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El Baile de Abracadabra

El SALÓN DE BAILE cobró vida. Los tragafuegos lanzaban llamas y las bolas de los malabaristas estaban por todas partes cuando las ninfas iniciaron su danza, haciendo tremolar los vestidos de gasa en torno a sus cuerpos. Los payasos iban de un lado a otro en monociclos y sacaban monedas de plata de detrás de las orejas de los sorprendidos invitados para luego recompensar el buen humor de estos con globos que recitaban estrofas jocosas. Los acróbatas, embutidos en mallas, formaban torres humanas casi hasta el techo. El hombre de dedos como teclas de piano y su amiga, la del pelo de violín, se unieron a otros invitados que tenían diversos instrumentos musicales como partes del cuerpo para formar una orquesta que tocó una jiga. Un genio mantenía las piernas cruzadas para caber dentro de una alfombra voladora de forma cuadrada y dimensiones reducidas sobre la que pasó zumbando por el aire muy cerca de Mili. Esta se vio obligada a agachar la cabeza para evitar una colisión.

Era difícil concentrarse en algo, pues todo sucedía al mismo tiempo. Las criadas entraron con carritos en los que se amontonaban apetitosas viandas, tales como muslos de pollo rebozados y calzoni[9] rellenos de calamares. Lo único que Mili y Ernesto reconocían eran los colines de la marca Semilla de Miel, pero hasta esos tenían forma de signo de interrogación en vez de ser rectos. Daba la impresión de que hasta ellos deseaban sumarse al aire intrigante de la noche.

Como señal de lo abrumador que resultaba todo aquello, Ernesto se sintió aliviado cuando la señora Alcalde vino corriendo hacia ellos. La acompañaba una mujer de aspecto severo y tacones gruesos, cuyo traje imitaba una página de periódico. Tenía el pelo recogido en un moño a la altura de la nuca y usaba gafas de una montura roja llamativa. Detrás de ella correteaba un aprendiz de fotógrafo conocido como «el chico del flash» o Flash a secas. Era un muchacho con cara de comadreja, ojos de tiburón y dientes de conejo. Para empeorarlo todo, un desagradable acné le cubría las mejillas. Andaba entre el gentío lanzando miradas rápidas a diestra y siniestra con la esperanza de captar algo que valiera la pena publicar.

—¡Bella y Mozi! —los llamó la dueña y señora de Casa Cebón—. Deseo presentaros a alguien especial: la señorita Pandora Primicia, archiconocida cronista de sociedad del Talismán Times. —La señora Alcalde pronunció con énfasis el cargo de Pandora a fin de que todos cuantos pudieran oírla notaran lo bien relacionada que estaba. La periodista tendió a los niños una mano manchada de tinta—. Sus dedos son la herramienta de su oficio —añadió la anfitriona, reafirmando esa certeza con un asentimiento de cabeza.

Como los niños no entendieron bien qué significaba eso, se limitaron a asentir. Pandora, muy desenvuelta, les rodeó los hombros con el brazo.

—¿Tenéis tiempo para charlar un poquito? —ronroneó, y se los llevó a un rincón apartado del salón. Una vez allí, sacó una libreta del bolsillo, como si fuera un arma, y comenzó amistosamente—: Decidme, ¿cómo os sienta ser tratados como si fuerais miembros de la realeza? ¿Os sentís abrumados por esta generosidad? ¿Tanta bondad os pasma y desconcierta?

Se afanó en tomar notas incluso antes de que los chicos tuvieran ocasión de empezar a responder. Era verdad que los dedos eran la herramienta de su oficio: en cuanto Pandora tenía algo importante que registrar, la tinta manaba por sus uñas tan libremente como por la pluma de una estilográfica.

—En realidad nos secuestraron —le informó Ernesto.

—¡Os secuestraron! —exclamó la periodista mientras garabateaba frenética—. ¿Acaso vuestras familias no querían que gozarais de una vida mejor? ¿Trataron de arrebataros de vuestra privilegiada existencia en Casa Cebón para arrastraros de nuevo a la vida de oscuridad en la que nacisteis? ¿Qué tienen en el cerebro? ¿Serrín? ¿O tal vez no soportaban que sus hijos llevaran una vida a la que ellos jamás podrían aspirar? —En las comisuras de sus ojos empezaban a brillar las lágrimas—. ¡Qué historia tan trágica!

La señora Alcalde, ya segura de haber sido fotografiada «por el lado bueno» y de que saldría en la portada del Talisman Times, se dejó distraer por otros conocidos.

—Venid, niños —ordenó, y se los llevó a tirones, aunque actuó con más suavidad al ver que «el chico del flash» continuaba apretando el botón de la cámara como un poseso.

Fue entonces cuando Mili y Ernesto descubrieron que la señora Alcalde había mentido al decirles: «Quiero que conozcáis a alguien». En realidad habría debido decirles: «Quiero presentaros a varias decenas de personas». Los pequeños fueron presentados a Helga y Helena Fondopulga, las hermanas adivinas de cabeza esférica y traslúcida como una bola de cristal; a Serena Decantadora, hechicera que aseguraba ser capaz de adormecer a la gente con el mero uso de su voz o, en los casos difíciles, de su voz y una cucharada de sopa de tomate; a Arturo Jengibrero, la mayoría de cuyas facciones eran comestibles, y a Gloria Piquillo, quien podía cambiar el color y la forma de sus ojos y su lengua con una simple fórmula mágica. Ernesto se refugió detrás de la señora Alcalde al ver que la lengua de la señorita Piquillo, normalmente rosada, adoptaba de pronto el color verde del musgo y se bifurcaba en la punta.

En contra de lo que habría preferido, Mili se vio en la tesitura de intercambiar finezas con un hombrecillo calvo que se presentó como Efluvio. Tal y como insinuaba su nombre, el señor Efluvio era capaz de generar los olores más fuertes del mundo, fueran agradables o nauseabundos. La niña se alegró de que su interlocutor emitiera un apetitoso aroma de café recién hecho durante el breve lapso de su conversación, aunque algo más tarde percibió una desagradable vaharada de sopa de brócoli, e inmediatamente le atribuyó la responsabilidad de semejante pestilencia.

Un revuelo en el escenario hizo que la señora Alcalde se olvidara al fin del engorro de las presentaciones. El telón tachonado de zafiros comenzó a abrirse… ¡El Espectáculo Mágico iba a comenzar!

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—Pero ¿te enteras de algo o no? —le recriminó Ernesto.

Mili estaba tan encandilada por las burbujas irisadas que hacían las dríadas del escenario que no había escuchado una palabra.

—¿Qué pasa? —gruñó.

Su amigo le agitó delante de la cara una copia impresa del programa.

—Tercer número de la noche —leyó en voz alta—: «Una sorpresa maravillosa», por Bella Ranúnculo y Mozart Eucalipto. ¡Ahora nos toca a nosotros!

Los dos amigos se abrieron paso entre el gentío hasta la parte frontal del salón y desaparecieron entre bastidores. Los prisioneros se hallaban entre un grupo de gnomos que afinaban la voz con sopletes y otro de brujas que ensayaban una pieza satírica donde tentaban y engañaban a un rey escocés ávido de poder. Los villacanenses se habían disfrazado con túnicas y chisteras escamoteadas del Salón de Máscaras y ahora, reunidos alrededor del Armario de la Desaparición, hacían lo posible por no parecer fuera de lugar.

Un aplauso atronador resonó por toda la estancia, el telón se abrió antes de que Mili y Ernesto tuvieran ocasión de decir «abracadabra» y los cegó un fuerte reflector blanco. Cientos de rostros los miraban con expectación. La señora Alcalde se había adelantado hasta la primera fila y se roía las uñas, presa del nerviosismo; su esposo, en cambio, les lanzaba gritos de aliento. El grupo del escenario guardaba silencio. Todo dependía de esa actuación y ahora, situados frente al público, el plan les parecía descabellado e inevitablemente condenado a salir mal. ¿Cómo se les había ocurrido pensar que podía funcionar algo tan infantil? Pero ya no había manera de echarse atrás.

Se adelantó para presentarlos Fanfarrio Fanfarria, el maestro de ceremonias, muy elegante con su pajarita y un traje amarillo de un tono muy similar al plumaje de los canarios.

—El tercer número de la noche es una sorpresa para nuestros amables anfitriones, preparada por los precoces vástagos que han adoptado recientemente: Bella y Mozi. ¡Estos niños van a desaparecer delante de vuestras narices! Señoras y señores, permitidme aseguraros que el armario que tenéis ante los ojos no es una caja común. ¡Tiene poderes mágicos! Poderes que podrán transportar a sus ocupantes a otras dimensiones para luego devolverles a un sitio dentro de este mismo salón.

A vosotros os tocará localizarlos cuando regresen. Estad alerta, pues durante toda la velada se irán dando pistas sobre su paradero. ¡El primero en encontrar a los niños recibirá una sustanciosa recompensa!

La mención de una recompensa despertó un murmullo y algunos de los invitados comenzaron a buscar las primeras pistas en ese mismo instante para no malgastar un tiempo valioso.

Ortiga subió al escenario fantásticamente ataviada con un traje de vedette. Ofrecía una imagen muy distinta a la habitual de adolescente desaliñada. Abrió el mueble trucado con grandes aspavientos e hizo entrar a Mili y a Ernesto. Los prisioneros iniciaron un primitivo ritmo de tambores mientras la multitud guardaba silencio.

Los niños entraron a tientas y cogidos de la mano. Una vez que la puerta estuvo bien cerrada tras ellos, buscaron a oscuras los mantos que pronto les permitirían pasar inadvertidos entre la muchedumbre. Los encontraron amontonados en el fondo; no resultó tarea fácil ponérselos en tan poco espacio y estuvieron a punto de hacer que toda la construcción se cayera a causa de los choques y las inevitables contorsiones. Por fortuna para ellos, el público estaba integrado por sujetos fácilmente impresionables y pareció pensar que eso formaba parte del número. Los prisioneros iniciaron un cántico en una jerigonza incomprensible y rodearon el armario. Era la señal convenida.

Los dos amigos abrieron el fondo falso de la caja y se escurrieron por él. Mientras mantuvieran la espalda pegada al mueble estarían ocultos a la vista del público. Ágiles e invisibles como asaltantes nocturnos, se apartaron raudos del escondrijo para unirse al amasijo de capas y chisteras que bailoteaba en torno al armario para distraer la atención. Mili y Ernesto, disfrazados como parte del baile, vieron que Ortiga abría de par en par el Armario de la Desaparición para mostrar que estaba vacío. El público ahogó una exclamación maravillada. La señora Alcalde se llevó un pañuelo de encaje a la nariz, sobrecogida por tanta emoción. El único que no parecía entretenido era lord Aldor: su mirada revoloteó por todo el salón buscando con ojos suspicaces indicios de que algo anduviera mal, y retomó su expresión habitual, implacable y aburrida, cuando no halló nada anormal.

Tras una amplia reverencia, los bailarines giraron con un revoleo de capas y abandonaron el escenario, llevándose el maravilloso mueble. El público concentró su atención en el número siguiente: una cobra salía de su cesto a instancias de un encantador de serpientes indio, que también la obligaba a retorcerse hasta adoptar diversas formas geométricas.

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Un pequeño sobresalto aguardaba a los niños entre bastidores: allí los esperaba la pesada silueta de Tendón, abrazado a un gigantesco oso de felpa. Mili lo reconoció en cuanto le puso la vista encima: era el del cuarto infantil, el mismo al que ella le había quitado el morral. El gigantón avanzó a trompicones para ofrecérselo. La niña los miró alternativamente, primero al oso y de nuevo a él, extrañada; no lograba entender qué diantre hacía el rubicundo hombrón.

—Bravo —gangueó él, algo tambaleante por los martinis que se había metido entre pecho y espalda, y movió el oso de un lado a otro, empeñado en que Mili lo cogiera.

Ella no tardó en decidir que aceptarlo era más fácil que discutir con él. Con una sonrisa ceñuda, Tendón se echó la cachiporra al hombro y se fue en busca de otra copa dando grandes zancadas.

Los niños se encontraron en la súbita quietud de una noche luminosa en cuanto dejaron atrás las celebraciones. La luna llena brillaba en el cielo aterciopelado, bañando el terreno de luz como si quisiera acudir en ayuda de los muchachos. Los otros ya les estaban esperando; bien envueltos en las capas, siguieron los meandros del río Sobras. No se oía nada, salvo el susurro ocasional de la hierba bajo sus pies o el chirrido de algún grillo solitario. La Laguna Fantasma, cuando al fin llegaron a ella, refulgía bajo las estrellas como una boca de cristal lista para devorarlos. No había un segundo que perder. Los niños se arrodillaron para desanudar la soga de la góndola más cercana e impulsarla al agua; les sorprendió que fuera tan pesada. Los remos estaban bien asegurados debajo de la proa. Mili pasó uno a Ernesto, que ya subía a bordo.

—Iréis con cuidado, ¿verdad? —suplicó Rosie mientras les entregaba un morral con provisiones.

—Por supuesto —respondió Mili con más confianza de la que en verdad sentía—. Enseguida estaremos de vuelta.

—Sé bien que sois capaces —susurró la mujer.

La dificultad de la misión en la que iban a embarcarse, sumada a la posibilidad de que tal vez no volvieran a ver a esos amigos, daba un aire grave a la despedida. Si meses atrás alguien le hubiera dicho a Mili que el prudente y sensato Ernesto sería pronto su compañero en una aventura de la que quizá no retomaran, ella habría respondido que todo era una locura; pero allí estaba él, sentado junto a ella y, por vez primera, asombrosamente sereno.

—Sois capaces, sí —añadió Leo—, pero no permitiremos que vayáis solos. ¡Ortiga y yo iremos con vosotros!

El gesto desafiante de su mandíbula dejaba bien a las claras que no habría manera de disuadirlo, pero Mili y Ernesto no tenían ninguna intención de oponerse; por el contrario, apenas pudieron disimular el alivio. Mili miró a Rosie, con la esperanza de que ella también se les uniera, y le hizo sitio en la góndola, pero la mujer, aun lamentando tener que desilusionarles, sacudió la cabeza.

—Uno de nosotros debe quedarse aquí para ayudar a los demás —les explicó—. Aquí seré más útil. Necesitaréis que alguien os guíe cuando todo haya terminado. Además, no hay nadie mejor preparado que Leo para llevaros sanos y salvos por estas aguas.

La góndola se mecía suavemente, como si estuviera deseosa de zarpar. Los niños se despidieron. Luego Ernesto y Leo utilizaron los remos para alejar la embarcación de la orilla. Los cuatro compañeros de aventura intercambiaron una mirada sombría mientras el pequeño navio se deslizaba hacia el centro del lago. Estaba a punto de comenzar la peripecia que Mili había reclamado siempre, sólo que ella ya no se sentía tan valiente.

La silueta de Rosie se empequeñecía más y más en el ribazo de la Laguna Fantasma, pero antes de que la góndola estuviera fuera del alcance de su voz, ella puso las manos en torno a la boca a modo de bocina y gritó:

—¡Buena suerte a todos! ¡Buena suerte, pequeña Ciempiés!