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La gran comilona

HABÍA UN TRAMO DE ESCALONES tallados en la vetusta piedra cerca del sitio donde se habían agazapado los niños. Seguía el contorno circular del claro y continuaba adentrándose en las cavernas. Mili no pudo contener una sonrisa: siempre había una salida, aunque fuese hacia arriba, como en este caso. Hizo una señal a los otros y el grupo emprendió el dificultoso ascenso por los desmoronados escalones. Se detuvieron en un estrecho saliente que asomaba al claro. Mili sintió un nudo en el estómago al mirar desde el borde, pues no había siquiera una barandilla herrumbrosa para impedir que cayeran y se mataran allá abajo. Se apartó con sumo cuidado para dejar sitio a los otros.

Si hubierais tenido la mala suerte de estar en la base, entre los Guardianes de las Sombras, al mirar hacia arriba sólo habríais visto cuatro caras pálidas, borrosas y casi indetectables en la penumbra. Allí, en esa piedra desigual, los chicos aguardaron a que se iniciara la Gran Comilona. Lamento decir que la espera no fue larga.

Los magos entraron en el claro andando con movimientos gráciles, como si estuvieran bailando un vals. Al parecer el postre se serviría en las Grutas del Eco, puesto que les seguía una procesión de criados de Casa Cebón, cargados con bandejas y cestas cubiertas. El alboroto llegó hasta los niños, que continuaban agazapados e invisibles por encima de la tétrica celebración. Vieron que el personal de servicio se afanaba en instalar mesas de caballete que cubrían de postres increíbles: pasteles adornados con torres de nata batida, pudines de melaza, viscosos rollitos de dátil, tartas de mango, gelatinas, muñecos de nieve hechos con merengue, chocolates con forma de escarabajo, cruasanes rociados de crujiente caramelo, suflés de limón y fuentes llenas de delicadísimas flores de mazapán.

La cháchara se acalló a su debido tiempo y lord Aldor hizo su entrada deslizándose hacia el claro. La luz roja de las linternas se reflejaba en su máscara, blanca como la tiza. Sobrevoló las cabezas encapuchadas de los Guardianes de las Sombras y fue a detenerse frente a la fisura de las sombras arremolinadas, cuyos gritos, aunque apagados por el cautiverio, se tornaron más frenéticos y desgarradores al detectar la llegada de lord Aldor. Los chicos, naturalmente, lo veían todo a la perfección desde su mirador.

—¡Bienvenidos, amigos, estimados colegas y compañeros de conjuro! —La voz del mago reverberó en las cavernas—. ¡Estáis a punto de presenciar la creación de la historia mágica! Los magos hemos sido pisoteados e ignorados desde hace siglos. Se nos tiene por bufones e histriones callejeros molestos. ¡Ciudadanos de segunda! ¡Pero eso se acabó! La apreciada ciudad de Villacana fue, en otros tiempos, cuna de artistas, inventores, científicos y astrónomos por decenas. Todo ese conocimiento, todo ese poder está aquí, al alcance de mis dedos.

Mili tragó saliva. En el fondo ya había adivinado lo que lord Aldor estaba a punto de hacer.

—¡Esta noche me tragaré la sombra de cada uno de esos miserables villacanenses! —Las cavernas resonaron con una ola de vítores y gritos frenéticos—. ¡Absorberé hasta la última brizna de talento y de poder de esa patética ciudad!

Los hechiceros parecían enloquecer: algunos transpiraban; otros salivaban de puro entusiasmo.

—Y después, amigos míos… —La voz del mago se redujo a un murmullo grave, hipnótico—. Después… robaremos las sombras a todas las ciudades que existan desde aquí hasta la luna. Las habrá en abundancia. A partir de esta noche nadie volverá a subestimar el poderío de los hechiceros. ¡Seremos omnipotentes! ¡Os doy la bienvenida a la Gran Comilona!

Se oyó una explosión metálica: los nigromantes golpeaban al unísono sus tenedores y cucharas, tras lo cual los lanzaron al aire para indicar su acuerdo.

Lord Aldor echó la cabeza atrás, abrió los brazos ampliamente y dejó escapar una carcajada inmisericorde. Los chicos nunca le habían visto tan aterrador durante su estancia en Casa Cebón. El gimoteo de las sombras se tornó más fuerte: trataban de liberarse del campo magnético generado por los Guardianes.

Los cuatro niños intercambiaron una mirada de absoluto horror. Se confirmaba la peor de sus pesadillas.

—¿Que lord Aldor se va a tragar a quién? —graznó Ernesto.

—¿Que los magos serán omni… qué? —exclamó Ortiga.

—¿Que van a robar dónde? —susurró Leo.

—Pues no lo harán si podemos evitarlo —declaró Mili.

Y estudió la escena que tenía lugar debajo de ellos. Lo que más le interesaba eran los Guardianes de las Sombras. Ni una sola vez habían roto la formación ni abandonado su sacro deber, ni siquiera para permitir la entrada de lord Aldor en el círculo. En torno de sus túnicas, mientras flotaban en el aire, danzaba una luz roja, rielante, la chispa de un hechizo. Mili se fijó en sus manos, que eran como garras; los huesos eran visibles a través de la piel. Se mantenían bien apretados. Lo primero que había que hacer era quebrar el vínculo que les unía.

Lord Aldor, allí abajo, tenía un aire triunfal. Había hundido la mano en la fisura y ahora sujetaba en el puño una pequeña brizna que se retorcía, trémula e indefensa. La sombra se resistía a ser capturada, pero su forma diminuta, débil como el tul que adornaba el vestido de Mili, no podía medirse con la fuerza de Aldor. Mientras la sombra se debatía, los niños distinguieron apenas los rasgos del semblante. Mili conocía demasiado bien ese rostro. Era su padre.

Un recuerdo súbito la abrumó de lleno. Estaba en la cocina, sentada a la mesa, con Dorkus debajo, los dos observando cómo cocinaba su padre. El señor Zuecos, con el delantal manchado de comida, una cuchara de madera en una mano y la batidora en la otra, tenía tres cacerolas burbujeando en los fogones y acababa de meter en el horno un bizcocho de mermelada de pera. El olor cálido y reconfortante del pastel llenaba la cocina. Era un recuerdo alegre. ¿Cuánto tiempo hacía que ninguno de ellos tenía un momento de alegría? Demasiado.

Mili sintió una oleada de cólera que le subía desde la punta de los pies. Se fue extendiendo como un hongo hasta que todo su cuerpo ardió de ira. Con un ojo puesto en lord Aldor y el otro en las mesas de caballete, abandonadas ahora que comenzaba el espectáculo, fue bajando los peldaños sigilosamente. Los otros la siguieron pisándole los talones. Ninguno de los magos reparó en ese descenso amortiguado, concentrados como estaban en la escena que se desarrollaba ante ellos.

Lord Aldor soltó una carcajada cruel y levantó la sombra del señor Zuecos muy por encima de su cabeza. Luego comenzó a abrir la mandíbula lentamente hasta el punto de que se le descoyuntó. A mí me es imposible abrir la boca lo suficiente para meter el puño; él, en cambio, estiró la mandíbula como si fuese elástica, hasta que tocó con ella el pecho, de esa manera que hemos visto sólo en los dibujos animados. Mientras se sujetaba el mentón con la mano izquierda, con la diestra balanceaba amenazadoramente la sombra por encima del foso alargado en que se había convertido su boca. Pero en el preciso momento en que dejaba caer la sombra dentro sucedió algo…

… milagroso…

Vale: en realidad no hubo milagro alguno, puesto que no participó ningún santo. Antes bien fue un plan ingenioso ejecutado por un equipo de aventureros menores, pero muy furiosos. ¡Plaf! Aldor se encontró con un bocado de pastel de cerezas con nata en lugar de un bocado de sombra.

—¡Trágate eso, so matón! —gritó una voz.

Lord Aldor, estupefacto y airado, se quitó la nata batida de los ojos; entonces pudo ver a cuatro niños en actitud beligerante, cada uno de pie en una mesa diferente, todos armados con varios platos de postre.

Aunque por dentro hervía de humillación, el mago logró emitir una risita burlona.

—¿Acaso pensáis que podéis sabotear los planes de toda mi vida con un mísero pastel de nata? —inquirió con desdén.

En el momento en que Mili iba a espetarle una respuesta impertinente, un chillido de indignación resonó por toda la caverna:

—¡Bella! ¡Mozi! ¿Qué comportamiento es ese? ¡Bajad inmediatamente de las mesas!

La señora Alcalde, con los brazos en jarras, los miraba como si quisiera fulminarlos. Ellos no le prestaron la menor atención.

—Suelta a las sombras, Aldor —advirtió la niña—, o ya verás.

—¿Qué veré? —se burló el mago—. ¿Vais a arrojarme pudines? —Señaló con un gesto el apretado anillo de Guardianes de las Sombras—. Las sombras no saldrán de aquí mientras esta formación se mantenga firme. ¡La Gran Comilona transcurrirá tal como estaba planeada!

—Os lo advierto, niños: esto lo pagaréis muy caro —amenazaba inútilmente la señora Alcalde—. ¡No usaréis más que delantales sencillos durante una semana!

Lord Aldor levantó la sombra del señor Zuecos hacia los niños, como si brindara con una copa, y por segunda vez en esa noche dejó que su boca se estirara más allá de lo aceptable. Pero la amenaza de la mujer había dado una idea a Mili. Delantales sencillos…, ¡qué alivio sería! Sentía los velos de los pañuelos que le flameaban contra los tobillos, tenues como las sombras robadas.

Llevada por un impulso, arrancó un velo de su atuendo y lo arrojó al aire. Al momento se alzaron a un tiempo las caras encapuchadas de los Guardianes de las Sombras. Por una fracción de segundo nadie se movió. Mili sintió una espantosa oleada de miedo: si su plan fallaba, ella y sus amigos acabarían hechos picadillo. Pero los Guardianes de las Sombras eran fieramente leales e inflexibles en lo tocante al cumplimiento de su deber. Su principal responsabilidad era custodiar las sombras. Cuando ese fragmento de tul voló por el aire, los Guardianes lo confundieron con una sombra y se lanzaron al instante a darle caza.

Lord Aldor rugió al ver que sus custodios alzaban el vuelo en un revoloteo de túnicas rojas y planeaban por las cavernas, chocando unos con otros en persecución de su presa. Pero los cautivos permanecían aún encerrados en la roca, visibles sólo como destellos a través de la fisura. Era algo que los niños no habían previsto: las sombras, después de pasar tanto tiempo en prisión, no reconocían la oportunidad de escapar.

—¡Largaos! —les alentó Mili—. Ya sois libres. ¡Podéis marcharos!

Pero las sombras seguían en su encierro rocoso. A través de la abertura la niña vio que giraban en rápidos círculos.

—¡Están desorientadas! —gritó Leo—. Necesitan ayuda.

—¿Qué más podemos hacer? —preguntó Mili, desesperada.

—¿Aún tienes la ampolla?

—Sí, en el morral.

—Podría funcionar. ¡Pronto, antes de que vuelvan los Guardianes de las Sombras!

A horcajadas en una mesa, Leo apuntó con cuidado. Luego flexionó el brazo hacia atrás y lanzó el frasco como si fuera una jabalina. El chico era fuerte; el cristal azul, al dar en el blanco, se hizo añicos contra la piedra y esparció su contenido mágico. Se oyó un chirrido estremecedor: las placas de roca se movían y resquebrajaban. La fisura se abrió en una cascada de tierra y escombros desmoronados. Esta vez sí, las sombras supieron sin la menor duda lo que debían hacer.

Lord Aldor se arrojó hacia ellas y, a zarpazos salvajes, trató de agarrar las formas negras que, alarmadas, volaban desde la grieta hacia todas partes. Pese a sus desesperados intentos por recuperarlas, las sombras eran demasiado veloces para él y le dejaron manoteando en el aire en vano.

Ahora que las sombras estaban a salvo por el momento, los chicos centraron la atención en los magos.

—¡Aniquiladlos! ¡Que no escapen! —aulló lord Aldor.

Los hechiceros avanzaron hacia los niños, pero ellos ya lo esperaban y no se preocuparon en absoluto.

—Os lo habéis buscado —murmuró Leo, que empezaba a divertirse.

Con los brazos cargados de municiones, los cuatro hicieron lo que todos los chicos saben hacer muy bien. Y se inició un bombardeo de comida.

¡Los magos quedaron completamente desconcertados! El pirata de los tatuajes (como tantos otros) se encontró de pronto con que algo le impedía ver el objetivo: una gran tarta de chocolate venía volando por el aire y le dio bien dado en un lado de la cabeza. Una duendecilla descubrió de pronto que tenía un pastelillo de fresas clavado en la punta de su afilada nariz. Caía una lluvia de petisús rellenos de nata, la melaza voladora arrancaba mechones de pelo y los bombones de gelatina cegaban a quien se interpusiera en su camino. Leo aplastó un pudín de vainilla en la melena desaliñada de una bruja; de inmediato se vio perseguido por su compañero, un furioso gremlin cuyas anchas fosas nasales acabaron rellenas de natillas. Ortiga, encaramada en una roca, arrojaba bolitas de coco a un grupo de cocos auténticos que sacudían los puños como si la situación no les hiciera ninguna gracia. Ernesto untó con chocolate caliente las gafas de un ogro, el cual, al andar a ciegas de un lado a otro, acabó derribando a un buen número de invitados y provocó un atasco. Mili dedicaba toda su energía a bombardear a lord Aldor, quien a esas alturas ya no parecía un villano amenazador, sino una montaña bamboleante de postres malogrados.

Una horda de hadas chillonas (de la variedad hostil) buscaba refugio en las grietas, conscientes de que sus alas quedarían inutilizables si se empastaban con algo. Varias brujas rugieron y se lanzaron hacia los chicos, pero se vieron derribadas en el último instante por una troupe de princesas que trataban de huir, pues sus vestidos de gala eran demasiado caros para someterlos a un combate de pasteles. Los gnomos son criaturas indómitas por naturaleza y no tardaron en dejarse llevar por el frenesí. Eso confundió a algunos hechiceros que, pensando que la batalla de postres era parte de la diversión, se dedicaron alegremente a arrojarse pasteles unos a otros. La señora Alcalde, hecha unos zorros, corría por las cavernas con caramelos pegados al peinado griego, aullando a pleno pulmón. Su marido intentó guiarla hacia el refugio que ofrecía una roca cercana, pero ella le gritó algo incomprensible y, sin querer, le hizo caer de bruces en un cuenco de gelatina de menta.

No pasó mucho tiempo antes de que el ocre de los muros quedara manchado de caramelos de colores chillones, natillas doradas y pegotes de azúcar multicolor. Los Guardianes de las Sombras, aún en el aire, perseguían con empeño el trozo de tul. Lord Aldor ya había desistido de gritarles que bajasen; estaba solo ante la fisura desierta con los puños apretados a los costados. En el aire tremolaban haces de luz roja, ya medio apagada: los restos de un hechizo roto. Los ojos del mago, antes flamígeros, se habían puesto negros de ira. Mientras esquivaba un flan de nuez volador, contempló, indefenso, el pandemonio que se había desatado a su alrededor.