15
No eran ni las siete de la mañana cuando abrió los ojos. Era la tercera vez que le pasaba esa semana. Las dos anteriores había vuelto a acostarse y se había levantado como si su cabeza fuese un almacén de plomo. Esta vez salió de la cama de un salto, sintió algún residuo de sueño, pero estaba fresco.
Se acercó casi de puntillas a la cocina, como si estuviese infringiendo una regla, y puso a calentar con sigilo un cazo de agua. Del cajón sacó un paquete de café puro, que el anterior inquilino había olvidado allí, o que Marisa (quién sabe si por indicación de Zubioca) había dejado por cortesía junto a la pasta seca, el paquete de arroz y el tomate de lata.
Tiró de la pestaña y se quedó mirando con afecto y respeto a su viejo aliado: aquellas arenas oscuras de las que ascendía el inconfundible aroma a café, el olor de la inteligencia, de la excitación, de la energía. Puso dos cucharadas al fondo de su cafetera francesa y acto seguido vertió el agua hirviendo. Se tomó una taza, y la segunda, y después terminó la cafetera. Tuvo tentación de prepararse otra, pero se contuvo. Durante aquel proceso por el que las virtudes excitantes del café empezaron a desplegarse por su sistema nervioso, acelerando las conexiones neuronales en suaves descargas de placer, tuvo tiempo de mirarse con calma el vídeo de Ferrater.
Vio cómo el general se servía una copa y pronunciaba las palabras acordadas por el teléfono. Pero Trejo no le prestó ninguna atención a lo que decía, se concentró en los movimientos. Había algo en su forma de moverse, en la confianza con la que avanzaba, que estaba más cerca de la esperanza que de la desesperación. Era como si el lenguaje gestual de aquel militar quisiera transmitirle algo, algo que se le escurría, como los aleteos intermitentes de una palabra que se insinúa pero no logramos recordar.
Vio cómo el general se sentaba en su butacón. Le vio cabecear y dormirse como suelen hacer los ancianos cuando su conciencia accede a rendirse dócilmente. El general pasaba así cinco o seis minutos. Después abría los ojos con fuerza. La expresión de su cara recordaba a la de un hombre que logra salir del agua un segundo antes de ahogarse.
El general trataba de ponerse en pie. Daba uno o dos pasos. Se echaba las manos a la cabeza, igual que si se protegiese los oídos de un ruido devastador. Solo que el audio del vídeo permitía asegurar que la casa estaba silenciosa. El general da dos, tres, cinco pasos hacia su izquierda, sale de plano. Entonces se oye un gemido prolongado, una especie de lloriqueo, el ruido de un hombre desmoronado por el dolor.
Tres o cuatro segundos después el general entra de nuevo en el plano. Y aquí viene el momento del arrepentimiento. Aquel hombre de más de metro noventa agarra el teléfono como si fuese un aparato de juguete. Lo mira tratando de recordar cómo podría emplearlo para salvarse. Pulsa aleatoriamente las teclas, pero no logra sostener el aparato en la mano, se le escurre y pierde la última oportunidad de salvarse.
El general no trata de recoger el teléfono. Con las manos de nuevo en la cabeza, da dos o tres pasos en dirección al mueble bar, y Trejo tiene la impresión de que hubiese podido darlos en cualquier dirección. Y después el general cae cuan largo es, y la cabeza le rebota contra el suelo con un latigazo seco. La cámara sigue grabando, pero en el vídeo ya no aparece ningún ser vivo.
Tras comprobar que no tenía el estómago demasiado revuelto, Trejo se tostó dos rebanadas de pan. Tenía casi tres horas por delante antes de ver a Irina. Y aunque se había propuesto tomarse la mañana con calma, decidió adelantar trabajo. Marcó el número del Químico. Mientras esperaba que descolgase, notó una vibración rara en el móvil, un indicio de que le habían pinchado el aparato; lo tuvo en cuenta, pero no le pareció necesario alertar a su viejo socio, él sabía perfectamente lo que se puede y lo que no se puede decir en una conversación telefónica.
—Aquí Trejo, ¿cómo vas?
—Hola, Trejo, ¿es ya el día? Iba a llamarte ayer, pero he intentado quemar mis últimos cartuchos.
—¿Malas noticias?
—Depende. Es justo la clase de veneno que sospechabas. Se activa como dijiste, y los síntomas son exactamente los mismos. Felicidades. Pero no puedo proporcionarte un antídoto. Me faltan ingredientes.
—¿Te faltan ingredientes o no te sabes la receta?
—¿Tratas de picarme, Trejo? No es por falta de ganas, créeme. No es algo que yo pueda conseguir en poco tiempo. Se trata de…
—Déjalo, déjalo. Me conformaré con lo que tengo.
—Entiendo, entiendo. Después de todo, igual ni siquiera lo necesitas. Ya sabes cómo son estas cosas.
—Es solo una corazonada. Algo tan tonto como eso, una corazonada. Tengo que colgar, nos vemos.
—Nos vemos, Trejo, cuídate.
Colgó el teléfono convencido de que le habían pinchado la llamada. Sebastián era muy capaz de poner la oreja en la puerta de su despacho, pero no era tan audaz para una intervención tan arriesgada. ¿Estaba moviendo ficha Medusa? ¿No se fiaba Zubioca de él?
Salió a la calle y comprobó con un profundo disgusto que a octubre se le había colado un día de verano. Resistió como pudo el dolor en los ojos. Avanzó con paso decidido hacia la Ciudadela. Había resuelto comprarse unas gafas de sol, pero a medida que se internaba en la zona peatonal los jirones de nubes fueron cohesionándose en una densa gasa gris que parecía dispuesta a protegerle de las lanzas de luz solar.
Se olvidó de las gafas y de las ópticas. Se dio cuenta de que iba con mucho adelanto. Había pensado en invitar a almorzar a su hija después de hablar con ella, pero ahora le parecía imposible resistir el hambre hasta las tres. Eran las doce pero seguro que le darían algo de comer, los bares estaban abiertos. Buscó un restaurante de menú donde no fuese el primer comensal. Se encontró con uno que parecía tradicional y limpio, vio tres o cuatro personas masticando en solitario, y entró de cabeza.
No le importaba reconocer que estaba nervioso. Prefería ver a Irina con el estómago lleno.
Pidió una ensalada y un filete tan tierno como uno imagina que estarán los seres vivientes. La guarnición de patatas se quedó en el plato, se sentía completamente lleno. En el menú entraba leche frita. Se limitó a descomponerla sobre el plato para simular que se la había comido, no quería hacerle el feo al camarero.
Pidió un té y le trajeron un brebaje hirviendo. Cuando lo probó sabía a cal, sintió cómo se le revolvía el estómago.
Salió a la calle y comprobó con alegría que el cielo seguía mustio, para disgusto de los nativos y alegría de sus ojos. Se sentía algo pesado mientras litros de jugo gástrico descomponían la ensalada y la carne, pero definitivamente mejor pertrechado para enfrentarse a su hija. «Enfrentarse», había escuchado esa palabra en su cabeza. No podía evitarlo: seguía sutilmente nervioso, sentía las corrientes de inseguridad erizando el vello de sus brazos, serpenteando en su columna.
No quería hacerse grandes reproches, no era su estilo, las cosas venían como venían y uno tenía que encajarlas. Pero era un poco absurdo sentir aquella inquietud ante su hija. Siempre se había sentido tan responsable hacia ella, y al mismo tiempo tenía que reconocer que tal y como fueron las cosas solo había podido ofrecerle su cariño y su protección a distancia.
Trejo podía justificar todas las decisiones que le habían llevado a apartarla de su vida, pero no era tan bobo como para convencerse de que no estaba en deuda con ella. Una deuda que Irina nunca le echaría en cara, pero que gravitaba entre ellos. ¿No había soñado tantas noches que Irina reaparecía en su vida con una lista de agravios ante los que apenas podía responder?
Pero lo cierto era que, en la vida real, Irina había reaparecido siempre de buen humor, tomándole el pelo y dejándoselo tomar, y era verdad que los hijos estaban regresando en oleadas a las casas de sus progenitores. Que en la calle todo iba cada día peor. Podía hacerse el tonto, pero estaba al corriente de que el tejido económico y social del país se estaba pudriendo.
¿Qué le preocupaba, entonces? ¿De qué tenía miedo? Si se lo hubiesen preguntado a bocajarro, habría tenido que responder que no era miedo ni preocupación. Era la inquietud de no tenerlo todo bajo control, una sensación que había experimentado muchas veces mientras trabajaba, pero que nunca había tenido que aplicar a un ser querido. A medida que se acercaba a la Ciudadela se iba diciendo que entre él y su hija circulaba por encima de todo un lazo de cariño. Era su hija, carne de su carne, sangre de su sangre, como suele decirse, pero también una chica buena, inteligente y sensible que como casi todos los de su generación pasaba por un momento de duda.
¿Qué podía ir mal?
Cuando llegó a la Ciudadela apenas le quedaba media hora de espera. Le sorprendió el estado más bien deteriorado de los muros. No podía haber ido a peor en esos pocos años; lo que recordaba era la impresión tan favorable que le habían causado los módulos del interior, las salas de exposiciones y el polvorín.
Trejo rodeó los muros de la estructura. Al girar, la vista se abrió a un gran cinturón verde, recordó que lo llamaban el parque de la Vuelta del Castillo. Paseó un rato entre la hierba, bajo los árboles que iban entregando despacio su tributo al otoño en forma de hojas secas.
Quedaban ya solo quince minutos cuando localizó la estatua de Oteiza. Una circunferencia suspendida en el aire, donde la curva parecía querer salirse de la disciplina del círculo y constituirse en tangente, aunque Trejo lo pensó con unas palabras bastante distintas. Veinte pasos después divisó el banco de madera pintada de verde donde había quedado con su hija.
El sitio no admitía pérdida, pero solo ahora Trejo contemplaba la eventualidad de que estuviese ocupado por otros paseantes. Por suerte no había nadie cuando llegó. Alrededor solo vio gente corriendo, personas con perros, y un par de críos que no habían ido al colegio. Ninguno parecía excesivamente interesado en el banco. Pese a la aparente falta de competencia, Trejo decidió que protegería mejor el espacio si se tumbaba. Se quedó mirando el cielo, aunque aquella masa estática de gas no ofreciese ninguna distracción.
Por suerte, apenas tuvo que esperar cinco minutos. A lo lejos, recortada contra el esplendor de la hierba, vio progresar la figura de su hija, dando zancadas un tanto desgarbadas, aunque por efecto del cariño Trejo prefería describirlas como «no del todo femeninas». Iba con una mochila al hombro y todo aquel aparatoso cargamento de ferretería en las zonas más tiernas de su piel: labios, orejas, aletas de la nariz. La vio preciosa. Trejo se incorporó de un salto antes de que su hija llegase. De repente se le volvió imposible tener una conversación sentados en aquel banco, quietos, sin posibilidad alguna de escapatoria.
—¿Por qué hemos quedado en un parque? ¿Han empezado a vigilar tu casa? ¿Por qué no en tu despacho?
—¿Y para qué iban a vigilar mi casa? No empieces a decir cosas raras. Hemos venido aquí por los árboles y la naturaleza, trato de ser amable. ¿No os gusta tanto el ecologismo a los antisistema?
—No puedo creer que hagas esa asociación. ¿Os mantienen aislados del mundo mientras estáis de servicio? No sabes nada, nada, de lo que pasa ahí fuera. Eres un turista del mundo real. ¿Y quién ha dicho que yo sea «antisistema»? Mucho más antisistema son los que…
—Intentaba bromear, Irina, era solo una broma, pero ahora que hablas de mi despacho… Se supone que no debes llamarme cuando esté trabajando, es un horario bastante sencillo de recordar. Te di instrucciones muy explícitas; de hecho, si no recuerdo mal, te lo prohibí.
—Tajantemente. Pero también se supone que no existo y que no tengo padre. Ni siquiera llevamos el mismo apellido. Lo acepto, no es un reproche, no pongas esa cara… pero en ocasiones, y esto sí que puedes tomártelo como un reproche, todo este disimulo no resulta práctico. Y además no me has dado el teléfono de tu nueva casa.
—No te he dado el número porque no hay línea. Además, los teléfonos empiezan a parecerme peligrosos. Les estoy cogiendo aprensión. Pensé que te ibas a quedar en el pueblo hasta que encontrases trabajo. Ese era el pacto, y no ir siguiéndome. ¿Qué haces aquí?
—Los hijos a veces sentimos la necesidad de relacionarnos con los padres.
—¿Te vas a casar?
Irina sonrió animando al resto de facciones de su pequeño rostro. Trejo advirtió el esfuerzo, casi de orfebre, con el que su hija reordenaba sus facciones para componer un gesto serio.
—Te he estado mintiendo. No es del todo verdad que no tenga trabajo. Aunque no he cotizado nada de nada, lo que técnicamente me convierte en una parada. Pero lo estoy dando todo en un asunto que probablemente no aprobarás.
—¿Tienes remordimientos? ¿Has venido a que te juzgue y absuelva?
—Nada de eso, no seas tonto. No estoy aquí para pedirte disculpas ni tampoco consejo. Estoy aquí porque, aunque tengas el corazón de corcho, te necesito.
—¿No te basta con la casa y el coche?
—Mi grupo te necesita. La gente que está conmigo te necesita.
Trejo logró disimular el sobresalto que le produjo la palabra «grupo». A su espalda se oyeron voces, bocinas, altavoces, que le dieron la oportunidad de desviar la conversación.
—Demos un paseo, quiero saber qué es ese ruido.
Anduvieron por un camino sombreado por las copas de árboles perennes. La sombra era realmente fresca. A Irina se le puso la piel de gallina. A Trejo le hubiese gustado ponerle algo sobre los hombros, pero ninguno de los dos hizo la menor mención. Así llegaron a una zona del parque desde la que se veía la calle, y lo que vieron pasar fue una pequeña manifestación con una pancarta donde habían escrito consignas variadas contra los recortes en sanidad. No eran más de veinte personas, y no parecían creer en el futuro de sus protestas, como si su pensamiento se proyectase ya hacia lo que les depararía la tarde una vez volviesen al domicilio privado.
—Qué pena. Cuatro gatos. No pasa una semana sin que recorten, sin que las cosas se pongan peor y peor, pero es como si no ocurriese nada. ¿Dónde están los ciudadanos? ¿Me lo puedes explicar, Trejo? Es como si solo pudiesen hacer algo juntos cuando se trata de ver deporte. Si todos esos espectadores que acuden a los campos con sus bufandas saliesen cada domingo a protestar…
—En el estadio les dan lo que han ido a buscar. Y se lo dan al momento. En noventa minutos. Y luego pueden volver a casa tranquilos, sin cabos por atar. Ni siquiera las derrotas son demasiado dolorosas, a la semana siguiente tienen otro partido. Pero estas manifestaciones… Cuesta demasiado que tengan un efecto práctico. Tienes que venir un día, semanas, meses… Los que mandan saben que la vida de todos es demasiado corta, que los manifestantes no invertirán demasiado de su tiempo en la militancia, y que tampoco se atreverán a romper nada…
—Y si se atreviesen a romper algo enseguida aparecerían por ahí los tuyos, tú y tu gente.
—¿Los míos? ¿Se puede saber quiénes son los míos? Pensaba que querías hablar en serio… ¿Sabes por qué disfrutamos de esos subsidios, de tus becas desaprovechadas y de mi seguro médico? Porque en el año 75 la gente se sentía corresponsable de haber derrotado al fascismo y quería una recompensa. Y toda esa gente que movía el dinero estaba asustada de que si el paro volvía a ser general la economía se asfixiaría. Tenían miedo de lo que miles de ciudadanos sin nada que perder podían hacerles. Cuando las personas están desesperadas calculan mal, son capaces de arriesgar su vida, de soportar grandes sufrimientos, y entonces es cuando damos miedo de verdad. Tenemos demasiado que perder todavía, hacemos demasiados cálculos. Nos ven como un cuerpo agonizante y van a seguir recortando el sistema público hasta que les demostremos que estamos vivos.
—Gracias por la lección de historia, profesor. Pero volvamos al punto de partida. ¿Qué quieres que hagan? Sabes que si intentan algo en serio, incluso si no es demasiado violento, los tuyos los reprimirán.
—¿Por qué dices otra vez los míos? Te equivocas de enemigo. Mi generación pensó que si seguíamos engordando en la abundancia nos volveríamos fofos y blandos, que perderíamos fuerza y efectividad. Teníamos miedo de que los chinos y los indios nos pasaran por delante. Hace menos de cinco años la gente todavía pensaba que los latinos y sus hijos iban a quitarles el trabajo. Nada de eso. Ha sido nuestra propia clase pudiente la que nos ha puesto el pie en el cuello. Pensábamos que la lucha de clases había terminado, pero ha vuelto con fuerza, nos ha cogido con el pie cambiado, y resulta que vamos perdiendo. No se trata de policías y ladrones, eso no tiene ninguna importancia. Es algo completamente insignificante.
—No puedo creer lo que escucho.
—Nunca me has prestado demasiada atención. Siempre he sido un hombre de izquierdas.
—Siempre has estado más interesado en interrogarme que en explicarte.
—Ya, vale, eso debe de ser. Vamos hacia allí, es donde te dije que había animales, patos o ciervos…
Padre e hija llegaron al foso. Tras un murete de contención devorado por el moho se abría un foso donde se mezclaban la arena y las malas hierbas. Lo que vieron fueron ejemplares de pavo real correteando y arrastrando colas y plumas. Trejo estaba seguro de que una vez le habían enseñado ciervos en ese mismo sitio, pero no se sentía capaz de ponerse de parte de sus recuerdos.
Fue Irina la que le señaló un estanque donde flotaban algunos patos. En cualquier caso el panorama no fue capaz de concentrar la atención de ninguno de los dos. Agotada la expectativa, la conversación recobró el protagonismo, con la misma intensidad de antes de alcanzar el foso.
—Ibas a contármelo todo sobre tu grupo.
—¿Todo? Me has malinterpretado. Las mejores historias son las insinuantes. Mucho mejor que esas novelas que te lo derraman todo por encima antes de que tengas tiempo de masticar la información.
—¿Podrías atajar? ¿De qué va tu grupo?
—Digamos que somos una empresa clandestina de información.
—Eso me suena a detectives privados.
—Encontramos información valiosa antes de que nadie la solicite. Ponemos en relación a personas que darían mucho dinero por que nadie las vincule. Llevamos un tiempo desplegándonos en el norte, aunque no nos limitamos a una provincia. Los negocios que nos interesan no respetan la distribución territorial.
—¿Así que no me viniste a buscar para recuperarte mientras encontrabas trabajo?
—Me vine a tu piso porque necesitaba una base de operaciones, pero… ¿Se puede saber de qué te ríes?
—«Base de operaciones»… Tengo que presentarte a un amigo, se llama Carlos. Creo que os entenderíais, los dos habláis como en las películas…
—Nos interesamos por algo que ocurría cerca de donde estabas retirado, y no te lo niego, nos iba bien disponer de un sitio donde investigar sin afrontar un alquiler… No vamos sobrados de recursos económicos.
—¿Y qué has venido a hacer a Pamplona?
—Tenemos algo entre manos. Algo grande.
—Cuéntamelo.
—Necesito que me ayudes a investigar la muerte de Norberto Obanos.
—Me suena. ¿El bodeguero? Espera, has dicho que lo asesinaron. ¿Quién lo asesinó? ¿Por qué?
—Espera, espera… No te pido que empieces ahora mismo a ayudarme. He venido a sondearte. Nos faltan un par de días para estar preparados. Solo quiero preguntarte si puedo contar contigo, si vas a querer escucharme… Ese Norberto Obanos… bueno, su muerte no es cualquier cosa. Hay una gran trama detrás, está involucrada gente muy peligrosa.
—Para que yo lo entienda de una vez por todas: ¿qué clase de grupo es ese grupo tuyo?
—Para que tú lo entiendas… Muy bien, lo diré para que tú lo entiendas. Somos un grupo bien vivo, dispuesto a arriesgarse. Uno que no está dispuesto a perder la lucha de clases sin presentar batalla.