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Cuando el inspector Sebastián abandonó la finca, Obanos subió a su despacho para estar solo. Se cerró con llave, buscó en la agenda del iPhone el número de su sobrino y le llamó hasta siete veces. No obtuvo respuesta, lo había desconectado, lo había bloqueado, le había cortado la comunicación. Era mejor asumir cuanto antes que no tenía ninguna posibilidad de ponerse en contacto con él.

Obanos agarró la tela del jersey de su hermana, se dio cuenta de que aquellos restos rojos sobre las fibras de lana amarilla solo podían ser sangre, y estiró la lana como si pretendiese desgarrarla. Cuando se dio cuenta de lo que hacía estaba ya sudando, presa del miedo. Se dijo que no podía seguir así, si tenía que enfrentarse a lo que había desencadenado tenía que hacerlo con la cabeza fría, como siempre había hecho. ¿Cuál era el problema? ¿Que estaba solo? ¿Que no tenía apoyos? ¿No había estado siempre solo? No podía permitir que el terror le paralizase, nadie iba a devolverle a su hermana, una persona menos a la que proteger. Desde la perspectiva de su combate, el enemigo había jugado ya una carta, y él seguía firme, era un punto a su favor.

Lo primero que tenía que hacer… Lo primero… Lo primero… No podía confiar en la policía. En el caso de que el inspector Sebastián desenredase aquel nudo de suspicacias y sospechas contra él, llegarían tarde a protegerle. En la policía no podía ni pensarse.

Tenía que pasar al ataque. Pero ¿cómo? ¿Cómo atacar a un enemigo invisible, cómo apuñalar al aire? En eso tenía razón Sebastián, eran etéreos, casi invisibles, y si seguía soportando aquella tensión mental él mismo llegaría a convencerse de que eran espectros de su fantasía. Ya se culpaba de la muerte de Elena, en eso no se engañaba, su hermana había muerto por su culpa.

Tenía los nombres de los contactos, los tipos con los que había hecho negocios, pero estaban limpios, y muy probablemente eran hombres de paja, prescindibles. Podía contratar a profesionales para que les asustasen, devolverles algo de miedo, pero ¿qué ganaría en la partida que verdaderamente importaba? No le acercaría ni un paso al triunfo final.

Se sirvió otra copa, y se dio cuenta de cómo el ánimo se le acercaba a la desesperación. Pensar en aquel estado no podía ser bueno de ninguna manera, pero ¿de qué otra manera podía pensar?

La mente se le fue al número de aquel hombre que había salido de la nada: la voz cavernosa, la propuesta fantástica… Todo olía a trampa, pero le había suministrado una información sorprendente sobre sus enemigos, que podía ser muy útil si se decidía a luchar solo. No la había contrastado porque había estado ocupado, por nervios, porque las amenazas le hacían pensar lento, porque todavía confiaba en el trabajo de la policía. Pero ¿por qué no recurrir ahora? Sus enemigos podían tener otros enemigos, y era lógico que hiciesen un frente común. Tenía sentido.

Se revolvió contra sus propias ideas. No, no. Estaba actuando como un idiota. Quién querría ir de pareja con uno como él, en su estado: desesperado, asustadizo como un ratoncito.

Antes de hundirse en el fango de la autocompasión, Norberto Obanos recordó que no siempre había sido ni se había comportado así, no, ni mucho menos. El Obanos que solía ser era una persona inteligente y fría, un luchador. Un hombre que sabía cuándo empezar una batalla empresarial y cómo ganarla. Si le habían atacado y vencido, al menos aparentemente, era solo porque eran muchos y le habían encontrado con las defensas bajas. Obanos estaba solo, no tenía a nadie en quien apoyarse y coger impulso: su exmujer estaba lejos, su hermano muerto, su hermana tan distante y ahora asesinada, su sobrino huido. ¡Había tenido que dar la cara por todos! ¡Había luchado él solo por todos los Obanos!

Claro que había aspectos extraños, piezas que no encajaban, pero era una situación límite, a vida o muerte. Había encontrado un grupo con el mismo enemigo, se aprovecharía de ello. Con la cabeza fría, cuando pasase esta situación límite ya se encargaría de solucionar el rompecabezas, de iluminar las sombras, de limar las aristas.

No dejó pasar un minuto antes de marcar el número de sus nuevos aliados. Descolgaron, pero nadie respondió.

—¿Medusa? Soy Norberto Obanos. ¿Medusa? ¿Medusa?

—Obanos, me alegra oírle. ¿Ha pensado en nuestra propuesta?

—¿Oírle? ¿Nuestra? ¿Son uno o muchos?

—Ya se lo dije, soy uno que habla en representación de muchos. Un grupo que quiere y puede ayudarle.

—¿Concertamos esa cita? He pensado que podrían venir aquí, que podría usted venir a la bodega. La gente se queda impresionada con el edificio, es un buen sitio, agradable, solo con ver los viñedos…

—No, la cita tiene que ser donde le dijimos.

—Ya, estuve inspeccionando ese sitio. La China. Francamente, no me da buena espina.

—Pasaremos a buscarle el viernes, sobre las siete, a donde nos diga.

—Espere. ¿Por qué el viernes? ¿Quién me pasará a buscar?

—Tiene que ser el viernes. Y tiene que ir a buscarle un hombre a nuestro cargo. No son condiciones negociables. Ni siquiera tengo la potestad de discutir. Medusa ya le informó de que tenemos los recursos para ayudarle. Entretanto, supongo que ya ha averiguado lo poco que puede esperar de la policía y de los juzgados… Pero como prefiera. Medusa no fuerza a nadie. Hay otros casos, otra gente a la que ayudar. Y en Medusa no negociamos.

—Muy bien, muy bien. El viernes que viene, entonces. Pueden pasar a buscarme aquí mismo. Aquí estará bien.

Al colgar el teléfono, Obanos sintió cómo se revitalizaba. Sus enemigos habían cometido un gran error. Llevaban ventaja, sí, pero también le habían dejado la oportunidad de tomar aliento. Habían levantado el pie de la presa, estaban seguros de haberlo partido por la mitad, pero Obanos no era un hombre fácil de quebrar. Nada de eso. No debieron haberle dado una segunda oportunidad.

Obanos buscó en el iPhone la grabadora. Se sentó y estuvo unos minutos buscando la postura más confortable. Dio un trago y empezó a hablar muy despacio, como si paladease cada una de las palabras que pronunciaba:

—Mi nombre es Norberto Obanos y estoy hablando con este trasto porque es importante para mí y para los que han llevado y llevan mi apellido registrar cómo empezó todo, toda esta pesadilla…