Cuarto tranco
En el que se dice de cómo y por qué se declararon abstemios el Canillitas y su amigo Sinvergüenza
Se encontró el Canillitas una tarde de esas de mucho calor con Sidronio Salmerón de Caravantes, mucho nombre y apellido para un ser como él era, flaco como una lezna, en cuya cara enjuta, como disecada, apenas si cabría un santiguo no cabal. Mucha afición tenía a los alcoholes este sujeto, sujeto a una churriana, Petra la Resbalosa, hembra muy bragada y de malas pulgas; y como estaba ya saturado de cónyuge la dejaba que se fuera con otro bigardo para alivio personal. La tal Resbalosa era pálida, con grandes ojeras, pero lo ojeroso y el color quebradizo no se originaban por estar con el mal mensil, ordinario en las mujeres, porque hacía meses y aun años que no asomaba por sus puertas.
Este supremo vinícola mantuvo siempre la borrachera a un nivel muy conveniente. Hablaba por su boca el espíritu parral. Era un hombre ahigadado, anguloso; por todos lados le salían bultos como pirámides, como icosaedros y cortantes aristas. Su cráneo era parecido al polo ártico de un melón, allí residía en perenne actividad el órgano, o lo que fuere, que imperativamente le mandaba beber; órdenes sumarias que acataba con obediciencia infatigable este Sidronio Salmerón de Caravantes.
Sus ojos eran saltones, los traía en un constante azoro fuera de las órbitas; usaba grandes antiparras redondas, no para ver mejor, sino con el fin estratégico de detenerlos, para que no se le vinieran al suelo, cosa que habría sido una verdadera lástima, pero más bien dicho no aprovechó el beneficio de las tales antiparras sino solamente a uno de ellos, el otro quedó desamparado, fuera del cristal que le tocaba no más por curioso e impertinente que era. Tenía Sidronio la boca torcida y referían que estaba de ese modo, porque se le enamoró con ardiente frenesí de una oreja y se subió a besarla; pero ésta que parece que tenía profunda aversión al ósculo, a su vez, se encaramó veloz sobre la cabeza, y el ojo de ese lado, lleno de curiosidad maligna también se fugó hacia arriba para contemplar aquel disgusto, como si le importara mucho. Como la obstinada boca no se iba a su lugar, tampoco se apeaba la oreja. A taimado capricho tenía no bajarse de allí, y el ojo seguía bizco, acechándolos fijamente. Por esa torcedura de boca le llamaban a Sidronio el Peón de Ajedrez, porque andaba de frente y comía de lado.
Decían que de pequeño descargáronle una paliza enorme, fenomenal, con la que lo desgoznaron todo, y por eso, al caminar, le salía de repente por un lado un manojo de huesos, y al dar el otro paso se le acomodaban, rechinando, en su sitio primitivo, pero ya con el siguiente se le zafaban de nuevo hacia el lado contrario, y no se le iban todos por ahí porque estaban misteriosamente afianzados de algo muy prepotente; además se comprobó que los tenía bien agarrados porque siempre estornudaba como un volcán, y con ese estampido fragoso únicamente zangoloteábase un poco, y no se desarmaba nunca, ni siquiera se le veían leves indicios de descuartizarse, a pesar de que esos estornudos habrían provocado una tempestad en el mar de Mármara y otra en el Ponto Euxino. Con aquella ingobernable osamenta que le andaba en perpetuo ir y venir jacarandoso, le iba echando sin par constantes raboteadas al aire; tenía desequilibrados andares de ganso, y con ese caminar destorlongado le sonaba el esqueleto como marimba.
Era este Sidronio Salmerón de Caravantes un tipo arqueológico que el siglo decimosexto tuvo la singular complacencia de prestar al decimoctavo, aunque algunos señores aseguraban, después de examinar documentos fehacientes, que ya había triturado pan tostado con sus muelas cuando esa sonada cosa del Diluvio. Canas son vejez y no saber. Por eso estaba el hombre hecho una miseria de dolores, de arrugas y de canas. Le creció la barba, le salieron como espolones, encaneció; leves hebras blancas fue el poco pelo que tenía en el cráneo, en las sienes unos húmedos aladares, y un escaso flequillo rizado en la nuca, pues se le cayó todo hasta no dejarlo sino con una monda calvicie llena de reflejos. Muchos le hacían donaires y chufletas por su árida calvicie, el bellacón oía las burlas derramando sonrisas y después de guiñar el ojo que estaba fijo en su asiento natural y de hacer parpadear el sanguinolento e inmóvil que se le desvió al trepársele en la frente, decía:
—Tengo mucho pelo, pero lo que sucede es que está mal repartido.
Un curandero muy eficaz le había prescrito que no se mojara nunca la cabeza porque se le descalentarían los sesos y no podría ya pensar cosas buenas, y como al lavarse la cara no sabía a punto fijo cuál era el límite exacto entre la región parietal y la temporal, se hacía el apeo y deslinde de ésta hasta donde recordaba que le salía pelo, como cinco dedos arriba de las cejas, amarrándose un cordón que le señalaba el término sensible de la frente, éste le indicaba que de allí para arriba no debería pasarle el agua para acatar así el mandamiento del empírico y seguir teniendo altos discursos que era lo que le importaba.
Su traje era desastrado; era el suyo un vestido antológico por los trozos selectos de varias telas con que estaba remendado por todas partes; además había reunido en él, a fuerza de paciencia y constancia, una bonita colección de manchas, churretes, lamparones y chorreaduras de toda especie y tamaño y de todos los colores imaginables, y debajo de esa indumentaria no traía, como era natural, otra cosa que la carne, protegida por gruesas costras de mugre. Los pantalones eran tan culiamplios que bien le cabrían en la trasera treinta y cinco peras bergamotas; el sombrero, algo inverosímil, no tenía forma definida, pero sí gruesos fondos de sudor.
Este hombre era de humor; fue de alegre y suelta mocedad y de madurez nada amarrada, sino libérrima, con sus puntas de rufián, sus ribetes de caco y sus largos flecos de truhán. Para ganarse la vida con estas lindezas que poseía, se arrojó a cosas que no estaban en el mapa y siempre trajo, como su amigo el Canillitas, una borrachera muy bien delineada, con perfiles perfectos y curvas magistrales.
Aunque esa tarde en que encontró este beberrón a su entrañable Félix, no traía cosa mayor en el estómago, porque había prometido a la galocha de la Resbalosa tras de la tupida pateadura con que esta diabla le paseó el cuerpo de arriba abajo y lindamente de abajo arriba, con la cual se lo dejó como es fácil imaginarse, con apretadas procesiones de cardenales desde la planta del pie hasta el remolino de la cabeza; le prometió, después de esa terca aporreada, separarse in aeternam de la bebetura, al igual que su amigacho el Canillitas, quien una porción de veces hizo juradas promesas, sin preocuparse en cumplirlas, pero uno y otro, por tres días cuando mucho, veían el vino con impasibilidad, porque los demonios los retentaban a beber, y ellos, claro, no se hacían del rogar, y complacían ampliamente a los espíritus malignos. Ni Félix, ni el zancajoso Sidronio Salmerón de Caravantes, podían separarse de la bebida por más que hicieron, que no hacían mucho, y muy insignes eran siempre sobre las que cabalgaban. Pero esta vez que se vieron hallábanse muy afianzados en el singular capricho de la abstinencia.
Después de un abrazo efusivo en el que se sintieron ambos el palpitar de sus corazones y se pusieron en íntima comunicación sus almácigas de pulgas, dijo Sidronio, viendo con precaución hacia todos lados por encima del negro arillo de las antiparras, y retrotrayendo para fijarlo en Félix, aquel ojo de falsa rienda que tenía trepado allá por las alturas de una sien, dijo con sigiloso cuchicheo, como si fuera a revelarle la trama de una peligrosa conspiración contra el gobierno.
—Tengo que darte una estupenda noticia, Félix.
—Y yo también quiero comunicarte otra soberbia, Sidronio.
—¿Cuál es esa noticia que me guardas, Félix?
—Ésta, no te asustes: que ya no bebo, Sidronio.
—¡Hombre! ¡Cállate, por Dios! Me has dejado cardíaco. La que yo te voy a comunicar es así por el estilo, y no te desmayes; yo tampoco bebo, nada, Félix.
—¡Ah! Tengo una idea, Sidronio, y te aseguro que es estupenda.
—¿Cuál? ¿Cuál? No me la ocultes, Félix.
—No te la oculto. Es ésta. ¿Vamos a celebrar en el acto este fausto acontecimiento, Sidronio amigo?
—¿En dónde celebramos tan magno suceso, Félix?
—Pues, como es natural vamos a celebrarlo al «Bramadero», Sidronio.
—Sí, en el «Bramadero», me parece muy de perlas. ¿Qué otro lugar más adecuado que ése? Pero lo celebraremos, ¡ah, sí!, con limonadas, con guayabate o con chicha o agua de jamaica.
—Claro está que con limonadas, con chicha o con agua de jamaica o con guayabate, cocada o chongos zamoranos si quieres y te parece conveniente. ¿Pero con qué otra cosa lo habíamos de celebrar nosotros, Sidronio?
—¿Vamos, Félix?
—¡Vamos, Sidronio!
Apresuradamente, como si fueran a llamar el Santo Óleo hasta una distante parroquia para un agonizante en estado inminente de espicharla, cruzaron los dos jaques medio México, graves, silenciosos, ensimismados. Félix se alisaba con parsimonia la piocha, y Sidronio se hacía los bigotes muy preocupado, sin interrumpir su columpiamiento óseo, su frustránea volcadura de huesos de un lado para otro.
Llegaron al fin al «Bramadero», taberna famosa por sus vinos ilustres y por las anhelosas daifas que allí acudían al escabeche. Era el lugar más gargajoso, sucio y maloliente que cabe imaginar; hembras y machos pasaban toda la noche en vela, broma y brama con notoria ventaja del diablo y no sin frecuente acrecentamiento de nuestra especie. A cada paso se oía que los caballeros llamaban a las damas y éstas entre sí, sin escándalo ni enojo, con el nombre aquel con que el ventero Juan Palomeque llamaba a gritos a su criada, la puntual Maritornes. Aunque no había razón alguna para que se disgustaran esas salaces señoras porque las designasen en público con el nombre que tienen las de su útil profesión; es como si el que es doctor se sulfurase ofendido porque le llamaran así, o abogado y partera a quienes lo fuesen. Félix y su amigote tomaron asientos ante una mesa cojitranca sin hacer caso de las miradas de fuego con que los embestían las leperuzas, y llamaron con urgidas voces al mancebo que iba y venía como un zarandillo, llevando y trayendo jarros con un buen porqué de líquido vinario, y ya ante ellos el muchacho éste, mellado y listo, le dijo Sidronio:
—Tráenos pronto dos limonadas, mancebo.
—Sí, dos limonadas, nada, vete. El señor caballero ha dicho bien, dos limonadas. ¡Dos limonadas, sí! ¡Dos! Retírate y tráelas, y no me mires con ojos atontolinados. Pero, aclaro, dos limonadas chicas para no empantanarnos el vientre.
A poco llevó el chispoleto mocillo lo pedido por los dos zarrapastrosos sujetos, quienes se cambiaron ante los vasos una íntima mirada de desconsuelo. Sus ojos, llenos de tristeza, parece que mutuamente se pedían perdón. Pero de pronto Félix, viendo con alarmada fijeza el vaso de su compañero, se echó las manos a la cabeza acaparado por un gran azoro, y exclamó con teatral patetismo:
—Pero ¡ay, Sidronio, Sidronio de mi alma, si tu limonada tiene hielo! No creas que miento, mira, mira no más qué chico pedazo anda ahí flotando. El hielo es muy dañoso, pero dañosísimo, amigo mío, para el calambre de estómago que me han dicho que padeces, y que tú nunca, por discreción, me has querido confesar que tienes. Sácalo, sácaselo, sin pérdida de tiempo, y que le pongan, ¿qué te parece?, un poco, solamente un poco de aguardiente, que ése sí que es magnífico, insubstituible, para curar el padecimiento que te aqueja.
—Pero, ¡ay!, ¿qué es lo que ven mis ojos mortales? ¡Qué espanto, Dios mío! ¡Qué barbaridad, Señor del Rebozo!
Y Sidronio en señal de inconsolable desolación, al decir esto, se apretaba las manos y seguía dando sin parar exclamaciones consternadas, sordas, como si tuviese encima las bruscas maniobras de un barbero para extirparle gran parte de la dentadura, con incontenible efusión de sangre.
—Me asustas querido Sidronio; me asustas, hombre de Dios. ¿Qué es lo que ven tus sagaces ojos de lince? Dilo pronto, porque me tienes en un puro ay.
—Tienes razón de asustarte, Félix. ¿Qué, ni por acaso, te has fijado en que tu limonada también tiene hielo flotante, un enorme pedazo, así como terrón de azúcar? ¿Acaso no sabes, desventurado, que el hielo es tremendo para tu mal de pecho? Ese agresivo mal que te obstinas en ocultarme, pero que mi gran cariño hacia ti ha adivinado que tienes y que está minando tu preciosa existencia. Quita ese hielo, pero quítalo al momento, sin perder minuto, antes que comunique al sabroso líquido su dañosa frialdad. Que te lo reemplacen, te aconsejo sinceramente, con un poco de chinguirito que es de lo más eficaz que conocen los sabios para acabar de manera radical con afecciones como la que, por desgracia, tú tienes.
—Mucho es lo que te agradezco esta gran advertencia. Si no me lo has dicho con tanta oportunidad, me bebo esto, y después Dios sabe lo que me pasaría. Ni pensarlo. ¿Cómo podré pagarte esta desinteresada prueba de amistad, Sidronio? ¡Qué gran corazón el tuyo! ¡Ay, que gran corazón!
—Yo a ti también te agradezco el inmenso, inestimable beneficio que te has dignado hacerme, Félix. Ahora sí que me has demostrado ser más que mi amigo, mi hermano del alma.
—¡Mira que si hemos tomado las limonadas con hielo! ¡Qué cosas horribles, inenarrables, nos habrían acontecido!
—¡Cosas increíbles! De las que nos hemos salvado, Félix. ¡Cuán grande es la misericordia divina!
—A ver tú, mancebo, chorréale a la limonada del señor aquí presente, un poco de chinguirito, sólo un poco, que no se te pase la mano, ten cuidado.
—Oye, y a la de este señor caballero, escúrrele algo de aguardiente y no seas largo tampoco en el chorro.
—Está bien señores, lo haré al momento. Voy por los frascos.
—Anda y no tardes, bendito de Dios.
—Él te acompañe así en la ida como en la vuelta.
A poco les puso el mocillo lo que mutuamente se pidieron y veían embelesados el chorrear de los alcoholes, no con la boca hecha agua, sino convertida en un verdadero manantial, y sin tomar siquiera aliento, de los vasos pasaron el líquido al estómago en menos de decir Jesús. Una grata satisfacción hizo vibrar sus nervios.
—¡Magnífico, Sidronio!
—¡Soberana, Félix, soberana!
—Oye, Sidronio.
—¿Qué he de oír, Félix de mi corazón?
—Vamos a absorber otras dos limonaditas, pues he notado que refrescan los riñones, aclaran la voz, y alegran el cuerpo.
—Sí, tienes razón que te sobra. Yo he leído esas cosas profundas que tú dices ahora con tanta claridad, en un viejo libro empastado en pergamino y lleno de ciencia, que pesaba tres libras.
—Vamos, vamos a beberlas, pero eso sí, entiéndelo bien para que no haya lugar a ninguna duda y confusión sin hielo que, aunque sé que te agrada, yo no quiero que le sobrevenga un mal mayor a tu pobre estómago, Félix.
—Ni yo que se intensifique la enfermedad de tu delicado pecho, Sidronio. Así es que sin hielo, claro está, aunque veo con gran tristeza que te estás aficionando a él, pero debes saber que es muy perjudicial; cuando cae no deja siembra buena, y en el Polo ha causado una de muertes… ¡bueno! no sabes cuántas muertes ha causado en el Polo, yo sí lo sé.
—Algo he oído contar de sus espantosos efectos, y no me refieras los horrores que hace, pues ya siento que se me hincha el corazón. Tengo una congoja…
—Que le pongan un algo de chinguirito a tu nueva limonada, Sidronio.
—Y también a la tuya un algo de aguardiente. No te opongas a eso, te lo suplico, que es por tu bien, Félix, sólo por tu bien.
—No me opongo a eso, querido Sidronio, pues comprendo que hay que cuidar a todo trance la salud, esta precaria salud nuestra. Somos barro, miserable barro, y hay que remojarlo de tiempo en tiempo para que no se seque, se cuartee y se nos resquebraje. Esta salud, esta vida…
—¡Válgame Dios de mi alma, si esta limonada que me estoy embocando está magistral!
—La mía es una onza de oro transmutada en este maravilloso líquido que me está ahora mismo chisporroteando en la cima del corazón.
—¡Ay, pero qué inefable bienestar siento, Félix! Parece más bien que un serafín se deshizo en esta agua con limón y chinguirito que muy satisfecho me estoy echando al pico.
—¿Tú sabes, Sidronio, lo que es una epopeya?
—No me hables, Félix, de cosas de la Farmacopea y así entiendo ese nombre como volar.
—Pues esto que tan a gusto estamos ingiriendo, es una perfecta epopeya, Sidronio.
—¡No me lo digas! Pues entonces tomaremos otras dos epopeyas, si así quieres que llame a las limonadas, aunque me parece feo el nombrecito, pero con un poquito de…
—Sí, pero sin hielo, Sidronio, es lo único que te recomiendo y te pido por el alma de tus fieles difuntos.
—No me mientes el hielo, hombre de Dios. ¡No me lo mientes siquiera, te lo ruego por lo más santo que haya en tu vida! Se necesita, ¡caramba!, tener muchos hígados para tomar una limonada con hielo.
—Dices bien, yo no tengo valor para tanto. Mejor es que con un poquito de… ¿Sí, Sidronio? ¿Das tu consentimiento?
—Sí Félix.
Y entre aspavientos y azoros se echaron abajo los dos amigos muchas de esas bebeturas sin hielo. Se daban largas y corteses explicaciones y se justificaban mutuamente con las frases más amables de que eran capaces, de que deberían beber aquellas limonadas con una inocente proporción de chínguere o de aguardiente, para que, de otro modo no les fuera a hacer daño.
A las cuatro de la madrugada estaban dos cuerpos tirados, cuan largos eran, en la acera de enfrente del «Bramadero», Félix el Canillitas y Sidronio Salmerón de Caravantes. Se hallaban uno al lado del otro y muy estrechamente cogidos del brazo, con las caras flamígeras en un alto grado de ignición, que se acercaba a los linderos del azul índigo. Sostenían a ronquidos con profundos bajos y bemoles, un diálogo repercutiente. Una congestión los estuvo columpiando entre la vida y la muerte. Al fin los echó en la vida, pero quedaron tres días comatosamente indispuestos.