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La llamada con la que Trejo se reincorporó a la policía no llegó de madrugada. No fueron timbrazos melodramáticos. No pensaba cogerlo, pero reconoció la señal: cuatro series de tres llamadas. Se sorprendió de que alguien usase la vieja clave para ponerse en contacto con él; ahora era un «durmiente», había acabado de la peor manera posible, jubilado antes de tiempo, ¿para qué querían «hablar» con él?
Todavía se sorprendió más al escuchar la voz que le saludó. Una versión más suave, pero igual de masculina, con una manera de pronunciar que le había sido familiar durante años, y que todavía echaba de menos. La de su amigo Zubioca, solo que Zubioca llevaba más de cuatro años muerto: era la voz de su hijo, la voz del joven Zubioca.
Se sorprendió de la premura y del tono con el que le convocaba, educado, pero cercano a la súplica. Trejo escuchó con impaciencia, le molestaba desde siempre la inflexión de voz con la que se piden los favores, te deja pringado de emoción y de responsabilidad. Le dijo que en media hora pasaría un coche a recogerle, que ya estaba en camino, daban por seguro que diría que sí. Tampoco hubiese sabido cómo negarse.
Se cepilló los dientes, se afeitó y se peinó sin mirarse al espejo, sabía bien lo que iba a encontrar allí: la carcasa facial a la que nunca había dado demasiada importancia, y sus pequeños ojos verdes que la gente consideraba inquietos y atentos, y que él reconocía algo malignos y le disgustaban. Unos ojos cada vez más delicados.
Se vistió con una camisa blanca y pantalones de pana oscuros, que disimulaban bien lo arrugados que estaban. Comprobó que el cuarto pequeño estaba vacío y que la cama estaba hecha. Decidió que no le apetecía esperar sentado a que sonase el pitido estridente del interruptor, se despidió de sus cactus y salió del piso; bajó por las escaleras para esperar en la acera.
La calle estaba desierta y húmeda. El coche apareció cinco minutos antes de lo convenido, y frenó con suavidad. El conductor era un chico latinoamericano, joven. Se estrecharon la mano, Trejo trató de mirarle con afecto y después se sentó en el asiento trasero.
El coche arrancó y dejó atrás la pequeña ciudad del sur seco de Navarra (aunque Trejo la consideraba un pueblo y no tenía ninguna intención de apearse de su error) y el prado dominado por una chopera donde después de todo ese tiempo no había conseguido ir a pasear ninguna tarde. El viento se dejaba sentir en la ventanilla cerrada.
—¿Cómo te llamas?
—¿Yo?
—Sería un milagro que estuviéramos todo el viaje callados, y prefiero saber cómo te llamas si vamos a empezar a hablar, aunque sea del tiempo o del paisaje.
—Carlos Piminchumo.
—¿Peruano?
—Mis padres son de Arequipa, señor.
—Llámame Trejo, y tutéame.
—Yo nací allí, pero nos vinimos a España…
—Ya, ya, entiendo… ¿A qué hora hemos quedado con Sebastián?
—A las once, así le dará tiempo de dejar en el hotel la…
—Sáltate ese paso. Y si tienes licencia para correr, sáltate también el límite de velocidad, sin temeridades, claro. Cuanto antes empecemos con este asunto será mejor para todos. Tú no sabrás a qué vamos, ¿verdad?
—No, señor Trejo.
—Tutéame, por favor.
Pero no hablaron mucho más. Trejo se recostó en el asiento. Pasó la mayor parte del tiempo viendo cómo se extendían los campos de secano, la tierra amarillenta con apenas unos parches de verde dedicados al pasto.
El paisaje empezó a cambiar: los campos ocres que parecían desparramados y vencidos por su propio peso, planos como sábanas tendidas al sol, empezaron a ondularse en elevaciones. Y cada pocos kilómetros la hierba iba ganándole terreno a la tierra. Los árboles aislados iban agrupándose, y las copas de los robles y las hayas se fundían en espesas masas verdes.
Carlos entró con el coche en una carretera secundaria. Pasaron varias veces cerca de ríos que bajaban vivos, con las riberas cargadas de landas húmedas, y pequeñas islas como gibas recubiertas de vegetación. Sobre la corteza de los árboles se apreciaban placas de musgo velludo.
Trejo podía sentir cómo un ambiente más fresco se apoderaba del exterior. El coche se metió por un camino de arena. Atravesaron un bosque de fresnos y abedules. Trejo clavó la mirada en el sotobosque de brezo deseoso de ver moverse algún animal, una cría de ciervo si podía ser, eso le hubiese gustado.
El camino se abrió en un prado, una larga extensión de árboles que iban desprendiendo las primeras hojas caducas. Casi sin darse cuenta estaban atravesando extensas plantaciones de vides.
El sol emitía una luz cansada, sin entusiasmo, con pocas ganas de forcejear contra la telaraña de nubes. Al salir de una curva, tras una elevación de terreno que parecía artificial, vieron aparecer la bodega. Se trataba de una imponente construcción de madera, acero y vidrio elevada sobre un pedestal de piedra rústica.
A esa distancia daba la impresión de que algo muy moderno proveniente del espacio exterior se hubiese fundido sin esfuerzo con una ruina prehistórica. Trejo reconoció la grandeza del efecto, pero no le emocionó demasiado, en su opinión le faltaba algo, arraigo, vida… No hubiese sabido decir exactamente qué, pero tampoco podía dejar de mirar el edificio.
Descendieron del coche y Trejo sintió cómo se le erizaba el vello de los brazos. Se lamentó de haber salido sin chaqueta. La tela de la camisa apenas oponía resistencia al aire fresco, y ya no tenía cuarenta años. La perspectiva de pasar una semana en cama si se resfriaba le horrorizaba.
Vieron cómo un agente les hacía señas desde uno de los viñedos. Salió de la tierra arcillosa, con los zapatos manchados, se les acercó y les saludó. Daba por hecho quién era él, y que Carlos no era nadie importante.
—El inspector Sebastián me ha pedido que le diga que le espere aquí.
—¿Hay alguien dentro?
—El equipo forense.
—¿Sabe en qué pienso cuando veo tanta uva junta? En mi padre. Se llevó una gran decepción cuando se enteró que la Grenache Blanc era la manera francesa de decir Sauvignon Blanc. Estaba dispuesto a pagar una buena suma por una Grenache, pero por algún motivo le sonaba mal Sauvignon, como cosa de pobres con demasiadas aspiraciones. Y en eso mi padre era muy estricto. ¿Sabe usted algo de uva?
—De uva concretamente no, pero de vino…
—Pues yo soy casi abstemio. No sé nada de vino. Así que este es un pésimo sitio para mí. Y como allí dentro al menos hay un cadáver, creo que será más divertido que quedarse aquí, al relente. Supongo que el agente de la puerta podrá acompañarme. Quédese usted aquí para disculparme con Sebastián. Dígale que le espero dentro. Ven conmigo, Carlos, serás mi ración de vida familiar en este sitio.
Trejo y Carlos entraron por una gran puerta principal, también de piedra, que daba paso a un espacioso salón, con el suelo de madera y un techo acristalado que filtraba suavemente una luz cremosa. El agente les acompañó mientras atravesaban la sala y les indicó unas escaleras tan pegadas a la pared que parecían escondidas. Trejo subió primero. Los escalones se curvaban sin llegar a formar una escalera de caracol. Pasaron tres pisos antes de entrar en una espaciosa buhardilla que parecía una réplica del espacioso salón de la entrada: paredes de madera cálida y un techo acristalado que filtraba la suavidad de la luz dejando fuera el calor. El espacio resplandecía de comodidad, un sitio estupendo para trabajar y, por qué no, también para vivir.
Trejo vio a dos médicos trabajando agachados en torno a un cuerpo tendido en el suelo, y a otro de pie tomando notas.
El muerto llevaba puesta una bata de seda con motivos que le parecieron chinos, aunque podían ser de cualquier otro país oriental. Trejo había visto muchos cuerpos caídos con violencia, sabía cómo se acomodaban de cualquier manera, en complicados nudos de miembros. Este parecía posado suavemente en el suelo. Al acercarse vio que ni siquiera estaba en el suelo, sino sobre una especie de tatami.
Cerca del cuerpo había caído o había dejado su iPhone. Tenía la mano envuelta en un jersey de lana amarilla, un jersey viejo. Le pareció ver sobre las fibras de tejido leves marcas de sangre seca.
Trejo hizo un barrido con la mirada: el único mueble a la vista era una repisa con vasos anchos y botellas de licor; una enorme pantalla de plasma colgaba del techo.
Aquel hombre caído pasaba de los sesenta, pero mantenía la figura y parecía estar en forma, con la lozanía que da la tranquilidad económica. Solo el rostro, que iba virando progresivamente del verde al blanco, convencía al observador de que aquellas facciones desordenadas no eran las de una persona dormida, sino las de un muerto.
Trejo se acercó al forense más cercano, el que estaba de pie, convencido de que quienes menos se afanan suelen estar al mando. Se puso en la disposición corporal de empezar una conversación y fue el primero de los dos en hablar.
—¿Paro cardíaco?
—Derrame cerebral.
—Tantos años y sigo sin distinguir. ¿Cuándo le estalló la cabeza?
—Entre las dos y las tres de la mañana.
—Pobre diablo.
Trejo y el doctor oyeron ruidos de pasos. Se giraron hacia la trampilla que daba acceso al despacho abuhardillado. De aquel agujero en el suelo empezaron a salir hombres.
Trejo reconoció la cara del personaje grueso que irrumpió en la sala dando manotazos como si le molestasen enemigos invisibles, acalorado por el esfuerzo. El hombre buscó a Trejo con la mirada y tras localizarlo se dirigió hacia él con la mano tendida.
—Trejo.
—Sebastián, llegas pronto.
—Pero algo más tarde que tú, por lo que veo.
—Bueno, hice mis cálculos y supuse que si estos señores estaban trabajando me daba tiempo de presentarle mis respetos al muerto antes de que arranque la… ¿cómo debo llamarla? ¿La investigación?
Sebastián le soltó la mano.
—Llámala como más te guste, Trejo, como prefieras. ¿Conocías a Norberto Obanos?
—¿A Obanos? Personalmente, no. Estoy casi seguro de que había oído hablar de él. Esta gente de los vinos se ha vuelto famosa, salen por la televisión más que los músicos.
—La bodega es famosa, más por la arquitectura que por los vinos.
—Espero que no estés molesto. He venido antes porque estaba un poco apenado. La muerte siempre es triste, pero todavía es más triste cuando le toca palmar a un rico, ¿no crees? Un rico muerto es un desastre. Gente como tú o como yo o como el doctor… ¿cómo se llama usted, doctor?
—Turrillas.
—Olvidé preguntárselo, disculpe. ¿Qué decía? Ah, sí, que para personas como yo o como el doctor Turrillas, que arrastramos tantas cargas y obligaciones, que tenemos que pedir hipotecas y devolver créditos, bueno, la muerte es un fastidio, pero al menos se lleva por delante todas las obligaciones. Pero para un tío como Obanos, con este despacho y esta tele de plasma, con tantas posibilidades como te da el dinero, con una vida fácil y regalada, con tantas cosas por hacer… Bueno, morirse así de repente ha de dar mucha pena.
—¿La jubilación te ha vuelto humano, Trejo?
—Era una prejubilación. Y la han cancelado, al menos temporalmente. Así que aquí me tienes. ¿Vamos a colaborar?
—¿Colaborar? Has venido aquí de diva, ya veo. Dejemos las cosas claras: estás aquí solo porque a Zubioca le apetecía ver al amigo de su papá. Apuesto a que ni siquiera estás al corriente de los problemas financieros de Obanos.
—Pues no, la verdad. Pero me extraña: ¿no se supone que los vinos son una de las pocas cosas exportables que nos quedan?
—Invirtió en una urbanización fantasma y en unos terrenos rumanos que han resultado ser pantanosos.
—Pues sí que lo siento. Aunque me alivia un poco, así la muerte le habrá entristecido menos. Pero si estamos colaborando lo justo es que compartamos información. ¿Sabes que había sido testigo protegido?
—Eso fue hace más de diez años, no tiene ninguna relación con lo de ahora, ni la más mínima.
—Lo mismo pienso yo, me lo has quitado de la boca. ¿Ves? No solo colaboramos, también estamos llegando a conclusiones juntos.
—Si te han llamado por esto te han sacado de casa por una tontería. Hacía ya un tiempo que investigábamos a este pájaro. No solo estaba arruinado, también estaba de deudas hasta las orejas. Llevaba tiempo tratando de extorsionar a su hermana y a su sobrino, contando mentiras sobre sus socios… A la hermana la asesinaron de manera bien fea; a él lo estábamos investigando. Me juego lo que quieras a que ha muerto por la presión que estaba soportando, un fallo vascular, eso si no se ha suicidado.
—¿Por eso os habéis enterado de la muerte tan rápido? ¿Lo estabais vigilando por lo de la hermana?
—Lo investigábamos, pero no, no nos hemos enterado por eso. ¿Zubioca no te ha contado lo de la dichosa llamadita?
—Te escucho.
—Así que no te tiene tanta confianza, ¿eh? Mira, antes de palmarla llamó a un teléfono oficial, y dejó un mensaje en el contestador. Dijo: «Medusa», «el día».
—¿Una llamada? Debe de ser un número importante para ponernos a todos en marcha.
—Mira, todo lo que sé es que no es un número de su época de testigo. Esto no tiene nada que ver con política. No queremos nada de politiqueo. Suicidio o accidente, eso es todo lo que tenemos que aclarar. Además, esas palabras no tienen ningún sentido.
—Estás pasando algo importante por alto, Sebastián.
—Ah, sí, tío listo, ¿qué estoy pasando por alto?
—A mí. ¿O crees que Zubioca me «despertaría» de mi jubilación para levantar acta de un simple suicidio?