12
—¿Aquí es donde tengo que presionar?
—Sí, aquí. No me explico este inesperado deseo de grabarte, papá. Si quieres escribir tus memorias, podemos emplear a alguien para que se las dictes. Menudas prisas. No entiendo cómo no podías esperar a mañana.
—¿Mis memorias? No sé cómo se te ha podido meter esa idea en la cabeza, hijo.
—Pues creo que tienes muchas cosas por decir. Cosas que nadie se atreve a contar.
—Ya hemos hablado de eso.
—Bueno, haz lo que quieras. Igual es buena idea, mamá siempre decía que tenías cara de actor.
—Sí, sí, bueno, ya es suficiente, hijo, gracias. Andrea te estará esperando, dales saludos a los niños.
—Se los daré, y no tardes en venir a visitarnos. No eres ninguna molestia, no puedes pasarte la vida aquí metido. Te echamos de menos.
—No te preocupes por mí, hijo. No estoy tan solo como crees. Tengo un montón de recuerdos que me hacen compañía. Y ahora también una cámara. Espero que te gusten las películas que haré del jardín, vas a ser un espectador privilegiado.
—No sé cómo puedes pasar sin televisión.
—Ya lo hemos hablado, muchacho, soy de otra generación. No soporto que me bombardeen con tantas mentiras.
El general Ferrater acompaña a su hijo por el pasillo y le estrecha la mano al llegar a la puerta. Le sigue con la mirada mientras avanza por el jardín de fresnos hasta el Audi estacionado de cualquier manera en el aparcamiento vacío.
Cuando el coche cruza la verja y se aleja, el general echa una mirada a su alrededor, al jardín que rodea la finca familiar, y siente por primera vez en años que la amargura no le estrangula la tráquea.
No es que se alegre de que cada año que pasa le confirme que nadie viene a verle, que nadie le consulta ni le pregunta. Que los días en los que el aparcamiento se quedó pequeño y tuvieron que ampliarlo pese a las protestas de su mujer son recuerdos cada vez más lejanos que ve corretear alrededor de la casa como fantasmas que no se dejan tocar.
Cierra despacio la puerta y vacía el bolsillo del batín en el mueble de la entrada: un pañuelo, dos monedas rojizas, migas. Entra en el salón y le dedica una mirada tan lenta como sus movimientos a una decoración y unos muebles que conoce de memoria. Se detiene en cada sofá, en cada silla, recordando a las personas que llegaron a sentarse bajo su techo. Cree volver a escuchar fragmentos de conversaciones donde creían estar decidiendo la suerte de la futura democracia.
Habían transcurrido casi cuarenta años, pero todavía no habían pasado ni veinticinco cuando Amalia murió. Y ya entonces se llevó el disgusto de tener que enterrarla en familia, sin que ninguno de sus amigos privilegiados se dignase a venir, incluso tuvo que agradecer las frías llamadas, los gélidos telegramas.
Fue entonces cuando Ferrater se dio cuenta de que aquellas señales con las que demostraban que apenas se le tenía en cuenta, que los sutiles desprecios que venía detectando, no eran situaciones aisladas, sino los primeros pasos firmes de un proceso que no iba a detenerse, que no iba a pasar de largo. Comprendió que el resto de sus días la vida iba a ser así: un progresivo aislamiento en el olvido.
Acarició la funda del sofá. ¿De qué podía quejarse, después de todo? Le habían condecorado, le habían dado palmaditas en la espalda por no ponerse de parte de los golpistas. Aunque él prefería decir que se había opuesto, no era una opinión demasiado extendida. Su propio hijo mayor, el que quiso dedicarse a la política, se lo dijo con la crudeza que a veces adopta la verdad:
—¿Y qué esperabas, que te condecorasen cada semana? ¿Una banda de música en la puerta?
Era verdad, pero era solo una parte de la verdad. Había otros aspectos que su hijo no podía considerar, porque no compartían las mismas expectativas. Cuando los socialistas empezaron a remover el ejército en serio no es que lo arrinconasen de golpe, a eso no se atrevieron, se limitaron a desplazarlo. Le encargaban tareas absurdas, no iban a verle, no contaban con él. Mientras que otros seguían viéndose con el ministro, incluso con el rey, él tuvo que oír que la carrera política de su primogénito no podía despegar con esos apellidos. Como si manchasen.
No podía ir a denunciarlo a ningún estamento, claro. No era algo que quebrantase las normas. No se había producido ninguna afrenta activa. Incluso, y era algo en lo que pensaba a menudo, muchos de quienes le agraviaban con aquella malicia pasiva a la que no sabía cómo responder llevaban años muertos, vencidos por la vejez. Claro que con la edad había descubierto que la muerte no zanja las discusiones ni nos da ventaja, que la pelea y el deseo de imponerse pueden seguir agitándose en la mente de los vivos.
¿Por qué no dejarlo estar? Por eso no quería hablar con su hijo mayor, porque tarde o temprano le embestía con esa misma pregunta como el toro que no puede resistirse a un paño rojo.
El general corrió los visillos y le sacó el polvo a las fotos de sus hijos y de sus nietos, mientras pensaba de nuevo en lo sencillo que sería ceder. Lo fácil hubiese sido renunciar a lo que se merecía, decir: «Hasta aquí, ya está, se terminó, ahora empieza una vida nueva». Es lo que hacía el cocinero cuando le preparaba la carne: cortaba con cuidado para separar de la pieza la grasa y los nervios, la ternilla que desde niño le daba asco encontrarse en la boca. Separaba lo nutritivo y masticable de lo intragable.
Si fuera tan sencillo… Pero no lo era. ¡Las vidas nunca empiezan de nuevo! El general sentía que pese a sus años, y todo lo que había olvidado, la vida estaba articulada. Y que si se cortaba una parte no se libraría por eso de ella, sería como el hombre al que amputan una porción de extremidad: la ausencia le acompañaría mientras viviese.
Ferrater sostuvo la videocámara y la puso sobre la mesa del comedor y le dio a la tecla convencido de que las instrucciones de su hijo pequeño serían fiables. Tampoco sintió la menor sombra de duda sobre aquella máquina japonesa; estaba demasiado entretenido devanando el hilo de sus pensamientos.
Si tuviese delante a su hijo mayor, y si por una vez el muchacho (seguía siendo un crío para él) no se le quitase de encima como a un insecto molesto, si le diese tiempo de explicarse, el general replicaría que el principal castigo de aquel olvido es que afectaba retrospectivamente a la valoración de su vida. Le empujaba a pensar que detrás de aquel abandono latía un reproche que ni siquiera se tomaban la molestia de expresar.
Le estaban diciendo que después de todo igual no opuso bastante resistencia, que no creían que prestó la casa con la idea decidida de avisar a los golpistas sobre los inconvenientes y peligros de su intentona criminal, que había sido demasiado calculador. Es posible que le dijesen que, en cualquier caso, había actuado como un chivato y que no les gustaba la compañía de los delatores.
Se decía que pertenecía a un pedazo incómodo de la historia. Eran muchos los que preferían olvidar la tibieza y la indecisión con la que afrontaron el golpe. No soportaban la comparación y por eso le mantenían a distancia. Cuando conseguía convencerse de estas cosas el general Ferrater mantenía a raya la amargura. No la suprimía, claro, pero lograba diluirla en un sentimiento general de orgullo.
Lo peor venía cuando el general se desvelaba, cuando después de un resfriado o de una mala noticia su pensamiento se volvía vulnerable y empezaba a coquetear con la idea de que después de todo no era completamente cierto que él y muchos que eran como él, con responsabilidades parecidas, se habían integrado sin esfuerzo en la democracia. Al fin y al cabo, si él era reticente con muchas de las cosas que veía en el Parlamento, por no hablar de en la calle, era posible que los más convencidos se alejasen de él porque pertenecía a otra época. Porque se avergonzaban de él.
Se movió delante de la cámara. Era cierto que su mujer le decía que tenía cara de actor, pero también le decía que tenía cara de estadista, y de presidente de Estados Unidos. Era una mujer parlanchina, dentro de un orden; parecía imposible de creer que llevase tantos años callada, bajo tierra. Ferrater estaba convencido de que los muertos tienen la facultad de observar a los vivos, era una creencia que conservaba desde la infancia, y todavía hoy apagaba la luz de la habitación para no agredir con su desnudez la pupila pudorosa de su mujer.
«Le hubiera gustado que tuviéramos más hijos, pero no pudo ser», pensó y se dio cuenta de que al decirlo se había olvidado ya de que la cámara le estaba grabando, tal y como le había advertido aquel hombre que iba a pasar.
Se sirvió una copa. Dudó entre el brandy y el oporto. Se decidió por un ron que le traía recuerdos de juventud. Habían sido dos días muy extraños. La llamada por sorpresa, el Audi en la puerta de la entrada de buena mañana, la agradable sensación de que después de tantos años seguía sin sentir una onza de miedo; la entrevista con aquel hombre que parecía leer su vida a través de las facciones, como si su propia piel se volviese transparente delante de sus ojos; la propuesta un tanto ridícula pero que contenía tanto de lo que deseaba (¡cómo no se le había ocurrido!), y la inverosímil premura. Estaba como aturdido. Sintió cómo el ron le atravesaba el esófago.
Si se había decidido no era porque creyese que aquel hombre misterioso fuese a procurarle todo lo que le prometía. La verdadera causa por la que había hecho venir a su hijo a toda prisa (contribuyendo a que el matrimonio con aquel loro de Andrea se resquebrajase un centímetro más) para ayudarle con la videocámara a la que nunca hizo el menor caso desde que se la regalaron, el motivo era que llevaba doce horas pensando sin amargura, con esperanza, se atrevería a decir.
Seguía dolido, claro, y si pasaba el pensamiento por los vacíos que le habían hecho, por las costuras más rugosas del recuerdo, se entristecía, vaya si se entristecía. Pero el general sentía en el pecho una animación nueva, una expectativa. No quería quedarse sentado de brazos cruzados, eso se había acabado.
Se sirvió otra copa. No tenía ninguna intención de emborracharse, no era eso. A su edad dos o tres copas se traducían en una prolongada y molesta sensación de mareo al día siguiente. Una náusea persistente, como un revuelto de aguas malsanas debajo de la lengua. Bebía para cobrar fuerzas, no le gustaba hacer el payaso, y lo que le había pedido aquel hombre tenía algo de actuación circense. Si no se había puesto el pijama, si seguía con el traje de tres piezas, era con el propósito de preservar su dignidad.
Sacó del bolsillo del pantalón el papel y lo dejó junto al teléfono. Recordó las discusiones con su mujer sobre la ubicación idónea del aparato. A ella le hubiese gustado situarlo en el recibidor, donde lo tenían sus hermanas, pero el general pensaba que eso se parecía demasiado a gritar en la calle.
Era una cabezonería, no le importaba reconocerlo, pero sabía intuitivamente cuándo tenía que ejercer presión sobre los caprichos de su mujer para mantener el buen gobierno de la casa. Así que el teléfono terminó junto a su butacón, y no le importaba reconocer que había disfrutado mucho de aquellas largas conferencias, sentado y fumando, cuando creía que buena parte de lo que se decidía en aquel ingrato país pasaba por el hilo de araña de su teléfono.
El general se dejó caer en el butacón una vez más. Se puso las gafas y marcó el número que llevaba apuntado en el papel. Se figuró que era la contraseña de un mundo futuro.
—Medusa.
Dejó pasar unos segundos.
—Siete de noviembre.
Y añadió antes de colgar:
—Creo que ya está.
Se lamentó después de este añadido, pero se consoló convenciéndose de que lo había dicho cuando ya retiraba el aparato de su oreja.
Dejó pasar recuerdos desordenados por la pantalla de su mente. Empezó varias veces un discurso de reproche donde ponía a unos cuantos en su sitio. Pero no progresaba en el argumento, enseguida se le cerraban los ojos. Se estaba durmiendo. Ahora venía la parte más rara de la demanda: esperar en la misma habitación a que le devolviesen la llamada. Le había dicho que podía ir para largo, así que decidió no levantarse del butacón.
Era un sitio magnífico para pasar la noche.
Un sitio magnífico para preparar un mañana magnífico, el día de su regreso.