ir al suelo y caer, no sobre empedrado ni blanda tierra suelta, sino sobre la hedionda blandura de lo que soltó el cuerpo con muchísimo gusto, cosa de la que había allí una variada y extensa colección por un lado de esa barda, que subía su mal olor hasta la misma cima de la Catedral y que sólo cada semana se arrollaba con palas, haciendo terribles montones que después de días de formados se llevaban en carros para tirarlos Dios sabe dónde.

En los anchos patios del vetusto Palacio Virreinal retozaban, lozaneábanse y daban voces. Iban gozosos por ahí porque conseguían algo para sus estómagos insaciables, siempre en ansias de hartazgo. Se veía en esos lugares, aparte de los litigantes, soldados, perennes pretendientes, bizarros alabarderos de ceñido talle, una confusa multitud de gente que iba y venía alharaquienta con agrio hedor de miseria y sobre su algazara y las voces con que los merchantes y merceros pregonaban su mercancía, estallaban las desgarradoras palabrotas de los hampones y tunantes, que sin ningún temor a la Real Audiencia y demás tribunales que allí tenían asiento, urdían sus fraudes, sus mentiras, sus burlerías y trampas.

Estaban llenos los patios de vendimias, de fritangas, de mil cosas de comer; por dondequiera salían los espesos humazos de los guisotes que llenaban el aire con sus olores acres y picantes. Felitos y sus colegas paladeábanse con aquellos infinitos bodrios. Entre apostrofes brutales sonaban los gritos continuos de los barilleros, de los que expendían dulces, frutas, mantequillas, agua de nieve, barquillos, buñuelos, bulas y pliegos de cordel, y mil cosas más. Se alargaban los pregones, clamorosos y finos, de los indios vendedores. El bullicio y la hedentina de la Plaza Mayor se metían hasta la Real Casa. Sus patios no eran sino una pestilente prolongación de lo que había afuera, en la bulliciosa Plaza. En ellos tendía Félix, con gusto y sin estorbos, junto con sus inseparables acompañadores, su ancha vida picaril. En uno de esos inmundos patios estaba instalado un juego de trucos con su algarabía constante y en otro, un ruidosísimo boliche en el que apiñábase un gentío curioso que gritaba desaforadamente, siguiendo los divertidos y variados lances de las partidas, y en el cuerpo de guardia, uno de baraja con sus frecuentes trifulcas; eso era casi, y sin el casi, un garito o tablaje, de los que se llamaban en la ciudad madrachos, palomares, coimas, o leoneras, con sus mil fulleros, ventajosos y barateros.

Estaba establecida en otro patio una botillería, paradero y refugio de la gente bulliciosa, alegre y apicarada, que ni aun de noche cerraba sus pringosas puertas, con su indispensable jolgorio de bravas leperuzas y truhanes peleoneros, y a toda hora se encontraba hirviendo de vociferaciones, de cánticos, de alaridos alegres de los borrachos.

Los sórdidos fonduchos o almuercerías, evaporaban sin cesar sus exhalaciones de comidas pasadas y cuando se contemplaban éstas, ¡Jesús!, se padecía vértigo y estoy por decir que oftalmía. Existían infinitas bodegas de fruta, de loza, de variados comestibles; allí tenían habitación muchos de los puesteros de la Plaza Mayor, y en todas ellas no faltaba jamás la ordinaria tertulia de léperos los más arriscados, con pulque y chinguirito para amenizar el rato, guitarras y canciones soeces, u otras muy tristes entonadas con voz sutil y quebradiza, que apretaban el corazón, en las que se cantaban desdenes de mujer, amores imposibles o se gritaban celos furiosos.

Ésta era la Real Casa en que vivían llenos de ostentoso lujo, de majestad y orgullo, los señores virreyes de la Nueva España. Penetraba en las oficinas, en los salones magníficos, colgados y alhajados con primoroso refinamiento, todo el enorme ruido de los patios, el griterío, aquel runrún de voces inacabables, junto con el olor de los guisos, la pestilencia de las basuras y de los desechos, que, a medio podrir, fermentaban bajo el sol.

Por entre el asco y el bullicio de esos patios en los que rebosaba la vida de la Plaza Mayor, cruzaban temibles oidores de amplia garnacha y peluca blanca; los disparatados e inofensivos arbitristas llenos de fantasías y descabelladas invenciones, con sus memoriales en los que ofrecían virtudes y maravillas nunca imaginadas para «remedio y socorro de las necesidades universales»; bizarros alabarderos con uniformes llenos de ardientes colorines; maestros de la universidad con sus amplias gramallas; imponentes corchetes o soplones; gentileshombres de cámara, gallardos y desdeñosos; muchedumbre de letrados sin oficio, catarriberas y eternos pretendientes; los altos dignatarios de Palacio; abogados y litigantes llenos de papeles que iban a solicitar causa y bullir pleitos; y la abundantísima tropa de procuradores, escribanos, papelistas, relatores, alguaciles, porteros de vara, fieles ejecutores y corchetes, comiendo todos ellos a costa de las vidas, honras y haciendas de los desventurados que caían entre sus afiladas garras de milano; el virrey, la señora virreina, sus damas, envueltas en sedas recamadas y con fulgores de alhajas.

Robustos brazos de lacayos de librea transportaban a menudo por aquellos patios sillas de manos —también se les decía toldillos— de copetes dorados, o literas de dos yemas, llamadas así porque tenían dos asientos, aunque algunas veces en su lugar se tendían colchones, y ya en unas, ya en otras, se veía a algún oidor gotoso o a una dama anciana de rostro de marfil, o bien a un matrimonio de elegantes viejecillos adinerados que iban a cumplimentar a Sus Excelencias.

Rozaban las hediondas piltrafas de la plebe los rameados tisúes, espolines, jametes, brocados y terciopelos; junto a los pies descalzos y los zapatones enlodados, pasaban sonoras las chinelas de finio cordobán de lustre con hebillones de oro, las jervillas con áureas margomaduras, los chapines de virillas de plata, picados o a lo ponleví; plumas, encajes, espadines de corte, bandas, galones, veneras, reverberaciones versicolores de joyas, los bombés de cajas charoladas, llenas de brillos fugaces, la pesada carroza virreinal de laqueados tableros color bermejón y ampulosas molduras de oro, tirada por caballos fogosos, braceadores. A través de esa vasta inmundicia y del habitual vulgacho de ganapanes, pícaros, pregoneros y léperos, desfilaba la fastuosidad rutilante de la corté. En esos patios Félix y sus pillastres encontraban no sólo con qué servir al vientre, sino mucho que mirar y en qué divertirse.

Estaba una mañana Felisillos al lado de la puerta de la Audiencia en espera paciente de un escribano de barba de cola de pato, que solía darle de vez en cuando alguna cuartilla, cuando salieron dos graves oidores de los de la Sala del Crimen con sus birretes, altos y temerosos y crugiendo la seda negra de sus amplios ropones, y oyó bien claro que uno dijo al otro esta cosa estupenda, espantosa, con la mayor naturalidad del mundo.

—De los cinco criminales que hoy hemos condenado a muerte inapelable, tengo la plena seguridad de que dos de ellos sí la merecían.

Dos estudiantes sonrientes y parlanchines, que iban de doñeo, acertaron a pasar por ahí y oyeron bien lo que manifestó el grave magistrado y entonces uno de ellos dijo, guiñándole maliciosamente un ojo al compañero de travesuras:

—En sepulcro de escribano

una estatua de la Fe

no la pusieron en vano,

pues firma lo que no ve.

Y el otro le contestó en el acto con estos otros versillos:

—¡Callen!, dijo un magistrado

al escuchar un gran ruido,

en la sala del juzgado.

¡Por Dios que estoy arruinado!

¡Diez pleitos he sentenciado

sin haberlos entendido!

Y ambos muchachos se fueron riendo, celebrándose mutuamente con grandes y ruidosas carcajadas las coplas que habían dicho.

Salía Félix de Palacio con los de su desenfadado tercio, y saltaban haciendo ágiles piruetas y volantinerías de una a otra de las pulidas pilastras, guardarruedas o marmolillos, que de estos tres modos se les decía a las piedras que estaban clavadas a la orilla de la acera de la Real Casa y de la fea columna dedicada en honra del hipocondriaco Fernando VI. A veces se iban al Portal de Mercaderes y en el acto un oculto embeleso les tenía ocupados los sentidos y enhechizada la imaginación. Aquello era el Paraíso.

Mudo y todo ojos se quedaba el tropel de pilluelos ante tantos y tantos juguetes como allí había y que con gran variedad llenaban alacenas enteras. Con sólo verlos subían a hollar la cumbre de la felicidad. Verdaderas montañas de baleros, de pelotas, de trompos multicolores; muñecos pintorescos de barro, de trapo y de cartón colorido, muchos de ellos con movimiento de cuerda, en los que el alma popular puso una sonrisa; carritos de madera, cochecitos de hojalata, que en todo copiaban con esmerada perfección a los de Providencia; mil pequeñas cosas de iglesia: custodias, candeleros, blandones, atriles, cálices, arañas, ramilletes, copones, palabreros, todo ello para jugar a los altarcitos; arreos militares, como tambores de muy pintorreada caja, cornetas, espadas de puño dorado, cañones de estaño y de bronce que hacían tiro. La contemplación de estos ensoñados primores les arrebataba todas las potencias a los pobres muchachuelos.

Felisillos, permanecía siempre arrobado, como fuera de sí, contemplando unos ciertos toritos de cuero y unos airosos caballos tordillos, otros prietos, otros cuatralbos, otros de color albardado güinduy o rocío flor de durazno, con su pelo al natural; lo mismo quedábase embebecido ante los soldaditos de barro, esbeltos como avispas, y los numerosos y severos personajes que salían en el Paseo del Pendón el día del glorioso mártir señor San Hipólito. También se llevaban embobada admiración los minúsculos objetos de vidrio, leves y frágiles, animalillos de toda especie, trastos variadísimos, sillas, arañas, candelabros, floreros con sus ramos de colores, toda una variedad sutil de esas cosas delicadas, y las numerosas monjas y frailes de todas las órdenes monásticas y hospitalarias establecidas en México, labradas curiosamente las figurillas con navaja en medias habas y con sus hábitos pintados muy al propio. Ante las pulgas vestidas, maravillas de paciencia y de buena vista, quedaba Félix suspenso y atónito, lleno de imponderable embeleso.

Todo esto era el deleite del pobre niño vagabundo que nunca se había atrevido ni tan siquiera a soñar que fuese de su propiedad sólo alguno de esos primores que lo ponían en éxtasis por largo rato, privado de seso y de juicio. Solamente tenía el infeliz muchachillo huesitos de chabacano y patoles que robaba en las huertas, para jugar a la cholla o a los pares y nones, matatenas de río para el pinaco, y, cuando más, unas descoloridas canicas de piedra.

Pero si había ahorcado en la Plaza Mayor, era para él ocasión de holgorio, motivo de gran regocijo, que excedía al que alcanzaba con la brillante procesión de Corpus Christi, en que la ciudad entera se encendía en fiesta y en la que él lograba siempre el mejor puesto para contemplarla a todo su gusto y sabor. Al saber Felisitos de la ejecución, daba saltos de placer, centelleaba de contento; el corazón le salía de sí del gozo y dábale como pasión de risa.

Encontraba siempre con los perdularios de su cohorte churretosa el mejor lugar para presenciar sin estorbos, en todas sus partes, aquel espectáculo honesto y divertido. No perdía ripio. La salida del reo, montado en una mula vieja, colosal armazón de huesos, o a veces en un caballejo ético, muy villano de talle, que iba haciendo hacia todos lados reverencias muy cumplidas, no porque estuviese renco, que eso era lo de menos, sino por fino y bien educado que era el rocín, hijo de buenos padres. A ese pobre animal se le contaban, sin mayor dificultad, todos los huesos debajo de la piel con mataduras en unas partes, encallecidas en otras, y en las más sin pelo; ya los años lo habían despojado de la cola y de las crines, retorcido las patas y enjutado el cuerpo y le pusieron, además, un triste balanceo en la cabeza descarnada y le apagaron un ojo, y en el que le quedó había un mirar melancólico que expresaba resignación ante el infortunio.

Casi siempre iba el preso trasudando y demudado de muerte, como que no lo llevaban a ningún sarao, ni a beber fresco rosoli, ni chocolate, atado de pies y manos, con su «músico de culpas» por delante, y rodeado de un lucido golpe de alguaciles y de otros graves ministros de la ley, y al lado de la mula flaca o del jamelgo acecinado, lleno de abatimiento, un fraile que estiraba el pescuezo a todo lo que daba de sí, y, a la vez, alzaba la voz para echar más fácilmente en la oreja del criminal las exhortaciones piadosas en las que hablaba de arrepentimiento; lo que ya no hacía falta que se le predicara al reo y con ello perdía su tiempo el bendito padre, pues el mísero iba ya mil veces arrepentido de lo que hizo con tan poco arte, porque le salió malísimamente el negocio, pues por eso lo iban a colgar como racimo de uvas en la «ene de palo» tan temida. Si no le hubiese echado mano la gente de la justicia, tan entrometida que es, o si hubiera tenido con qué untarla, estaría lejos del arrepentimiento, en el mero disfrute de la vida, y hasta tendría, que duda cabe, el respeto y estimación de mucha gente principal, pues el rico dondequiera halla amigos. Ya lo dice el refrán: el rico de todos es honrado y el pobre despreciado. Otro también, de innumeral filosofía, asegura que no hay rico necio, ni pobre discreto, porque ya se sabe que poderoso caballero es don dinero, y que vileza es pobreza. En una deliciosa comedia de Tirso de Molina, la rotulada Martha la piadosa, se lee en el acto I, escena VIII, esta exclamación profunda y siempre eterna:

«¡Ay, dinero encantador,

qué grande es tu señorío!».

Oía Félix la voz del pregonero, pausada, hueca y tonante, que iba diciendo, indiscretamente, las cosas que cometió aquel desgraciado hombre quien después de que se había graduado con mucho aplauso en la cárcel o en galeras, iba a acabar sus bizarrías en la horca, dicha el finibusterre, ejerciendo el inalienable derecho del pataleo.

No perdía Félix ninguno de los gestos del ahorcado, que eran parte principalísima en la función, ni menos aún ninguna de sus palabras, cosa también muy importante en estos actos, las que solía decir al pueblo desde la altura de aquella eminente y no envidiada cátedra en la que enseñaba cómo y por qué perdía su bonita existencia. Después le estaba atento a los numerosos visajes que iba haciendo al ajustarle el áspero lazo de ixtle en torno del cuello, y luego, no desperdiciaba ninguna de sus innumerables contorsiones y zangoloteos más espontáneos que si bailase una briosa zarabanda, un bullicuzcuz, una jacarandina o un popular gurigurigay al suave son de la dulzaina y del adufe.

Muchas veces sucedió que contagiado Félix por la multitud, por lo muy nefando que hizo el malhechor a quien se ajusticiaba, la emprendiese, enardecido, a pedradas contra el cadáver, hasta que salían sus mercedes los alguaciles o los vistosos alabarderos del Real Palacio a extinguir aquel ardor de indignación que tenía el argüendero gentío que llenaba la plaza de mar a mar, haciéndolo suspender esa labor meritoria. Sólo muerto se ponían esos temibles señores al lado del reo para defenderlo, para impartirle la necesaria ayuda, cuando ya el infeliz no la necesitaba para nada, ni le hacía maldita falta semejante protección.

Cuando iba junto al reo, lo más cerca posible que le permitían estar los estirados alguaciles del cortejo, le oía hasta la respiración, agitada o pacífica, que denunciaba su estado de ánimo, y hasta le contaba los suspiros que echaba. Así fue como escuchó bien a uno a quien llevaban a ejecutar por un pésimo asesinato que realizó en un camino, y según arrastraba y sonaba las erres, denotaba ser de otras tierras, galo, tudesco o flamenco. Desde que salió de la Cárcel de Corte no dejaba de sonreír ni un solo momento, y al preguntarle el padre que lo auxiliaba cómo tenía valor de ir con aquella inacabable sonrisa que en momentos tan graves denotaba gusto, respondió con una mayor extendida por toda la cara:

—Vuestra paternidad se reirá después, padre mío, tanto o más que yo, al comprender también que estos bergantes ahorcan ahora a un inocente.

Una ocasión iba un malhechor en una mula de andadura muy lenta porque era vieja y coja y agravaba más su lentitud la ceguera que tenía a menos de media luz, haciéndola ir casi a tientas. El fraile dijo al criminal que ayudaba a bien morir, con voz muy dulce como para consolarlo:

—Hijo, feliz tú que hoy vas a comer con la Santísima Trinidad.

A lo que respondió el paciente con viveza:

—¿Feliz?, padre mío, al paso que va esta maldita acémila, ni a cenar llego. Estoy desesperado.

Otra vez, a otro que llevaban a ajusticiar por sus largas fechorías, oyó Félix bien claro que le dijo el padre auxiliador:

—Dichoso tú, hijo mío, que de aquí a un rato estarás gozando de la bienaventuranza eterna por medio de una muerte tan dichosa, pues estás arrepentido. ¡Qué suerte la tuya!

Y en el acto le contestó el muy socarrón, entrecerrando maliciosamente los ojos:

—Pues vamos trocando, padre. Ándele…

—No, hijo, no, a ti es al que te conviene, pues yo en el mundo tengo harto que hacer: convertir a muchos pecadores, llevarlos por el buen camino. Tengo que soportar grandes trabajos.

—Los cambio yo, muy gustoso, por éste que sólo ahora tengo.

—No, hijo, no. Tú eres el elegido de Dios Nuestro Señor, y nunca hay que torcer sus santos designios. Vamos rezando el «yo pecador». Di conmigo, pero lleno de contrición: Yo pecador, me confieso a Dios…

Pero eso sí, ni Félix ni ninguno de sus medrosos conmilitones se acercaba mucho a la horca, «la ene de palo», dicha así en parla de germanes. Veían a una buena distancia, el nefando artefacto con muy respetuoso temor, porque tal vez tenían el obscuro presentimiento de que, acaso en día no lejano, alguno de ellos sería arrastrado por justicia hasta esa máquina, final de la galopesca, para acabar en él sus años, lindos años, porque algún negocio les hubiera salido fallido o se los estropeasen después los malditos corchetes y porquerones, los odiados agarrantes, que en todo se metían de mala manera y echaban a perder así tantas cosas con su sola presencia.

Cuando fenecía alguno en la horca se desarrollaba en las escuelas una terrible carnicería, principalmente en las de los padres betlemitas. Estos insignes varones son los que descubrieron esa persuasiva pedagogía traumática que tenía como principio esencial el apotegma de que «la letra con sangre entra». Fueron los primeros en divulgar en México ese principio esencial e irreemplazable, con lo que demostraban ser los más competentes pedagogos. Además, tenían fincados sus enérgicos procedimientos en el antiguo adagio español: Al zote, lo hace listo el azote. Así, muy a conciencia, enseñaban a leer y escribir, poniendo en juego correas, varejones, palmetas, que tenían cinco agujeros en memoria de las cinco llagas del Señor, y hasta utilizaban para sus nobles fines singulares cachetizas, pellizcos muy bien retorcidos y buenas trompadas cayeran donde cayesen. También ellos eran los inventores exclusivos de la aporreada general el día en que se ahorcaba a alguien. No hay que quitarles esa gloria legítima a los de la religión betlemita.

Se refería a los consternados alumnos con palabras que escalofriaban, los hechos nefandos del criminal, quien en la vida se aplicó más a emular vicios que virtudes y por sus acciones iba a acabar de tal manera, y para que más les aprovechara la lección ejemplar, se les daba a todos a calzón quitado, sin respetar edad ni condición, grandes zurras con las que se entusiasmaban los excelentes educadores, poniendo a prueba la eficaz resistencia de todas sus disciplinas y manojos de correosas varas de membrillo, aunque muchas veces quedaba temporalmente incompleta tan preciosa colección.

Los muchachos, a la hora de la tunda, prorrumpían en espantosos alaridos de dolor, pero los próvidos padres seguían impertérritos su método pedagógico con sus golpizas despampanantes, con las que hasta balaba el Cordero Pascual, y que hacían suponer que en aquellos frailes no había ningún humano sentimiento.