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Trejo y Lobo esperaron juntos la llegada de los coches de policía en la puerta del cobertizo. Había empezado a lloviznar y se quedaron muy juntos bajo el alero de madera. Los autos llegaron sin hacer ruido, entraron en La China con las luces cortas. Carlos iba solo y vio a su jefe y al hombre que se habían pasado semanas buscando, al asesino de más de cinco personas, como si fueran dos viejos amigos, hablando de sus cosas.

Carlos aparcó el coche a cierta distancia. Vio cómo los policías bajaban del coche. Trejo se adelantó con un gesto amistoso, como si pretendiese tranquilizarles. Les estrechó la mano y les presentó a Lobo, que también les estrechó la mano a los policías. Después, y Carlos no pudo verlo sin estremecerse, Trejo y Lobo se fundieron en un abrazo amistoso. Se palmearon la espalda como colegas.

Trejo se quedó desprotegido bajo la lluvia viendo cómo el coche se alejaba con Lobo dentro. La escena se quedó a oscuras. Carlos encendió las luces dirigidas en sentido contrario para que Trejo tuviese una referencia. Pero pasaron varios minutos y Trejo no se acercó.

Carlos imaginaba a su jefe con las manos en los bolsillos, mojándose en la oscuridad, mientras el coche de policía se perdía en la carretera. Había refrescado bastante, y Carlos se dijo que no tenía ningunas ganas de mojarse. No salió a buscarle. Le esperaría diez minutos más.

Cuando pasaron giró las ruedas del coche y enfocó en dirección a Trejo. Le vio avanzar todavía con las manos en los bolsillos. Despacio. Tan absorto en sus pensamientos que ni siquiera sintió la descarga de dolor que los focos debieron de provocarle a sus delicados ojos. Era la primera vez que Carlos le veía como un hombre de sesenta años, como la clase de gente que se interna en la última fase de su vida.

—Hola, chico.

Trejo entró en el coche sin mirarle. El pelo y la cara mojados. La camisa oscura no permitía apreciar si estaba demasiado calado, aunque olía a humedad. No parecía escuchar cuando Carlos le devolvió el saludo. Carlos maniobró mientras Trejo se acariciaba los lagrimales.

—¿Qué decías?

—Nada. Que ha sido impresionante, felicidades.

—Supongo que sí. ¿Y mi hija?

—El chico con el que estaba se fue en cuanto telefoneó. Irina me dijo que se quedaría en casa esperándole. Me dijo que alguien tenía que prepararle un café caliente.

—Un café. Seguro que eso es lo que me tiene preparado. Una chica perseverante, perseverante y dura. Estate atento a la carretera, por favor.

El coche dejó atrás La China y entró en una carretera señalizada. Las luces, las vallas, las señales informativas… Trejo sintió cómo le acariciaban con la suave tenacidad de la civilización, del orden, de las cosas parcialmente seguras.

—Sé que estás cansado. Ya me lo contarás al detalle. Pero explícame al menos cómo lograste que se entregase. ¿Cómo mejoraste su oferta?

—¿La oferta? ¿Qué sabes tú…?

Trejo giró el cuello casi con violencia. Fue apenas un segundo, pero Carlos vio cómo se formaba un cuajo de furia en sus ojos. Vio flotar rastros de desprecio y una punta de amenaza, como si aquellos iris verdosos le estuviesen escaneando, buscando comprobar qué sabía y qué no sabía. A Carlos le trepó por las manos la misma sensación de cuando le juzgaban por ser extranjero, por no ser de aquí, de los «nuestros».

La tensión se deshizo en una risa, la risa seca, ronca, de Trejo.

—Ah, ya te entiendo, te entiendo. Como en las películas: «Te haré una oferta que no podrás rechazar». ¿Algo así?

—Algo así.

Trejo deshizo la sonrisa. Se retiró el pelo de la cara, los mechones húmedos, algo rebeldes.

—Ninguna. No le hice ninguna oferta. Le mentí. Le engañé. Le metí una bola como una casa y se la tragó entera. Ha entrado en ese coche pensando que le iban a rehabilitar, a conceder un subsidio, a darle una medalla, qué sé yo. Le dije que sí a todas sus fantasías, una por una, estaba tan convencido de que merecería todas las recompensas que el muy capullo no imaginó ni un segundo que se la estaba jugando. Pasó por alto todo lo absurdo de mi propuesta. Algunas personas son muy sensibles al halago, ese es su punto débil.

—Su flanco vulnerable.

Trejo carraspeó y bajó la visera para mirarse en el pequeño espejo horizontal. Después habló como si se hiciera una advertencia a sí mismo, como si fuese un mensaje confidencial. Carlos sintió como si se estuviese entrometiendo en una conversación privada.

—Ahora mismo cree que lo trasladan a un despacho para ofrecerle una salida airosa. En realidad van a meterle en el agujero más hondo que encuentren.

El coche siguió avanzando por la ruta prevista, como si cumpliese con un modesto destino. A lo lejos empezaba a flotar el resplandor nocturno de Pamplona, toda aquella electricidad fría. Carlos no había dejado transparentar ningún reproche, se había concentrado en las marcas de pintura de la carretera, mientras se imponía concentrar su pensamiento lejos, hacia los acantilados de Lima, hacia las olas que lamen la playa en pliegues ordenados. Hacia la blancura marfileña de Arequipa. Hacia la película que vería esa noche, durante la cual no era concebible cenar algo. Pero la voz y el tono de Trejo sonaron como si se defendiese de un tren de reproches, como si Carlos, cuyas manos empezaban a temblar sobre el volante, se hubiese constituido como un tribunal de un solo hombre.

—No pongas esa cara. ¿Qué esperabas, un duelo de ingenio? Esa gente toma la iniciativa, matan primero. Ya te lo dije: construyen cajas terribles donde sus víctimas corren como ratas. Y nuestro trabajo es meterles en una caja más grande, más complicada.

Trejo se revolvió en el asiento, proyectaba su voz hacia el cristal delantero. A Carlos le pareció que en cierta manera el tribunal se había ampliado, que le tocaba menos parte de responsabilidad, que le bastaba con mantener abierto un oído testimonial para cumplir con lo que se esperaba de él.

—Y es justo, en cierta manera es justo. Ese tío les prometía a la gente lo que más deseaban, la pieza que les faltaba a su vida, y cuando ellos le decían que sí, cuando le demostraban que estaban de acuerdo con él, cuando Lobo se convencía de que apoyaban su propia idea de cómo funcionaba el mundo y lo injusto que había sido con ellos, entonces, solo entonces, les mataba. Les quitaba la vida con el dulce pensamiento de que Medusa iba a darles lo que merecían y les arrebataron. Así fue. Al menos Lobo ha subido a ese coche vivo, y seguirá vivo cuando se dé cuenta de que le he engañado. Me parece un trato bastante justo.

Carlos pensó que debía decir o replicar algo, pero no estaba seguro de que esa fuese la intención de Trejo, y en cualquier caso tampoco le vino nada a la mente. Su cabeza era una pantalla en blanco donde se perseguían emociones confusas, toda una paleta sucia de emociones.

—¿Ves? Todo lo que acabo de contarte es lo que me repito desde hace años. Cada vez suena más convincente, pero nunca llego a creérmelo.

Carlos siguió conduciendo como un autómata por la ciudad. Ni siquiera le preguntó a Trejo si quería ir a su piso, fue directo. Estacionó a media calle. La luz encendida en el salón de Trejo le pareció una presencia benéfica, una expectativa de sosiego, casi femenina.

Carlos iba a despedirse, pero Trejo decidió escupir las palabras que llevaba minutos masticando en la boca.

—¿Sabes lo que más me gusta de ti, Carlos?

—No, la verdad.

—Que tienes suerte, eres un chico afortunado, no sirves para esto. Por eso me has sido tan útil. Hay que escoger bien a las personas con las que trabajas. Emites una rara luz bondadosa, una luz que me ayuda a recordar lo oscuros que nos vamos volviendo.