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Cuatro a bordo de una góndola

UN SECO GOLPETEO llenó por completo la mente de Mili al tiempo que un peso le oprimía el pecho y le dificultaba la respiración. Durante unos segundos llegó a pensar que los había atrapado una avalancha, pero luego descubrió que el ruido era el latido de su corazón.

Cuando se recupera algo precioso de forma imprevista sobreviene una variedad de emociones poco usual, máxime cuando uno lleva mucho tiempo resignado a no verlo ni tocarlo nunca más. La primera de esas emociones es el inevitable regocijo que te reconcilia con la bondad de todas las cosas; pero también te embarga un pánico que te deja incapacitado, el miedo a que no seas capaz de reconocerlo o de identificar el papel que antes desempeñaba en tu vida. Eso explica sólo una pequeña parte de lo que Mili sintió en ese momento épico de su vida, aunque lo cierto es que sus sentimientos eran demasiado confusos y firmes para que la palabra escrita pudiera hacerles justicia.

Rosie había confirmado la primera sospecha de Mili nada más pisar Casa Cebón, aunque sin atreverse a confiar: la madre que había creído muerta estaba allí, viva. Una parte de su mente luchaba con la conmoción de semejante descubrimiento, pero Mili todavía no estaba en condiciones de reflexionar debidamente sobre eso. En verdad descubrió que debía pellizcarse con mucha fuerza para no caer redonda.

—¿Te sientes bien, Mili? —inquirió una voz.

La interpelada ni siquiera supo quién le había dirigido la palabra, pero la pregunta la devolvió al momento presente. Miró a sus compañeros, agrupados alrededor del mapa. No era buen momento para explicarles lo que acababa de suceder, y, de todos modos, tampoco habría encontrado el modo.

Notaba de forma inequívoca el cabeceo de la nave bajo el suave oleaje de la laguna. Había agua por todos lados y las riberas ya no eran visibles. «Esto de estar rodeada de agua roja y resollante es como flotar dentro de un organismo vivo», pensó Mili. Era como si viajaran en el interior del vientre de una ballena.

La noche era cálida y asombrosamente serena. La blancura del plenilunio bañaba la Laguna Fantasma, desplegándose ante ellos como un manto de satén. No se veía una sola mota de tierra en la línea difusa donde el agua se encontraba con el cielo.

Mili dejó vagar la mente en el silencio nocturno y hundió una mano en el agua, que corrió entre sus dedos. Aguzó el oído, tratando de percibir el ulular de los búhos, el chapoteo de los peces, el resoplido de alguna bestezuela en las orillas o entre los árboles, pero era como si el mundo entero hubiera caído en un letargo profundo, como si no existiera nada aparte de la góndola y la rítmica cadencia del agua. Por la mente de la niña cruzó la idea de que había demasiado silencio, y en ese preciso instante… ¡PATAPLAM! La góndola recibió un golpe en un costado y se bamboleó de un lado a otro.

—¡Por todos los sa… pos! ¿Qué pasa?

La mirada de Leo voló a su alrededor en busca del atacante, pero las aguas estaban de nuevo tan quietas y silenciosas como la superficie de una piedra pulida por el río. Los cuatro corazones golpeaban con tanta fuerza que el ruido debía de oírse en la luna, pero el ataque cesó tan inopinadamente como había empezado.

—¿Creéis que puede haber monstruos en esta laguna? —gimoteó Ernesto.

—Eso no ha sido una criatura marina —le tranquilizó Mili, aunque tuvo que tragarse su inquietud mientras hablaba—, y, de todas maneras, ya se ha ido.

¡PLAF!

Algo se arrojó contra el bote. Los niños notaron con aprensión que los maderos empezaban a crujir y chirriar a causa del impacto. Mili se dio la vuelta en redondo y alcanzó a ver un cilindro de agua revuelta cuando desaparecía bajo la superficie. En ese momento cayó en la cuenta de lo pequeña e insignificante que era la góndola en comparación con la masa de agua que se extendía ante ellos y los horrores que podían acechar en sus profundidades. En verdad habían encarado esa expedición de un modo muy arrogante, sin pararse a pensar que la Laguna Fantasma podía estar habitada.

La superficie del lago empezaba a cubrirse de burbujas y espuma y sacudía el bote como si fuera poco más que una botella zarandeada por el oleaje de un mar tempestuoso.

—¡Remad! —ordenó Leo a voz en grito.

Y así lo hicieron. Al volver la vista atrás vieron un pequeño círculo en la laguna cuyas aguas hervían como el agua en una olla puesta al fuego.

Pero ¡ay!, aquel era el primer obstáculo de la aventura; pero no por eso iba a dejarles escapar con tanta facilidad. Una fina antena líquida ascendió del fondo de la laguna justo cuando Ortiga iba a anunciar que ya estaban a salvo. La antena viró hasta quedar frente a los cuatro atónitos chicos y luego desapareció sin previo aviso, si bien ocupó su lugar una masa enorme de agua arremolinada que se agitaba con tanto vigor como un batido en la licuadora.

—¡Lo sabía! ¡Es una serpiente de mar! —gritó Ernesto por encima del alboroto—. Como nos devore ¡no volveré a dirigirte la palabra, Mili!

Pero la niña conocía demasiado bien las amenazas vacuas de su amigo y había aprendido a no prestarles atención.

—Eso no era una serpiente marina —vociferó Leo para hacerse oír por encima del ruido de las aguas turbulentas—. ¡Es un Vórtice Carnívoro!

Cuando los chicos lograron recuperar los remos que el susto les había hecho soltar ya era demasiado tarde. El Vórtice Carnívoro los perseguía a toda velocidad y se acercaba cada vez más. Ernesto no podía hablar, estupefacto ante la idea de verse perseguido por un remolino. ¿Desde cuándo los remolinos tenían vida propia? ¿Y desde cuándo el agua se alimentaba de carne?

Mili, por el contrario, aullaba órdenes a diestra y siniestra, sin ton ni son.

—¡Desviad el rumbo! —gritaba—. ¡A la izquierda! ¡No, a la derecha! ¡Remad hacia atrás! ¡Más rápido, Ernesto!

Pero ya no había órdenes que pudieran salvarlos. Tenían al Vórtice prácticamente encima.

Cuando Mili tuvo cerca al monstruo, notó que había sufrido una metamorfosis increíble, pasando de torbellino a ser humano. Las facciones de los Nueve Infames de lord Aldor se abrían paso entre el surtidor de agua. No era que los hechiceros aparecieran allí mismo, en medio de la Laguna Fantasma (como bien sabemos, seguían en Casa Cebón, dedicados a comer, beber y buscar pistas sobre el paradero de los niños), sino que el remolino adoptaba la forma de los Nueve, cuyos semblantes se fundían en la vorágine líquida antes de volver a descomponerse en un racimo.

Los niños estaban desconcertados. Si el Vórtice Carnívoro se los tragaba, serían su cena y luego escupiría los huesos para que los peces acabaran de mondarlos. Si en algún rincón del mundo existía un libro titulado Cómo derrotar a un vórtice de la variedad carnívora, es seguro que los muchachos no lo habían leído, y lo que era peor aún: no tenían la menor idea de cómo luchar contra una masa de agua. Vosotros y yo sabemos que el agua es un elemento muy traicionero: es preferible burlarlo con ingenio a huir de él, igual que cuando tratas con adultos difíciles no suele servir de mucho enfrentarte a ellos directamente. Pero no había nadie allí que pudiera darles a los niños este imprescindible consejo, ni tampoco tenían forma de saber que remar resultaría una tarea inútil frente a algo con tanto poder, aunque pronto iban a descubrirlo por sí mismos.

Los rostros líquidos se hallaban ya tan cerca que Mili vio hasta las anclas tatuadas en la mejilla del pirata. Los cuatro indefensos chicos se refugiaron en la cabina central de la góndola, instalada para proteger a los pasajeros de las inclemencias del tiempo. Ortiga no fue lo bastante rápida. En el momento en que se lanzaba de cabeza a refugiarse bajo una tela embreada, con los brazos extendidos, el monstruo arremolinado la aferró por un tobillo. En un segundo se vio arrastrada hacia la roja boca espumajeante. Por mucho que la joven forcejeó y pataleó, sus esfuerzos fueron vanos. El Vórtice Carnívoro parecía disfrutar de la pelea; servía para abrirle el apetito.

Leo y Mili se pusieron de pie en cuestión de segundos y utilizaron hasta el último ápice de energía que les quedaba para recuperar a su amiga. Ernesto, en cambio, se mantuvo inmóvil. Sentía los brazos y las piernas más pesados que espagueti a la carbonara, pero, a diferencia de la carbonara, su mente no estaba densa ni pegajosa: zumbaba y bullía en ideas para rescatar a su damisela en apuros. Mientras Mili y Leo se afanaban para impedir que Ortiga desapareciera dentro del Vórtice Carnívoro, el muchacho se arremangó con toda calma. Si el remolino quería llevarse a Ortiga, ¡convenía dejarle creer que podía quedarse con ella! Ahí se le presentaba una gran oportunidad para demostrar su valor ¡y no pensaba malgastarla!

Ernesto se concentró mucho, lo cual no es nada fácil cuando se dispone de un tiempo tan limitado, y se preguntó qué haría si esa peste de Horacio Nudillos intentara robarle sus preciadas piedras de lapislázuli, y puesto que no tenía fuerza ni arrojo para luchar contra un tanque como ese Horacio, escogería la segunda opción: negociar. No habría sangre ni huesos rotos y todos contentos. Su mirada recorrió el contenido del bote y se detuvo en el gigantesco oso de felpa que les había ofrecido Tendón.

—¡Eso es! —gritó, sobresaltándose él mismo.

Pasó a un extremo de la góndola de un brinco y aferró el peluche por el cuello. El rito del sacrificio es sagrado en las sociedades primitivas y la víctima suele recibir un trato reverencial. Ernesto no tenía tiempo para formalidades; se limitó a arrojar el oso con todas sus fuerzas al gaznate del hambriento Vórtice Carnívoro. El torbellino se lo tragó, haciendo ruidos muy groseros, al tiempo que dejaba caer a Ortiga a la góndola sin ninguna ceremonia.

Ocupado como estaba en descuartizar al oso, el Vórtice no prestó atención a los chicos, que aprovecharon la oportunidad para remar como posesos y alejarse a toda prisa. Los cuatro aventureros echaron un vistazo atrás a tiempo para contemplar un estallido de relleno blanco mientras las nueve bocas se peleaban por el mejor trozo de la presa que les habían arrojado tan oportunamente, o eso creían.

Los niños remaron hasta el límite de sus fuerzas y sólo se detuvieron cuando hubieron perdido por completo de vista el revuelto Vórtice Carnívoro, que a esas alturas debía de estar padeciendo una buena indigestión. Ortiga no estaba acostumbrada a necesitar del concurso de salvadores y parecía bastante intimidada.

—Ya temía que me convirtieran en tortilla.

—No digas tonterías, Ortiga. Yo jamás lo permitiría —replicó Ernesto de corazón.

—Gracias, Erni. —Y ella se inclinó para apoyar la cabeza en su hombro.

Ernesto habría aceptado de buena gana pasar otra vez por aquella prueba de fuego sólo por disfrutar nuevamente de ese glorioso momento.

separador

Bogaron en silencio convencidos de ir bien encaminados hacia el norte. Mili se acordó de Tendón cuando contempló un grueso tronco de árbol a flote en el agua. Jamás habrían podido superar el primer desafío de la laguna sin su ayuda, pero ¿qué más les esperaba? No era tan ingenua como para pensar que el viaje iba a ser fácil; esperaba desde un principio que fuera arduo, quizá imposible. Ahora sabía que, además, arriesgaban la vida.

Recordó entonces el mapa y lo sacó del morral; estaba húmedo, pero por lo demás indemne. Leo lo desplegó y fue siguiendo el derrotero con el dedo. Debían continuar rumbo a septentrión y virar al oeste cuando llegaran a una bifurcación en el agua.

—Si seguimos las indicaciones del mapa, pronto nos encontraremos frente a las cavernas —confirmó Mili.

Y mientras hablaba notó que de pronto el agua les llegaba hasta el tobillo. Sin haber tenido casi tiempo ni para respirar se topaban ya con el siguiente desafío: ¡mantenerse a flote! El nivel del agua ascendía con celeridad a bordo de la góndola.

—¡Madre mía! —gruñó Ernesto, desolado.

—¿Sabéis qué solía decir mi antiguo entrenador? —Leo le dio un suave codazo en las costillas—. O te dejas la piel o te vas a pique.

—Qué lema tan estupendo —murmuró el niño, desanimado.

El otro metió una mano hasta el fondo del bote y dio con una parte donde la madera estaba astillada y dejaba entrar las aguas de la Laguna Fantasma.

—¡Hay que tapar el boquete! —exclamó Mili.

—Primero debemos encontrarlo. ¡Comenzad a achicar! —ordenó Leo.

—¿Con qué?

—Con algo absorbente. Prueba con tus calcetines, Ernesto.

Comenzaron a sumergir y retorcer frenéticamente los gruesos calcetines de lana del joven Periclavo, que resultaron ser esponjas de lo más efectivas. Entretanto, y tras una intensa búsqueda, la grieta quedó al descubierto.

Mili hurgó en el morral en busca de algo que pudiera servir de tapón, pero fue descartando cosas conforme las encontraba. Levantó la vista una vez vaciada la bolsa y se quedó pasmada al descubrir que los dos chavales y Ortiga estaban mascando los caramelos de tofe que ella había traído.

—¿Cómo podéis pensar en comer en un momento como este? —protestó.

Leo continuó masticando con denuedo, más aún, lo hizo con renovada energía hasta que escupió una pegajosa masa parda en la palma de la mano y exhibió orgulloso su masilla de caramelo. Mili se había quedado muda de indignación al verle gorjear comida, una conducta propia de gente muy maleducada. Su compañero se metió otra golosina en la boca.

—¿No sabes que estos caramelos son un adhesivo excelente? —Y lanzó a la mano una segunda masa de pasta pegajosa—. Observa esto.

Se agachó e introdujo el caramelo ablandado en la grieta, lo cual redujo instantáneamente la filtración de agua.

—¡Mira qué cosa! —exclamó la niña con asombro, y cogió el dulce que le arrojaba su compañero.

Momentos después los cuatro chicos estaban dedicados de lleno a la tarea de mascar, escupir y taponar. Si por casualidad hubieras pasado por ahí con tu embarcación, habrías pensado que eran gente muy, pero que muy grosera. Leo se echó hacia atrás para admirar la obra cuando todos los caramelos estuvieron reblandecidos e introducidos en la grieta. No era una solución demasiado atractiva a la vista, cierto, pero resolvía el problema casi con la eficacia de un calafateo hecho con los materiales adecuados.

—¡Caramba! Cuando volvamos a casa haremos fortuna con este sistema —anunció Ernesto—. Una línea de adhesivos comestibles… ¡Se venderán como churros!