6
Un flamenco agobiado
AL OTRO LADO DEL PASILLO, Ernesto se encontró en un estudio enorme, tan polvoriento y mohoso que parecía salido de la Inglaterra victoriana. En el poco tiempo que llevaba allí, el niño había comprendido que nada de cuanto había en Casa Cebón tenía un tamaño moderado. Los Alcalde parecían creer que cuanto más grande, mejor, y el estudio no era la excepción a esa regla, sino la ejemplificación: tenía las dimensiones de una carpa de circo y las paredes eran tan altas que se desdibujaban los perfiles del techo; cuando se miraba hacia arriba no era posible ver dónde se unían al cielo raso. Hasta donde alcanzaba la vista había armarios archivadores de pared a pared. El único elemento decorativo eran las alfombras orientales dispersas por todo el suelo. Había una sola ventana enrejada del tamaño de una claraboya.
Más extraña aún era la cosechadora de cerezas instalada a un lado. Por si no lo sabéis, este artefacto es una especie de grúa provista de una plataforma y su aspecto guarda cierta semejanza con el de esos artefactos usados en la limpieza de las ventanas de los rascacielos. La plataforma de esta grúa estaba cargada de gruesas carpetas; Ernesto supuso que esperaban ser archivadas en esos armarios increíblemente altos. Justo en el centro del estudio se veía un pesado escritorio de roble, también cubierto por una torre de gruesas carpetas y abultados sobres de papel manila. Una voz resonó a través de la penumbra:
—¡Ya estás aquí, chaval! —El señor Alcalde cerró de un golpe seco el volumen encuadernado en piel que estaba hojeando, reclinado en una amplia tumbona, y se incorporó. Estrechó con entusiasmo la mano de Ernesto, como quien se reencuentra con un viejo amigo—. Encantado de tenerte a bordo.
Luego recogió un puñado de caramelos duros de un cuenco de cristal amarillo y se los metió en la boca; eran tantos que se le abultaron las mejillas. Mientras masticaba ofreció el cuenco a Ernesto, quien declinó cortésmente.
—A mediodía volveré a por ti. —Mientras hablaba cubrió la cara del niño con un rocío de fragmentos pegajosos—. Cuida tu aspecto, debe ser inmaculado. Tu madre quiere que tomemos el té con ella. Hasta entonces puedes echar una mano a mi secretario.
Dios sabe que necesita toda la ayuda posible. ¡Hala, a pasártelo bien!
Después de una cordial palmada en la espalda del niño, marchó a grandes pasos hacia la puerta.
—¡Un momento, señor! —barbotó Ernesto—. ¿Puede especificarme qué debo hacer?
El señor Alcalde empezó con una risa entre dientes que pronto se convirtió en una carcajada reverberante.
—Conque eres todo un comediante, ¿eh, hijo? —exclamó, al tiempo que se enjugaba la frente sudorosa con un pañuelo de seda—. Mira, si necesitas algo, no tienes más que pedírselo a mi escribiente.
El chico miró en derredor, pero no parecía haber señales de ningún secretario. Cuando giró para preguntar al señor dónde podía haberse escondido su empleado, él ya se había marchado, no sin antes echar la llave a la puerta del estudio.
Así encerrado a cal y canto, a Ernesto no le quedó otra opción que curiosear por la habitación. ¿Qué se esperaba de él? Los ubicuos armarios de archivo no ofrecían la menor pista. A menos que abriera alguno, desde luego.
Hizo la prueba con un archivador, pero estaba cerrado con llave, como todos los demás con los que probó suerte. Lo único que consiguió fue pillarse el pulgar con una cerradura defectuosa que le atrapó el dedo en cuanto intentó abrirla.
—¡Ay! —gritó.
No tuvo tiempo de examinar el daño sufrido, pues un chillido de pánico llenó toda la estancia e inmediatamente después la montaña de carpetas apiladas en el escritorio como una fortaleza se derrumbó a izquierda, derecha y centro. Las nubes de polvo saturaron el aire de la sala, haciendo toser a Ernesto, y cuando al fin se disiparon apareció a la vista, sentado tras el escritorio en una silla giratoria, con una pluma de ganso en la pata, un flamenco muy sobresaltado. Aunque el muchacho no habría sabido decir qué esperaba encontrar allí, lo último que hubiera imaginado era un ave de plumaje rosáceo con gafas y corbata de lunares.
El suave plumón que coronaba la cabeza del flamenco se estremecía de modo casi incontrolable mientras observaba al niño. Tenía el pico negro, y las patas, largas, flacas como juncos y palmeadas, se abrían en un ángulo curioso, como sucede siempre a los flamencos cuando se sientan. El ave se ajustó los espejuelos sobre el pico, sin interrumpir la nerviosa vigilancia del intruso. Transcurrió un rato penosamente largo sin que ninguno de los dos dijera una palabra.
—¿Tú… tú eres… el secretario? —tartamudeó Ernesto.
El pájaro saltó de la silla con súbita indignación y se encaró con el chico, quedando los rostros de ambos uno frente a otro, pues erguido sobre las dos patas medía casi un metro y medio. Al mirarlo de cerca, el muchacho notó que tenía un área despoblada en la coronilla: el estrés le estaba haciendo perder las plumas del mismo modo que la gente pierde el pelo. Le extrañó que el flamenco le guiñara erráticamente el ojo derecho, hasta que al fin comprendió que se trataba de un tic nervioso.
—Por si no lo sabes —le espetó el ave con voz aguda y chillona—, los flamencos somos famosos por nuestras destacadas facultades secretariales.
—Perdona —musitó el niño—, no estaba enterado.
El animal no escuchó la disculpa.
—Y te agradecería que te abstuvieras de hacer tanto ruido y tanto gemido. El ruido me saca de quicio, y no puedo pensar con claridad cuando estoy nervioso, y cuando no pienso con claridad me retraso. ¡Y cuando me retraso puedo poner en peligro mi reputación de poseer las facultades secretariales más destacadas de todo el reino animal!
Razonar con el ave no parecía posible, eso era obvio, de modo que Ernesto probó otra táctica.
—¿Puedes decirme qué se supone que hago aquí? —inquirió.
El flamenco ahuecó las plumas dándose aires de importancia.
—A pesar de mis destacadísimas facultades secretariales, no puedes pretender que esté al tanto de la razón de tu presencia en este lugar. ¿Vienes con alguna recomendación? ¿Has traído tu currículum? ¿Eres un hijo legítimo al menos?
Ernesto se sintió reconfortado por haber descubierto finalmente a un ser todavía más nervioso que él y tuvo el coraje suficiente para continuar la conversación.
—¿Qué estás organizando exactamente? —quiso saber.
—¡Eso es irrelevante! —le espetó el flamenco.
Y se dejó caer de rodillas para concentrarse por completo en la tarea de recoger las carpetas caídas. A esas alturas, el niño estaba totalmente perplejo, pero sabía que su única esperanza de recabar información era entablar un diálogo con esa ave tan poco sociable.
—A propósito, me llamo Ernesto. ¿Y tú?
—Soy un empleado de los Alcalde. No necesito nombre.
—Pero debes de tenerlo.
—Si alguna vez lo tuve, hace tiempo que está olvidado. —De pronto el animal se mostró abatido. Se le contrajeron las comisuras del pico y el plumón de la cabeza tremoló más que nunca.
—Hombre, deja que te ayude —se ofreció el niño, con intención de distraer al secretario de un tema que, obviamente, le afectaba mucho.
Conmovido por esa muestra de amabilidad, algo que nunca antes había experimentado en Casa Cebón, el flamenco le permitió recoger las hojas dispersas y colocarlas de nuevo en sus carpetas.
—Gracias, gracias. No tengo tiempo que perder. No tengo tiempo para charlar. ¡No puedo permitirme otro retraso! —Mientras Ernesto ordenaba el caos de hojas caídas, él se instaló en la cosechadora de cerezas, que se fue elevando hasta desaparecer de la vista.
Puesto que el flamenco no estaba visible, probablemente ocupado en archivar cosas, el niño aprovechó la oportunidad para examinar las carpetas que tenía ante sí. Al parecer, esas contenían información sobre varios villacanenses. Dentro de la primera encontró perfiles y fotografías de la familia Limpiatubos: Ema Limpiatubos, de seis años, con sus pulcras trenzas; mamá y papá Limpiatubos, con idénticos jerséis de punto damero, y la abuela Limpiatubos, con un horrible corte de pelo que la hacía parecer un duende. Había una amplia colección de partidas de nacimiento y casamiento, solicitudes presentadas, permisos otorgados, pedidos y recibos, todo sujeto por una gran banda elástica. Mientras hojeaba los documentos, Ernesto descubrió que había una hoja por cada año de vida de Ema Limpiatubos, hasta sumar seis en total. ¡Había ochenta y tres folios en el expediente de la abuela-duende!
El chico vio interrumpida su investigación por el regreso de la cosechadora de cerezas, que descendía en medio de un gran estrépito. El flamenco bajó de un salto y reanudó su trabajo ante el escritorio.
—¿Qué son todas estas carpetas? —preguntó Ernesto, tratando de parecer poco interesado, mientras entregaba al secretario un montón de papeles recogidos del suelo…
… pero el flamenco giraba furiosamente en su silla, tan atorado que no le escuchaba. Al girar, sus patas palmeadas volaban de un lado a otro para clasificar documentos, grapar hojas e insertar las carpetas listas en una tolva que se abría al pie del escritorio. En cuanto se levantaba para cargar una brazada de carpetas en la cosechadora de cerezas, otra tolva le arrojaba una nueva pila al escritorio. Cada vez que esto sucedía se levantaba una gran nube de polvo y él se llevaba al pico un pañuelo de cuadros y se ponía a estornudar.
—¿Cómo has llegado a ser el secretario del señor Alcalde? —interrogó Ernesto, en la suposición de que no había sido por propia voluntad. Nunca en su vida había visto un ave tan estresada.
El flamenco le lanzó una mirada fulminante a través de los anteojos sucios.
—Estoy muy atareado. Estas carpetas no se archivan solas. No será tu cabeza la que acabe en el tajo, sino la mía.
El niño insistió, pues presentía que había allí toda una historia.
—Es la primera vez que veo a un flamenco hacer trabajo de oficina. ¿A qué hora regresas a casa?
Al escuchar la palabra «casa», el animal dejó caer las alas en el escritorio, inmóviles, y contempló con melancolía, a través de la ventana enrejada, un fragmento de cielo azul. De pronto se le arrugó la cara, se le estremeció todo el cuerpo y rompió en sollozos histéricos.
—¡Jamás volveré a ver mi casa! —jadeó—. Jamás sentiré correr el agua por mis plumas. Jamás sentiré el sabor salobre de la sopa de algas. —Ernesto quedó mortificado, pues no esperaba que sus comentarios desataran semejante estallido. Apoyó una mano consoladora en el lomo del flamenco y le dio unas palmaditas vacilantes. Habría querido abrazarlo, pero no le pareció correcto, dado que se acababan de conocer—. No reconocería a mis hijos si los viera —gimió el flamenco, trágico—. ¡Ni siquiera recuerdo cómo me llamo! —Se le habían empañado los quevedos y las lágrimas le rodaban por el pico.
—Tranquilízate —le pidió el niño, arrodillado junto a él—. ¿Quién te trajo aquí?
—Me capturaron —susurró el flamenco—. Me arrancaron del nido delante de mi esposa, mis hijos y todos mis vecinos. A estas horas, sin duda, ya se han cansado de esperar mi regreso.
—No, hombre, seguro que te esperan —le tranquilizó Ernesto—. Escucha: a mí también me tienen prisionero, pero voy a encontrar la manera de fugarme. Ni mi amiga Milipop Zuecos ni yo tenemos intención alguna de quedarnos en esta pesadilla.
Esta noticia pareció reanimar un poco al ave. Se sonó la nariz, limpió las gafas con las plumas y miró a su compañero con un parpadeo esperanzado.
—¿De verdad? ¿Cómo?
—Estamos trabajando en eso —explicó el chico—, pero tenemos a mucha gente de nuestra parte.
El flamenco suspiró.
—La vida no fue siempre así —rememoró—. Como sabrás, en otros tiempos los flamencos fuimos reverenciados como encarnación viviente del dios Sol, pero después las cosas cambiaron y ahora no tenemos ningún derecho. ¡En una ocasión cierta niña temeraria usó a mi bisabuelo, que Dios lo tenga en Su Gloria, a guisa de mazo de croquet!
»Vivo con el temor constante de acabar servido en la mesa de los Alcalde. Ellos, como los antiguos romanos, opinan que la lengua de flamenco escabechada es un verdadero manjar. Por eso debo ser un secretario excelente y hacerme indispensable.
—No te preocupes. No permitiré que nadie te haga escabeche —prometió Ernesto.
Ante eso el ave dejó escapar un gimoteo gozoso y rodeó el cuello del niño con las alas.
—Cuando Mili y yo escapemos de aquí te llevaremos con nosotros —prosiguió el chico. No estaba seguro de que fuera prudente hacer tales confidencias a un virtual desconocido, pero tenía la sensación de que podía confiar en ese melancólico animal.
—Si puedo ayudaros, a ti o a esa amiga tuya, Milipop Zuecos, no dejes de avisarme —se ofreció el ave.
Un repiqueteo en la bocallave de la puerta puso abrupto final a la conversación. El señor Alcalde asomó su carnosa cara por la habitación. El flamenco apenas tuvo tiempo de escabullirse hacia la cosechadora de cerezas y ascender a toda velocidad antes de que su amo notara algo raro.
—¿Listo para tomar el té? —preguntó el hombre—. Confío en que tu mañana haya sido productiva.
Al tiempo que abandonaba el estudio detrás del señor Alcalde, Ernesto echó un vistazo hacia arriba con la esperanza de ver por última vez a su nuevo amigo y de ofrecerle tal vez una sonrisa reconfortante, pero el flamenco había desaparecido. Únicamente tuvo ocasión de ver la caída morosa de una solitaria pluma rosácea.