Capítulo 17
Era una huida.
Durante los cuatro días siguientes, cabalgaron sin cesar hacia el oeste, doce y hasta catorce o quince horas al día, hasta que los caballos se negaban a seguir, agotados, y no había manera de hacerles dar un solo paso más. Su ritmo era marcado por el del dragón, y avanzaban muy deprisa. A primera vista, los movimientos del plomizo gigante parecían torpes, pero un solo paso de sus descomunales y escamosas patas le permitía adelantar tres o cuatro metros, y pese a la colosal masa de su cuerpo no conocía, por lo visto, el cansancio ni la extenuación. Tanto más exigía la despiadada marcha de los hombres de Vela. Primero cayó uno de la silla, luego fueron más —cinco, diez, quizás una docena— los que se desplomaron al suelo, agotados, o decidieron quedarse tendidos para morir, cuando los demás seguían adelante por la mañana, después de un descanso absurdamente corto. El propio Skar se dio cuenta de que lo abandonaban las fuerzas recién recuperadas. En ningún momento tuvo oportunidad de dirigir una sola palabra a Gowenna, Del o Vela. Tanto durante el camino como por la noche era vigilado por los soldados, si bien lo trataban con cortesía y respeto. El único que apareció un par de veces fue Tantor, aunque se limitó a intercambiar con él algunas frases sin importancia, y, sobre todo, a dirigirle miradas conspiradoras, actitud que Skar consideraba cada vez más ridícula.
El paisaje cambiaba de manera notable. Las ruinas eran más escasas, y con frecuencia cabalgaban por extensos espacios áridos, en los que sólo aquí y allá crecían los extraños arbustos de cristal. Fue al mediodía de la cuarta jornada —después de recorrer casi cuatrocientos kilómetros desde el cañón de Hellgor— cuando Skar distinguió en el horizonte una sombra que, en el transcurso de la tarde, creció hasta convertirse en una fluctuante y luminosa línea: ¡un enorme bosque de cristal, cuya maraña de ramas resultaba tan inexpugnable como un muro de sables!
Sus límites se extendían hasta más allá de lo que Skar podía ver, y la columna se desvió de su curso poco antes del terrible obstáculo, para torcer hacia el oeste. Era evidente que ni siquiera Vela con su dragón se atrevía a atravesar semejante laberinto de mortales lanzas de cristal.
Faltarían unas tres horas para la puesta del sol cuando el enano detuvo su caballo junto al de Skar.
—Nos acercamos a la frontera de Tuan —dijo—. ¿Estás dispuesto?
—¿Dispuesto? ¿A qué?
Tantor emitió un gruñido.
—¡Deja ya de hacerte el tonto! Si no huimos ahora, no tendremos otra ocasión.
Y señaló con un gesto la centelleante pared de cristal, que bordeaban a menos de un kilómetro de distancia.
—Detrás de ese bosque se encuentra Cosh —murmuró—. Si logramos cruzarlo, estaremos a salvo.
Skar miró a su alrededor de modo significativo. El número de soldados se había reducido considerablemente, pero aun así los tenían cercados más de setenta hombres, sin contar a Vela y su dragón. Y el satái pensó que su propia montura, como las de los demás, ya no estaría en condiciones de resistir una persecución que podría durar horas.
—¿Pretendes que atravesemos el bosque de cristal? —preguntó con asombro—. ¿Acaso conoces también un hechizo que nos abra el camino a través de ese caos, para que no resultemos ensartados y destrozados?
Había hablado con toda tranquilidad. Las palabras de Tantor le sonaban singularmente irreales y, pese a no haber pensado en casi nada más a lo largo de los últimos cuatro días, se encontró con que, de pronto, no se sentía relacionado con la huida.
—El bosque no es tan espeso como parece —susurró—. Alcanzaremos una vereda a pocos kilómetros de aquí, en dirección oeste. Estate a punto.
—¿A punto? —exclamó Skar con una risa—. ¿Piensas convencer al dragón de Vela para que haga una siesta?
—Los seres de los pantanos se encargarán de la bestia —replicó Tantor—. Tú sólo necesitas cabalgar. Si llegamos vivos a la linde del bosque, la posibilidad de salvación existirá. ¿Qué respondes? —finalizó, mirando fijamente a Skar.
El satái se encogió de hombros.
—Es tu pescuezo, lo que arriesgas —dijo en un tono indiferente—. Eres un hombre extraño, Tantor. Primero haces lo imposible por apresarme, luego nos salvas, vuelves a atraparme y, al final, expones tu vida por nosotros.
—No la expongo por vosotros, Skar —lo contradijo el enano—. Llámalo un trato, si prefieres. Yo os ayudo a vosotros, y vosotros me ayudáis a mí. Pero sospecho que ya no tienes muchas ganas de escapar…
—No lo lograremos —respondió el satái, sin alterarse—. Vela está enterada de nuestros propósitos.
Había supuesto que Tantor expresaría temor o, al menos, sorpresa. Sin embargo, el enano permaneció sosegado.
—Puede que se lo figure —admitió—, pero…
—¡Lo sabe, te digo! —insistió Skar—. ¿Recuerdas la bolsa que me diste para el caso de que me mandase encadenar?
Y, soltando las riendas, juntó la muñecas como si las tuviera atadas.
Tantor hizo un gesto de afirmación.
—¿La tienes todavía?
—No. Estoy seguro de que ahora la tiene Vela. Me proporcionó ropas nuevas…
—Ya lo veo —gruñó Tantor.
—E hizo desaparecer las viejas —continuó Skar, imperturbable—. Tendría que estar ciega para no haberla visto. Y ser muy tonta para no extraer sus conclusiones. Por desgracia, Vela no es ni una cosa ni la otra.
—Desde luego que no. Y precisamente en eso baso mis esperanzas. ¡Claro que conoce mis intenciones de ayudaros a escapar! ¡Conviene que lo sepa!
La sorpresa de Skar fue real.
En el rostro de Tantor apareció una sonrisa de superioridad.
—¿Crees que Vela es la única capaz de tejer intrigas? ¡Oh, no, Skar! Ella sabe lo que yo maquino, pero el único lugar adecuado para una huida sería la frontera de Cosh, setenta y tantos kilómetros más al oeste. Intentarlo aquí es un suicidio. Por eso he elegido este sitio. Si tenemos una posibilidad, es aquí, donde más inútil parece.
Skar permaneció callado un momento.
—Los enanos sois un pueblo bien raro —murmuró.
—¡No somos enanos! —protestó Tantor, después de emitir un ruido feo—. ¡Es que vosotros sois gigantes! Y antes de que preguntes… Habitamos una isla prohibida, en medio del mar de la Niebla, y devoramos a los viajeros incautos que se acercan demasiado a nuestras costas. ¿Quieres saber algo más?
—Sí —contestó Skar en serio—. ¿Cómo piensas sacar de entre los guerreros a Gowenna y los dos El-tra?
—¡Eso es asunto mío! —respondió Tantor—. Tú presta atención al bosque. Y, cuando yo te haga la señal, sal disparado como si te persiguieran todos los espíritus de Tuan.
—¡Quién sabe si no me persiguen! —musitó Skar.
Tantor lo midió con una mirada extraña, hizo dar media vuelta a su caballo y regresó al final de la columna sin decir ni una palabra más. Skar resistió la tentación de seguirlo con la vista. La idea de la huida le parecía absurda y casi ridícula, quizá por ser la única manera lógica de librarse de su situación… Escudriñó lo que tenía a su izquierda, tratando de descubrir detalles escondidos detrás de la pared de cristal y vidrio que constituía el borde del bosque, pero todo cuanto pudo ver fueron unas sombras plateadas y algún relampagueo de vez en cuando, cuando un rayo de luz penetraba en las profundidades de la fronda. Tantor podía tener razón. Si alcanzaban el bosque, la posibilidad de salir con vida existía. Una vez dentro, serían capaces de luchar contra una gran superioridad numérica. Eso, si no resultaban muertos antes.
Se aflojó la capa, de modo que no le estorbara para cabalgar, y volvió a sujetar las hebillas con todo cuidado. Su mano buscó entonces la espada, pero no llevó a cabo el movimiento. No necesitaría el arma… Ni siquiera debía utilizarla, si quería tener éxito. El predominio del enemigo era excesivo para pensar en una pelea, fuese ésta como fuese.
De repente, le pareció que la columna iba muy despacio, y el bosque de cristal era tan monótono en su uniformidad que tuvo la sensación de no adelantar nada.
Por fin, después de lo que Skar creyó horas enteras, apareció ante ellos el punto indicado por el enano. Tenía el aspecto de un calvero partido por la mitad: una enorme brecha semicircular, de bordes tremendamente dentados como si un gigante hubiese arrancado de un mordisco un trozo del bosque. Skar descubrió que, allí donde antes había habido árboles, el suelo estaba reventado y formaba un fantasmal paisaje de cráteres y escalofriantes grietas, en el que tenía que ser prácticamente imposible cabalgar. «Tantor está en lo cierto», se dijo. Intentar huir por allí equivalía a un suicidio.
Ahora sí que se volvió en su silla en busca del enano. La capa roja de éste no era más que una mancha de color entre el centelleo de las negras armaduras. El satái no pudo distinguir lo que Tantor hacía, pero le pareció observar una creciente inquietud entre los soldados, aunque sin saber a qué podía deberse.
Era posible que hombres y animales presintieran que se acercaba el fin de su desesperada odisea.
Poco a poco se acercaba el extraño calvero, mas la señal anunciada por el enano no se producía. Ahora sí que Skar experimentaba algún nerviosismo, y se halló mirando inseguro a su alrededor para apreciar los movimientos y la posición de los guerreros que tenía a su izquierda.
Un súbito grito de susto lo hizo estremecer. En el extremo posterior de la columna había excitación y alboroto. Un caballo se encabritó, y después otro. Algo cayó al suelo con un ruido sordo, y un hombre chilló. Skar vio brevemente cómo una nebulosa figura gris peleaba de manera furiosa con un soldado. A los pocos metros, los guerreros de Vela tenían prácticamente enterrado debajo de sus cuerpos al habitante de los pantanos. El satái se puso en tensión.
—¡Aún no! —resonó una voz sibilante a su lado.
Era Tantor, que se le había aproximado sin que él lo advirtiera.
—¡Bonito intento de huida! —exclamó el satái—. ¿Era ése tu fantástico plan? ¿Pretendes sacrificar a los dos El-tra, con tal de causar un poco de confusión?
Tantor no contestó. Tenía la vista fija en el lugar de la pelea, que aún continuaba. Pero sólo podía ser cosa de segundos. Skar sabía por propia y dolorosa experiencia lo fuertes que eran los dos hermanos de Cosh, mas ni siquiera ellos tenían posibilidad de vencer a docenas de hombres.
El satái miró preocupado a su alrededor. El avance se había detenido, pero el cordón de guerreros que los cercaba a él y al enano era cada vez más estrecho.
El suelo retumbó cuando el terrible dragón de Vela dio media vuelta y salió disparado hacia atrás, dando enormes pasos. El monstruo lanzó un espantoso alarido, y los soldados se apartaron para hacer sitio a la fiera: una negra marea que se dividía ante aquel gigante gris.
—¡Basta!
La voz de Vela cubrió por un momento el tumulto producido por el fallido intento de huida de los habitantes de los pantanos. Las manos de Skar agarraron las riendas como si quisiera romperlas.
Trató de distinguir a Gowenna entre el caos de cuerpos, pero no lo consiguió.
—¡Aún no! —murmuró Tantor, con voz casi implorante—. ¡Espera!
El dragón había alcanzado el lugar del alboroto y se paró entre furiosas trompetadas. Los últimos guerreros salieron de estampía para no ser pisoteados por el coloso, y sólo quedaron los que habían derribado de sus monturas a los El-tra y ahora los sujetaban contra el suelo. El dragón parecía notar la excitación que imperaba a su alrededor. Su enorme cola comenzó a dar latigazos, arrancó astillas de cristal y abundante polvo e hizo retroceder todavía más a los guerreros. Su tremendo tamaño confería a sus movimientos una engañosa pesadez, pero a Skar le constaba que Vela tenía dificultades para sostenerse en la silla.
—¡Basta ya! —gritó la errish.
El dragón se sacudió con fuerza, y poco faltó para que Vela fuese a parar a tierra. Entonces, el monstruo soltó un bramido feroz, que dejó sin aliento a los hombres.
—¡Skar! —chilló Vela—. ¡Cálmalos!
Agarrada con desespero al arzón, luchaba por mantener el equilibrio en el largo cuello de serpiente del animal, dados los violentos corcovos de éste. Sus ojos buscaron con angustia al satái, y, no obstante la considerable distancia que los separaba, Skar creyó descubrir el temor en ellos.
—¡Haz que cese la lucha! —gritó la errish—. ¡Los mandaré matar, si no dejan en el acto de pelear!
Tantor apoyó una nerviosa mano en el antebrazo del satái.
—¡No! —susurró el enano—. ¡Quédate quieto! ¡No hagas nada!
Incluso en el caso de quererlo, Skar no habría podido. No entendía qué ocurría allí. Los dos El-tra todavía se defendían, pero su resistencia resultaba cada vez más inútil ante la ventaja de los soldados. Los caballos, parte de los cuales había sido presa del pánico a causa de la confusión, empezaron a tranquilizarse.
El dragón, en cambio, no se aplacaba.
Al contrario.
De repente, y cuando nada lo hacía esperar, se encabritó de manera loca. El impresionante y triangular cráneo se dio un tirón hacia arriba, mordió las bajas nubes como si lo impulsara un angustioso dolor, y ahora sí que su amazona salió disparada de la silla para volar por los aires y desaparecer detrás de inmenso y escamoso cuerpo. Un instante más tarde, del pecho del monstruo surgió la voz más horripilante que Skar hubiese oído jamás. Y el gigantesco reptil se alzó sobre sus patas traseras, al mismo tiempo que con las delanteras, algo menores y provistas de garras como cuchillos, golpeaba el aire. Su cola azotó el suelo como una descomunal porra de músculos y cuerno que se agitaba de un lado a otro, dispersando a la desbandada a los soldados. Piedras y diminutos pero cortantes fragmentos de cristal hirieron a hombres y caballos como una mortal metralla. La tierra tembló.
Y fue entonces cuando le entró la verdadera rabia. Con un bramido todavía más escalofriante que el anterior, el coloso se volvió para atacar a los jinetes que huían y arrojó sobre ellos una burbujeante nube de polvo cáustico. Su cola repartía latigazos, destrozaba animales y soldados, y, en unos minutos, abrió en sus filas una terrible brecha. Todo un destacamento de hombres desapareció en la infernal nube formada por el aliento de la bestia. Los gritos de las víctimas dejaron de expresar temor para ser sólo desgarradores lamentos de agonía. Varios caballos se desplomaron al disolverse su carne y sus huesos por efecto del polvo aniquilador. Uno de ellos aún pudo salir de la bullente nube, pero su piel no era ya mas que una sangrienta herida de arriba abajo, y el soldado que lo montaba ya estaba muerto: era sólo una armadura vacía, llameante, que se deshacía un poco más despacio que el cuerpo, al que no había podido proteger.
—¡Ahora! —gritó Tantor— ¡Escapa, Skar!
La voz del enano se ahogó casi entre las exclamaciones y alaridos, y Skar adivinó sus palabras más que oírlas. El dragón estaba cada vez más enfurecido, y su cola completó el mortal semicírculo iniciado con su primer movimiento. El aire estaba saturado de un olor insoportablemente acre, que se posó sobre el rostro y las manos de Skar como una delgada película ardiente y transformó su respiración en fuego líquido. Su caballo se encabritó, y con las agitadas patas delanteras arrojó a otro guerrero de su montura. Skar tiró con frenética energía de las riendas, se inclinó bruscamente hacia adelante y, realizando un esfuerzo tremendo, consiguió dominar al fin al noble bruto. Tantor gritó algo, pero Skar no le entendió. En alguna parte, delante de él, se movía el dragón, medio escondido tras una formidable nube de hirviente niebla plomiza.
Skar volvió a tirar con gran violencia de las riendas, obligó al animal a torcer hacia un lado y se lanzó al galope… ¡directamente hacia el diabólico dragón!
—¡Skar! —A Tantor se le ahogó la voz del susto—. ¿Qué haces? ¡Vas derecho a tu muerte! ¡Vuelve atrás, maldito idiota!
Pero el satái no le hizo caso. Profundamente inclinado sobre el cuello de su caballo, conteniendo el aliento y con una punta de su capa delante de la cara para protegerla, se precipitó entre los soldados que huían, cabalgó como el rayo hacia el trastornado gigante gris y, en el último instante, dobló hacia un lado. Lo rozó un débil soplo del horrendo aliento, y eso bastó para que su capa empezara a arder sin llama y en el cuello del caballo aparecieran incontables puntos rojos. Pero logró salvar la nefasta barrera, pasó de largo junto al monstruo, y, de súbito, se halló de nuevo entre un grupo de guerreros. Algo increíblemente grande y pesado surgió entonces delante de él, se deslizó con ilusoria torpeza por encima de su persona y le arrancó el yelmo y la cabeza al jinete que estaba junto a él. El caballo partió al galope, ciego de miedo, y el torso decapitado continuó montado, todavía erguido, durante varios metros.
Skar hizo girar a su animal, y, después de incorporarse rápidamente, miro a su alrededor. El dragón se encontraba a menos de seis metros de distancia, y su cola volvía a arrojar por los aires, como si fueran juguetes, a hombres y animales. Al mismo tiempo, la triangular cabezota descendió como una serpiente y persiguió a un desesperado jinete que intentaba huir en zig-zag. Se cerraron las espantosas mandíbulas, y en la silla no quedó, de pronto, más que sangre.
Skar vio una súbita sombra, desenvainó la espada y atacó. El satái no esperó a que el hombre, derribado al suelo, volviera a ponerse de píe. Se precipitó hacia adelante, saltó por encima del soldado muerto, y, por fin, descubrió lo que tanto buscaba.
—¡¡Del!!
Aun en medio del indescriptible alboroto, el joven satái pareció oír su nombre. Reconoció a Skar y se llevó la mano izquierda a la espada.
Pero fue demasiado lento.
Skar no le dio la más mínima oportunidad. Conocía demasiado bien a Del para no saber que, pese a todo, estaba preparado para rechazar cualquier embestida. Por eso ni siquiera intentó vencerlo con algún truco.
Lo que hizo, fue atropellarlo.
Del salió disparado de la silla, cuando el caballo de Skar chocó contra el suyo. Los dos animales se desbocaron. También Skar perdió el equilibrio, cayó y, en el último momento, logró esquivar las patas de los animales.
Pudo levantarse medio segundo antes que Del. El golpe de éste no lo alcanzó casi por milagro, y Skar, sin darle tiempo a Del para que le atizara de nuevo, le descargó un terrible puñetazo en la muñeca vendada.
Del gritó, ciego de dolor, cuando el hueso recién curado se rompió por segunda vez. Se retorció, cayó de rodillas y se sujetó la mano fracturada contra el cuerpo. Entonces, Skar acabó de derribarlo mediante un puntapié, y con las dos manos juntas le pegó en el cogote. El cuerpo de Del se aflojó.
Tembló nuevamente la tierra, y, al volver Skar la cabeza, vio que el dragón perseguía ahora con escalofriantes gritos de guerra a los soldados que huían. Skar se agachó, se echó a Del sobre el hombro como si fuera un saco, y, con la izquierda, agarró las riendas del caballo. El animal se espantó y quiso cocearlo, pero el horror había proporcionado grandes fuerzas al satái. Obligó a la caballería a bajar la cabeza, subió a la silla y colocó atravesado a Del. Un guerrero avanzó hacia él al galope en una extraña postura rígida. Por las junturas de su armadura y la visera del yelmo salía un humo grasiento y oscuro.
Skar apartó su caballo y partió al galope. Por doquier había cadáveres —docenas, quizá cien, como le pareció—, cuerpos pisoteados, abrasados, medio disueltos…, y hombres que pedían la muerte a gritos. Entre los fugitivos vio dos delgadas sombras grises que arrastraban una tercera figura inmóvil. Y entonces descubrió a Tantor, una minúscula y saltante mancha roja a lomos de un caballo desbocado, que indicaba el borde del bosque con frenéticos braceos, a la vez que gritaba sin interrupción. Skar voló hacia él, espoleando sin compasión a su montura, y señaló igualmente hacia la espesura de cristal. El caballo de Tantor parecía tener problemas: cojeaba, sacudía la cabeza de un lado a otro y se negaba a correr, pese a que las espuelas del enano abrían sangrientos surcos en su piel.
—¡Skar! —chilló Tantor—. ¡Ayúdame!
En su mano brilló de pronto un diminuto y afilado puñal. Con un estridente grito hundió la punta en el cuello del animal y tiró de las riendas cuando éste dio un salto de dolor y se disparó, encabritándose. Al animal se le doblaron las patas traseras, pero por milagro pudo volver a levantarse. Tantor se inclinó en la silla, alargó el brazo con desespero para agarrarse a la capa de Skar y resbaló, aunque al fin logró asir un estribo. El satái notó un doloroso tirón cuando Tantor fue arrancado de la silla y arrastrado unos metros. El enano aulló, buscó con la otra mano la silla de Skar y consiguió sujetarse.
—¡Suéltate! —bramó Skar, pero el enano no le oía.
Tenía la cara contraída por el esfuerzo, mientras intentaba montar en el caballo del satái. El animal se espantó, sus pasos perdieron el ritmo y se convirtieron en un desordenado y penoso piafar. Skar luchó con todas sus fuerzas por mantener el equilibrio, y, simultáneamente, procuró evitar que Del cayese a tierra.
—¡Suéltate! —gritó de nuevo, pero Tantor no reaccionó.
Se agarraba con angustia a la silla, gritaba de miedo y dolor, y, con asombrosa fuerza, se alzó centímetro tras centímetro.
Skar soltó las riendas, se sujetó únicamente con los muslos y golpeó furioso al enano. Su puño le dio encima de un ojo, y el mazazo fue tal que el propio satái sintió un sordo dolor hasta el hombro. Las voces de Tantor cesaron. Se le aflojaron las manos, el enano cayó al suelo, rodó como una pequeña pelota de trapo colorado, y, al fin, quedó inerte. Skar volvió a coger las riendas, perdió tres o cuatro segundos en calmar a su montura, y continuó la huida. Los dos habitantes de los pantanos y Gowenna estaban ya a menos de cien pasos del bosque y de la senda salvadora, y a sus espaldas reinaba todavía el caos. Los bramidos del dragón sonaban más roncos, pero en cambio se había desatado el pánico entre los guerreros de Vela, que reaccionaban tarde, como si el susto los hubiese tenido paralizados hasta ahora. Skar creyó percibir la voz de Gowenna en medio del indescriptible tumulto, pero no estaba seguro de que lo fuese.
Su caballo empezó a cojear. La piel del maltratado animal estaba cubierta de quemaduras y grietas, y el peso de dos hombres adultos era más de lo que podía soportar. Skar volvió a mirar atrás. Ninguno de los soldados parecía aún dispuesto a darles caza, pero todavía quedaban más de doscientos pasos hasta el lindero del bosque, una distancia ridícula y, no obstante, excesiva si lo perseguían guerreros armados con ballestas y arcos. Espoleó de nuevo al caballo, lo obligó brutalmente a avanzar como fuera y no desmontó hasta que el animal, sacudido por el temblor del agotamiento, se negó a seguir adelante. Desde el borde del bosque le llegó entonces una llamada muy aguda y vibrante. Skar se echó sobre los hombros al inconsciente Del, y su peso le dobló las rodillas por un momento, pero aun así logró emprender la carrera. Una sombra se desprendió entonces de la centelleante espesura, pero Skar tuvo la sensación de que el tiempo se detenía y el peso de Del aumentaba a cada segundo que transcurría. El satái siguió adelante entre tambaleos. Le costaba respirar, y no tardó en caer arrodillado. Detrás de él resonó un grito feroz, y algo oscuro y sibilante pasó volando por su lado. Apenas se dio cuenta de que El-tra se cargaba a hombros a Del, como si se tratara de un muñeco de trapo. Otra mano lo agarró a él, lo levantó del suelo con increíble fuerza y lo arrastró consigo. Una segunda flecha chocó contra el áspero suelo de cristal, a cosa de un metro de distancia, y una tercera estuvo a punto, demasiado a punto de herirlo. Además, el suelo retumbó de repente bajo el martilleo de los cascos… Skar quiso mirar hacia atrás, pero El-tra tiró de él sin miramientos, de manera que el satái tuvo trabajo para mantener el paso y no dar traspiés.
Llegaron a la linde del bosque cuando a los soldados les faltaba muy poco para alcanzarlos. Skar se introdujo casi a ciegas en un hueco enmarcado por enormes dientes de cristal, semejantes a navajas de afeitar, y cayó al suelo. Sentía náuseas, como si una ola flemosa subiera por su garganta. Casi no advirtió que El-tra le arrancaba el tchekal y —juntamente con su hermano, que se había apoderado del arma de Del— se enfrentaba a los atacantes. El bosque empezó a dar vueltas delante de sus ojos. Desapareció de pronto la sensación de mareo para volver, diez veces peor, al cabo de unos instantes. Skar vomitó una y otra vez, hasta que tuvo el estómago vacío y no expulsó más que amarga bilis.
Alguien le tocó el hombro. El satái levantó la cabeza, no sin esfuerzo, y vio un rostro delgado y dividido en dos partes.
—¿Estás herido? —preguntó Gowenna.
Skar intentó sonreír, pero únicamente pudo hacer una mueca.
—No… —jadeó—. Al menos, eso creo…
Detrás de ellos había un intenso fragor de lucha, lleno de los choques del acero contra las armaduras, de voces de hombres y animales… Skar buscó apoyo, consiguió ponerse al fin de pie y ya se disponía a participar en la pelea cuando Gowenna lo sujetó con firmeza.
—¡No! —murmuró—. Sólo son cuatro. Los El-tra los rechazarán. Tú y yo hemos de escapar.
El satái vaciló. Aunque no habían penetrado en el bosque más que unos cuantos pasos, resultaba prácticamente imposible ver lo que sucedía fuera. Los refulgentes troncos de cristal se alzaban tan pegados unos a otros que todo cuanto ocurría a poco más de un metro quedaba escondido tras una cortina de luz y danzantes reflejos. Su mano descendió hasta el cinto, sin recordar que El-tra tenía su arma. No en vano luchaba también por él.
—Hemos de seguir —insistió Gowenna—. Aquí no estamos seguros. El enemigo no se ha repuesto todavía de la sorpresa, pero, si Vela envía a todos sus guerreros en nuestra persecución, nos atraparán.
Skar hizo un gesto afirmativo, si bien sólo fue una reacción a la voz de la mujer, y no a sus palabras. Se inclinó sobre Del, lo volvió de espaldas y lo examinó de modo superficial. El vendaje de la mano estaba enrojecido de sangre fresca, pero la respiración del joven era regular y tranquila.
—Tienes que ayudarme a llevarlo —dijo—. Yo solo no podré.
Gowenna frunció el entrecejo, pero no objetó nada. Entre los dos alzaron a Del, aunque Skar lo agarraba por debajo de los hombros, y, así, procuraba cargar con mayor parte del peso.
—¿Hacia dónde enfilamos? —agregó fatigado.
La mujer señaló el sur con la cabeza, bosque adentro. Echaron a andar, pero era casi imposible caminar el uno detrás del otro —o uno al lado del otro— y llevar el cuerpo inerte de Del. El tejido de árboles y arbustos resultaba demasiado espeso, porque los troncos, a veces delgados como cañas, pero en ocasiones más gruesos que un cuerpo humano, crecían muy juntos, y, allí donde creían poder pasar, los espacios libres resultaban ser traidoras trampas de mortales cuchillos y puñales. Skar, que iba delante, tardó muy poco en estar cubierto de cortes y arañazos. Sangraba por incontables heridas diminutas, y uno de los duros tallos había penetrado a través de la suela de su bota y se le había clavado en el pie.
El satái se paró, rendido, y depositó con cuidado a Del en el suelo.
—Es inútil —resolló—. Será preciso aguardar a que vuelva en si.
—Pues no estará muy entusiasmado —indicó Gowenna.
En su voz había algo que ella intentaba esconder, aunque sin conseguirlo del todo, y Skar levantó la vista.
—Tú tampoco lo estás —dijo.
Gowenna no respondió. La reluciente oscuridad que reinaba en el bosque no le permitía ver la expresión de la compañera, pero estaba seguro de que había dado en el clavo.
—Te prometo que no nos causará molestias —añadió.
Gowenna miró unos momentos en la dirección de donde venían. No los separarían de la linde del bosque más de treinta o cuarenta metros, pero el tumulto de la lucha apenas se oía ya. Los troncos y la fronda, de un tono plateado, parecían engullir no sólo la luz, sino también cualquier ruido.
—¿Qué fue de Tantor? —preguntó la mujer sin mirarlo.
—¿Qué supones? ¡Tú misma lo viste!
—Ya… Pero quisiera una explicación.
—¿Qué hay que explicar? —replicó Skar, enfadado—. Reventó a su caballo, y, de no apartarlo yo del mío, me hubiese hecho caer. ¡Además, mi montura no podía con tres personas a la vez!
Gowenna se volvió entonces de manera brusca, casi furibunda, clavó brevemente los ojos en Del y apretó los puños.
—Con tres no, pero sí con dos.
—Del es mi amigo —recalcó Skar—, y me importa poco lo que pudo hacer o decir. Ya averiguaré cómo lo hechizó esa maldita bruja, y lo ayudaré.
—¿De la misma manera en que ayudaste a Tantor?
—¿Qué diantre te ocurre ahora? —exclamó airado el satái— ¿Has descubierto de pronto un cariño hacia el enano? Tantor sabía perfectamente el riesgo que significaba la huida. ¡Y yo no tengo la culpa de que él le clavara un cuchillo a su caballo para espolearlo! ¿Qué tendría que haber hecho? ¿Arrojar de la silla a Del, para salvar al enano? ¿O esperar a que los esbirros de Vela nos diesen alcance a los tres?
—Tantor nos ayudó —dijo Gowenna en voz baja—. Sin él, los El-tra nunca habrían podido distraer al dragón.
—¿Cómo?
Gowenna sonrió, pero más bien pareció un reproche.
—¿Por qué crees que la bestia se encolerizó de tal forma? ¡Tantor enseñó a los seres de los pantanos la manera de imitar la voz del dragón!
—¿La voz del dragón? ¿Cómo es?
—Lo ignoro —contestó Gowenna—. El lo llamaba así, pero los El-tra supieron enseguida a qué se refería, por lo visto. Un sonido, quizá semejante a una brama… ¿No estabas enterado de que la gente de Cosh habla con los animales?
—¡Cuentos!
—Entiéndeme, Skar. No es que hablen con ellos, pero conocen el modo de tranquilizarlos… o de enfurecerlos, según convenga.
—¡Y aunque así sea! —murmuró Skar—. Tantor tenía conciencia del riesgo que corría, y… ¡demonios!… si ese enano embustero te interesa hasta tal punto, sal en su busca. ¡Vela se alegrará mucho de volver a verte!
Gowenna no hizo caso de su enojo; permaneció serena, sostuvo la mirada del hombre y aun se acercó un paso más.
—¿Qué te ocurrió cuando estabas en manos de Vela, Skar? —inquirió—. ¿Fuiste víctima de sus embrujos?
El satái estuvo a punto de perder los estribos, pero se dio cuenta, a tiempo, de que cualquier cosa que dijera le daría la razón a ella. Por consiguiente calló, incluso cuando la mujer se arrodilló a su lado y apoyó una mano en su antebrazo. La sensación de intimidad que antes había causado en él todo contacto con Gowenna, no se produjo ahora. De repente, volvían a ser dos extraños.
—¿Qué otra cosa podía hacer? —protestó.
Ella guardó silencio, contempló a Del y rozó su rostro con las puntas de los dedos.
—No lo sé —musitó con la vista baja—. Pero yo conocía a un satái que nunca hubiese formulado una pregunta semejante…
Una extraña sensación de culpabilidad se apoderó de Skar. No con respecto a Tantor, ya que no creía deberle nada. En el peor de los casos, le había pagado con la misma moneda. Sin embargo, y por muy acertada que, desde el punto de vista subjetivo, hubiese sido su forma de actuar, le parecía haber fallado. Gowenna se acercaba más a la verdad de lo que, probablemente, ella misma suponía. Vela había hecho algo con él, pero no aquella mañana, ni tampoco durante los días pasados en el calabozo, sino mucho antes. Había introducido en él un germen, el germen de una transformación tan lenta como incontenible. ¿Cuánto tiempo había escuchado lo que sucedía en su interior, esperando escuchar la voz, el despertar de su hermano oscuro? Este había permanecido mudo, como si los esfuerzos de Vela por arrancarlo del sueño dieran el resultado contrario, pero Skar descubrió de pronto que no era así. El misterioso hermano oscuro estaba despierto de sobra y, quizás ya antes de llegar a la ciudad en llamas y al extraño país, había empezado a alterar su alma y helarla poco a poco. Y ese hermano continuaría su tarea, tanto si él se defendía como si no… Envenenaría su espíritu y le daría muerte lentamente, hasta que fuese tan frío y calculador como la propia Vela.
Del emitió un débil gemido. No despertó, pero su cara se contrajo. El vendaje de su muñeca se había empapado de sangre, entre tanto, y algo puntiagudo empujaba la tela desde dentro. El hueso no debía de estar simplemente fracturado, sino también astillado.
—¿Puedes aliviarle el dolor de algún modo? —balbució Skar.
Gowenna hizo un gesto negativo.
—¿Con las manos vacías? Tendrá que aguantarse hasta que lleguemos a Cosh.
Skar suspiró resignado. Le constaba que Del era fuerte. Y cabía la posibilidad de que la lesión le impidiese realizar un intento de huida.
—¿Falta mucho?
Gowenna reflexionó unos segundos.
—Unos diez o quince kilómetros… No lo sé con exactitud, pero la frontera de Cosh se halla al otro lado de este bosque de cristal. No será fácil cruzarlo, y…
El regreso de los El-tra interrumpió su conversación. Skar nunca los había encontrado tan idénticos. Tenían las ropas desgarradas y sucias de sangre, aunque no de la suya, y hasta la manera de llevar la espada, uno en la mano derecha y el otro en la izquierda, como la imagen invertida de un espejo, era igual.
—¡Tenemos que irnos de inmediato!
No había forma de comprobar cuál de los dos El-tra había hablado. Las centelleantes paredes de la bóveda de cristal desfiguraban la voz, devolviéndola en mil ecos, a la vez vibrantes y quedos, que parecían llegar de todas partes.
—¿Puede caminar?
Uno de los El-tra señaló a Del.
—No —dijo Skar.
Entonces, el habitante de los pantanos envainó la espada —que, como pudo comprobar Skar, era su tchekal—, se agachó y cargó con el satái inconsciente. Skar no estaba seguro, pero tuvo la breve impresión de que el El-tra se tambaleaba bajo el peso del cuerpo inmóvil. Ni siquiera la fuerza de las criaturas de Cosh era inagotable.
—¡Venid!
Echaron a andar. El-tra iba delante, con Del a hombros. Lo seguían Gowenna y Skar. El último de la fila era el segundo ser de los pantanos. El satái observó que continuamente se volvía, nervioso.
Pocos pasos bastaron para que Skar perdiese la orientación. El reluciente techo permitía la entrada de la luz del día, pero no dejaba ver el sol ni el cielo, y en el tremendo laberinto de cristal y mortales pinchos no se podía seguir una línea recta. Había que avanzar de un lado a otro, siempre en busca de huecos y aberturas, lo que con harta frecuencia los obligaba a retroceder y buscar otra senda menos escabrosa.
—¿Cuántos hombres nos persiguen? —preguntó.
—Ninguno —respondió El-tra—. Aún están ocupados en lamerse las heridas y curar a los supervivientes. La errísh debe de haber perdido la mitad de sus hombres. Pero tiene otros modos de acosarnos.
Skar hubiese querido inquirir de qué modos se trataba, pero el camino se hizo más complicado, y durante los minutos siguientes —o tal vez fuesen horas— tuvo suficiente trabajo para permanecer detrás de El-tra sin producirse heridas graves. Al cabo de un rato empezó a aclararse el bosque. Los troncos estaban algo más separados, y así pudieron avanzar un poco más aprisa.
Llegó un momento en que El-tra se detuvo, extenuado, para dejar a Del en el suelo. Se tambaleó y, a la confusa luz del encantado bosque, su figura pareció temblar, como si le fallasen las fuerzas que mantenían en su forma las fluctuantes nieblas que llenaban la puntiaguda capucha.
Skar lo miró preocupado, se arrodilló junto a Del e intentó alzarlo. Pero no pudo. También a él lo había agotado la terrible marcha, así como la constante pérdida de sangre que le causaban los incontables cortes en sus brazos y piernas. Se enderezó jadeante y extendió los brazos para mantener el equilibrio; se apoyó por fin en uno de los fríos y lisos troncos y cerró los ojos. Sentía un intenso martilleo en las sienes, y sus respiraciones, cortantes como el cristal triturado, tenían sabor a sangre.
—No lo lograremos —susurró Gowenna, que se había desplomado junto a él y permanecía con la cabeza apoyada en las rodillas y las manos oprimiéndose el vientre, como si tuviera dolor—. Ahora sí que estamos listos, Skar.
El satái abrió los ojos con dificultad. La vacilante luz confería una singular vida a las rígidas estructuras cristalinas.
—¡Sí que lo lograremos! —la contradijo—. No pienso rendirme. ¡Ahora menos que nunca! Verás… Yo mismo cargaré con Del. Sólo necesito un rato para cobrar nuevas fuerzas.
Gowenna lo miró fatigada. La expresión de su rostro podía significar un esbozo de sonrisa, pero también algo muy distinto.
—No te engañes a ti mismo, Skar —murmuró en tono reposado—. Estás tan agotado como los demás. ¡Si apenas te sostienes en pie!
—¿Qué propones tú, pues? —exclamó Skar, airado—. ¿Esperar aquí hasta que nos pesquen los hombres de Vela?
—¡Desde luego que no! —intervino El-tra— Pero Gowenna tiene razón. Mi hermano se adelantará en busca de ayuda.
—¿De ayuda? —rió Skar quedamente, como si el habitante de los pantanos hubiese hecho una broma—. ¿Y dónde piensa encontrarla?
—Cosh no queda lejos, hermano —contestó El-tra, muy serio—. Con un poco de suerte, podemos estar de regreso al amanecer. Hasta entonces tendréis que seguir escondidos aquí.
—¿Y si no regresa?
—Yo, al menos, regresaré —concluyó El-tra su rara explicación.
La criatura de los pantanos pareció vacilar un momento, pero luego se introdujo la mano debajo de la capa y sacó la espada de Del. Sin más palabras, se la entregó a Skar y desapareció entre la maleza. Sus pasos se oyeron durante un rato en el sonoro suelo.
Skar se sintió súbitamente muy solo. Por espacio de unos instantes, tuvo que luchar contra el absurdo instinto de correr a ciegas detrás de El-tra, que ya no era un extraño para él, sino tan familiar como un buen amigo con el que hubiese convivido largos años.
—No te preocupes —dijo el otro ser de los pantanos—. Volverá. Conocemos bien estos bosques. Y también sus peligros.
Aunque estas palabras tenían como objeto serenar a Skar, produjeron el efecto contrario. Pero el satái se dominó y guardó silencio.
—De todas maneras, debiéramos avanzar un poco —prosiguió el habitante de Cosh— Estamos demasiado cerca del lindero del bosque, y el brazo de Vela es largo…
—¿Ah, sí?
Skar se apartó del tronco que le había dado apoyo, dio un paso en dirección a El-tra y lo miró con dureza.
—Probablemente es inútil —agregó en tono burlón—. Pero quizás aprendas algún día a no hablar siempre en acertijos. ¿Qué significa eso de que el brazo de Vela es largo?
—De saberlo yo mismo, no seguiríamos aquí —replicó la criatura de los pantanos—. Sin embargo, presiento que todavía no estamos seguros. Es posible que ni siquiera las fronteras de Cosh constituyan suficiente protección para nosotros. Tú, Skar, conoces aún mejor que nosotros a esa mujer. No descansará hasta haber conseguido lo que se propone.
—¿Podríais dejar de explicaros cosas que de sobra sabéis? —se entremetió Gowenna, ya harta—. Del parece volver en sí.
Skar se sobresaltó, consciente de su deber, y se arrodilló junto a Del. El rostro del joven satái brillaba de sudor pese al frío y a la humedad que llegaban hasta allí y penetraban tenaces a través de sus ropas. En su cuello palpitaba una vena. Skar se alarmó al comprobar la gravedad del herido. La fractura de la muñeca tenía que resultar muy dolorosa, pero no podía ser la causa del estado comatoso en que Del se hallaba. Aletearon sus párpados, se entreabrieron brevemente y se volvieron a cerrar, como si ni para eso tuviera fuerza el muchacho. Skar miró a Gowenna y al ser de los pantanos implorando auxilio.
—¿Qué… le sucede? —preguntó.
Gowenna le indicó que se apartara, y él obedeció, Del se movió con más energía, abrió por fin los ojos e intentó incorporarse. Tenía la mirada velada, y no reconoció a Skar.
El-tra se colocó a su lado sin pérdida de tiempo, lo obligó suavemente a tenderse de nuevo y apoyó en sus ojos los dedos cordial e índice de la mano izquierda.
—¿Qué os proponéis hacer? —inquirió Skar, preocupado.
—Nada que deba alarmarte —contestó Gowenna, evasiva.
—Pero…
—¡Déjalo hacer, Skar! Si quieres que tu amigo llegue vivo a Cosh, debes confiar en El-tra, aunque ya sé que no crees en ellos…
Skar aguantó sin replicar el reproche que las palabras de Gowenna sin duda contenían, y se retiró unos pasos. Todos estaban nerviosos, asustados y, además, al final de sus fuerzas físicas. Si ahora se dejaba arrastrar a una discusión con Gowenna, tal vez dijese cosas de las que luego se arrepentiría.
Durante un rato caminó de un lado a otro, mientras El-tra continuaba con la mano izquierda en la cara de Del y pronunciaba frases ininteligibles. Pero… hiciera lo que hiciese, lo cierto era que surtía efecto. La respiración de Del se normalizó, y su mirada volvió a ser clara, si bien el herido no era aún dueño de sus sentidos. El-tra se levantó pasados varios minutos, dio un paso atrás y alzó la mano. Los ojos de Del no se apartaban de su rostro de sombras, hechizados… De nuevo se incorporó, trató de levantarse y se dejó caer de espaldas con un suspiro de dolor.
El-tra meneó la cabeza y dijo:
—Es inútil. La influencia de Vela es demasiado poderosa, y yo solo no puedo vencerla… Tendremos que llevarlo, o permanecer aquí —añadió, después de una pausa.
Skar no contestó. Tampoco quiso saber lo que El-tra había hecho, o el sentido de sus palabras. Llevaba tanto tiempo en compañía de las criaturas de los pantanos, que empezaba a olvidar lo que eran en realidad: seres no humanos, pertenecientes a un pueblo quizá tan extraño e incomprensible como podían serlo los constructores de Combat.
—Sigamos unas horas aquí, y descansemos —propuso Gowenna— Ya reanudaremos el camino más tarde. Eso, siempre que en este lugar estemos seguros.
—Es que no lo estamos —objetó El-tra, a la vez que, con un movimiento de los brazos, abarcaba todo el bosque—. Pero tampoco más al sur sería mayor la seguridad. Mientras no hayamos cruzado la frontera de Cosh… De cualquier forma, no creo que Vela sepa dónde nos encontramos —agregó tras una breve reflexión.
De nuevo reinó el silencio entre ellos, no sólo por el hecho de estar todos deprimidos y extenuados, sino también por saber que nada quedaba por decir. Skar se acurrucó en el suelo, junto a Del, y apoyó la espalda en un árbol. El liso cristal le pareció todavía más frío que poco antes, y el suelo, aunque desde hacía mucho ya no era vidrioso, sino de tierra normal y piedras, resultaba tan duro como el acero forjado. La luz que penetraba hasta ellos quebrada una y mil veces por el techo de cristal, iba perdiendo intensidad. Debía de aproximarse el anochecer. Sin embargo, no oscurecía. Por lo menos, no del todo. El sol se puso, pero la luz de las estrellas se reflejaba en las incontables facetas y superficies de los diamantinos árboles, con lo que el bosque siguió inundado de una claridad grisácea y llena de palpitantes puntos de resplandor, de una luz que resultaba tan fascinante como misteriosa. Skar procuró dormir, pero el creciente frío y el temor que se había adueñado lentamente de sus pensamientos no le permitían conciliar el sueño. Del descansaba —estuviera dormido o inconsciente—, mientras El-tra y Gowenna se turnaban en la vigilancia, a la vez que exploraban los alrededores. Skar se había ofrecido a hacerse cargo de parte de la guardia, pero el habitante de los pantanos se negó en redondo a permitirlo, y la verdad era que eso representaba un alivio para el satái. De cualquier forma, éste se preguntaba cómo se las apañaba El-tra para no extraviarse. En consecuencia, se limitó a mantenerse despierto y poner su tchekal en condiciones, cosa que sólo hizo para saber ocupadas sus manos, y no porque creyera muy en serio en la posibilidad de un ataque.
El ruido de unos pasos vacilantes lo arrancó de su ensimismamiento. Al ver que se trataba de Gowenna, siguió dedicado al bruñido del arma después de saludarla con un gesto. Ella tomó asiento a su lado, y, durante unos minutos, observó callada cómo el satái limpiaba la espada con una tira de tela arrancada de la capa, y, una y otra vez, la acercaba a la luz para comprobar que no quedaba en la hoja ni una mancha o un arañazo. De pronto, la mano de Gowenna se posó en su brazo. Skar interrumpió su tarea, miró los dedos de la mujer y continuó acariciando el tchekal. La mano femenina cesó en su movimiento, y él creyó que había sido retirada, pero los dedos se deslizaron entonces hacia su muñeca y la rodearon con fuerza y dulzura al mismo tiempo. Skar dejó caer el arma y miró a Gowenna. Su rostro quedaba en sombras, pero el cristalino techo hacía revolotear diminutos puntos luminosos encima de sus cabezas, de forma que el de Gowenna adquirió una singular vida. Skar quiso escuchar por un momento lo que ocurría en su propio interior, pero todo cuanto notó fue fatiga y un vago y lejano dolor.
—Lamento lo que dije antes —murmuró Gowenna.
—¿Qué?
—Lo referente a Tantor. Obraste bien, Skar. Yo…, yo me dejé arrastrar por un primer impulso. Perdóname.
Skar sonrió, envainó la espada y rodeó con su brazo los hombros de la mujer. En realidad, su gesto no era más que un reflejo, algo que en el fondo sólo hacía porque ella lo esperaba de el.
—No padezcas. Tú tenías razón.
Gowenna se estrechó contra él, pero Skar no logró experimentar ninguna reacción en su interior.
—Ahora podríamos volver a discutir sobre cuál de los dos tenía razón —dijo Gowenna—. Pero estoy demasiado cansada para eso. ¿Cómo sigue Del?
Skar miró al amigo dormido.
—Reposa —contestó—. Lo mejor que le puede ocurrir. ¿Qué…, qué le hizo El-tra?
Gowenna tardó en responder. Su respiración era más rápida de lo normal, y Skar notó su temblor a través del grueso género de su capa. Pero eso podría deberse tanto a su proximidad como al frío. Y él confiaba en que fuera a causa del frío.
—No lo sé —confesó después de unos momentos—. La gente de Cosh es rara. Viví mucho tiempo entre las criaturas de los pantanos, pero no vayas a creer que las conozco. Sólo sé de ellas lo que quisieron que yo supiera. Y no es mucho. Es posible —añadió de repente— que hubiesen matado a Tantor, de penetrar él en su tierra. ¡A lo mejor, le salvaste la vida!
Skar soltó una áspera risa.
—Lo dudo. Si sobrevivió a la caída del caballo, Vela descargará toda su furia contra él.
—¿Su furia? —repitió Gowenna la palabra, acentuándola de manera especial—. No creo que sepa lo que significa la furia, Skar. Vela es…
Se interrumpió, apartó de sus hombros el brazo del satái y se incorporó.
—¿Juegas al ajedrez? —preguntó.
—No muy bien —admitió Skar.
—Pues ella lo domina de maravilla. Y juega sin sentimientos.
—Utilizando figuras vivas… —murmuró Skar.
—¿Acaso no lo hacemos todos? ¿No lo hemos intentado todos alguna vez, por lo menos?
Skar empezaba a sentirse incómodo. No le apetecía hablar de Vela. No ahora. Pero eso parecía imposible. La errish había irrumpido en su vida con el ímpetu incontenible de un cataclismo, transformándolo como nadie ni nada lo había logrado antes. Aunque consiguiera derrotarla, nunca volvería a ser el de otros tiempos.
Se reclinó contra el tronco, contempló el cristalino techo entretejido de luz y señaló el bosque con un ademán interrogante.
—¿Qué es esto, en realidad? —preguntó, no por verdadera curiosidad, sino para cambiar de tema.
—Lo ignoro. Me figuro que nadie lo sabe. Tuan está llena de misterios, algunos de los cuales nunca serán revelados. Quizá fuese antaño un bosque, que se cristalizó como Tuan, o cualquier otra cosa… Lo cierto es que es bonito.
—¿Bonito?
—Bonito y misterioso, al menos para mí. Es como si… —explicó con una voz extrañamente dulce—, como si uno estuviera en el interior de un diamante inmenso. Se siente uno protegido…
—¡Muy protegido! —rió Skar de manera apagada—. ¿Conoces tú aquella piedra amarilla que, a veces, el mar arroja a las playas? En cierta ocasión encontré una. En su interior había una araña diminuta, dentro aún de la burbuja de aire que llevara consigo para poder respirar bajo el agua. ¿Crees tú que se sentía muy protegida?
Gowenna lo miró largamente, en silencio.
—¿Son como tú todos los satáis? —preguntó de repente.
—¿Cómo te parece que soy?
—En cualquier caso, muy especial —suspiró Gowenna—. Hace ya tiempo que estamos juntos y, sin embargo, no te conozco todavía. Es posible que ni siquiera tú mismo te conozcas. Eres un hombre de guerra, y, al mismo tiempo, puedes ser tan tierno como un niño. Por otro lado, cuando te enseñan algo bello, tú no ves más que amenazas y peligros.
—Un hombre de guerra, dices… Pues, desde luego, no lo soy. Quizá sea un guerrero, pero eso no significa que me satisfaga lo que debo hacer.
—¿Cuántos hombres mataste a lo largo de tu vida, Skar? ¿Cien? ¿Doscientos?
—No lo recuerdo —confesó Skar—. Nunca los conté.
—Empero, odias matar. ¡Eso es lo que no entiendo! Sólo muy pocos logran completar la formación que necesita un satái…
—Y te aseguro que no la terminan quienes disfrutan matando —la cortó Skar.
—¡Pero eso es absurdo!
—Y, no obstante, lógico. Alguien tiene que hacerlo.
—¿Qué? ¿Matar?
—Sí, Gowenna. Puedo imaginarme tan bien como tú un mundo en el que no hubiese guerras ni peleas, pero mientras nos toque vivir en el mundo donde hemos nacído, tienen que existir también los guerreros. Quizá sea cosa de la naturaleza del hombre, y tal vez dejemos de gobernar este mundo sí dejamos de guerrear.
—¿También os enseñan eso a los satáis? ¿A ser cínicos?
—¿Cínicos? Puede que suene así —contestó Skar—, pero temo que sea la verdad. Aunque no me guste. El mundo nos necesita. Claro que no a ti o a mí o a Del, ni tampoco a los satáis, pero necesita guerreros.
—Posiblemente. Mas… ¿hombres como vosotros? ¿Hombres como…?
—Máquinas asesinas, ¿no? —dijo Skar, cuando ella calló—. Pronuncia tranquilamente esas palabras, Gowenna. No me ofenden. Sé que nos llaman así, y que nos han dado nombres aún peores. Forma parte del plan.
—¿De qué plan? —inquirió la mujer, desconcertada.
—Quizá no sea «plan» la expresión adecuada —respondió Skar con una sonrisa—. Pero tampoco resulta incongruente. Tú misma lo acabas de decir: hombres como nosotros, hombres que infunden miedo y son temidos, aunque no haya motivo para ello. Nos temen porque simbolizamos la violencia, porque vivimos para matar. ¿Qué hacen todos esos duques y barones, los ricos comerciantes y los caballeros, cuando tienen problemas con sus vecinos, cuando se sienten amenazados o tratados con injusticia? ¡Nos llaman a nosotros, los satáis! Nos dan oro a cambio, o a veces sólo comida y un lecho, para que luchemos en su lugar! ¡Somos nosotros quienes empuñamos el arma y matamos! Y luego, cuando todo ha pasado, encima pueden echarnos la culpa a nosotros. Por eso existen los satáis, Gowenna. No porque nos divierta asesinar, sino porque somos necesarios. De no hacerlo nosotros, lo harían otros.
—Pero…
—¡Y quizá fuesen todavía peores! —prosiguió Skar en voz más alta, cuando ella quiso objetar algo—. Sé lo que vas a decir. Siempre hay otros, y eso no es excusa. Pero realmente es posible que esos otros fueran peores. Tal vez nosotros evitemos la violencia al ejercerla. De no existir los satáis y los vedas y otras castas de guerreros, quizá se hundiera Enwor en la barbarie, dentro de una generación… Quien domina la violencia, también sabe dirigirla.
—¿No suena todo eso a disculpa? —replicó Gowenna.
—Lo es —admitió Skar, sin alterarse—. No afirmo que la realidad sea así. Nosotros, los satáis, lo creemos, pero sólo somos humanos y podemos estar equivocados. Posiblemente, Enwor fuese mejor sin nosotros… Posiblemente.
—Extraña filosofía para un hombre que aprendió a matar a otro con un solo dedo.
—Y, sin embargo, necesaria. Llámalo defensa propia. Quien ha aprendido a matar a un hombre con un solo dedo —y aquí imitó Skar el estilo y hasta la voz de Gowenna—, tiene que imponerse unas reglas propias. No es casualidad que los satáis tengamos una moral tan complicada y, a veces, incomprensible para los demás. Sin ella no habríamos sobrevivido. Nos habríamos aniquilado a nosotros mismos.
—Pero un día dominasteis este mundo.
—No del todo —contestó Skar—. Teníamos poder sobre él, en efecto. Pero quien tiene el poder sobre algo, no necesita dominarlo. Nosotros…
De repente, tembló el suelo. Skar interrumpió la frase, se puso en pie de un salto y miró atentamente a su alrededor. A sus oídos llegó un débil sonido, como si una suave brisa atravesara un bosque de cristalinas cuerdas de arpa. Luego se produjo un nuevo y tenue temblor de tierra.
—¿Qué es esto? —murmuró.
Gowenna se encogió de hombros, pero también ella parecía ahora tensa. Se levantó con agilidad, dio un paso y se detuvo insegura, vigilando en una y otra dirección.
Una tercera sacudida hizo más penetrante el sonido percibido antes, aunque no lo intensificó. Skar escudriñó el lugar por todas partes. Pero, aunque allí se hubiera producido algún cambio, no lo habría notado, porque la claridad era sólo relativa. Sus ojos se habían acostumbrado a la escasa luz y le permitían ver hasta algunos metros de distancia, y eso únicamente porque sabía lo que significaban las sombras y siluetas que tenía delante. Gowenna y él se hallaban envueltos en una telaraña de luminosidad y tonos grises y cosas inciertas, cuyas formas tenían que ser adivinadas y, además, parecían variar de manera constante. Era como en aquellos momentos entre el día y la noche, cuando la luz era todavía suficiente, pero casi permitía ver menos que en la completa oscuridad.
—¡Desaparezcamos de aquí! —susurró Gowenna, que se esforzaba por conservar la calma, pero su voz era temblorosa, y sus movimientos resultaron un poco demasiado nerviosos, cuando señaló a Del—. ¿Puedes llevarlo?
—¿Y El-tra?
—Ya nos encontrará; no te preocupes. ¡Es mejor que te des prisa!
El sonido de las arpas se hizo más fuerte y duro. Ya no era un simple acariciar, sino una serie de golpes exigentes, acompañados de una vibrante y desagradable sensación en el aire. Skar acudió junto a Del, apoyó una rodilla en el suelo e incorporó con cuidado al amigo. Este emitió un quedo suspiro, pero no despertó.
El peso del cuerpo inerte hizo tambalearse un instante a Skar. Había olvidado lo corpulento que era, incluso sin llevar la negra coraza de cuero. Por fin logró cargárselo a hombros, se detuvo unos segundos con las piernas abiertas, para recobrar el equilibrio, y miró interrogante a Gowenna.
—¿Hacia adonde vamos?
—Hacia el sur —contestó ella, no demasiado segura.
—¿Y dónde está aquí el sur? —quiso saber el satái.
Gowenna miró desorientada a su alrededor. Los sonoros golpes habían ido en aumento, y Skar tuvo que gritar bastante para hacerse entender. Ahora el suelo temblaba sin cesar, ya no suavemente como al principio, sino con fuertes sacudidas que se sucedían hasta constituir un estremecimiento continuo. A Skar casi le costaba mantenerse en pie con el peso del amigo sobre sus espaldas.
—¿Qué es esto? —insistió—. ¿Qué pasa aquí, Gowenna?
La respuesta de la compañera se ahogó entre horribles crujidos y estallidos. Una llameante luz roja eliminó las sombras, y Skar se tambaleó hasta chocar con un árbol, golpeado por un enorme puño invisible. Vio caer a Gowenna y se agarró desesperadamente con la mano izquierda, intentando sujetar a Del con la derecha, pero al final fue derribado por un segundo golpe todavía más fuerte. Todo lo que lo rodeaba era rojo, rojo, lóbrego y flameante a la vez, y, cuando dio media vuelta y se alzó como pudo, se encontró con una rugiente columna de fuego que sobrepasaba las copas de los árboles. Una lluvia de diminutas astillas de cristal, afiladas como cuchillos, se abatió sobre él y añadió nuevas heridas a las muchas que ya tenía en el rostro y en las manos.
De nuevo tembló el suelo, y detrás de la primera columna de fuego subió al cielo una segunda. Se produjo a continuación un momento de calor que fue seguido por una tremenda onda de choque, acompañada de una repetida lluvia de cortantes restos que volvió a arrojar al suelo a Skar y Gowenna. El satái se echó sobre Del para protegerlo y se cubrió la cara con los brazos. Algo ardiente y muy, muy afilado rozó su espalda, y un golpe durísimo le dejó paralizada la pierna izquierda durante unos segundos.
Skar quedó atontado y tardó un momento en levantarse. A su lado, Gowenna se ponía de pie entre grandes dificultades. En su rostro había sangre fresca, pero en conjunto parecía estar ilesa. Skar, inmóvil, temía una tercera explosión, que por fortuna no llegó. Después de los escalofriantes crujidos y el estruendo que había sacudido hasta sus entrañas el bosque de cristal, volvió la calma. Una calma tal vez todavía más profunda, tanto, que a Skar se le antojó exageradamente sonoro y molesto el ruido de sus propias respiraciones. Era como si la naturaleza contuviera el aliento en espera de un nuevo azote… Sólo en sus oídos seguía un resto del estrépito, una resonancia del fragor que le había martirizado los tímpanos.
Tardó un rato en comprender que el ruido no era imaginario, sino real. Miró angustiado a Gowenna, y la vio pálida.
Skar la agarró entonces por los hombros y susurró:
—¿Qué era eso?
—No sé. Yo…
El satái la sacudió con tanta energía que la mujer enmudeció, dolorida.
—¡Lo sabes perfectamente! —dijo furioso—. ¡Y exijo que me lo aclares! ¡Estoy más que harto de tus continuas mentiras!
La llegada de El-tra evitó a Gowenna tener que contestar por el momento. La criatura de los pantanos se precipitó hacia donde yacía Del, sin dedicar ni una sola palabra o un gesto a Skar y a la mujer. El satái quiso ayudarlo, pero El-tra le dio a entender que no lo hiciera y se echó sobre los hombros a Del como si de un juguete se tratara.
—¡Ve por ahí! —ordenó.
Skar avanzó sin protestar en la dirección indicada por el habitante de Cosh. Pocos minutos bastaron para que comprendiese por qué El-tra lo hacía ir ahora por delante. El bosque se espesaba de nuevo, de modo que Skar se vio obligado a desenvainar la espada y abrir un camino entre la centelleante maleza. El cristal se rompía al menor contacto, pero aun así los golpes requerían fuerza, y no lograban avanzar tanto como Skar hubiese querido. Además, los golpes causaban un ruido de mil diablos. El sonido con que estallaban las plantas de cristal debía de percibirse a varios kilómetros de distancia.
El satái no supo decirse luego si habían recorrido tres, o cuatro o seis kilómetros, o quizá ni uno solo. De pronto, no pudo más. Se paró, tuvo que apoyarse en un árbol y dejó caer los brazos. La espada parecía pesar un quintal, y el corazón le latía con tal violencia que notaba cada palpitación con una intensidad casi dolorosa. Y volvía a sentir náuseas…
Seguía el tintineo en sus oídos. Skar respiró profundamente diez o quince veces, cerró los ojos y luchó por dominar la sensación de mareo que se extendía detrás de su frente. Alguien lo tocó en el hombro y lo sacudió. El movimiento le causó nuevas arcadas, y, al abrir los ojos, de momento no vio más que unas oscilantes sombras.
—¡Hemos de seguir, Skar!
Sólo reconoció a El-tra por la voz, y su gesto de conformidad no se debió a una aprobación, sino a un mero reflejo, al instinto de supervivencia que le había sido tan inculcado que incluso funcionaba cuando su voluntad ya estaba agotada. Se apartó del tronco, y, de no sujetarlo el habitante de los pantanos, habría caído al suelo. El sonido que torturaba sus oídos se hizo todavía más intenso. Algo se movía delante de él.
Con infinito cansancio volvió a envainar la espada, tomó a ciegas la mano que Gowenna le tendía amistosa y continuó su camino, apoyado a medias en la mujer y en los árboles y arbustos del otro lado.
—Ya falta poco. ¡Procura resistir!
Esta vez, las palabras de El-tra penetraron a través del manto de extenuación que había envuelto su conocimiento.
—¿Cosh? —jadeó.
—Sí. Unos cuatro o cinco kilómetros. Tenemos suerte.
A Skar le entraron ganas de reír. Tanto daban cuatro kilómetros como los que hubiera hasta el otro lado de la Cordillera de las Sombras. Él era incapaz de dar otros dos pasos. Y no sólo en este instante, sino quizá nunca más. Se bamboleó, soltó la mano de Gowenna y cayó pesadamente sobre las rodillas. Por primera vez desde que saliera de Ikne, pensó en serio en darse por vencido.
Gowenna trató de alzarlo, pero no pudo con él.
—¡Por todos los dioses, Skar! ¡Intenta esforzarte! ¡El-tra no puede llevarte también a tí!
Skar se apoyó trabajosamente en los nudillos, levantó la vista y miró a Gowenna. El suelo vibraba todavía, y la trepidación se extendió por sus manos hasta los músculos de los brazos y hombros produciéndole un cosquilleo que ni siquiera resultaba desagradable.
—Continuad solos —murmuró—. Poned… a salvo… a Del. A mí podéis recogerme más tarde.
—¡No existiría un «más tarde» para tí, imbécil! —chilló Gowenna—. ¿Aún no te das cuenta de que esto no es un juego? ¡Estamos en peligro!
—¿De veras? —se hizo Skar el tonto—. ¿Desde cuándo?
Gowenna arrugó la frente y, de súbito, agarró los cabellos de Del con la mano izquierda. En la otra apareció al momento un pequeño puñal de doble filo…
—¡Juro degollarlo si no sigues adelante! —dijo con voz reposada, pero fue precisamente esa tranquilidad la que advirtió al satái que sus palabras no eran mera amenaza.
—Lo haría, Skar —agregó—. De cualquier forma, Del no constituye más que una carga para nosotros y te traerá más problemas que ventajas.
Skar clavó en ella una mirada glacial. Ni siquiera estaba ya en condiciones de sentir ira.
—Veo que no has cambiado —dijo.
—¿Y por qué habría de hacerlo?
La punta del puñal arañó la piel del joven Del, y en su cuello apareció una minúscula gota de sangre, brillante como una lágrima roja.
—Puede que su presencia sea el precio de tu compañía, Skar —prosiguió Gowenna— Pero sin tí no nos sirve de nada. Ni para nosotros ni para nuestra misión. ¿Para qué tendríamos que cargar con él, si ya no existieras tú?
Skar apretó los puños, rabioso por la impotencia, pero obedeció y tiró adelante, ya no en primer lugar, sino detrás de El-tra y con pasos lentos y muy pesados. Gowenna se guardó el puñal debajo de la capa, pero la forma en que lo hizo demostró a Skar que, en cualquier momento, podría volver a extraerlo y cumplir la amenaza.
El sonido tintineante que los había acompañado durante todo el camino se tornó más suave a medida que avanzaban hacia el sur. Sin embargo, no se apartaba de ellos, como una fiera consistente en tonos y música fantasmal, que los acechara y esperase la oportunidad de arrojarse sobre ellos. Skar no sabía por qué era justamente esa comparación la que se le imponía, pero al mismo tiempo se le antojaba adecuada. Ef misterioso sonido encerraba un cierto peligro, pese a ser tan nítido como el cristal del bosque y tan agudo, más semejante al canto de los ángeles que al de los demonios. Gowenna parecía tener la misma sensación. Miraba hacia los lados, palpaba insegura el suelo o tocaba el abovedado techo de cristal. Daba la impresión de ser una persona que buscara algo muy concreto y se sintiera impaciente y temerosa a la vez.
Una minúscula mancha de luz se desprendió de las copas de los árboles, cayó al suelo delante de Skar y se extinguió. El satái se detuvo, se agachó y comprobó que era un fragmento de cristal, claro y puro como un diamante tallado. Sólo en un lado estaba roto y lechoso. Pero, mientras lo estaba examinando, la parte estropeada empezó a alisarse.
—¿Cómo…?
Gowenna emitió un grito de susto y señaló hacia la izquierda.
A Skar le dio un vuelco el corazón al ver lo que había provocado la alarma en Gowenna. El bosque ya no estaba muerto. La cristalina rigidez había desaparecido bajo un intenso remolino. Por doquier correteaban de aquí para allá unas centelleantes arañas de cristal, sin patas, que producían hilos finos como cabellos y formaban frágiles redes, nudos y unas grandes láminas perforadas que atrapaban la luz y la reflejaban como un millón de trozos de espejo colocados de diferente manera. El sonido adquirió nueva intensidad, y entre medio percibió Skar un ruido nuevo: como si una enorme hoja de pergamino fuese agarrada por un puño aún mayor, que lo estrujara muy despacio…
—¡No! —exclamó Gowenna, respirando con fatiga—. Eso…
Se interrumpió, lanzó un grito desaforado y echó a correr como loca. También El-tra salió disparado con cara de horror. Y Skar fue detrás de ellos, huyendo de un peligro que no podía ver ni comprender, pero que sentía de manera instintiva.
El bosque temblaba. No sólo el suelo, sino cada tronco, cada tallo y cada espina de cristal parecía vibrar y emitir agudos sonidos, una especie de zumbido no perceptible de manera aislada, pero que en conjunto los envolvía en un torrente de ruidos. En todas partes resplandecían luces y más luces, y por doquier aparecieron de pronto las diminutas arañas de cristal: entre los troncos y el ramaje, entre la maleza, en el suelo y hasta en el aire, millones y millones de minúsculos seres sin vida propia, que revoloteaban en silencio de un lado a otro y enfundaban el bosque entero en un inmenso capullo de delgadísimos hilos de cristal. Parecían estar aquí y allá al mismo tiempo. Cuanto más avanzaba el grupo, más espeso se hacía el extraño tejido, y El-tra tuvo que romper, con gran esfuerzo, grandes y ondeantes cortinas de cristalina seda formadas entre los árboles y que llenaban el espacio intermedio como una niebla centelleante. Una de las arañas de cristal cayó sobre la mano de Skar, y fue inútil que él tratara de quitársela de encima. Diríase que estaba pegada a su piel; se movía con lentitud y dejaba atrás un rastro helado. Skar soltó un reniego y se arrancó la araña con toda energía. En su mano había quedado una redonda mancha de sangre, del tamaño de una uña, y el satái comprobó entonces que no se trataba de una araña, en realidad, sino de un cristal liso, en forma de pequeña almendra, sin relieves o irregularidades visibles. Su interior se hallaba lleno de un movimiento vago e impreciso, y de su afilado extremo salía un fino hilo que se rompía al menor contacto. Skar arrojó lejos de sí aquella piedra, impulsado por una súbita repugnancia, y continuó la carrera agachado, en zigzag, para esquivar en lo posible las horribles redes.
Pero, a medida que avanzaban, la cosa se ponía peor. Todas las arañas de cristal debían de haber iniciado su labor al mismo tiempo, y quizás en toda la extensión del bosque. Aunque fuesen muy pequeñas, su número parecía infinito. Pasar por allí se convirtió pronto en un martirio, y ni la enorme fuerza de El-tra bastaba a veces para desgarrar las relucientes redes, por lo que, al cabo de un rato, Skar volvió a tomar el mando y se puso a dar golpes de espada a diestro y siniestro. Mas también en el suelo se mostraban laboriosas las arañas. Los pasos del satái se veían acompañados de incesantes sonidos tintineantes. Al principio, la maleza compuesta de hilos y espinas de cristal tenía sólo un dedo de grueso, pero pronto le llegó hasta los tobillos, y acabó cubriendo sus rodillas. Las piernas le dolían terriblemente y, al mirárselas, vio que las botas estaban hechas jirones y que la piel era un puro arañazo sangriento. Parecía que llevara unas centelleantes medías rojas. También Gowenna y el habitante de los pantanos sufrían lo indecible. Sus pasos dejaban huellas de sangre en la blanca capa.
De pronto, llegaron a un punto donde no había modo de seguir. Los espacios entre los árboles estaban llenos de telarañas tan espesas que tenían el aspecto de una compacta pared de cristal. Skar agarró el tchekal con ambas manos y puso en el golpe todas las fuerzas que le quedaban. La hoja abrió una grieta en la pared, y un trozo de la cristalina sustancia se soltó y fue a caer al suelo como una guillotina, junto a los pies del satái. Pero las dichosas arañas estaban en todas partes, y su afanoso ir y venir volvió a cubrir el hueco casi tan aprisa como se había producido: un proceso tan sorprendente que Skar quedó inmóvil durante un segundo para observarlo. Era como el progresivo crecer de un copo de nieve, pero incomparablemente más rápido. Copos sueltos, tejidos con hilos y más hilos, formaban grupos que, a su vez, se transformaban en facetas y biseles hasta componer pasarelas y puentes, sobre los que caían nuevos hilos.
—¡Skar!
El grito de Gowenna lo hizo volver bruscamente a la realidad. Las piernas le dolían a rabiar. Tenía la sensación de que mil pequeños dientes le arrancaban la piel.
—¡Corre, Skar! —chilló la mujer—. ¡Corre! ¡Es la piedra! ¡Vela está aplicando ahora la fuerza de la piedra contra nosotros!
Y, como si sus palabras hubiesen constituido una señal, la situación todavía empeoró. Una helada ola de las cristalinas tejedoras cayó como nieve sobre los árboles y el suelo y empezó a llenar también el estrecho camino por el que ellos habían pasado. Skar lanzó una exclamación cuando vio que estaban en una trampa…, una trampa que se cerraba con una rapidez tal que no le permitió reaccionar a tiempo. Sabía que no podía lograrlo, pero aun así se arrojó con un fiero alarido contra la telaraña que de repente cerraba la senda, y comenzó a darle con el tchekal, pero el arma rebotó y le fue arrancada de la mano. La pared de cristal no había sufrido ni siquiera una rascadura.
Skar se agachó para recoger el arma, gimiendo de dolor, pero el habitante de los pantanos fue más ligero. Se desprendió de Del, empuñó la espada y atacó con toda la inhumana fuerza de su cuerpo. La hoja chocó contra un tronco y salió igualmente despedida, pero en menos de un abrir y cerrar de ojos se volvió a hundir en la grieta ya formada. El árbol se agitó, y de sus ramas llovieron arañas y fragmentos de cristal como puñales, que hicieron retroceder precipitadamente a Skar y Gowenna. Una gran astilla triangular se clavó en el hombro de El-tra y permaneció allí, temblorosa, a la vez que una docena de arañas recorría su cuerpo para envolverlo con sus hilos. La criatura de los pantanos no hizo caso de ellas; blandió la espada con una violencia tal que casi asustó más a Skar que cuanto de extraño sucedía a su alrededor, y arrancó una cuña del árbol. Nuevamente se sacudió la imponente planta de cristal, como si quisiera gritar con agudas voces su sufrimiento. Pero ni la brutal fuerza de El-tra parecía bastar para defenderlo de las arañas. «¡El poder de la piedra!», se dijo Skar, horrorizado. El árbol se ladeó después de un último y tremendo golpe, se desplomó lentamente hacia la izquierda, y, mucho antes de alcanzar el suelo, quedó prendido en las espesas telas. El-tra dio un grito de rabia, saltó hacia adelante y se puso a azotar como loco aquellas sonoras cuerdas. Un nuevo temblor recorrió el árbol, que, después de permanecer inclinado unos instantes, cayó del todo al suelo.
—¡Corred!
Mientras El-tra se precipitaba hacia atrás para recoger a Del, Gowenna y Skar echaron a correr. El hueco ya empezaba a cerrarse, pero ellos lograron salir, si bien ninguno supo decir luego cómo. Nuevas telarañas les salían al encuentro: no paredes rígidas como las anteriores, sino unos tejidos flexibles y finos como hilos del veranillo, que envolvieron sus miembros y rostros tratando de asfixiarlos, como si el bosque hubiera comprendido que debía cambiar de táctica para apresar a sus víctimas. Skar braceó entre gritos, se hirió manos y brazos con aquellas telas de cristal y siguió, casi a ciegas, tras las dos sombras en que se habían convertido Gowenna y El-tra. La cáustica alfombra de espuma que cubría el suelo le llegaba ya hasta los muslos, y a cada paso le parecía que una llamarada recorría sus piernas. Blandió la espada como si fuera una hoz y se dio cuenta de que el horrible tejido crecía más deprisa de lo que él podía cortarlo.
—¡Corre, Skar!
La voz de Gowenna estaba llena de sangre, y llegó hasta él a través de una niebla de cristal. El satái se tambaleó, golpeó desesperadamente con el arma hacia un lado y otro, chocó con un obstáculo que no pudo distinguir, se produjo un corte en el costado y sintió que algo muy frío e irritante le resbalaba cogote abajo.
Y, de pronto, todo hubo terminado. El bosque volvía a ser un bosque normal, de árboles verdinegros, como debía ser, y el suelo se notaba blando y suave. Ya no lo componían cortantes cuchillos, y no había arañas ni telas de cristal.
Sólo quedaba el dolor. Un dolor que lo había seguido como un hermano oscuro del bosque. A su alrededor, todo empezó a dar vueltas. El suelo tembló… Pero, antes de que pudiera darse cuenta de que ahora era él quien perdía el equilibrio, se desvaneció.