Capítulo 9
La jarra estaba vacía, pero Skar dio a entender con un gesto que no quería más vino, cuando Gowenna se disponía a levantarse para coger un nuevo odre de la estantería. Había bebido ya dos vasos del dulce y fuerte vino tinto, y empezaba a percibir un zumbido en la cabeza. No era un caldo bueno, y lo último que ahora le convenía a Skar era tener la cabeza pesada.
Hacía una hora que estaban en la torre, y habían sacado de allí a los muertos antes de sentarse a comer, beber y entrar en calor junto al llameante fuego de la chimenea. La cena había sido muy sencilla: pan seco y duro; un resto de manteca de cerdo, encontrado en un plato de madera en uno de los estantes, y un puñado de dátiles para cada uno. No obstante, y después de una semana de agua pasada y carne de caballo, de penetrante sabor, aquello le pareció un banquete a Skar. Aún se sentía cansado, y el calor que hacía en el interior de la torre contribuyó a que los párpados se le pusieran pesados.
Gowenna se alzó finalmente, fue decidida a la estantería y se sirvió más vino. La debilidad le hacía temblar las manos.
—No debieras beber tanto —indicó Skar a media voz—. Mañana necesitamos una cabeza clara. También tú. La mujer sonrió, vació el vaso de un trago y lo volvió a llenar.
—Mañana será otro día —dijo, despreocupada, y, después de sentarse a la mesa y echar una mirada de ansia a los camastros, agregó sin hacer más caso de la advertencia del satái:— ¿Quién montará la primera guardia?
Skar iba a responder, pero El-tra —o Verion— se le adelantó.
—No será necesario organizar guardias —afirmó, acercándose a la mesa—. Los hombres permanecen siempre una semana aquí. No serán relevados hasta dentro de tres días. Sin embargo, no podréis dormir.
Gowenna lo miró sorprendida.
—¿Por qué?
—No es posible continuar aquí —explicó El-tra—. Ni siquiera esta noche.
Skar se introdujo otro dátil en la boca. Ya estaba satisfecho, pero, después de una semana de privaciones, el cuerpo seguía pidiendo alimento.
—¿Y por qué no? —preguntó, sin dejar de masticar.
—Este lugar no es bueno —contestó El-tra, muy serio.
—¿Pretendéis cruzar el puente? —inquirió Gowenna—. ¿Ahora?
El habitante de los pantanos hizo un movimiento afirmativo.
—Yo no veo ningún motivo razonable para eso —dijo Skar—. A todos nos sentaría bien una noche de descanso y un poco de calor. ¡También a vosotros!
La idea de cabalgar en la oscuridad a través del puente medio derruido no lo seducía en absoluto. Incluso de día era una audacia pasarlo, pero eso se lo calló.
—Tenemos suficientes motivos —prosiguió El-tra al cabo de unos momentos—. Esta tierra no nos conviene. No debemos permanecer aquí más de lo absolutamente preciso. Además, nosotros no podemos utilizar mucho tiempo estos cuerpos. Están enfermos.
El satái no lo contradijo. Sabía lo inútil que era discutir con los seres de los pantanos cuando habían tomado una determinación. Resignado, acabó por servirse otro vaso de vino y tomó un sorbo antes de ponerse de pie para aproximarse al fuego. Era la primera vez, desde hacía semanas, que no tenía frío.
—¿Cuánto falta para llegar al alojamiento de Vela? —inquirió.
—Cincuenta kilómetros. Menos de una jornada a caballo.
—Menos de una jornada a caballo… —repitió con un suspiro, a la vez que se frotaba las manos encima de las llamas—. ¿Y cómo lo haremos? Porque no creo que Vela vaya a recibirnos con los brazos abiertos.
—Desde luego que no, pero, mientras nosotros llevemos estos cuerpos, no habrá problema. Al menos, no para nosotros.
—Y Gowenna y yo, ¿qué?
El-tra quitó importancia al asunto con un gesto de la mano. No sólo había adoptado el cuerpo de Verion, sino también su modo de hablar y sus ademanes.
—Vive en una de las antiguas ciudades de Tuan —dijo—. Un laberinto en el que hasta sus cien guerreros pueden desaparecer. Encontraremos la manera de introducirnos. Pero ahora no podemos esperar a que estos cuerpos estén demasiado débiles. ¡Se mueren!
Skar observó largamente al habitante de los pantanos.
—Pues no tienes aspecto de tan débil.
—El cambio requirió mucha energía. Nos desintegramos. También vosotros moriréis, si continuáis aquí. El aliento de Tuan es mortal.
El satái se encogió de hombros.
—¿Cuándo llegará el día en que obtenga de ti una respuesta clara, El-tra? —replicó con una media sonrisa—. ¿Es costumbre, en vuestro mundo, hablar en enigmas?
—Del mismo modo en que, entre vosotros, es costumbre no decir la verdad —contestó El-tra—. Pero ahora venid. Mi hermano ha ensillado los caballos y reunido unas cuantas antorchas. Cuanto más nos apresuremos, antes estaremos al otro lado.
—¡Un razonamiento fundamental!
Skar regresó a la mesa, vació su vaso e introdujo en su bolsa los dátiles que todavía quedaban en el plato. Gowenna había aprovechado el tiempo para ponerse de nuevo la armadura y la capa, con lo que, a los pocos minutos, pudieron abandonar la torre.
Fuera aguardaban ya los caballos.
El sol se había puesto del todo, y la negrura de la noche cubría la misteriosa superficie verde de Tuan. Después de haber pasado unas horas caliente por primera vez en tantos días, a Skar le pareció doblemente helado el viento que los azotó al salir al exterior. Apenas se halló entre las aullantes ráfagas, la cara empezó a picarle. Se cercioró de que la puerta quedaba cerrada, se detuvo unos instantes y miró hacia el norte. Combat ya no era más que un pálido y tétrico resplandor en el horizonte, pero se le antojó aún más amenazador que antes.
El satái alejó de sí tal pensamiento y montó en su caballo. El cuero de la silla estaba tan frío que pareció pegarse a su piel, y hasta las antorchas que llevaban los dos El-tra diríase que esparcían frío en vez de calor. Su luz oscilaba y se doblaba bajo los golpes del huracán, formando unos horadados dedos de fuego que señalaban hacia el sur, como si quisieran mostrarles el camino.
Gowenna arrimó su caballo al de Skar, se subió la capucha y se inclinó hacia adelante para protegerse un poco.
A medida que avanzaban en dirección al cañón, la inquietud del satái iba en aumento. La noche era tan oscura que el abismo no se veía e incluso el puente era sólo una imponente sombra negra. Pero Skar sentía con terrible claridad lo que sus ojos no lograban distinguir: el gélido soplo que subía de las profundidades y los envolvía sin hacer caso del viento, y la fuerza de succión de la garganta, como si unas invisibles manos de fantasma quisieran apoderarse de ellos para arrastrarlos al fondo del abismo.
Cuando entraron en el puente, el ruido de los cascos se hizo distinto. Ya no era el golpetear del metal contra el cristal que los había acompañado sin cesar durante la última semana, sino un sordo retumbo que tenía que ser oído desde muchos kilómetros de distancia: el hierro forjado de las herraduras contra el hierro martilleado del puente. Skar se inclinó curioso, pero no pudo distinguir más que una superficie oscura y estriada. El puente vibraba bajo su peso, a medida que ascendían por la suave rampa y se acercaban a los impresionantes pilares sustentadores. Los caballos mostraron inquietud, y el satái tuvo que sujetar con más energía las riendas para obligar al suyo a seguir adelante. El instinto de los animales prohibía a éstos moverse sobre suelo inseguro y, por muy macizo que pareciera el puente —y tenía que serlo, para resistir las incesantes sacudidas del vendaval—, se balanceaba como un enorme ser viviente… Un movimiento demasiado lento y mayestático para verlo, mas también demasiado marcado para no notarlo.
Lograron apreciar más detalles al estar más cerca de los pilares. La luz de las antorchas se les adelantaba para arrancar de la oscuridad diversos fragmentos, borrosas sombras que, cual animales que se deslizaran rápidamente por el negro suelo, formaban una muda fila doble.
Delante del estribo del puente se alzaba una escultura. Skar calculó que debía de medir más de tres metros: una figura de aspecto apenas humano y armadura pardusca, semejante a la estatua que El-tra y él habían descubierto unos días atrás, pero todavía más voluminosa, maciza, salvaje. Al pasar por delante del pétreo guardián redujeron la marcha, y el satái observó que Gowenna aproximaba instintivamente su caballo al suyo, como si buscase su protección. También ella parecía sentir la silenciosa amenaza que partía del coloso. Probablemente había sido colocado allí para defender al puente de los demonios y otros espíritus del mal, pero no por eso dejaba de impresionar a los vivos. De sus rótulas y codos, de los codos y los antebrazos, e incluso de la frente y de la parte posterior del enorme yelmo cerrado, surgían unos pinchos curvos, largos como dedos y terriblemente afilados, como hachas y cuchillos naturales, y hasta las manos, de seis dedos cada una, estaban rematadas por espantosos puñales metálicos. Detrás de la visera, que llegaba hasta las sienes del monstruo, parecía arder un fuego rojizo. Era, sin duda, el reflejo de las propias antorchas, mas no por eso dejaba de sobrecoger.
De pronto, Gowenna emitió un grito quedo y se estremeció en su silla.
—¿Qué sucede? —exclamó Skar, asustado.
La mujer señaló sin hablar en la dirección donde, escondido en la noche, tenía que hallarse el otro pilar, y, seguramente, también habría una segunda figura igual. Luego se pasó una mano por la frente, con gesto nervioso.
—No, nada… —murmuró—. Creí que… se había movido la estatua… Ha debido de ser la luz —agregó, en un tono que quería ser despreocupado, aunque no apartaba la vista del suelo.
—Sin duda —contestó Skar—. Era la luz. Esas figuras no son más que estatuas.
El-tra le dirigió entonces una mirada extraña.
—Esta tierra ya está suficientemente llena de oscuros misterios —dijo—. ¿Es necesario que, encima, os inquietéis uno al otro?
Skar tenía una punzante respuesta en la punta de la lengua, pero se contentó con un encogimiento de hombros y aceleró el paso de su montura. Sobre sus cabezas, el combado pilar desaparecía en las tinieblas.
De repente, se apagó la antorcha del satái, azotada por una violenta ráfaga de aire. Skar soltó un reniego, se inclinó hacia Gowenna y la encendió en la suya. Las llamas rozaron su rostro por un instante, pero el frío se había posado sobre su piel como una coraza invisible y protectora, de modo que apenas notó el calor.
—¡Adelante! —insistió El-tra— Hemos de pasar al otro lado. Se levanta una tempestad.
Skar miró alarmado hacia atrás. El cielo estaba negro y lleno de amenazadoras nubes, pero muy lejos, en el norte, vio unas masas aún más preocupantes, hostigadas por invisibles puños. Ahora que habían escapado del alcance de su aliento devorador, Combat los perseguía con su maldición: una aullante tormenta. Pese a la velocidad con que avanzaba, el huracán todavía tardaría en darles alcance. Pero su situación se haría más que desagradable si los sorprendía en el puente.
El satái prosiguió su camino sin más palabras. Iban uno muy pegado a otro, tocando a la recia baranda tras la cual acechaba el abismo. Skar no cesaba de mirar hacia la izquierda. Poco a poco, sus ojos se acostumbraban a la oscuridad y le permitían distinguir más detalles…, si es que los había. Las paredes del cañón de Hellgor caían a plomo: unas peñas de un kilómetro y medio de altura, cuyo pie desaparecía en un mar de negrura. La niebla que habían visto al llegar aún estaba, a pesar del vendaval, y diríase que formaba un negro tejido sobre un fondo más negro todavía, en el que, si uno miraba con suficiente detención, acababa por ver raras formas y figuras, caras y máscaras.
Cuando hubieron recorrido la mitad del camino, más o menos, su paso se hizo más lento. El suelo ya no era liso, sino escabroso, y aquí y allá surcaban el hierro unas grietas semejantes a negros rayos. El viento reducía sus aullidos entre los ocultos pilares. A su derecha había un escalofriante agujero en el suelo, un cráter redondo, de quizá ciento cincuenta metros de diámetro, bajo el que asomaba la nada, y las huellas de la destrucción se hacían más frecuentes a medida que se aproximaban al otro borde del cañón.
Finalmente, El-tra se detuvo e indicó en silencio lo que tenían delante. Allí, el puente se había derrumbado, fundido como si fuese de cera, y no había quedado de él más que una especie de pasarela. Skar sintió, de pronto, como si una mano helada se deslizara por su espalda. Era el miedo. La pasarela, mordida por los lados, conducía sobre una escalofriante nada a lo largo de veinticinco o treinta metros, antes de unirse de nuevo al resto del puente, y su anchura no sobrepasaba mucho el metro y medio. Además, la niebla procedente de las profundidades cubría el camino como si fuera viscosa agua pantanosa, y formaba una bullente capa. Skar animó a su caballo a adentrarse en la pasarela detrás de El-tra, y cerró los ojos. Sus manos apenas sostenían las riendas. Se fiaba totalmente del instinto del animal, que —aunque resoplando inquieto y poniendo temeroso una pata delante de la otra— sabría encontrar el camino mejor que él. El satái tenía la sensación de que el tiempo no pasaba. Le latía con violencia el corazón, y, cuando por fin llegó al otro lado después de unos minutos que le parecieron horas, estaba bañado en sudor. No era el primer abismo que cruzaba, y más de un camino seguido en su vida había sido aún más estrecho y peligroso. Un metro y medio de ancho era, normalmente, más de lo que un caballo necesitaba para avanzar con seguridad. Pero aquello no era un abismo cualquiera, sino el llamado Hellgor, y aquella tierra no era tampoco una tierra cualquiera, sino Tuan. Nada era allí normal. Ni siquiera el miedo.
Gowenna fue la última en volver a pisar terreno firme. Toda ella temblaba, y de los costados de su montura goteaba un espumoso sudor. La mujer tenía tan pálida la cara que Skar lo advirtió a pesar de la mala iluminación.
—¡Adelante! —repitió El-tra con impaciencia—. Ya hemos pasado lo peor.
El satái miró hacia el norte. La negra cuña de nubes se había acercado, y al ulular del viento se había unido algo nuevo, amenazador.
Continuaron cabalgando —ahora uno al lado del otro—, y faltaba ya muy poco para alcanzar el lado opuesto del abismo y del puente. Unas llamas azules se arrastraban por el horizonte, y, entre ellas, Skar creyó percibir movimiento y unas sombras arremolinadas. De repente, una diminuta chispa rojiza se encendió al pie del puente y se transformó en una centelleante línea que avanzo hacia ellos entre pavorosos silbidos.
Skar se agachó de modo instintivo, cuando vio volar hacia sí aquella flecha incendiaria. El proyectil pasó muy por encima de sus cabezas y desapareció en las profundidades, pero inmediatamente fueron disparadas una segunda, una tercera y una cuarta flechas. También éstas erraron el blanco, aunque lo más probable era que no estuvieran destinadas a herirlos.
—¡Maldita sea! —exclamó Gowenna— ¿Qué pasa ahora?
Detuvo su caballo de forma tan brusca, que el animal lanzó un grito y estuvo a punto de arrojarla al suelo.
La siguiente flecha cayó con fuerte chacoloteo sobre el hierro del puente y se apagó.
—Una trampa —dijo El-tra, sin alterarse—. Nos esperan.
Aunque no tuviera motivo para ello, la tranquilidad con que hablaba el habitante de los pantanos enfureció a Skar.
—¿Cómo una trampa? —bramó—. ¡Creía que el relevo de la guardia no tendría efecto hasta dentro de unos días!
—Y así es —contestó El-tra en el mismo tono moderado—. Lo que hay allí no es una patrulla.
Delante tenían unas sombras que, poco a poco, adquirían forma humana. Skar calculo que serían unos veinte guerreros, o más.
—¿Pero cómo…?
—No sé cómo se han enterado —lo interrumpió El-tra—. Verion y Bend no tenían noticia de eso. Ni los otros.
—¡Es imposible! —dijo Gowenna, desesperada—. ¿Cómo habríamos podido vencer tan fácilmente a los hombres, si…?
Pero calló al comprender el significado de las palabras del habitante de los pantanos.
—Los sacrificaron —expresó Skar en voz alta el pensamiento de la mujer—. Como a tantos otros antes. ¿Crees, acaso, que para Vela tiene algún valor la vida de cuatro personas?
Hablaba de manera atropellada y, en realidad, sólo trataba de disimular su propia inquietud. Todo había sido demasiado rápido para que pudiera digerir el sobresalto.
—Vienen —susurró El-tra.
El satái miró de nuevo hacia el sur. Las sombras se habían convertido definitivamente en hombres: en dos docenas de guerreros de la negra coraza que ya conocían, capitaneados por un minúsculo personaje, un enano de capa roja. Los soldados se aproximaron algo más, pero se detuvieron a una prudente distancia cuando los dos El-tra se descolgaron las ballestas del hombro.
—¡Skar! —tronó la voz de Tantor a través del vendaval—. ¡Gowenna! ¡El-tra! Sed sensatos. ¡No tiene sentido la resistencia!
El satái soltó una risa áspera.
—¡Quizá tenga sentido si podemos llevarte con nosotros! —respondió—. ¡Ven tú a buscarnos!
Gowenna le tocó el brazo.
—Es inútil, Skar —murmuró—. Hemos de retroceder.
Skar echó un vistazo al cielo. La tempestad se avecinaba. Incluso le pareció notar que el viento se había levantado con nueva fuerza.
—Lo conseguiremos —dijo Gowenna, que había interpretado bien su mirada—. Si cabalgamos a toda prisa, estaremos al otro lado antes de que se nos venga encima el huracán.
El satái no estaba muy convencido, pero le constaba que no tenían otra posibilidad. La superioridad numérica era excesiva. Aunque hubiesen sido capaces de pelear contra tanta gente —cosa irrealizable—, no vencerían a Tantor. Skar ya había tenido ocasión de probar los poderes mágicos del enano.
—Ahora sólo falta Vela con su dragón, y estará el grupo completo —gruñó—. Volvamos atrás, si es preciso. ¡Pero despacio!
—¿Qué? ¿Os habéis decidido ya? —gritó Tantor—. ¿Qué queréis? ¿Luchar y morir, o daros por vencidos y seguir viviendo?
Skar apretó los muslos contra las ijadas del caballo y tiró con suavidad de las riendas. El animal se puso en marcha, obediente, y empezó a retroceder a un trote corto. Gowenna y los dos seres de los pantanos hicieron lo mismo con sus monturas. El satái confiaba en que Tantor no se apercibiese de la maniobra. La distancia que los separaba era todavía grande, y la oscuridad y la niebla obstaculizaban la visión.
La falange de guerreros dio unos pasos adelante, pero volvió a pararse cuando El-tra alzó su ballesta y disparó una flecha. El proyectil fue a dar contra el suelo a medio camino, pero los hombres habían entendido la advertencia.
—¡Sé prudente, Skar! —voceó Tantor—. Dentro de pocos momentos se desatará una tormenta, que os barrerá del puente. ¡Mira!
El satái quiso contestar, pero lo pensó mejor e hizo girar a su caballo como si de veras fuese a examinar el cielo.
Y, sin más palabras, partió al galope. Gowenna y los dos habitantes de los pantanos dieron también la vuelta, en un instante, y huyeron detrás de él.
De las filas de los guerreros partió un grito, mitad de rabia y mitad de sorpresa. Silbaron las cuerdas de los arcos. Una sombra pasó volando por el lado de Skar y fue a estrellarse contra la baranda.
—¡Dejad de disparar! —gritó Tantor—. ¡Tenemos que atraparlos vivos!
Una segunda flecha, disparada antes de que el enano acabara de dar la orden, desapareció en la noche. Luego, el sordo martilleo de cien cascos de caballos pudo más que los aullidos del viento. Skar se inclinó sobre el cuello de su animal, y, sin vacilar, se lanzó hacia la parte estrecha del puente sobre la nada. Delante de ellos bullía la tempestad y se elevaba una imponente pared negra, tras la cual el mundo se reducía a estruendo y mero movimiento. El viento atacó su rostro con gélidas garras. Skar se agachó aún más, escondió la cara entre las revueltas crines del caballo y contuvo la respiración hasta que llegaron al otro extremo del abismo. El puente vibró cuando Gowenna y los dos El-tra pasaron el trecho angosto.
—¡Más deprisa! —chilló El-tra.
Su voz sonó aguda y estridente, y el vendaval todavía le confirió un tono mucho peor, preñado de desalentadores augurios.
Skar miró brevemente por encima del hombro. Sus perseguidores se habían parado al llegar a la parte dañada del puente. Sus siluetas parecían danzar detrás de los agitados velos de niebla, y sólo la roja capa de Tantor relucía entre medio como una sangrienta alhaja. Nadie intentaba darles caza.
—¡Skar…! —sonó débil la voz del enano, pese a que gritaba con toda su alma—. ¡Volved! ¡Si seguís adelante, estáis perdidos!
El satái renunció a contestar. Redujo un poco el paso y sólo espoleó de nuevo al animal cuando Gowenna y El-tra le hubieron dado alcance. La primera vez habían necesitado media hora para cruzar el puente. Ahora, en dirección contraria y en desesperada carrera contra la horrible tempestad, lo pasaron en menos de cinco minutos.
El puente tembló. Un tremendo golpe del huracán hizo gemir como una bestia herida a la grandiosa construcción de hierro, sacudió con titánica fuerza los pilares y arbotantes y azotó con sus invisibles puños a Skar y a los demás. El satái lanzó un grito de espanto, pero el viento le arrancó el sonido de los labios: ni él mismo lo oyó.
Gowenna dijo algo que Skar no entendió, y señaló con agitados movimientos hacia adelante. El satái levantó la cabeza, parpadeó y trató de distinguir algo entre los remolinos de nieve y cristales de hielo. Le lagrimeaban los ojos, y el súbito esfuerzo hizo que volvieran a dolerle las costillas fracturadas. Pero por fin vio lo que quería indicarle Gowenna.
Delante de la oscura pared de la tormenta se elevaban dos recias sombras muy negras. Los relámpagos se reflejaban en la reluciente coraza de cuerno y en los horribles pinchos. Las manos de seis dedos, antes cerradas, estaban ahora abiertas, formando mortales garras.
¡Los negros gigantes habían cobrado vida!
Todo parecía suceder a la vez. Un sonido agudo y crepitante, como si en alguna parte se rompiera un témpano de hielo, estrujado por la mano de un monstruo, cubrió por apenas un segundo los rugidos del huracán. El caballo de Skar se encabritó en pleno galope y arrojó al satái de la silla. Al mismo tiempo, las monturas de Gowenna y los El-tra lanzaron escalofriantes gritos, como si los atenazara un dolor tremendo, e igualmente se sacudieron de encima a sus jinetes. Los negros gigantes se acercaban con una ligereza increíble, dado su aspecto torpe y macizo, y atacaron a Skar y sus compañeros con las escalofriantes garras, llevando consigo un séquito de tempestad y caos. Skar se golpeó fuertemente contra el férreo suelo, se enroscó instintivamente y, aprovechando el impulso de la caída, logró volver a ponerse de pie. Ante sus ojos se mezclaban la nieve y la negrura, entretejidas con centelleantes hilos rojos de dolor. El satái adivinaba más que veía al gigante. Y, entonces, en él despertó algo. La evolución había terminado. La crisálida se abrió y dio a luz algo oscuro, espantoso.
Skar retrocedió, chocó contra la baranda del puente y buscó angustiado con la mirada a Gowenna y los El-tra. Uno de éstos pudo levantarse junto a él. Ya no era Verion ni Bend, sino nuevamente un habitante de Cosh, de movimientos rápidos y cara envuelta en sombras. Gowenna y el otro habitante de los pantanos habían desaparecido en medio de la tempestad. Skar confió en que no se hubiesen lesionado al caer.
—¡Cuidado, Skar!
El grito de El-tra lo hizo dar media vuelta. Algo negro, gigantesco, se alzaba delante de él; quiso agarrarlo con sus horripilantes manos y falló cuando él se precipitó al suelo de lado. El-tra soltó un estridente grito de guerra, saltó por encima del satái y se lanzó contra el acorazado monstruo. Resplandeció su espada, cortó furiosa los remolinos de nieve y golpeó con tremenda fuerza el yelmo del engendro.
Skar no aguardó a ver el resultado del ataque de El-tra. Se arrancó el tchekal del cinturón, agarró la hoja con ambas manos y se puso a fustigar los pies del gigante.
Se produjo un ruido como si hubiese batido metal. El tchekal saltó hacia atrás, le fue arrebatado de la mano y desapareció con fuerte chacoloteo en la oscuridad. Un dolor lacerante atravesó las manos del satái. Se incorporó como pudo, cayó otra vez de rodillas con un gemido y se derrumbó del todo cuando las muñecas cedieron bajo el peso de su cuerpo. Durante un momento estuvo paralizado por el dolor y la sorpresa, pero la debilidad pasó tan rápidamente como le había sobrevenido. Skar dio un salto, se salvó por milagro de las infernales garras del enemigo y buscó su espada. Pero, como si también los elementos se hubiesen confabulado contra ellos, la tempestad se puso a aullar con redoblada furia, volvió a derribarlo y, si bien lo apartó del gigante acorazado, también lo alejó de donde debía de hallarse su arma. La caída fue tan dura esta vez que el satái quedó atontado por espacio de unos segundos. En su interior sonó de pronto un grito, una espeluznante risa muda…, la voz de su hermano oscuro, que por fin había despertado de su sueño.
Pero no notó más que ese grito. No apareció la corriente de energía y fiereza que había esperado por primera vez desde que conociera el tremendo poder que dormía en él… Skar se daba cuenta de la presencia del hermano oscuro, como si se tratara de un silencioso gemelo que acechara dentro, detrás y al lado de sus pensamientos, pero no existía unión entre ellos… Por lo visto, no eran más que dos seres totalmente distintos, que sólo por casualidad compartían el mismo cuerpo.
Al contrario: de repente, se sintió débil, o quizá no débil sino atado, como si unas pesadísimas e invisibles cadenas sujetaran sus miembros. El monstruo interno estaba de nuevo en él, pero ahora lo paralizaba. Aun así, se levantó, se arrojó otra vez contra el viento y corrió hacia aquel guerrero de pesadilla.
Llegó a tiempo de ver cómo El-tra se desplomaba bajo los golpes casi juguetones del titán.
—¡Ríndete, Skar! Ríndete, o la criatura de los pantanos morirá.
La tempestad volvió a enmudecer durante varios segundos. Se rasgaron los blancos velos de niebla, y detrás del negro titán, detrás de él y a su lado, como un niño que buscara temeroso la proximidad de un adulto, aunque no quisiera reconocerlo, apareció una figura vestida de rojo, que apenas mediría un metro de estatura.
Skar quedó inmóvil. El-tra yacía exánime a los pies del gigante, y algo le dijo a Skar que, esta vez, la amenaza de Tantor no era vana; que sus palabras iban muy en serio y que no dudaría en azuzar a la demoníaca bestia contra el habitante de los pantanos. Dejó caer las manos, desalentado.
—Tú ganas —dijo—. Me rindo.
—Así me gusta —contestó el enano—. Por una vez, te muestras sensato. Yo no quiero tu muerte, Skar. Ya deberías saberlo. Pero no vacilaré…
—No te llagues la lengua hablando —le cortó Skar con brusquedad—. ¿Qué diantre quieres?
En los ojos de Tantor apareció un brillo divertido.
—Eres el satái de siempre, ¿eh? ¡Tú, directamente al grano, sin rodeos!
Todavía un poco vacilante, sin embargo, asomó por detrás de la infernal criatura, casi tres veces más alta que él, y señaló el otro lado del abismo.
—Queríais ir a la Ciudad Muerta, ¿no? —preguntó—. Pues creo poder satisfacer vuestro deseo. Llegaréis a ella más aprisa de lo que os imaginabais. ¡Anda!
Skar miró hacia atrás. El puente había desaparecido entre hirvientes vapores blancos, y la vista no alcanzaba más allá de dos o tres pasos.
—¿Y la tempestad?
El enano contestó con una risita:
—No te preocupes por eso. Pasaréis sin problemas.
El satái escudriñó el cielo, aún cubierto de negros nubarrones, pero al momento cambió el viento, que de súbito, y por primera vez desde hacía más de una semana, sopló en dirección al norte. Las nubes se deslizaron durante unos segundos contra el viento, como un barco dominado por la inercia, aunque al fin, y de mala gana, tomaron la dirección contraria.
—Como ves, me encargo de vuestra seguridad —dijo Tantor.
—Del mismo modo en que te encargaste de recibirnos, ¿eh? —replicó Skar, sin moverse del sitio—. ¿Cuánto hacía que lo sabías?
—¿Qué? ¿Que veníais hacia acá? ¡Desde el primer instante! No disteis ni un paso que fuera ignorado por mí. Puede que Tuan sea una tierra muerta, pero tiene ojos. Debieras haber hecho caso de mi consejo y regresar a Ikne.
—¿Qué me dices de los guardianes? —insistió Skar con voz fatigada—. ¿De los seis hombres de la torre? ¿Por qué eso?
—¿Por qué que? —exclamó Tantor con fingida sorpresa—. Los matasteis vosotros, Skar, y no yo.
El satái hizo un gesto airado.
—¡No digas estupideces, Tantor! No era necesario.
—Tal vez —admitió el enano—. Pero sucedió así. Y, por si te tranquiliza…, esos hombres habrían muerto de todas formas. ¿Qué importa un par de meses, entonces? Pero ahora lárgate. Ya hemos perdido demasiado tiempo. Vela os espera.
Skar clavó una ceñuda mirada en Tantor, dio media vuelta, y, por tercera vez, cruzó el puente sobre la nada. El vendaval arrastraba consigo un triunfante aullido lobuno.