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«Id por sobras»
CUANDO EL SEÑOR ALCALDE y su esposa regresaron a casa, después de dispensar limosnas y buena voluntad a un pueblo al que despojaban de su espíritu, lo primero que hicieron (después de encargar una merienda caliente) fue mandar a por Bella y Mozi. Cuando uno tiene la conciencia sucia tiende al sobresalto; por eso la reacción inicial de Mili y Ernesto fue pensar que sus actividades vespertinas habían sido descubiertas. Con el temor de que los Alcalde lanzaran un pelotón de búsqueda si ellos trataban de evitarles, no les quedó más remedio que asumir una expresión ingenua y acudir al llamado de sus nuevos padres.
Los recibieron las caras rubicundas de siempre. La señora Alcalde estaba delante del tocador, como de costumbre, perfilándose los labios, sujetándose los rizos y empolvándose la nariz. Esbozó una amplia sonrisa con sus labios intensamente pintados de carmín y puso los ojos en blanco con ademán misterioso.
—Hora de vuestra lección —comenzó, provocativa. Y los acompañó a una sala que hasta entonces no habían visitado: Estudio Samba…
… una sala de baile muy bien equipada, regalo con que el señor Alcalde había sorprendido a su «musa voluptuosa» en el último aniversario de bodas. La señora Alcalde era una apasionada de la danza y solía dar la murga contando que habría hecho carrera en el mundo del ballet si no hubiese sido por un accidente de equitación sufrido en su infancia, a resultas del cual tenía artritis en los pies. Omitía convenientemente el hecho de que le faltaran unos cuantos palmos de estatura y le sobraran otros tantos kilos para ser bailarina profesional. Puesto que se había visto frustrada en su vocación, se conformaba con hacer del baile su pasatiempo favorito.
Estudio Samba era una larga sala rectangular de suelo barnizado y plataformas giratorias de pared a pared de cuyo techo pendían luces estroboscópicas y una bola de espejos. Un caballero larguirucho y delgado los esperaba recostado sobre la barra para ejercicios de ballet con una expresión de absoluto desdén.
—¡Marcel! —canturreó la señora Alcalde mientras besaba el aire junto a las dos mejillas del hombre—. He traído a mis querubines y no hay tiempo que perder. Vendremos por ellos dentro de dos horas, ¡y para entonces queremos que sean expertos!
Marcel le hizo una profunda reverencia. Eso hizo que su lustrosa masa de rizos negros le cayera sobre los ojos; se los echó hacia atrás con un gesto lleno de gracia.
—No fallaguemos —dijo con gutural acento francés, zumbando como un abejorro—. Son como dos ggandes esponjas listas paga absogbeg.
La mujer lo contemplaba con tanta admiración como si tuviera ante sí al mismísimo Adonis. A decir verdad, Marcel, con esos ajustados pantalones de cuero, la camisa de volantes y los zapatos de claqué, se parecía un montón a un actor de cine mudo. Los bigotes encerados se enroscaban por los extremos y las gruesas patillas le llegaban casi hasta el mentón. Miraba a los chicos con una curiosidad tan hostil como si fueran marcianos.
—El agte de la danza se basa en la disciplina y la concentgación. Sin eso no se puede haceg nada. ¡Obsegvad!
Dio un salto como si volara e hizo una pirueta en el aire. Los chicos se quedaron horrorizados al ver lo que Marcel ambicionaba para ellos. No les pareció que fuera a digerir bien la desilusión. Ernesto parecía calzar dos zapatos izquierdos, y Mili, los dos derechos.
—¡Esto segá un desastge! —dijo el chico.
—¡Silencio! La cháchaga impide concentgagse. Bien, ¿quién quiegue seg el pgimego?
—¡Oh, yo! —gorjeó la señora Alcalde—. Escógeme a mí.
—Vamos, vamos, ma petite —arrulló Marcel—. Más tagde baguemos bgillag la pista, pego ahoga les toca a los pequeños.
Hizo girar enérgicamente a la mujer. Cuando la soltó, ella continuó girando hasta salir por la puerta, que Marcel cerró con firmeza.
Luego dio unas palmadas y se oyó un rápido foxtrot. Empujó a los niños a sus puestos. Por mucho que Mili estirara el cuello, no pudo ver de dónde provenía la música.
—¡Pie deguecho, pie isquiegdo, vuelta! —bramó Marcel.
Ernesto, que había practicado algo en la intimidad de su dormitorio del Callejón de la Baratija, era menos patoso que Mili, que le pisó tantas veces que su compañero perdió la cuenta. En una oportunidad los dos giraron simultáneamente y acabaron en el suelo hechos una maraña de brazos y piernas. Los chicos no pudieron menos que reírse de su torpeza, pero Marcel alzó los brazos al cielo, desesperado.
—¡Basta ya! —aulló—. ¡Esto es hogogoso! No quiego volveg a veg una cosa así. ¡Un poco de vigog, niños! ¡Obsegvad!
Hizo un spagat[5] lateral en el aire, aterrizó como un gato y se puso a dar saltos de rana por todo el Estudio Samba. Bailó boogie y rock e hizo pasos de ballet, se irguió cabeza abajo y, como culminación, se tendió de espaldas y pataleó en el aire como una mosca moribunda.
Los chicos se vieron obligados a pasar varias horas en el Estudio Samba, tutelados por Marcel. Aprendieron a bailar vals, lo cual les causó cierto bochorno, claqué (que todos creen fácil hasta que lo intentan) y salsa, que les llevó a concluir que el cuerpo humano no está preparado para eso. Mientras bailaban tango, Mili se preguntó cómo sería bailar con Leo. Desechó la idea de inmediato. Lo que no imaginaba era que Ernesto, empeñado en dominar sus pies frente a ella, estaba pensando algo muy parecido respecto a una chica llamada Ortiga.
Por fin Marcel cayó al suelo de puro cansancio, perdida la elasticidad de sus miembros y sus bigotes. Detestaba ver que la gente corrompiera el bello arte de la danza, y esos chicos lo convertían en una burla.
—No puedo haceg más —dijo a los Alcalde cuando estos volvieron—. Soy maestgo, no mago.
—Es de esperar que vuestra sorpresa no incluya ninguna danza —bromeó el señor Alcalde, codeando a los niños en las costillas.
—¿Qué sorpresa? —Mili había olvidado aquel acuerdo.
—La que preparáis para el Baile de Abracadabra. Nuestros invitados esperan de vosotros algo estupendo.
—Naturalmente. —La niña se obligó a sonreír—. Nuestra sorpresa marcha muy bien.
Un centenar de preguntas martilleaba las sienes de los niños cuando al fin pudieron cerrar la puerta del cuarto de juegos. ¿Qué sorpresa podrían preparar para el Baile de Abracadabra? ¿Cómo se las arreglarían para escapar de Casa Cebón sin ser vistos? ¿Sería la Gran Comilona una especie de festín para bufones? ¿Cómo iban a arreglárselas para atravesar sanos y salvos los Territorios Prohibidos? El mapa indicaba el camino a través de la infame Laguna Fantasma, pero eso no les servía de mucho, puesto que ignoraban dónde estaba esa laguna.
Lo que no imaginaban es que una de esas cuestiones iba a quedar resuelta esa misma noche.
—Disponemos de un mapa de los Territorios Prohibidos —explicó Mili, y mostró a Rosie y a Leo el dibujo del flamenco. Ella y Ernesto estaban en las mazmorras, sentados en un montón de bolsas, con las piernas cruzadas—. Sólo hay un inconveniente: no sabemos cómo llegar hasta allí.
Rosie, pensativa, terminó de pintar una hilera de estrellas fugaces en una lámpara y la puso a secar. Desde hacía una semana se les permitía a los prisioneros cambiar sus agotadoras tareas por la elaboración de ornamentos para el Baile de Abracadabra. Mili sospechaba que era un cambio muy grato.
—El pergamino nos proporcionó una única pista: «Id por sobras» —añadió Ernesto—. ¡A saber qué significa eso!
Leo estaba tallando un rostro en una calabaza y alzó los ojos de inmediato al oír aquello.
—¿Sobras? ¿Os referís al río Sobras, el que atraviesa la finca de los Alcalde y desemboca en la Laguna Fantasma?
Los niños reflexionaron un momento. No habían caído en la cuenta de que las Grutas del Eco estuvieran a media jornada de Casa Cebón, si navegaban por el río.
—Y cuando lleguemos allí —preguntó Ernesto—, a la laguna, ¿qué hacemos? No podemos cruzarla a nado, y me parece que a los Alcalde les resultaría un poquito sospechoso que les pidiéramos un bote.
—Pues bien —musitó Rosie, muy seria— sólo hay una manera de averiguarlo.
Cuando los relojes de Casa Cebón dieron las doce de la noche, Mili y Ernesto bajaron de puntillas a las mazmorras en busca de Leo. Era quien mejor conocía los terrenos de la casa, pues durante su estancia allí había trabajado a la intemperie. Si Tendón escuchó el ruido que hacía el ascensor al bajar al sótano, debió de hacer oídos sordos.
Provisto de una linterna para iluminar el camino, Leo guio a los chicos hasta una puerta trasera; luego cruzaron los huertos y descendieron por las pendientes que ahora reconocían como las riberas del río Sobras. El frío de la noche les helaba hasta el tuétano a pesar de haberse envuelto en gruesos capotes. Ese rigor los había pillado desprevenidos, pues el clima interior de Casa Cebón se mantenía siempre a una temperatura agradable, y habían olvidado que la naturaleza era algo que no podían controlar los Alcalde. Las ráfagas de viento también hacían temblar a Leo, pues contaba con la escasa protección de sus pantalones raídos y su chaleco remendado, las prendas que vestía tres años atrás, cuando el coche gris fue a por él.
Los tres bajaron cautelosamente por el ribazo bajo una lluvia fina, tropezando con los guijarros y resbalando en la hierba mojada. Después de casi una hora de caminata llegaron a un puentecillo curvo, de esos que no tienen baranda. La madera estaba podrida y el río gorgoteaba de forma amenazadora por debajo, pero era la única manera de cruzar.
En unos cuantos pasos estuvieron al otro lado del puente. La madera no cedió y nadie cayó al agua, de modo que pudieron continuar la marcha alegremente.
¡Ay!, esto no es el relato veraz de lo que ocurrió en realidad aquella azarosa noche. Habrían podido cruzar el puente sin percances, si no fuera por la gigantesca polilla que decidió meterse entre los pliegues del pijama de Ernesto, justo cuando seguía a Mili y a Leo por esa desvencijada pasarela. Cualquier otro se hubiera limitado a sacudirse el insecto de la ropa o, al menos, habría dejado el pánico para cuando llegara al otro lado del puentecillo; pero cada uno es como es y Ernesto no podía actuar así. Lo que hizo fue ponerse a saltar como un demente (por cierto, habría sido el orgullo de Marcel), agitando los brazos y tironeándose de la ropa. Los movimientos frenéticos para expulsar a la polilla le hicieron perder pie y cayó al río con un chapoteo. La corriente le arrastró río abajo de inmediato.
—¡Rápido! —gritó Leo.
Abandonaron el camino para lanzarse a través de las matas de la orilla, tan densas y apretadas que a veces apenas podían pasar de costado. Así corrieron como nunca lo habían hecho para rescatar a Ernesto antes de que el Sobras se lo llevara para siempre. Por fin Mili y Leo llegaron a un claro, sin aliento, maltrechos y rasguñados. El muchacho no estaba a la vista.
El corazón de la niña palpitaba con fuerza. ¿Adónde se habría llevado el río a su mejor amigo? Recordó el día en que la Devoradora la había pinchado en el brazo. Habría muerto de no ser por Ernesto.
Leo corría a lo largo del ribazo, alerta como un halcón al menor movimiento. Pendía sobre el caudal una enorme parra que daba la impresión de colgar del cielo y cuyas hojas formaban una maraña tan densa que ocultaba por completo lo que hubiera al otro lado. A Mili le pareció ver algo durante unos instantes, pero resultó ser un zapato solitario flotando en el agua. ¡El zapato de su amigo! Las lágrimas se agolparon en los ojos de la niña.
Se oyó un grito por encima del rugido de la corriente.
—¡Aghhhhh!
Acto seguido, debatiéndose como un pez, ¡apareció Ernesto!
Mili y Leo se metieron en el torrente para intentar rescatarle, pero pasó como un cohete… y quedó atrapado en la enredadera que colgaba hacia el río Sobras. Lo había inmovilizado como una red. Sus amigos quedaron tan complacidos que, en un primer momento, se limitaron a sonreír de alivio, sin pensar en ayudarle.
—¿Ya se ha ido la polilla? —preguntó el chico una vez que sintió la tierra firme bajo los pies.
—¡Cabeza de chorlito! —gritó Mili mientras le daba de coscorrones—. ¡Podrías haberte matado!
—Perdonad si os he asustado —dijo su amigo humildemente—. Gracias por salvarme.
Leo le tendió una mano para ayudarle a levantarse.
—Te diré cómo podrías agradecérnoslo —insinuó mientras miraba a ambos con una expresión peculiar en sus ojos verdes.
—¿Cómo?
—Podrías prestarme tu navaja de bolsillo.
Con mucha destreza, el chaval abrió una mirilla en la enredadera y llamó a sus compañeros para que vieran lo que había al otro lado. Ante ellos se abría una vasta extensión de agua que tenía el color de la tinta roja: la Laguna Fantasma. En vez de rizarse, correr a borbotones o bramar, como cualquier curso de agua, ¡ese respiraba! Se movía hacia arriba y hacia abajo, como una siniestra manta roja. Los sonidos de la noche parecían haberse disuelto y sólo se oía el rítmico aliento del agua.
Toda una flota de alegres góndolas amarradas cabeceaba a lo largo del ribazo, a la espera del Baile de Abracadabra; al terminar transportarían a los invitados a las Grutas del Eco. Esas embarcaciones medían unos once metros de eslora; la popa estaba decorada en hierro y la proa se curvaba en forma de cabeza de cisne. Los asientos eran de terciopelo y algunos tenían doseles desmontables de madera para servir de refugio en caso de mal tiempo.
Una góndola destacaba entre las otras. En el cielo, encima de ella, se habían agolpado unas nubes oscuras que arrojaban sombras amenazadoras a su cubierta. Estaba pintada de oro y en la proa tenía una talla en forma de verraco rugiente. En el centro de la cubierta se veía un trono tapizado de color rojo sangre. No cabía duda: esa embarcación pertenecía a lord Aldor.