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Y fue bajo esta mutua suspicacia como padre e hija empezaron su convivencia. Trejo estaba alerta a la espera de la menor infracción de su hija, pero Irina cumplió con todo lo que había prometido, con lo que habían consensuado la mañana anterior.
Cuando Trejo se levantaba de la cama, Irina había salido ya con el coche a buscar trabajo. Trejo encontraba el baño limpio y arreglado. El vapor que flotaba como los restos (más agradables que molestos) de una ducha reciente era la única prueba del paso de Irina. Sobre la repisa de cristal su hija dejó tres neceseres de distintos tamaños, cerrados, que a Trejo le daba vergüenza tocar incluso con la vista.
A partir del segundo día Trejo empezó a encontrar sobre la mesa una cafetera ya hecha y por la mitad. Irina no regresaba hasta pasadas las siete de la tarde, y su padre se mordía la lengua antes de preguntarle dónde comía si su situación era tan precaria. No quiso indagar, se había propuesto desde el primer mes de la jubilación que amortiguaría los habituales impulsos deductivos de su cerebro, que ya estaba bien de ver las conexiones y las relaciones de todo, que dejaría flotar la realidad mansamente, sin buscar otro sentido que la utilidad inmediata.
En aquel pueblo, entre aquellos vecinos modestos y sonrosados por el frío, pasaría el resto de su vida sin paladear el ingrato sabor del crimen, ni siquiera del robo, nada que investigar, nada que calcular. Así que para justificar el anómalo comportamiento de su hija se inventó una hermandad femenina de solidaridad mutua, en cuyos detalles particulares se prohibió indagar con la imaginación.
De las siete a las diez eran las únicas horas que padre e hija pasaban juntos, y las pasaban cocinando y cenando. A las diez Irina se trasladaba a lo que Trejo llamaba jardín, aunque era más bien una terraza, entre cuyas baldosas mal encajadas crecían mechones silvestres de hierbas sin pedigrí: verdes, vulgares, comunes.
Pero Irina sabía valorar no solo la atmósfera tenue de las noches de finales de verano, no solo los monótonos y leales cactus, sino también la cortina de árboles de la que el viento arrancaba sonidos agradables.
Sentada en un balancín que Trejo compró al jubilarse y en el que no se había sentado en tres años, su hija leía durante un par de horas con el único sustento de un vaso y de un jarro de un brebaje parecido a la limonada helada que dejaba preparado a primera hora de la mañana.
Aunque Irina había tenido la delicadeza y el tino de poner desde el primer día el balancín de espaldas a la cristalera que daba al salón para que la mirada de Trejo pudiera desenvolverse libremente por el espacio interior, a Trejo le gustaba mirarla de reojo y pensar que después de todo sí que era posible que la chica estuviese «reorganizándose»; por grandes que fuesen los recelos que le despertaba aquella situación, había vivido lo suficiente para saber que la superficie del mundo podía ser dura, y su atmósfera difícil de respirar; que su hija podía estar pasando por problemas. Después Irina le daba un beso de buenas noches a su padre y se retiraba a su habitación, que a Trejo le daba apuro imaginar de tan estrecha como era.
Todo iba según lo convenido, y era precisamente este acuerdo sin fisuras con el plan original lo que más angustiaba a Trejo. Si todo iba lo mejor que podía ir dadas las circunstancias y ya se sentía como un animal metido en una jaula, ¿qué pasaría cuando en lugar de cuatro días llevasen dos semanas y la convivencia terminase por imponer sus propias tensiones? En cierto sentido habían bastado esos cuatro días para que la placidez de las horas que pasaban juntos fuese acelerando hacia terrenos más resbaladizos, incómodos e inseguros. En las que los dos bordeaban con la conversación, o con los silencios, zonas del pasado que preferían evitar.
Después de la tormenta verbal de la primera noche, las dos cenas siguientes fueron un ejemplo pulcrísimo de diplomacia. Irina sacó a colación anécdotas de la universidad. Y Trejo echó mano de los viejos casos que había investigado, de lo que Irina cuando era niña llamaba «la lucha contra el mal».
—Tengo un recuerdo falso, ¿sabes? Debía de tener menos de diez años, y me venías a dar el beso de buenas noches. Ibas vestido para salir. Yo te preguntaba si eran peligrosos esos tipos con los que te ibas a enfrentar. Y en lugar de decir algo agradable, de contarme una mentira tranquilizadora, como hubiese hecho cualquier padre normal, me decías que sí, que ibas a vértelas con algunos de los tipos más peligrosos del mundo.
—¿Y por qué van a ser recuerdos inventados?
—Porque no deberías haberme dicho nada de eso. Está mal. Deberías haberme tranquilizado. Ese es el trabajo de los padres: tranquilizar, disipar miedos.
—No eras una niña. Eras ya una adolescente. Y eras muy difícil de engañar. Para engañar a alguien necesitas su colaboración, y como no tenía la tuya lo mejor era decirte la verdad.
Pero las siguientes noches pusieron de manifiesto que había demasiados temas complicados que podrían provocar un enfado, un reproche, un sueño incómodo. Demasiados temas prohibidos, demasiados asuntos que se podían enconar. Tardarían meses en desarrollar la confianza natural para poder tratarlos sin un coste excesivo. El día de un jubilado no es fecundo en noticias, Irina no quería pasar informes sobre el progreso de sus esfuerzos, no compartían gustos musicales, a Irina la aburrían las películas, y Trejo no se veía con fuerzas para comentar las lecturas (ensayos políticos que les empujarían a pelearse y novelas que nunca le habían interesado) de su hija.
La amenaza de las conversaciones estaba allí, pero lo cierto es que Trejo ya había empezado a sentir cómo la inocente libertad en la que se desenvolvía su jubilación se esfumaba. No podía hacerle ningún reproche directo a Irina. Pero sentía la mirada de la chica sobre él como una molestia, el pensamiento se le iba hacia ella, se tenían en cuenta, y todo aquello le incordiaba como si tuviese la obligación de esperar cada pocas horas que alguien le tocase la punta de la nariz: aunque lo hiciese de la manera más dulce, no dejaba de ser un engorro, un fastidio. No estaba hecho para convivir.
Así que cuando recibió la llamada para reincorporarse y hacerse cargo de aquel caso del demonio no lo dudó. No importaba cómo le habían tratado antes ni a los nuevos peligros a los que se exponía. Tenía que huir de la convivencia con su hija.
También se dijo que si aceptaba tendría algo nuevo de que hablar cuando volviese a casa.