Capítulo 16

Partieron con los últimos rayos del sol. Skar creía haberse dormido después de varias horas, extenuado y lleno de una deliciosa lasitud que había echado de menos durante demasiado tiempo, al lado del esbelto cuerpo de Vela, blanco como el alabastro. Pero al despertar estaba solo. El harapo que en las últimas semanas le había servido de capa, había desaparecido. En su lugar le aguardaba una nueva, de color rojo oscuro. Esta prenda llevaba unos complicados bordados que le recordaron los relieves vistos en algunas paredes de la fortaleza, y que, según movía la tela, parecían adquirir una misteriosa vida propia. También encontró ropa interior nueva y unas botas confeccionadas con un material desconocido para él, pero que eran exactamente de su medida. De sus propias prendas sólo quedaban la coraza de cuero y el cinto para sujetarse las armas.

Y este último ya no estaba vacío. De la estrecha vaina metálica recubierta de cuero asomaba la empuñadura de su tchekal, y en los bolsillos laterales centelleaban los dientes de sus shuriken, afilados como navajas de afeitar. Skar se preguntó durante largo rato qué podría significar aquel gesto… ¿Era un error? Difícilmente. Tampoco era posible que Vela considerase lo ocurrido como una especie de reconciliación, porque no lo era. El satái no halló una explicación satisfactoria. Como en casi todo lo que hacía la errish, los motivos resultaban impenetrables. Asimismo era posible que Vela sólo pretendiera desconcertarlo. Que le hubiesen devuelto las armas, no quería decir nada. Todo lo más, era un gesto. Había estado a solas con ella, tan a solas como dos personas podían llegar a estar, y tan cerca de ella como era imaginable, pero Vela supo desde el primer momento que él no se aprovecharía de la situación. O, mejor dicho, que no podría aprovecharse, se corrigió a sí mismo para sus adentros. Como en otras ocasiones, le había sido totalmente imposible pensar en atacarla. Vela era intangible, quizás incluso invulnerable: el rey en el juego de ajedrez, que podía ser amenazado, pero nunca devorado.

Skar se ajustó el cinto, se puso la capa —que a pesar de su extraña suntuosidad y del grueso de la tela resultaba sorprendentemente ligera y de tacto muy agradable—, y, antes de abandonar la estancia, tomó un puñado de frutas que quedaban en la fuente dejada encima de la mesa. Los soldados que lo habían acompañado seguían esperando inmóviles en el pasillo. Sin hablar, le dieron a entender, mediante ademanes, que debía ir con ellos, y lo condujeron al exterior.

Al salir al cráter y ver el ejército de Vela, a caballo y preparado para la marcha, el satái experimentó una rara admiración. Durante un momento, un momento brevísimo, sintió lo que la errish había querido hacerle comprender: ¡el embrujo del poder! Tuvo la impresión de que cada uno de esos guerreros de coraza de acero y cuero negro le pertenecía, y creyó saborear el poder que con una sola palabra podía alcanzar. Pero entonces descubrió una figura envuelta en harapos grises, y aquella sensación de euforia se desvaneció como una pompa de jabón. En él no quedó más que un vacío tremendo. Un vacío… y un sabor amargo en la lengua.

Sus miradas se cruzaron por espacio de un abrir y cerrar de ojos, y Skar supo que Gowenna estaba enterada de lo sucedido. Pero en la expresión de la desdichada mujer no había reproche; ni siquiera pena. Y quizá fuera eso, precisamente, lo que tanto le dolió a él.

De repente, le pareció miserable la espléndida capa que lucía, y en el arma que pendía de su cinturón no vio más que escarnio.

Dio una precipitada media vuelta y se dirigió hacia el caballo que dos soldados tenían a punto para él. Como en el camino a la fortaleza subterránea, fue separado de Gowenna y de los habitantes de los pantanos, aunque ya no tenía la impresión de ser un cautivo. Montó en la silla, apoyó los pies en los pesados estribos y miró con curiosidad a su alrededor. No vio rastro de Vela ni de su dragón, así como tampoco de Del o de Tantor, y, con excepción de algún nervioso resoplido o piafar, en el profundo cráter —ahora sumido en la sangrienta luz del sol crepuscular— reinaba un silencio casi espectral. Skar intentó encontrar de nuevo la mirada de Gowenna, pero ésta se hallaba en el extremo opuesto de la columna ya dispuesta para la marcha, y no era más que una diminuta persona entre todas las demás.

De pronto arrancaron sin que el satái hubiese advertido una señal o siquiera una voz. La columna comenzó a ponerse en movimiento con la lentitud de un enorme artrópodo e inició la subida de la rampa, ahora en dirección contraria.

El sol rozaba el horizonte cuando alcanzaron el borde superior de la caldera, pero delante del rojo disco se alzaba una imponente sombra gris, y el viento traía consigo un acre hedor a muerte.

Skar recordó entonces las palabras de Tantor: «No es una partida, sino una… huida». Se volvió en la silla y miró hacia el norte, donde —aunque ahora invisible— ardía el eterno fuego de Combat, y por una fracción de segundo creyó distinguir un minúsculo punto llameante entre él y la nebulosa línea de la cordillera. Pero, cuando intentó cerciorarse de su existencia, el punto había desaparecido, y Skar ni siquiera tuvo la certeza de haberlo visto en realidad.