19
Pasearon un poco más por el parque. La conversación giró hacia asuntos más personales, aunque abordados a la distancia emocional que les caracterizaba. Después de la inesperada decisión de colaborar juntos profesionalmente, de aquel mutuo reconocerse que habían estado vigilándose y mintiéndose, necesitaban volver a sentirse padre e hija. Recuperar algo de la vieja familiaridad.
—¿Me acompañas al hotel? El coche no voy a poder tocarlo hoy, y preferiría que tú tampoco lo hicieras. Ya pasaré a buscarlo mañana.
—¿Te acordarás de dónde lo hemos aparcado? Todos estos lados de la Ciudadela se parecen bastante…
—Deja de sufrir por mí, Trejo. Tienes que tratar de establecer otra clase de relación conmigo.
—Ya. ¿Y dónde está ese hotel?
—Es un paseo. Pero te sigue gustando pasear, ¿no es verdad?
—Sí, creo que no he hecho otra cosa que pasear desde que estoy en Pamplona. ¿No prefieres mantener tu guarida en secreto?
—Ya no necesito tener secretos contigo, Trejo. Las cartas están encima de la mesa.
—Ya. ¿Y ese hotel quién lo paga?
—Tenemos recursos.
Caminaron juntos en dirección al sur. Al llegar al río se detuvieron unos minutos en el puente. Se dejaron acariciar por la luz solar que presionaba sin vigor sobre la tierra. El río fluía despacio y desordenado, como si varias corrientes tirasen del agua en direcciones distintas. Se recrearon en el silencio, y también reemprendieron la marcha sin pronunciar una sola palabra. Menos de media hora después Trejo dejó a su hija en un portal. No había ningún indicativo de que se tratase de una pensión, que fuese un hotel estaba descartado. Así que algunas cartas seguían boca abajo, algunos secretos seguían vigentes.
—Hasta luego, Irina. Dame dos días para organizar la agenda y te llamo.
—Pues hasta luego, Trejo.
Al llegar a casa se desnudó y se dio una ducha. El sudor se había secado, pero seguía oliendo a miedo, al susto del accidente en la carretera. Encendió la televisión y se quedó medio desnudo pasando canales sin prestar atención. Picó algo de queso y embutido. Después se vistió y cruzó la ciudad en dirección a la casa de Carlos. Pamplona no es el centro de la acción, no es una ciudad excitante, pero a él le gustaba.
Trejo esperaba encontrarse con una casa más limpia, como si la primera vez que la visitó Carlos hubiese tenido un mal día. Pero allí seguían las maquetas, los libros, los papeles: formando cimas y valles. Incluso le pareció ver más pósteres que la última vez, al menos no recordaba el del pulpo gigante.
—Me alegro de verte. Tenemos mucho que comentar. Te he preparado un estupendo vaso de agua.
—Si tienes una cerveza te lo agradeceré.
Carlos volvió sosteniendo la copa con el líquido dorado y fresco, coronado hasta el borde de espuma crujiente.
—Ya no eres abstemio.
—No seas bobo, una copa de cerveza no es beber en serio. ¿Vas a acompañarme?
Carlos extendió el brazo y en su mano apareció una botella oscura. Dio un trago a morro.
—¿Qué hay de lo nuestro, Carlos? ¿Has hecho progresos?
—¿Progresos? ¿Las dudas son progresos? Porque tengo más que hace dos días. Entiendo que les persuadió para que llamasen a ese número, y que les convenció de que se grabasen mientras lo hacían. Pero no entiendo cómo los mató. Está claro que quiere que veamos cómo llaman, supongo que los envenena, pero ¿cómo puede estar seguro de que harán la llamada antes de morir?
—Sebastián ha tenido una idea brillante: según él, los teléfonos con los que llamaban estaban envenenados. Esporas, gérmenes, a saber qué ideas se habrá montado el pobre. ¿Te imaginas? Adivinar con qué teléfono llamará e impregnarlo de un jugo mortal. Menudo trabajo.
—Pero tampoco puede ser un derrame normal. Los derrames no duelen y el general se retuerce, parece como si le arrancasen el cerebro a lo vivo.
—No seas exagerado. No estoy seguro, pero supongo que empleó un veneno de efecto retardado. Algo que se mete en tu organismo y descansa hasta que alguien prende la espoleta. En este caso, cuando descienden los índices de acetilcolina: el veneno se activa cuando la víctima se va a dormir. Se inventó durante la guerra fría, le llamaban el veneno diplomático. Muy útil cuando conseguías convencer al negociador oponente de algo: firmabas el trato, después el tipo moría, y todo seguía adelante, porque el bando rival creía que era un accidente. Una idea brillante que no terminó de imponerse porque no puedes repetir la jugada demasiadas veces: tendrías que ser idiota para no darte cuenta de que hay demasiados derrames en las filas de tus negociadores.
—Entiendo, pero sigue siendo un plan demasiado arriesgado. Tenían que llamar el mismo día que les daba el veneno. ¿Cómo podía saber no solo que le obedecerían, sino además que lo harían antes de acostarse?
—Creo que en Medusa nunca han estado completamente seguros. Fíjate en el tiempo que pasa entre muerte y muerte. Siempre es viernes, eso no cambia, pero el lapso varía mucho, una semana entre Obanos y el general, y casi un mes entre Puyó y Obanos. Supongo que su ritmo ideal es uno por semana. Debe de tener una buena lista de posibles clientes, estoy casi seguro de que lo ha intentado cada viernes.
—Eso significa que los dos viernes entre Galván y Puyó…
—Las semanas en blanco se corresponden con clientes que se fueron a dormir sin hacer los deberes.
—Es horrible.
—Y el de esta semana también le está fallando. Es una apuesta complicada. Se trata de encontrar a alguien que pase de la desesperanza a la esperanza a una velocidad asombrosa. Que se preste a todo este juego en un escenario bastante aparatoso, y que lo haga el mismo día. La capacidad de sugestión de Medusa es realmente admirable.
—Esa clase de veneno, ¿cómo se administra?
—El veneno diplomático es un veneno de cortesía. Basta con un brindis para cerrar el trato, basta con que el asesino se tome antes un antídoto.
—¿Por qué los mata, Trejo?
—¿Por qué no tendría que matarlos?
—Porque no tiene ninguna necesidad. Podría convencerlos de que hiciesen esa llamada y después…
—Al principio pensé que debía de tener una coartada práctica. Una cosa buena que tienen los muertos es que nunca se van de la lengua. Era verosímil. Pero Medusa no tiene el perfil de una organización discreta, son más bien unos exhibicionistas. La manera de convocar a quien esté convocando el día siete de noviembre es bastante espectacular. Ahora mismo me inclino a pensar que si los mata es para que no podamos mirar hacia otro lado. Las muertes son como una cadena de hierro, para arrastrarla mientras baja corriendo por las escaleras, para hacer el mayor ruido posible.
—¿Has pensado a quién quiere convocar?
—No tengo ni idea. Pero vamos a dar pasos en esa dirección. Mañana iré a Madrid a preguntar por el JAC. Galván era un caso tan sencillo que me juego la camisa a que empezó por él. Galván era lo que tenía más a mano, el mundo de los confidentes, los viejos torturadores. Y como no creo que nuestro asesino tenga más de setenta años, es posible que alguien del JAC sea el objetivo final de todo este juego. Esa gente del JAC, los que hayan sobrevivido, tendrán muchos enemigos.
—Pero ¿entonces serían hijos de los torturados los que buscarían justicia? Eso no casa. Medusa está matando a inocentes.
—¿Y a ti quién te ha dicho que los hijos de los buenos sigan siendo buenos? Esa es una idea completamente absurda. Los hijos toman sus propias decisiones. Y te diré más: pocas cosas son más valiosas para un psicópata que tener un gramo de razón, un milímetro de justificación moral. Los agravios, sobre todo si son reales, les ponen como motos. Las cosas más abyectas de este mundo se apoyan en buenos principios. Te daré un consejo… bueno, no, ni siquiera es un consejo, es solo una advertencia: desconfía de quien se apoya en la moral para imponer su razón. Las cosas que será capaz de hacer con esa razón, bueno, pueden llegar a ponerte los pelos de punta…
Trejo retiró media docena de papeles que habían ido cayendo de las estanterías como hojas de otoño para rescatar su chaqueta. Se subió de manera bastante aparatosa los pantalones e hizo una mueca que Carlos interpretó como una despedida.
Carlos acompañó a su jefe a la salida. A Trejo la casa ya no le parecía ni tan pequeña ni tan desalentadora. Apreciaba cierta calidez en las paredes, en el trato de Carlos, incluso en los muñequitos de los ewoks que parecían reproducirse de espaldas a su ayudante.
Se estrecharon las manos antes de abrir la puerta.
—¿Y cómo sigue la investigación?
—Ya te lo diré. ¿A qué tanta prisa?
—Espero que no te moleste, Trejo, pero estoy tomando algunas notas sobre el caso. En código. No saldrán de casa.
—No me preocupa, créeme. Este es el lugar más seguro del mundo. Si alguien me pidiese que le indicase un buen sitio para enterrar unos documentos, le diría que se olvidase de las cajas fuertes, de los archivos encriptados. Le recomendaría la casa de Carlos Piminchumo: el laberinto de papel más profuso a este lado de los Pirineos. Sí, bastaría con dejar los documentos comprometedores por aquí, el problema sería recuperarlos después. Es una buena idea de negocio, no la dejes pasar. Solo tendrías que avisar cuando te cases: las mujeres suelen llevar integrada la manía del orden.
—Tampoco creo que vaya a casarme.
—¿Por qué tomas esas notas?
—Como testimonio. Jamás pensé que trabajaría con una leyenda de la investigación.
—¿Quién te crees que eres, el doctor Watson? Mírate, por el amor de Dios, ni con la mejor voluntad del mundo sería posible confundirte con un inglés. Por no hablar de mí. Es una cosa disparatada, del todo inconveniente. Pero te daré material: mañana estaré en Madrid tratando de aclarar el asunto del JAC. Y cuando regrese, no vas a creerlo, tengo una cita para irme de bodegas. La cerveza de hoy ha sido puro entretenimiento.
—¿La bodega de Obanos?
—Buena deducción. Lo que no voy a revelarte es la identidad de mi misteriosa acompañante. Escribe que es una mujer desconocida y atractiva, eso volverá locos de ansiedad a los seguidores de tu blog en el internet profundo.
—No tengo ningún blog.
—Pero sí tienes un ordenador, y vas a hacer una investigación. Vuelve a mirar esos vídeos, amplía la imagen, combina unos con otros, lo que sea. Quiero que saques a qué número llaman antes de que les envenenen. Todos los dígitos. Quiero saber por qué tardamos tanto en descubrir el cadáver de Galván, y por qué saltamos desde entonces a cada llamadita.
—Hecho.
Carlos le abrió la puerta. Trejo ya tenía medio cuerpo fuera cuando se giró de nuevo hacia el interior de la casa. A Carlos le impresionó el rostro serio de su jefe, sin un gramo de luz.
—¿Sabes qué impresión tengo contigo?
—No.
—Que me observas para descubrir las claves de este negocio.
—Siento mucho si he dado esa impresión, yo no…
—Es un cumplido. Y como estoy de humor, voy a darte una indicación general sobre la naturaleza de la investigación criminal.
Trejo se pasó la yema del dedo con fuerza contra el lagrimal. Carlos sintió cómo las extremidades se le ponían en posición de firmes.
—Un asesino, una organización criminal de estas características, se dedica a construir cajas complicadas donde encerrar a sus víctimas. No matan a cualquiera, no matan porque sí. Y nuestro trabajo consiste en ser pacientes, en ir fabricando una trampa más grande y complicada, organizada según sus propias reglas: una caja donde meterlos y de la que no puedan salir nunca más.