Capítulo 21

La choza estaba tan silenciosa como las dos primeras veces que había penetrado en ella. A través del techo de hojas se filtraba la luz en doradas franjas oblicuas, y transformaba el suelo en un mosaico verde y marrón que no permitía distinguir muchos detalles. Aunque las delgadas paredes parecían inadecuadas para ofrecer resistencia al frío, dentro reinaba una temperatura agradable. Skar notó cierto olor a carne asada y vino.

Del había despertado y estaba sentado en el suelo junto al lecho con las piernas cruzadas y el brazo herido apoyado en la rodilla izquierda. La mirada que le dirigió a Skar fue adusta. Este no pudo ver bien su rostro, a causa de la desconcertante iluminación, pero el mero hecho de que Del recordase todos los detalles le produjo una dolorosa punzada.

No dijo ni palabra; adoptó en la yacija libre la misma postura que Del y dejó en el suelo el hato que llevaba consigo. El joven satái siguió todos sus movimientos con expresión de desconfianza, pero continuó mudo.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Skar al fin.

Sus propias palabras le parecieron tontas, una frase ya muy gastada y que no venía al caso. Pero quizá fuese mejor que mantener aquel silencio profundo y mirarse mutuamente con fijeza.

—Bien —contestó Del al cabo de unos segundos—. Supongo, sin embargo, que no te lo debo a tí.

Skar rió de modo forzado. Sin decir nada más, se inclinó, tomó el hato y se lo dio a Del.

—Toma.

El joven dudó. En sus ojos seguía la desconfianza, pero alargó obediente la mano derecha, cogió el bulto y se puso a desenvolverlo torpemente, ya que sólo podía valerse de la izquierda. De pronto, lanzó una exclamación de sorpresa.

—¡Si es…!

—Tu espada, sí —dijo Skar—. Tú me devolviste la mía.

Ahora me toca a mí darte la tuya.

Del lo miró con asombro.

—Pero… ¿qué significa esto? —inquirió acechante, a la vez que agarraba la empuñadura de la espada, recubierta de cuero.

—No lo que ahora supones —respondió Skar—. No estoy aquí para provocarte. Ya peleamos en una ocasión, y fue demasiado… Eres libre. Del —añadió, señalando la salida—. Puedes irte.

—¿Que puedo irme? —repitió Del, extrañado—. ¿Qué es esto, Skar? ¿Una nueva trampa?

—No es una trampa, Del. Te traje a Cosh porque creí que los habitantes de los pantanos nos proporcionarían ayuda. Pero estaba equivocado.

—¿Y ahora me dejas marchar? —quiso asegurarse el joven—. ¿Así, sin más? ¿Sin condiciones especiales, sin segundas intenciones?

—No pongo ninguna condición —confirmó Skar—. Sólo quiero pedirte una cosa: no vuelvas enseguida al lado de Vela. Permanece solamente un par de días y reflexiona a fondo sobre todo.

Del rió.

—¡Ya sabía que me saldrías con alguna sensiblería! ¿Qué esperas de mí? ¿Que me retire durante medio año al desierto, como un ermitaño, para reflexionar sobre el sentido de la vida? ¿O que cabalgue a la montaña de los dioses —agregó, deseoso de dar a sus palabras un tono bien mordaz— y pida auxilio al Consejo de los Trece?

Skar sabía de sobra lo que Del diría, porque había pasado largas horas en su choza, pensando en ello. Había convivido demasiado tiempo para no adivinar cada palabra, cada respuesta y cada argumento por adelantado.

—Apelo a nuestra amistad, Del —dijo de forma reposada—. No quiero luchar contra tí; ni ahora ni en ningún otro momento. Sin embargo, tendré que hacerlo si regresas junto a Vela. ¡No vayas con ella! Espera, si quieres…; ¡espera a que todo haya terminado y yo esté muerto!

—¿Qué diablos te ocurre? —preguntó Del, burlón—. ¿Tienes miedo?

—¡Pues sí, Del! Tengo miedo de enfrentarme a ti de nuevo, con la espada en la mano. La próxima vez tendría que matarte.

—Pareces muy seguro de conseguirlo.

Skar bajó la vista. Era totalmente inútil hablar con Del. Había entrado en la cabaña para devolverle la espada y la libertad, y sin duda era más prudente no enzarzarse en más discusiones. No obstante, y contra su propia convicción, se oyó decir:

—¿Y cómo te imaginas que continuará todo?

—¿Cómo ha de continuar? Sabes muy bien lo que haré.

Volveré al lado de Vela. Yo no te pedí que me trajeras aquí, así como tampoco te pedí que me dejases marchar. ¡No me hagas responsable de tus errores, Skar!

El satái mayor lo contempló en silencio, pero, cuando habló de nuevo, su voz no reflejó nada de la amargura que sentía. Si acaso, un cierto pesar.

—¿De veras crees amar a esa mujer?

El rostro de Del se puso pétreo.

—¿Y qué, si así es? —inquirió, forzado.

Skar se encogió de hombros.

—¿Sabes que me acosté con ella, el día antes de nuestra marcha?

Del hizo un gesto afirmativo. La noticia no pareció sorprenderlo en absoluto.

—Lo sé, sí. Pero tú miras el asunto por el lado equivocado: no fuiste quien se acostó con ella, sino que fue ella la que se acostó contigo.

—¿Y dónde ves tú la diferencia? —replicó Skar, sin poder contener una sonrisa compasiva.

—La diferencia existe —señaló Del—. Pero, aunque no existiera, me importaría poco. Claro que tú eres incapaz de entenderlo.

Se apoyó con la mano derecha en la espada, y, una vez de pie, miró a su alrededor.

—¿Dónde están mis ropas?

Skar indicó la caja situada en un rincón.

—Ahí dentro. La armadura está fuera. El-tra te dará un caballo, la silla y todo lo necesario. Pero puedes quedarte hasta que te sientas más fuerte.

Del emitió un sonido indefinible.

—Me siento suficientemente bien para cabalgar ese par de kilómetros. A lo mejor me hundo en los pantanos. En tal caso, te libraría de una preocupación.

—Los habitantes de Cosh te acompañarán hasta los límites de su tierra —dijo Skar.

—¿Teméis que meta las narices donde no debo? —preguntó el joven, que se dirigió a toda prisa hacia la caja, la abrió y extrajo de ella sus prendas, bien dobladas.

Empezó a vestirse poco a poco. El brazo entablillado y vendado le resultaba un estorbo evidente, pero Skar renunció a ofrecerle su ayuda.

En silencio presenció cómo Del se ponía la camisa y las prendas interiores, y, sacando con cuidado el brazo del cabestrillo, se colocaba también la cota de mallas. Y no dejaba de ser sorprendente: sentía más admiración que tristeza o enojo. Habían cabalgado juntos durante más de diez años, y de repente, de un día al otro, se habían convertido en dos extraños, casi en enemigos. La idea era demasiado absurda para comprenderla del todo. La separación se producía sin roces, sin una despedida dramática, sin grandes palabras ni gestos… Eran como dos desconocidos cuyos caminos se hubiesen cruzado y ahora, del mismo modo, se separaran. Sin ninguna pena.

Aun así, Skar tuvo que luchar contra las lágrimas durante unos instantes.

A toda prisa —tanta, que a él mismo le pareció una huida— abandonó la choza. La plaza que se extendía entre las casas ya no estaba vacía. Buen número de habitantes de los pantanos se había reunido allí, formando un semicírculo. Podían ser doce o quince; Skar no acertó a contarlos. Incluso ahora, a la luz del día, eran tan idénticos como imágenes reflejadas en un espejo, y se movían sin descanso. Ninguno habló, y hasta los leves ruidos del bosque parecían amortiguados, como si llegaran desde muy lejos o trajesen consigo una niebla invisible.

—¿Skar?

El satái dio media vuelta y reconoció a El-tra, que permanecía detras de la cabaña llevando de las riendas al caballo de Del y, en el otro brazo, la negra coraza. A través de las delgadas paredes tenía que haber percibido cada palabra. Eso podría haber resultado violento para Skar, pero no lo fue. Su derrota era evidente, pero ya había sabido que la iba a sufrir.

—¿Lo has oído todo? —preguntó.

—Sí.

El-tra soltó las riendas y se alejó unos cuantos pasos de la choza, sin duda para cerciorarse de que Del no entendería sus palabras. Skar lo siguió.

—La decisión es tuya —comenzó la criatura de los pantanos, sin pérdida de tiempo—. Pero… ¿estás seguro de que es prudente dejarlo marchar?

—No; estoy casi seguro de que es un error.

—¿Por qué lo haces, entonces?

—¿Qué otro remedio me queda? Lo único posible sería…, ¿cómo lo llamáis…? Crearle un molde nuevo, ¿no?

—Eres la primera persona que recibe de mi pueblo semejante ofrecimiento —dijo El-tra en vez de responder de manera directa.

Skar echó una mirada a la cabaña. Del aún no salía, pero se lo oía trastear.

—¿Me obliga tal hecho a aceptar vuestra proposición?

—Desde luego que no. Pero yo me doy cuenta del dolor que te causa ver marcharse al amigo, y quiero ayudarte, hermano.

—Lo sé —murmuró Skar—, pero sólo existe un hombre que podría ayudarme. Y ése —añadió, señalando la ruinosa cabaña con una risa queda y amarga— se irá dentro de pocos minutos.

—Pero tú…

—No quiero oír hablar más de eso —lo interrumpió Skar con energía—. Valoro vuestro ofrecimiento, El-tra, y no revelaré a nadie vuestro secreto. Pero no puedo hacerlo.

Te parecerá tonto, pero para mí equivaldría a un asesinato, si no a algo todavía peor.

—Él te matará a ti la próxima vez que os enfrentéis.

—Es posible. Del lo intentará, pero quizá sea yo quien le dé muerte a él. Eso, sin embargo, sería distinto.

Hizo una pausa, miró de forma penetrante al habitante de los pantanos y prosiguió en un tono más cortante:

—¿Te mandó Gowenna para que apelaras a mi conciencia? ¿Dónde anda metida ella, si se puede saber?

—No está aquí. Partió antes de la salida del sol y no regresará antes de la próxima madrugada. Pero no fue ella quien me mandó, Skar. Si vine, es porque noto tu sufrimiento. No olvides que formas parte de mí.

—En ese caso, al menos tengo a alguien que padece conmigo —replicó con ironía el satái.

En el acto se arrepintió de sus palabras, pero El-tra no parecía haberse dado cuenta de su tono hiriente. Con un ademán indescifrable regresó junto al caballo, y Skar respiró aliviado. Había faltado poco para que El-tra lo convenciese.

Aún sentía el deseo de ceder, y le constaba que, en el mismo momento en que Del abandonara el campamento, él se arrepentiría de su decisión.

Empero, era lo único que podía hacer.

Retornó despacio a la choza de Del y aguardó junto a la entrada hasta que el joven satái salió parpadeando, cegado por la súbita luz del sol que no había visto durante cuatro días.

Se llevó una mano a los ojos, se detuvo y examinó el lugar con una mezcla de curiosidad, desprecio y mal disimulado temor.

—¡Tranquilo! —susurró Skar—. No se trata de una trampa. No te harán nada.

Del no contestó. Se dirigió a El-tra, que le entregó la armadura, y empezó a ponérsela con movimientos torpes.

—No la necesitarás —indicó Skar—. Cosh es una tierra segura, siempre que no te apartes del camino que te señalen los habitantes de los pantanos. La armadura será sólo un estorbo para tí.

Del continuó vistiéndose como si no hubiese oído el consejo de Skar. Un breve gesto de dolor recorrió su cara cuando el pétreo borde de la coraza de cuero chocó contra su muñeca vendada. El amigo corrió a atenderlo, sostuvo la coraza y lo ayudó a ponerse las demás piezas de la armadura. Del no protestó.

Skar no pudo evitar que se adueñara de él la preocupación, al presenciar cómo Del se colocaba las canilleras y los brazales de un negro metal de brillo córneo, y, después, se enfundaba dificultosamente en el faldar de hojuelas que debía proteger sus muslos. Incontables veces se habían ayudado uno a otro para comprobar el buen estado de las respectivas armaduras, sujetando aquí una hebilla o alisando allá una arruga…, en cien ocasiones, antes de cien batallas en las que habían participado hombro contra hombro. Skar aguardó a que Del tuviera puesta la parte delantera de la coraza de cuero, y, llevado por la fuerza de la costumbre, se situó detrás de él para sujetarle las abrazaderas de cobre que unían el peto al espaldar. Del pareció estremecerse bajo el contacto, pero el satái mayor no supo con certeza si eran imaginaciones suyas.

Cuando estuvieron listos, dio una fuerte palmada a Del entre los omóplatos, como lo hiciera tantas otras veces, y exclamó:

—¡Todo está en orden!

Del se volvió y clavó en él una mirada dura. Skar tuvo que echar la cabeza hacia atrás. Era tanto el tiempo pasado juntos, que casi había olvidado lo alto que era Del.

—¡Nada está en orden! —contestó Del, con voz apagada—. Pero si crees que ha llegado el momento de pronunciar unas cuantas dramáticas palabras de despedida, dilas. Yo no estoy dispuesto a esperar.

De pronto, Skar apenas pudo resistir el fulgor de aquellos ojos. Tragó saliva, fue a decir algo, y, al fin, se retiró sin hacerlo.

Del arrancó las riendas de manos de El-tra y montó de un salto. El caballo casi se desbocó, asustado, pero Del supo hacerlo obedecer con un tirón de las bridas. Su rostro continuaba totalmente inexpresivo: una máscara en la que no se descubría la más mínima reacción. Sólo en sus ojos ardía aquel fuego que tanto había impresionado a Skar.

Del otro extremo de la plaza se acercaron cuatro jinetes; habitantes de los pantanos, montados en unos caballos idénticos al del joven satái, que se colocaron detrás de Skar.

—¿Es ésa mi escolta? —preguntó Del con desprecio.

—En efecto —contestó Skar—. Se encargarán de que llegues bien a la frontera de Cosh. Sigue sus indicaciones con atención, porque los pantanos son traidores.

Del hundió los muslos en los costados del animal y arrancó. La fila de criaturas de Cosh se abrió para darle paso, y Skar se hizo a un lado, aunque volvió a avanzar y agarró las riendas del caballo. Del se puso tenso y acercó su mano a la espada, mas no terminó el movimiento.

—¿Qué ocurre? —exclamó—. ¿Has cambiado de idea? Si quieres conservar tu mano, quítala de ahí.

Skar no hizo caso.

—Sólo una palabra más. Luego puedes irte.

Del pareció súbitamente nervioso. Retiró el brazo, pero su postura delataba tirantez. El dominio que quería aparentar era sólo fingido. Y, al igual que Skar, había llegado al límite de sus fuerzas.

—Volveremos a vernos —dijo Skar—. Y me gustaría que, entonces, te acordaras de que me debes la vida, satai.

Pareció, que algo se rompía en él, al pronunciar esas palabras. Se apagó el fulgor de los ojos de Del, y todo cuanto pudo leer Skar en ellos fue desconcierto y estupor. Pero, desde luego, se transformó ostensiblemente su semblante, y el cambio afectó aún mucho más a Skar que todo lo visto antes.

—Lo… recordaré —dijo Del con repentina precipitación.

Le arrebató las riendas a Skar, espoleó sin compasión al caballo y salió disparado, seguido de sus cuatro acompañantes.

Skar no permaneció en la plaza. Antes de que Del hubiese alcanzado el extremo opuesto del clavero para desaparecer entre los primeros árboles, ya había regresado a su choza. El dolor que esperaba no se produjo, y, allí donde tenía que haber pena, no encontró más que vacío, como si el golpe recibido hubiese matado incluso ese sentimiento. Se dirigió tambaleante a su yacija y se dejó caer sobre ella con pesadez. Procuró pensar en algo superficial y tonto, con tal de apartar el vacío de su mente, pero no lo consiguió.

Tardó bastante en darse cuenta de que no estaba solo. Una sombra lo había seguido y estaba sentada al lado de la puerta. Comprendió que era El-tra.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó la criatura de los pantanos.

—¿Qué?

El-tra señaló hacia afuera.

—Me refiero a tus últimas palabras, Skar. Las oí, pero no las entiendo.

Skar sonrió con amargura.

—Tendría poco sentido explicártelas.

—Sabes que Del te despreciará por ello.

Skar asintió.

—Quizá fuera eso lo que yo quería, hermano. Para él resultó más… fácil.

El-tra calló durante unos momentos.

—Más fácil… —repitió—. Empleas un tono extraño al hablar de un hombre que, a la primera ocasión, te matará.

—Posiblemente lo haga —confirmó Skar—. Pero no es culpa suya. Como tampoco lo es tuya o mía, o de otras personas… Perdona, El-tra. Temo estar diciendo muchas tonterías.

—No importa, satái. Sé lo que sientes. No olvides que yo también perdí a un hermano.

Un hermano… ¿Había sido Del un hermano para él?

No precisamente. A veces, sobre todo en los primeros años, se había sentido casi un padre del muchacho, pero eso cambió luego para dar paso a algo mucho más complicado, algo sobre lo que no había reflexionado hasta ahora, en realidad. Ni siquiera al hablar con Del mientras era prisionero de Vela. Sí; desde luego había perdido algo, pero ahora no sabría explicar qué. Sólo le dominaba la sensación de una pérdida, y era profunda, terrible.

—Será mejor que ahora te deje solo —murmuró El-tra.

Skar ni lo oyó.