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Como por arte de magia
MILI SE DEJÓ LLEVAR por el pánico al ver que se les acababa el tiempo.
—¡Y ellos esperan «algo grandioso»! —gritó, retorciéndose las manos—. ¿Qué diantre significa eso?
Los niños habían pasado la última hora en las húmedas mazmorras discutiendo posibles ideas para la sorpresa del Baile de Abracadabra. Por el momento sólo tenían tres proposiciones bastante pobres.
La primera fue una carrera de huevos en cuchara, por si acaso los hechiceros nunca hubieran visto alguna y se entretuvieran con las salpicaduras de yema. Difícilmente merecería la calificación de maravillosa.
La segunda opción consistía en bailar una jiga que les había enseñado Marcel, pero eso no contaba como novedad y, aunque la señora Alcalde pudiera encontrarla deliciosa, los niños sabían que viajar a las Grutas del Eco se les haría más cuesta arriba con un miembro fracturado.
La tercera alternativa era emocionarles recitando algunos versos de Ernesto. Esto, además de revelar lo desesperados que estaban, dependía de que él pudiera escribir versos conmovedores en tan poco tiempo. Los tres planes eran cuanto menos dudosos y les avergonzaba su falta de imaginación; sólo cabía atribuirla a la vida de excesos que llevaban.
—Tranquila —recomendó Leo, cuando la voz de Mili empezó a sonar chillona como un clarinete desafinado—. Ya inventaremos algo. Como siempre.
Se hizo un incómodo silencio en tanto cada uno trataba de pensar algo creativo. Como bien sabemos, eso es casi imposible de lograr cuando lo intentas, aunque algunos profesores que conozco parecen pensar que la creatividad se puede abrir y cerrar como si fuera un grifo.
Probaron a resumir el dilema, con la esperanza de que la enumeración de los distintos puntos activara la inspiración del poder mental colectivo.
—Debemos preparar una sorpresa.
—Una sorpresa «maravillosa».
—Que se revelará esta misma noche.
—En el Baile de Abracadabra.
—¡Delante de todos los invitados!
—Que esperan algo mágico.
—¡Por no decir maravilloso!
—Vale. —Rosie puso fin a la creciente aflicción. De todos ellos parecía la menos preocupada—. ¿Qué tenéis hasta ahora?
—Hasta ahora… pues… hasta ahora estamos todavía en las primeras etapas de la planificación —titubeó Mili.
—No tenéis nada de nada, ¿verdad?
—Sí —reconocieron los niños, mansamente.
Hasta ese momento habían evitado tocar el tema, con la esperanza de que todos lo olvidaran en el caos de los preparativos. Apenas comenzaban a aceptar que, si no cumplían, no podrían asistir al baile.
Rosie analizó el dilema. Era grande, pero no lo suficiente para causar dificultades graves. Con un dedo en cada comisura de la boca, estiró los labios para dejar oír un silbido penetrante. Casi de inmediato se hizo un respetuoso silencio en las mazmorras. Rosie había decidido que se requería un llamamiento a los prisioneros. Al fin y al cabo, la gente privada de libertad suele tener la imaginación como amiga íntima.
—Estos niños necesitan vuestra ayuda —explicó—. Esta noche van a cruzar la Laguna Fantasma para adentrarse en las infames Grutas del Eco.
Corrieron murmullos de disenso entre los prisioneros.
—¡Es ridículo! —gritó un ex barbero villacanense.
—¡Absurdo! —le secundó otro.
—¿El destino de Villacana, en manos de unos niños? —se mofó un pastelero, antes mofletudo y sonrosado.
—Esta noche será nuestra noche de libertad. ¡Lo siento en los huesos! —gorjeó un antiguo lechero, en tono más esperanzado.
—¡Alguien tendría que dar a ese Aldor y a sus compinches una buena patada en el culo! —chilló una vocinglera matrona, ya entrada en años, haciendo girar el bastón por encima de la cabeza.
Rosie alzó las manos y esperó tranquilamente a que cesara el clamor.
—Esta noche Mili y Ernesto se enfrentarán a graves peligros —anunció—. Tendrán que demostrar una valentía inmensa. Tal vez no triunfen, pero al menos están dispuestos a intentarlo. Son nuestra única esperanza…, a menos que alguno de vosotros tenga una idea mejor. —Aquí hizo una pausa dramática para dar paso a las respuestas. No hubo ninguna—. Quedaremos en deuda con ellos para siempre si el éxito les sonríe, y merecen que les brindemos todo nuestro apoyo.
Los prisioneros analizaron las implicaciones de la alocución de Rosie entre respetuosos murmullos, todos salvo Ernesto, que a partir de la palabra «peligros» no había registrado nada más. Nadie sabía qué se ocultaba en las cámaras rocosas de las Grutas del Eco, pero todos habían oído relatos que ponían los pelos de punta y la carne de gallina. Nadie se habría ofrecido para ir en lugar de Mili o Ernesto. Esos chicos debían de tener nervios de acero para aventurarse solos por allí.
—Sin embargo —continuó Rosie— antes de que ellos puedan poner su plan en acción, los invitados esperan un espectáculo. ¡A nosotros nos toca ocuparnos de eso!
Se oyeron fuertes vítores, a los que siguió una animada discusión. Se propusieron muchas ideas, que fueron debatidas… y rechazadas. Todo el mundo tenía algo que opinar sobre el tema, pero ninguna opinión se materializó en un plan concreto.
Cuando Mili y Ernesto comenzaban a desmoralizarse, el murmurante gentío se abrió para dar paso al anciano señor Morero, que se inclinó para susurrar algo al oído de Rosie. La cara sombría de la mujer dejó ver poco a poco una sonrisa.
—Preparad vuestras varitas mágicas —declaró—. ¡Haremos que estos niños desaparezcan!
Un Armario de Desaparición requiere varias herramientas esenciales para un carpintero, entre ellas tablas de madera, clavos, martillos y serruchos varios. La señora Alcalde, cautivada por la perspectiva de semejante representación, otorgó a Mili y a Ernesto, con liberalidad, todos los elementos de la lista que le presentaron. Además, los prisioneros tenían a su disposición los materiales sobrantes de las decoraciones hechas para el baile. Construir un Armario de Desaparición no es difícil. El mayor problema era la desaparición en sí. Los niños eran perfectamente conscientes de que, al no ser magos de oficio, tendrían que utilizar otros medios, quizá más enrevesados, para esfumarse.
Avanzaban con celeridad. Cuando llegó la caja de herramientas los prisioneros se lanzaron sobre ella con tanta pasión como si fuera un sabroso lechón asado. Ahora estaban entusiasmados; los impulsaba la perspectiva de la inminente libertad que hasta entonces habían creído inalcanzable. A decir verdad, tampoco ahora creían que fuera posible, pero la idea había arraigado. Y no hay como tener una misión, realista o no, para fomentar el trabajo en equipo.
Mili y Ernesto prestaron toda la ayuda posible. Los dos recordaban que, en una oportunidad, habían encontrado por casualidad, en la biblioteca de Villacana, un libro para niños muy diferente a los demás. Su cubierta no era prístina, sino vieja y raída; trataba de cierto Circo de Pompón y Borlas y de un gran mago, Fantasio el Fantasioso III, que se introducía en una caja y ordenaba a su asistente cerrar la puerta con candado. Después de una fórmula mágica, seguida de una explosión de chispas azules, se volvía a abrir la caja, pero Fantasio el Fantasioso no aparecía por ninguna parte. El relato pasaba a ofrecer al lector una serie de pistas para hallar al mago desaparecido; por fin se descubría a Fantasio III disfrazado de equilibrista y caminando por la cuerda floja. Cuando los niños trataron de pedir el libro en préstamo, la señorita Línea, jefa de bibliotecarios, puso cara de horror y se apresuró a confiscarlo, sin dejar de echar miradas en derredor por si algún otro se hubiera percatado. Después de murmurar algo sobre no sé qué «descuido», la señorita Línea les aconsejó un volumen más adecuado sobre dos hermanos que perdían a su gatito y lo encontraban trepado a un árbol. Mili y Ernesto jamás habían olvidado a Fantasio el Fantasioso. Ahora ellos también, como el bueno de Fantasio, desaparecerían del baile para escabullirse ante las mismísimas narices de lord Aldor.
Era tal la productividad de los prisioneros que el Armario de Desaparición estuvo terminado en un ratito de nada. Medía dos metros de altura y estaba bastante torcido, pero los presidiarios no habrían podido sentirse más orgullosos del esfuerzo invertido. Para darle un toque festivo le pusieron cortinas amarillas, estrellas refulgentes y papel de plata. Además habían previsto unas ruedecillas para poder llevarlo con facilidad hasta el salón de baile. Prometía toda clase de cosas mágicas. Y lo mejor era el fondo falso, que se podía abrir cuando llegara el momento de que se escabulleran Mili y Ernesto.
El regocijo se acabó cuando alguien hizo una pregunta para la que nadie tenía respuesta:
—¿Cómo harán los chicos para salir del salón sin que nadie los vea?
Mili se desinfló, pero sólo por un instante, pues de inmediato se le ocurrió una idea brillante.
—¡Plumas y volantes! —exclamó, para estupefacción de todos—. ¡Enseguida vuelvo!
Cuando regresó, cinco minutos después, traía la cara arrebatada de entusiasmo; cargaba una brazada de mantos de colores y chisteras, de los que se había apoderado en la Sala de Máscaras.
—¿Listo para desaparecer, Mozi? —preguntó—. ¡Como por arte de magia!
Los Alcalde vinieron a recoger a los niños vestidos como las antiguas deidades griegas. Ella llevaba el pelo hecho una colmena de rizos y la frente adornada con una diadema dorada; lucía una túnica larga con un cinturón ancho de bronce batido y sandalias de piel entrecruzadas hasta la rodilla; las tiras estaban demasiado prietas y empezaban a cortarle la circulación. El señor Alcalde no vestía más que un taparrabos, sandalias aladas y un casco emplumado, con intención de representar a un guerrero antiguo. Por desgracia, el taparrabos parecía un pañal, y el casco, al obstruirle constantemente la visión, hacía que chocara con todo.
—Será mejor que nos pongamos en marcha, mi estrella olímpica —arrulló el marido, rodeando con un brazo los hombros de su esposa.
—Estoy lista si tú lo estás, mi fornido guerrero —respondió su enamorada.
Los chicos hicieron una mueca de asco y los siguieron hasta el salón de baile.
En el vestíbulo de mármol, muchos de los invitados mordisqueaban entremeses de flores de calabacín y escuchaban a una banda de violinistas gitanos mientras esperaban que se abrieran las grandes puertas del salón. Cuando llegaron los Alcalde y los niños, en el aire del vestíbulo se mezclaban aromas de pimienta, alcohol y cigarros. En la decoración del salón no habían escatimado en gastos. Los techos altos, las columnas blancas y el parqué del suelo hacían de esa habitación, sin lugar a dudas, la más opulenta que los chicos hubieran visto nunca. Estaba lleno de sillones y sofás tapizados de terciopelo; había pedestales de mármol que sostenían complicados arreglos florales. Del techo pendía una colosal araña de cristal donde centelleaba la luz de cien velas.
Cuando el grupo oficial hizo su entrada, cientos de ojos se fijaron en ellos; ¡no todos humanos, fíjate en lo que te digo! Si los Nueve Infames les habían parecido extraños, ahora no llamaban la atención entre la variedad de invitados. Una joven de aspecto angelical con orejas de conejo se acercó para observar más de cerca a los nuevos descendientes de los Alcalde. Todos los personajes de un mazo de naipes habían venido en grupo y se movían en masa. Un tipo increíblemente alto, con teclas de piano por dedos, coqueteaba con descaro con una mujer cuya cabellera parecía compuesta por cuerdas de violín. Junto a una familia de galletas de chocolate se veía a un chaval guapo vestido a la usanza isabelina; lo que arruinaba su aire principesco eran los dos colmillos de morsa que le brotaban de las fosas nasales. Un gnomo de manos nudosas pasó con una bandeja de setas, y a menos que Mili estuviera equivocada, allí estaba Tendón, vestido de cavernícola, bebiendo un martini a sorbitos. Cuando su mirada se cruzó con la de los chicos alzó su copa en una inesperada muestra de cordialidad.
La mayoría de los invitados no necesitaba disfraz para destacar. Había engendros con alas; los había con pelaje en el cuerpo o con colmillos y con ojos tan rosados como el champán que burbujeaba en la fuente del vestíbulo. El salón de baile era un batiburrillo de colores deslumbrantes. Ni por casualidad se veía una prenda gris o beis.
Todos los presentes profirieron una exclamación ahogada cuando lord Aldor, con una túnica roja, se materializó sentado en la araña. Él procedió a flotar despacio y descendió hasta posarse en el escenario montado en la parte posterior del salón. La sencillez de su traje le hacía parecer todavía más terrorífico. Usaba la capa roja habitual, complementada con una máscara teatral blanca de nariz exageradamente larga; era ese tipo de máscara que los viajeros consumados relacionan al instante con el carnaval de Venecia. Dejaba ver muy poco de su cara, salvo dos ojos rojos como ascuas. Las luces se atenuaron en un efecto dramático cuando lord Aldor alzó los brazos y agitó el meñique, la araña se retrajo y sus fragmentos de cristal se dispersaron hasta formar, en el lugar del techo, un cielo nocturno salpicado de estrellas. El anfitrión dio un par de tirones al lóbulo de su oreja y acto seguido las paredes del salón se convirtieron en vidrio, a través del cual los asombrados huéspedes vieron pasar delante de sus nances unos cometas con su estela de polvo cósmico.
La expectación flotaba en el aire hasta saturarlo. Se hizo el silencio, pues la multitud comprendía que estaba a punto de suceder algo impresionante.
Lord Aldor echó un vistazo taimado a los sobrecogidos espectadores con los ojos entornados antes de levantar majestuoso los brazos.
—¡Que comience la magia!