Capítulo 7

El puente era algo imposible, pero existía. Alrededor del mediodía apareció entre las brumas de la llanura: una endeble filigrana pintada de sombras, que a cada golpe de cascos de los caballos ganaba en sustancia, aunque no en credibilidad. Sus puntales trazaban un audaz arco sobre el cañón; una doble baranda falciforme que al otro lado parecía disolverse en la niebla, antes de tocar el suelo. Diríase que toda la construcción trepidaba, danzando al ritmo del viento encima de la nada. Era una ilusión óptica, consecuencia de la lejanía y de la escasa visibilidad, pero aun así impresionaba.

Hicieron un alto a una distancia respetable del borde de roca, para contemplar en un prolongado silencio la extraña construcción. El propio Skar, que se creía preparado para todo e inmune a las emociones, trató inútilmente de encontrar palabras adecuadas. No eran sólo las dimensiones del puente… La Puerta de Oro de Kohn, que cubría el acceso al puerto militar, era casi tan larga como ese puente, y sus pilares debían de tener igual altura, si no más, pero a la Puerta de Oro le faltaba —como a cualquier otro edificio que recordara— la maravillosa gracilidad de la obra colosal que tenían delante. El arco tendido sobre la nada parecía reírse de la fuerza de gravedad y de las leyes de la naturaleza; cada pilar, cada puntal, era una victoria sobre esa naturaleza, una negación de todo cuanto Skar había oído sobre las leyes de la estática.

Fue El-tra quien, por fin, rompió el silencio.

—Tendríamos que retirarnos más del cañón —dijo con su típico pragmatismo—. Si hay guardias, nos verán demasiado pronto.

Skar apartó de mala gana la vista del puente, y miró hacia Occidente. Sin que él se hubiera dado cuenta, habían cabalgado durante varias horas por terreno completamente llano y sin protección, pero era sólo una franja que —si bien de algunos kilómetros de ancho— se ceñía a la línea del cañón de Hellgor y la seguía como la verde vegetación de las orillas sigue el curso de un río.

A la derecha, más allá de la verdosa llanura de cristal, se extendían las ruinas de Tuan con invariable monotonía. Allí podrían aproximarse al puente sin ser vistos antes de tiempo.

—¿Sois capaces de ver si está vigilado? —inquirió el satái, preocupado.

El-tra hizo un gesto negativo.

—Podemos ver lo que hubo y lo que hay —explicó en tono misterioso—. Pero no lo que sucederá.

Skar esbozó una sonrisa agria.

—Sí lo que has explicado de forma tan complicada significa que no, estoy de acuerdo contigo —dijo—. Dirijámonos un poco más hacia Occidente.

El-tra emitió un sonido algo parecido a la risa.

—Eso significa, en efecto.

Se desviaron en ángulo recto del camino seguido hasta entonces y volvieron a la zona de pesadilla que habían abandonado sólo pocas horas antes. Ahora el viento les daba en la cara, de modo que resultaba imposible toda conversación. Cabalgaron callados, despacio pero sin pausas, y continuaron alejándose del cañón de Hellgor cuando la hilera de ennegrecidas ruinas se hubo cerrado a sus espaldas como la oscura muralla de una fortaleza, pared que no había resistido el embate del fuego, pero sí, en cambio, el del tiempo. Únicamente cuando El-tra estuvo seguro de que sus movimientos ya no podrían apreciarse en el laberinto verdinegro de la ciudad muerta, torcieron de nuevo y volvieron a avanzar paralelamente al cañón. El pasmoso tejido negro del puente se acercaba poco a poco hacia ellos; pareció retroceder de pronto cuando enfilaron una curva del camino y luego, sin más, surgió a su lado.

El-tra detuvo su caballo, indicó una pared redondeada y baja y, con la otra mano, hizo una seña llamando a su hermano.

—Nosotros nos adelantamos para explorar el sendero —dijo—. Skar y Gowenna permanecerán aquí. ¡Procurad reposar! —agregó de cara a la pareja—. De cualquier forma, no podemos continuar antes del anochecer.

Esta vez no se trataba de una proposición, como comprendió Skar, sino de una orden, aunque no con pretensiones de mando, sino nacida de la convicción de que no había otro modo de actuar. Entre ellos y la titánica grieta de extendía aún una franja de tres kilómetros de ancho, totalmente descubierta. Por mucho que exigieran de sus monturas, la zona era demasiado amplia para conseguir sorprender a los centinelas del puente, si los había… Skar saltó al suelo sin comentarios, condujo a su caballo a un rincón protegido del viento y se acurrucó junto a él, rendido. Gowenna conversaba en voz baja con uno de los habitantes de los pantanos, pero Skar no habría escuchado aunque entendiera su lenguaje. De repente, la fatiga le golpeaba con toda su fuerza: una manta plomiza y gélida, que descendía sobre él y paralizaba sus miembros. Llevaban un día, una noche y otro medio día de camino, y ahora sentía en su cuerpo cada kilómetro dejado atrás.

Desaparecieron los dos seres de los pantanos, y él quedó solo con Gowenna. No hablaban, y no era debido a temor o enemistad, sino porque no tenían nada que decirse. Las incontables horas de tenso silencio pasadas desde que habían dejado el cráter donde había dado comienzo su odisea, expresaban de sobra todo cuanto hubiesen podido comentar.

Skar cerró los ojos, apoyó la cansada espalda en la vidriosa roca y prestó atención a su propio interior. Mas también en él había sólo silencio. Su hermano oscuro parecía haberse marchado. Había notado su presencia en algún momento, pero de manera más queda, más agotada que otras veces, como si la misteriosa fuerza que dormitaba en él hubiera consumido todas sus energías en la lucha contra Del y los mercenarios.

En algún momento, se durmió pese a la incomodidad de su postura, y al frío, que incluso allí le hacía castañetear los dientes. Era tal su cansancio que ni siquiera soñó, y, cuando luego despertó a causa del ruido de cascos y de los movimientos de Gowenna, se sintió tan descansado como si hubiese dormido días enteros. No obstante, también eso era una ilusión. Podía creerse fuerte en aquel momento, pero pronto lo dominaría otra vez la fatiga.

Se levantó, se pasó el dorso de las manos por los ojos para eliminar de ellos el último resto de sueño y echó un vistazo al cielo. El sol había recorrido un buen trozo de su curso, y ahora lucía a través de las nubes como un círculo rojizo y deforme, de bordes deshilachados. La tarde estaba ya muy avanzada. Debía de haber dormido seis o siete horas.

—Vuelve El-tra —dijo Gowenna, sin hacer el más mínimo comentario sobre el hecho de que, con su sueño, le había tocado montar toda la guardia a ella.

Sin embargo, su voz sonó cansada.

Skar se echó la capa hacia atrás y se colocó junto a la mujer para escuchar. El ruido de cascos se aproximaba rápidamente, y a los pocos momentos apareció, entre la dentada cadena de ruinas, uno de los seres de los pantanos, muy inclinado sobre el cuello de su montura.

—¡Escondeos! —gritó—. Llevaos los caballos y buscad cobijo donde sea. ¡Nos persiguen!

Era la primera vez que Skar notaba verdadera excitación en la voz de uno de los dos hermanos procedentes de Cosh. En el acto corrió hacia donde estaban los animales e introdujo a dos de ellos en un conjunto de ruinas. Gowenna agarró las riendas del tercer caballo, pero éste se encabritó, nervioso por el súbito movimiento, y la agitación que con su fino instinto percibía casi más que los hombres. La mujer se salvó de las coces con un salto, lanzó un reniego e intentó acercarse de nuevo al animal. El-tra se precipitó hacia adelante, logró coger las riendas y obligó al noble bruto a volver bruscamente la cabeza.

—¡Aprisa! —ordenó—. ¡Escondeos! No tardarán más de unos momentos en llegar.

—¿A quién te refieres? —preguntó Skar, sin moverse del sitio.

El-tra lo miró impaciente.

—A los guerreros —jadeó—. Vuestras sospechas estaban justificadas. Hay vigilancia en el puente. Forman patrulla. Dos de ellos persiguen a mi hermano. Él procurará atraerlos hacía aquí… ¡Espabilaos!

—¿Sólo dos? —exclamó Gowenna, extrañada—. ¿Y por eso…?

—¡No hay tiempo para hablar! —la interrumpió El-tra—. Llegarán de un instante a otro. ¡Escondeos de una vez! Si se dan cuenta de la trampa y huyen, todo habrá sido inútil. Nunca cruzaremos el abismo, si los soldados están advertidos.

Gowenna quería decir algo más, pero Skar la tomó por el brazo y la hizo situarse detrás de unas paredes. El-tra espoleó a su caballo y desapareció al otro lado de las ruinas.

La mujer se llevó una mano a la espada. El satái apoyó rápidamente su derecha en el antebrazo de la compañera y, con un gesto, le dio a entender que debía permanecer quieta. Luego se enderezó con cautela, y, con la espalda pegada a la pared, se deslizó hasta el extremo de las piedras que los protegían y escudriñó el terreno. A lo lejos se oía el ruido de cascos, el inquieto y arrítmico piafar de varios caballos, y, entre medio, un penetrante zumbido: el de una cuerda de arco o de ballesta. Una sombra surgió entre los restos de los muros, se desvaneció y volvió de nuevo, ahora triplicada. El-tra avanzó de pronto a todo galope, saltó una pared y, por la fuerza del choque, estuvo a punto de salir disparado de la silla. El caballo corcoveó, espantado, y gritó de dolor y miedo.

A Skar le dio un vuelco el corazón al ver que uno de los perseguidores alzaba la ballesta y apuntaba contra el habitante de los pantanos. El-tra se percató del peligro en el último segundo, se hizo a un lado y quiso apartar también a su caballo. Pero por grande que fuera su fuerza, el animal estaba medio enloquecido y se resistió. La ballesta del mercenario se aflojó con un estallido semejante a un latigazo. La flecha se transformó en una vibrante sombra, dejó una huella de sangre en el cuello del animal y se clavó en el hombro de El-tra. El animal se encabritó, perdió el equilibrio en aquel suelo liso como un espejo y cayó de lado con un lamento estremecedor. El-tra salió despedido, fue a dar con tremenda violencia contra la vidriosa superficie de la tierra, y, después de rodar varios metros por ella, quedó tendido inmóvil.

Gowenna emitió una queda exclamación de horror. Skar le indicó que callara, le dirigió una mirada de advertencia y se lanzó en zigzag de una defensa a otra.

Alcanzó el lugar de la lucha en el preciso momento en que los dos guerreros desmontaban para examinar a su víctima. Sus pasos eran demasiado sonoros, y el terreno no ofrecía suficiente protección, a pesar de lo intrincado que parecía. Los hombres lo oyeron antes de que pudiera acercarse lo necesario. Uno de ellos dio una rápida media vuelta y, con un movimiento digno de un satái, se arrancó la espada de la vaina. El otro extrajo de inmediato una nueva flecha de su carcaj de cuero y la aplicó con extraordinaria habilidad a la cuerda.

Skar quedó aturdido. Entre él y los dos mercenarios no había más de cinco o seis pasos. En circunstancias normales no habría dudado en atacar. Pero estaba agotado, y sus fuerzas habían llegado al límite. Comprendió que su reacción era la de un anciano, y que la sensación de energía que aún quedaba en él era engañosa. Todo paso más habría equivalido a un suicidio.

Los dos guerreros parecieron adivinar lo que ocurría detrás de su frente. La flecha de la ballesta apuntaba amenazadora contra su pecho, y el dedo del hombre se encogió alrededor del disparador. Era una arma pesada, que arrojaba flechas de hierro de unos nueve centímetros de largo, y afiladas como agujas. Ni siquiera una coraza hubiese ofrecido suficiente protección a Skar.

—Deja caer tu arma, satái —dijo uno de los hombres con voz estridente, y, aunque trataba de dominarse, se adivinaba en ella el miedo—. Deja la espada en el suelo. ¡Enseguida!

Skar obedeció. Lentamente, para no animar al ataque a aquellos guerreros con un movimiento demasiado precipitado, se desprendió del arma, soltó la hebilla que sostenía su capa y dejó que ésta resbalara al suelo.

—¡Ahora acércate! —ordenó el soldado de la ballesta—. ¡Poco a poco! ¡Y con los brazos extendidos!

Su camarada volvió a introducir la espada en la vaina, tomó su propia ballesta y la tensó.

—La trampa no estaba mal ideada —dijo con aprobación—. Esa criatura de los pantanos tenía que atraernos, ¿eh? —añadió con una sonrisa que no hizo más que delatar su nerviosismo—. ¿Dónde está el otro?

—¿Qué otro? —preguntó Skar—. Estábamos solos.

El dedo del guerrero se ciñó un poco más al disparador, hasta conseguir el punto exacto de presión. Una pequeña contracción, y el arma lanzaría su mortal proyectil.

Skar estaba tremendamente alerta.

—Sois tres —afirmó el mercenario con el rostro crispado.

La ballesta seguía apuntando a su pecho, pero la mirada del hombre recorría impaciente las rocas que se alzaban detrás de Skar.

—¡Criatura de los pantanos! —gritó—. Sé que estás ahí. ¡Escucha!

—Valdrá más que no te gastes la voz —contestó Skar con asombrosa serenidad—. Aquí no hay nadie. Únicamente El-tra y yo.

—¡Escucha! —continuó el guerrero, imperturbable—. ¡Hemos liquidado a uno de vosotros! Y el satái morirá, si ahora mismo no te presentas desarmado y con las manos en alto! ¡No hablo en broma!

Skar avanzó medio paso hacia los dos mercenarios y sólo se detuvo cuando también la segunda ballesta iba a ser disparada.

—¡Lo digo en serio! —bramó el hombre, aunque por debajo del extraño yelmo le resbalaran perlas de sudor—. Contaré hasta cinto. Si para entonces no has salido de tu escondrijo, mataré al satái. ¡Uno…!

—¡Basta! ¡Ya voy!

La voz de El-tra surgió de alguna parte, al lado y detrás de Skar.

Resopló un caballo, y Skar percibió unos pasos rápidos y tintineantes.

Aumentó la expresión de temor en las caras de los dos guerreros. Skar observó que sus manos empezaban a temblar, quizá de manera poco manifiesta, pero sí excesivamente intensa para que los hombres pudieran evitarlo del todo.

—¡Me rindo! —anunció El-tra esta vez—. ¡No le hagáis nada!

Los pasos se hicieron más sonoros. Una de las dos ballestas se volvió y apuntó contra un lugar situado detrás de Skar.

Una sombra gris se alzó de pronto del suelo, a espaldas de los dos guerreros, y se arrojó sobre ellos. Skar se dejó caer hacia un lado, rodó lo necesario y logró volver a ponerse en pie, espada en mano, antes de que la flecha dirigida contra él cortara el aire silbando allí donde acababa de estar.

La lucha terminó antes de que llegara junto a los guerreros. Los puños de El-tra habían hecho estragos en ellos. Uno de los hombres yacía de cara, inerte, y el otro se revolcaba entre gemidos, apretándose el vientre con las manos. De su boca fluía la sangre. Skar se arrodilló a su lado, dejó la espada a punto, por si acaso, y volvió de costado al herido. El hombre pesaba mucho. Incluso a través de la coraza, dura como el hierro, notó cómo temblaba. Con cuidado le desató el barboquejo del yelmo, le quitó éste y tocó al guerrero en la cara.

—¿Puedes entenderme? —preguntó.

Los ojos del hombre se movieron rápidamente de un lado a otro, debajo de los párpados cerrados, y la sangre que brotaba de la comisura de sus labios se hizo más clara y espumosa.

—Se muere —dijo Skar con reproche; dirigió una breve e inexpresiva mirada a El-tra y volvió a dedicar su atención al soldado—. No hacía falta que lo mataras tan deprisa.

El habitante de los pantanos permaneció callado unos segundos. A continuación, su mano asomó del interior de la capa, palpó el hombro herido y se cerró alrededor del asta de la flecha. Cuando Skar oyó el sonido con que el proyectil resbalaba del hombro de El-tra, se sintió mareado. En la punta de la saeta no había sangre.

Detrás de él resonaron unos pasos. Era el otro El-tra, que se acercaba. Una mano se apoyó en su hombro, ligera y, al mismo tiempo, llena de fuerza; se lo oprimió brevemente, casi en un gesto consolador, y luego lo apartó con delicada energía. Skar tomó su espada, se levantó y retrocedió cuatro o cinco pasos. Los dos seres de los pantanos se arrodillaron en silencio junto a los dos soldados y aplicaron las manos a sus rostros.

Durante un par de segundos, no sucedió nada. Los gemidos del moribundo se debilitaron hasta cesar del todo. Sus miembros se contrajeron una vez más, como en una última y espantosa lucha, antes de que el cuerpo quedara súbitamente fláccido, con lo que Skar supo que había muerto.

El satái se apartó. Ignoraba lo que hacían los habitantes de Cosh, y tampoco quería saberlo. Se trataba de alguna ceremonia bárbara. Quizá solían matar de ese modo a sus víctimas… De pronto recordó —hacía días que lo había olvidado— que los El-tra no eran seres humanos. Actuaban, pensaban y vivían de otra manera, según sus propias leyes y reglas, incomprensibles para él.

Se guardó la espada en la vaina y siguió alejándose. A sus espaldas sonó un grito terrible, horripilante.

Gowenna le salió al encuentro a mitad de camino.

—Lo he visto todo —dijo.

Skar se detuvo. Sus ojos debían de reflejar una marcada indignación, porque la mujer dio un instintivo paso atrás y alzó las manos de modo espontáneo, como si necesitara defenderse.

—No los juzgues sin estar enterado de todo —se apresuró a decir—. No tenían más remedio. De no matarlos El-tra, el muerto serías ahora tú.

—¡Claro! Y tú no podías permitirlo, ¿verdad? —replicó el satái, airado—. Mi vida vale más que la de dos inocentes. Perdona que lo olvidara. Creo que no era necesario eliminarles —agregó en tono sibilante—. Si los El-tra te pertenecen, como dices, podrías haberlos disuadido de su propósito.

—Era preciso que matásemos a esos hombres, Skar —dijo Gowenna.

—¡Hablas en plural! —exclamó el satái, y contempló sus propios dedos de modo demostrativo—. ¡Yo no los maté, Gowenna! No era necesario. Así como tampoco lo es eso que ahora los El-tra hacen con ellos… aunque no sé de qué se trata, en realidad.

—Son nuestros enemigos, Skar —insistió Gowenna—. No se los podía dejar con vida. Tú, como guerrero, debieras saber que no conviene tener enemigos a la espalda.

Skar oteó el horizonte. Los negros pilares del puente se alzaban en audaz curvatura en dirección al sol, pero de repente ya no le parecían graciosos ni elegantes, sino… hostiles. Una viscosa telaraña en la que se verían enganchados, y donde hallarían una horrible muerte.

—En esta tierra, un hombre sin caballo ni armas no es un enemigo —contestó a media voz.

Se daba cuenta de que sus palabras carecían de sentido, pero lo dominaba la cólera, y no precisamente por el hecho de que los dos seres de los pantanos hubiesen liquidado a aquellos guerreros sin la menor compasión, sino una terrible cólera —o digamos más bien dolor— de que el primer encuentro con humanos (¡la primera vez que, después de tan escalofriante viaje a través de una tierra de silencio y agonía, veían vida!) hubiese terminado de nuevo con la muerte.

—Es la maldición de Tuan —dijo Gowenna de pronto.

Skar volvió la cabeza, lleno de asombro, pero sus ojos no se encontraron con los de la mujer, cuya mirada parecía perdida en la nada. «¡Qué fácil es adivinar los pensamientos de otra persona en estos lugares!», pensó el satái.

—No en vano llaman a esto la Tierra Muerta. ¿Quién sabe sí la muerte ha adquirido vida aquí y no permite la existencia de otra cosa viva a su lado? —murmuró Gowenna.

—¡Tonterías! —protestó Skar, aunque en su interior comprendía que, quizás en otro sentido del que ni ella misma se daba cuenta, Gowenna tenía razón. Y prosiguió alterado:— También es posible que, sencillamente, lo tomes demasiado a la ligera.

Se disponía ya a regresar junto a los habitantes de los pantanos, cuando Gowenna lo agarró por el brazo.

—No vayas ahora, Skar. Necesitan su tiempo.

—¿Para qué? —inquirió en un tono expresamente hiriente—. ¿Van a devorar a sus víctimas, o se contentan con…?

—¡Por favor, Skar!

Ella lo sujetaba con tanta fuerza que le producía dolor, y el satái se soltó con brusquedad.

—Necesitan una hora… ¡Concédesela, y lo entenderás todo! —añadió.

—Temo entender ya demasiado —replicó él—. En cualquier caso, empiezo a comprender por qué tú eres incapaz de odiar de veras a Vela. Os parecéis demasiado. Tú le reprochas ser inhumana, pero por ahora eres tú quien habla de las vidas humanas como sí no tuvieran ningún valor.

Gowenna permaneció callada un rato y luego su voz ya no sonó suplicante o triste, sino sólo asombrada.

—No comprendo tu furia, Skar. Tú has matado a muchas más personas que ella. eres el guerrero, y no ella ni yo.

Skar rió con amargura.

—La cinta que ciñe la frente de un satái no significa que uno pueda asesinar a mansalva, Gowenna.

La mujer quiso objetar algo, pero cambió de parecer y bajó la cabeza.

—Como quieras. No pienso discutir contigo. Al menos, no ahora.

Dio media vuelta, avanzó un paso y se detuvo otra vez.

—Voy en busca de sus caballos —murmuró—. Es posible que lleven agua… Es decir, si tú permites semejante proceder. Porque a lo mejor lo consideras una profanación de cadáveres…

Skar prefirió no contestar. La dejó plantada, dio un par de pasos sin rumbo fijo, y, por fin, se apoyó pesadamente en un resto de pared que le llegaba al pecho. La piedra estaba fría, llena de hálito helado que no era sólo consecuencia de las bajas temperaturas y del viento. No sabía si la centelleante capa que notaba debajo de sus dedos era cristal o hielo. Ambas cosas simbolizaban en su reluciente endurecimiento, más que todas las palabras imaginables, el espíritu de Tuan.

Cerró Skar los ojos, respiró profundamente un par de veces y gozó con la sensación de vacío que el gélido aire produjo en su cabeza.

«Me comporto como un imbécil», pensó. Después de lo que acababa de decir, Gowenna tenía que tomarlo por un idiota sin remedio. Pero sus palabras no habían sido más que la expresión de su desamparo, de la impotente rabia que lo cegaba. Quizá no lo hubiera comprendido hasta ahora, pero la lucha para la que Gowenna había querido comprarlo había empezado de sobra en el momento en que, en vez de tomar el camino de la cordillera, habían seguido el del corazón de Tuan. Y era una lucha contra un enemigo al que no podía vencer, una lucha contra aquella tierra, contra el espíritu de Tuan, como Gowenna lo había expresado. No la lucha contra Vela o su dragón —aquello era sólo la punta del iceberg, quizás el punto culminante—, sino una pugna fundamental entre la vida y la muerte. Y estaban derrotados antes de haberse enfrentado al adversario.

Gowenna regresó con dos odres repletos de agua. Depositó uno cuidadosamente en el suelo, abrió el otro y se lo dio a Skar después de haber bebido con ansia.

Skar sació su sed, vertió unas cuantas gotas del precioso líquido en sus manos y se las pasó por la cara. El agua estaba helada y le produjo picor en la piel, pero la sensación fue agradable. Devolvió el odre a Gowenna y miró cómo ella bebía de nuevo, y después, siguiendo su ejemplo, se humedecía también el rostro. Pese al entumecimiento que el frío provocaba en sus miembros, había en los gestos de la mujer una extraña gracia. En la postura adoptada por ella no se le veía más que la parte intacta de la cara. Hacía días que Gowenna procuraba colocarse de forma que sus horribles cicatrices quedaran disimuladas, y Skar se dijo que volvía a sentir excitación. «¡Nuevamente, después de haber discutido!», pensó con una mezcla de asombro y placer. De súbito, y antes de que él mismo pudiese darse verdadera cuenta de lo que hacía, agarró a Gowenna por los hombros, la atrajo hacia sí y la besó. Ella se resistió, pero sólo durante unos segundos. Luego, sus labios se hicieron tiernos, y sus brazos rodearon el cuello del hombre, con tanto apasionamiento que casi lo dejaron sin respiración. Skar experimentó el calor de su cuerpo a través de las gruesas ropas que los separaban, y un intenso y loco deseo se apoderó de él. Ansiaba azotarla, besarla, martirizarla y acariciarla a un mismo tiempo…, agarrarse a ella como un náufrago a una rama y sentir la proximidad del único ser vivo que tal vez quedara en aquella parte del mundo.

Y, cuando sus miradas se encontraron, Skar se dio cuenta de que Gowenna lo sabía.

No apartó de ella la vista por espacio de tres o cuatro temerosos latidos del corazón, y, como ya le ocurriera otra vez, de repente lo vio todo con una claridad fantástica: cada mínimo detalle de su rostro, cada arruga, cada línea grabada por los años o por algún dolor olvidado hacía tiempo, y también adivinó la cara que se escondía debajo de aquella máscara, la auténtica Gowenna, oculta detrás de una orgullosa intangíbilidad en un lado y, en el otro, de un mar de llamas hechas carne…; descubrió el ser vivo que respiraba y sentía, y con violencia casi dolorosa comprendió que ella debía de haber experimentado durante todo el tiempo lo que él experimentaba ahora: que —quizá ya desde el primer momento— lo había deseado… Pero aún vio más. Como si de manera repentina le arrancaran a la mujer el velo con que constantemente se había cubierto, supo que Gowenna era mucho más femenina de lo que él se había imaginado. Una mujer hermosa de verdad, que estaba muy satisfecha de su perfecto cuerpo. Pero había sido preciso que ese cuerpo resultara destrozado para que ella estuviera dispuesta a reconocerlo.

«¿Por qué ahora?», se preguntó cansado. ¿Por qué habían tenido que dejarse hostigar hasta el fin del mundo, antes de comprender ambos lo que sentían uno por el otro?

Gowenna ladeó la cabeza con un movimiento débil, para que la boca del hombre rozara sólo la parte viva y sana de sus labios, pero él la sujetó con fuerza.

—Tendrías que odiarme —dijo ella.

—Lo intenté —respondió Skar.

—Y… ¿lo conseguiste? —quiso saber Gowenna con una sonrisa triste pero resignada.

El satái se encogió de hombros.

—No lo sé —confesó—. Me consta que me inspiras algún sentimiento, pero no sé si es odio o amor. Quizás ambas cosas. Quizá… No; no creo que sea capaz de odiarte.

—¿Por qué no? ¿Porque soy una mujer y… porque quizá sea la última vez?

Súbitamente, de un instante a otro, se puso rígida en sus brazos, y la voz, poco antes tan tierna y llena de tembloroso deseo, se hizo tan resquebrajosa como el cristal que los rodeaba. Su mano derecha se soltó con brusquedad del abrazo de Skar y cubrió el maltrecho rostro, agarrándose las apenas cicatrizadas heridas que el aliento del dragón había abierto en su carne.

—¿Aceptas incluso esto? ¿Prefieres una mujer disminuida a no tener ninguna?

Sus palabras debían sonar ofensivas, pero el único dolor que Skar notó fue el de Gowenna. El arma de ésta había perdido su filo, y el ataque verbal era simplemente un desesperado y último intento de engañarse a sí misma. La mujer se apartó de él con un nervioso gesto, se arrancó la capa y la cota de mallas, y a continuación se quitó también la blusa que llevaba debajo. No sólo su rostro estaba desfigurado. Una estría de algo que parecía espuma roja y seca descendía por su cuello hasta el hombro, y allí se dividía en una especie de dedos delgados y colorados que le llegaban hasta el codo y el pecho izquierdo. Encima se veía una red de hilos grises: la tela de algodón de su blusa, marcada para siempre en su piel por el aliento infernal de la bestia.

—¿Te gusta lo que tengo aquí? —jadeó—. ¡Es tuyo, si quieres! Puedes estar orgulloso… ¡Eres el primer hombre al que me entrego por mi voluntad! Y, si te molesta mi aspecto, cúbreme la cara con un paño, para que no necesites verlo…

Su voz se quebró y pasó a convertirse en profundos sollozos. Gowenna se retorcía como si tuviese algún dolor; se llevó las manos a la cara y su llanto se hizo incontenible.

—¿Por qué te torturas de ese modo? —preguntó Skar.

La mujer echó la cabeza hacia atrás. Le temblaban los labios, pero no fue capaz de emitir ni un sonido. El satái la tomó entre sus brazos y la sostuvo con firmeza hasta que los hombros de la mujer dejaron de encogerse convulsivamente y las lágrimas se secaron contra su pecho. Entonces la alzó —Gowenna pesaba muy poco, como si su cuerpo no fuese más que una envoltura vacía—, la transportó en brazos al cobijo que les ofrecían las ruinas y la acostó con gran ternura. Se amaron en un lecho de cristal y bajo un bullente cielo blanco, y Skar se dio cuenta, en todo momento, de que aquello no era sincero, y de que los sentimientos de ambos continuaban siendo tan tirantes y fríos como las refulgentes paredes que tenían alrededor. Y comprendió, asimismo, que lo que hacían no era más que la expresión de su pertinacia y su desaliento. Tal vez fuese la última posibilidad de defenderse del frío y de la muerte que dominaban la maldita tierra. Existían aún los sentimientos que poco antes había creído experimentar, pero de algún modo habían quedado encerrados para siempre en el abismo que los separaba.

Gowenna se durmió después, envuelta en su capa y muy arrimada a él, pero Skar siguió despierto en un tálamo de cristal. Estaba cansado, pero cuanto más profunda se hacía su fatiga física, más inquieto y despierto parecía su espíritu. En aquel espacio abierto por arriba reinaba un extraño silencio, e incluso la respiración del viento se había calmado. El satái contempló a la mujer dormida junto a él. Tenía la cara muy pálida, y, de no ser por el rítmico subir y bajar de su pecho, la hubiese creído muerta. ¿Y si lo estuvieran de verdad, como los dos guerreros que yacían a poca distancia y todos los demás que habían perdido la vida en la atroz aventura?

A lo mejor, así era.

Pero también era posible que una Tierra Muerta sólo pudiera ser conquistada con un ejército de muertos.

Se levantó con todo el cuidado imaginable para no despertar a Gowenna, se vistió deprisa y, antes de alejarse, cubrió a la mujer con una segunda manta. El sol descendía en su curso hacia el horizonte, y las sombras se alargaban. Skar se detuvo un momento, indeciso, y al fin decidió reunirse con los habitantes de los pantanos.

Había transcurrido con creces la hora que, según Gowenna, necesitaban los El-tra para su macabra tarea, pero los dos hermanos seguían en la misma postura que antes, arrodillados junto a los soldados muertos, con las manos apoyadas en sus mejillas y frentes.

Skar carraspeó varias veces, para que lo oyeran, y sólo se acercó más cuando los habitantes de los pantanos salieron de su inmovilidad y lo miraron.

Lo que vio, lo dejó anonadado.

Bajo las capuchas hundidas hasta la frente ya no había sombras ni velos de niebla misteriosa y gris…

Los rostros de los El-tra eran humanos. El de uno, delgado y de líneas que parecían dibujadas con un pizarrín. Los ojos, oscuros… El del otro, más ancho, enrojecido y más joven, provisto de un fino bigote que, inútilmente, trataba de darle carácter…

¡Los rostros de los dos guerreros que habían matado!

Skar se estremeció. Una sensación de parálisis se apoderó de él; algo como un miedo que le impedía pensar.

También las figuras de los El-tra habían cambiado. Antes eran idénticos, pequeños y peligrosos gemelos grises…, uno la sombra del otro. Ahora, en cambio, el más joven sobrepasaba bastante al otro en estatura, tenía los hombros anchos, y sus movimientos eran angulares… Ya no los de un ser de los pantanos, más sinuosos, sino los propios de un ser humano.

Durante una fracción de segundo recordó el satái la primera vez que viera a los El-tra. Entonces todavía eran tres y llevaban máscaras de hombre… Pero, evidente mente, no eran mascaras.

—¿Estás a punto?

Ya no era la voz de El-tra la que habló.

—Yo… —balbució Skar, desconcertado, mirando a uno y a otro—. ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo…?

—El tiempo apremia —lo cortó El-tra—. Verion y Bend tardan en regresar, y los que montan guardia junto al cañón sospecharán, si no vuelven. Sólo nos queda esta posibilidad. Ahora ve y despierta a Gowenna.

Skar aún seguía pasmado ante el monstruoso cambio, incapaz de comprender lo ocurrido, cuando los habitantes de los pantanos empezaron a desprenderse de sus capas. Debajo estaban desnudos. Al igual que sus caras, también los cuerpos imitaban hasta en los más mínimos detalles los de los soldados. Skar se fijó en que aquellos hombres debían de estar enfermos: su piel presentaba grandes manchas carentes de vello, en cuyo centro había pequeñas pústulas purulentas. Los El-tra se agacharon, desvistieron a los cadáveres y se pusieron rápidamente sus ropas, aunque sin colocarse los cascos, que guardaron. Por fin halló Skar la fuerza necesaria para volver a donde dormía Gowenna. Esta abrió enseguida los ojos, cuando él apenas sí la había tocado el hombro. Tenía la mirada clara y despejada.

—¿Están ya dispuestos? —preguntó.

Skar contestó con un mudo gesto de afirmación. A Gowenna no le extrañaría la transformación de los El-tra. Sin duda ya sabía lo que iban a hacer.

Se levantó para vestirse a toda prisa y fue con Skar al lugar donde aguardaban los habitantes de los pantanos, que ya habían terminado el cambio de indumentaria. Nada los diferenciaba ahora de los dos soldados auténticos. Eran unas copias perfectas. Mejor dicho: no imitaban a los soldados. Sencillamente, eran ellos.

—Nosotros tomaremos los caballos de Verion y Bend —anunció el más joven—. Vosotros elegid los más descansados entre los restantes.

Skar se puso en movimiento, obediente, pero se paró a los dos pasos y miró aturdido al ser de los pantanos.

—¿Significa eso que debemos acompañaros? —inquirió, extrañado.

—¡Claro! Sois nuestros prisioneros. Los centinelas del otro lado vieron cómo la patrulla nos perseguía. Si os llevamos como prisioneros, tendremos una probabilidad de sorprenderlos. Pero hemos de darnos prisa. Llevamos demasiadas horas fuera, y empezarán a sospechar algo.

Skar no salía de su asombro. El-tra hablaba como si en realidad fuese uno de los guerreros.

—¿Cuántos son? —preguntó Gowenna, mientras iban en busca de los caballos.

—Seis —respondió El-tra—. Contándonos a nosotros. O sea que hay cuatro más. Pero están bien adiestrados y tienen orden de disparar a la menor duda. También sobre sus propios compañeros.

Gowenna asintió como si no hubiera esperado otra cosa.

—Vela desconfía —murmuró—. Barrunta que todavía vivimos. ¿Cumplirán sus hombres la orden?

—Sí —dijo El-tra.

El desconcierto de Skar aumentaba con cada palabra que oía.

—Ya no entiendo nada de nada —musitó—. ¿Acaso leísteis los pensamientos de esos soldados?

—No sus pensamientos —contestó Gowenna en vez de El-tra—, sino sus recuerdos. Son ellos. Lo que aquellos hombres sabían, lo saben ahora los El-tra.

—No del todo —objetó uno de los aludidos—. Hay algo distinto.

Gowenna miró primero al habitante de los pantanos, luego a Skar y de nuevo a El-tra.

—Explícate mejor —dijo, confusa.

—La matriz…, el molde…, existía —respondió El-tra, y el satái notó lo difícil que resultaba explicarse. Parecía que tuviese que reflexionar antes de pronunciar cada sílaba—. Pero había algo más… Algo que no sé describir. El molde estaba… recubierto —murmuró de cara a Skar, con una fugaz sonrisa—. Una influencia extraña se había apoderado de esos hombres.

—¿El molde? —repitió Skar, desorientado.

—Puedes llamarlo «alma», si prefieres —intervino Gowenna rápidamente—. Una palabra es tan inadecuada como la otra—. ¿Qué significa eso de «influencia extraña»? —agregó, mirando a El-tra.

Éste tardó en volver a hablar.

—Sus almas se mueren —dijo al fin—. Esos hombres no eran más que unas envolturas vacías. Su molde era débil, pero algo ocupaba su lugar… Algo semejante a Tuan.

Sin más explicaciones, regresó junto a su compañero.

Skar montó en su caballo, sin saber qué pensar.

—En algún momento, quizá me aclares quiénes son en realidad esos dos hermanos —gruñó malhumorado.

Gowenna permaneció seria.

—¿Estás seguro de que quieres saberlo?