12. Dentro de la casa
La escena en la sala de estar representaba el ideal del confort doméstico. El fuego de leñas mezcladas con carbón era vivo y brillante; las lámparas derramaban una suave luz; los sólidos postigos y las pesadas cortinas rojas dejaban el frío aire nocturno al otro lado de las largas ventanas, que daban al jardín trasero. Cómodos butacones estaban dispuestos por todas partes. En uno de ellos Sir Joseph estaba reclinado, profundamente dormido; en otro estaba sentada la señorita Lavinia, con su labor de tejido. Natalie ocupaba el tercer butacón, algo alejado de los otros, cerca de una mesita redonda en uno de los rincones de la habitación, con la cabeza apoyada en una mano y un libro sin leer abierto en el regazo. Estaba pálida y tensa; la ansiedad y el desasosiego la habían reducido a una sombra de su antiguo ser. Turlington, al entrar en la sala, cerró la puerta con un golpe deliberado. Natalie dio un respingo. La señorita Lavinia le dirigió una mirada de reproche. Turlington logró lo que deseaba: Sir Joseph se despertó.
—Si va a visitar al vicario esta noche, Graybrooke —dijo Turlington— ya es hora de salir, ¿no es cierto?
Sir Joseph se frotó los ojos y miró el reloj en la repisa de la chimenea:
—Sí, sí, Richard —respondió, aún adormilado—, supongo que ya debo ir. ¿Dónde está mi sombrero?
Tanto su hija como su hermana trataron de persuadirlo para que enviara una excusa en vez de ir a la vicaría en medio de la oscuridad. Sir Joseph, como siempre, vaciló. Había hecho una inesperada amistad con el vicario, debido a su entusiasmo común por el juego de backgammon, ya pasado de moda. Sir Joseph, que había derrotado a su oponente la noche anterior en la casa de Turlington, le había prometido ir a la vicaría esa noche para darle una oportunidad de desquite. Turlington, al observar su indecisión, lo irritó con astucia fingiendo creer que de veras tenía miedo a salir en la oscuridad:
—Cuidaré que pase con toda seguridad a través del cementerio, y luego el criado del vicario lo cuidará mientras venga de regreso.
Su tono irritó al instante a Sir Joseph:
—Todavía no estoy en la segunda infancia, Richard —respondió, molesto—, puedo encontrar el camino yo solo.
Besó a su hija en la frente:
—No te preocupes, Natalie. Regresaré a tiempo para el clarete caliente. No, Richard, no se moleste. —Besó la mano a su hermana y fue al vestíbulo en busca del sombrero; Turlington lo siguió, pidiéndole toscamente disculpas y rogándole como un favor que le permitiera acompañarlo al menos parte del camino. Las damas, en el salón, oyeron al bondadoso Sir Joseph aceptar las disculpas.
Salieron juntos.
—¿Te has fijado en Richard desde su regreso? —preguntó la señorita Lavinia—. Me temo que ha recibido malas noticias en Londres. Parece como si tuviera algo en mente…
—No lo he notado, tía.
No se habló más durante un tiempo. La señorita Lavinia volvió a su monótona labor. Natalie, con el del libro olvidado en el regazo, seguía en sus propios pensamientos. De repente, un agudo silbido, procedente del camposanto, desgarró el silencio de la noche. Natalie se sobresaltó, con una débil exclamación de alarma. La señorita Lavinia alzó la vista de su tejido:
—Mi niña, tus nervios deben de estar bastante desajustados. ¿Qué es lo que te asusta?
—No estoy muy bien, tía. Esto aquí de noche es tan solitario que el menor ruido me sobresalta.
Hubo otro intervalo de silencio. Eran más de las nueve cuando oyeron que la puerta trasera se abría y se cerraba de nuevo. Turlington entró, presuroso, en el salón cual si tu viera una razón especial para unirse lo más pronto posible a las damas. Para la sorpresa de ellas, se sentó bruscamente en un rincón, de cara hacia la pared, y tomó el periódico, sin dirigirles ni una mirada o pronunciar palabra.
—¿Ha llegado bien Sir Joseph a la vicaría?
—Sin problemas —dio esa respuesta con un tono entrecortado, brusco aún sin mirar a su alrededor.
La señorita Lavinia intentó de nuevo entablar una conversación:
—¿Ha oído usted un silbido cuando estaba fuera? Sobresaltó por completo a Natalie, en medio de esta calma.
Turlington se volvió a medias:
—Supongo que fue mi pastor. —Respondió luego de una pausa—, silbando a su perro. —Y se sumergió de nuevo en el periódico, de espaldas a las damas.
La señorita Lavinia hizo señas a Natalie, indicando significativamente a Turlington. La joven lo miró a desganas y, fatigada, ladeó la cabeza sobre el hombro de su tía.
—¿Soñolienta, querida? —susurró la anciana.
—No estoy a gusto, tía, no sé por qué —le respondió Natalie, también en un susurro—. Daría cualquier cosa por estar en Londres, por oír cómo pasan los coches y la gente conversar en la calle.
De repente, Turlington dejó caer su periódico:
—¿Cuál es ese secreto entre ustedes dos? —interpeló, irritado—. ¿Qué es lo que están susurrando?
—Es que no deseamos perturbar su lectura, esto es todo —respondió la señorita Lavinia con frialdad—. ¿Ha sucedido algo que lo saca de quicio, Richard?
—¿Qué le hace pensarlo?
La anciana se sentía ofendida y, para ponerlo de manifiesto, no dijo nada más. Natalie se acurrucó aún más junto a su tía. El tictac del reloj, que siguió marcando los minutos, uno tras otro, se escuchaba con dolorosa claridad en medio del silencio reinante en la sala. De repente, Turlington dejó caer el periódico y abandonó su rincón:
—¡Seamos buenos amigos! —prorrumpió, con un burda simulación de alegría—. Así no se espera la Navidad. Conversemos y seamos sociables. ¡Natalie, queridísima!
Extendió un brazo hacia la muchacha y tiró de ella para alejarla de la tía. Natalie se volvió mortalmente pálida y trató de liberarse:
—Me siento mal… Estoy enferma… ¡Suélteme!
Turlington hacía oídos sordos a sus súplicas.
—¿Cómo? ¡Tratar de esta manera a su futuro esposo! ¿Acaso no debe darme un beso? ¡Pues me lo va a dar!
Con una mano la apretaba contra él, mientras con la otra le tenía agarrada la cabeza, en un intento por alcanzar sus labios. Natalie luchaba con esa innata fuerza nerviosa que la mujer más débil saca de sus reservas al verse ultrajada. La señorita Lavinia, medio indignada, medio aterrorizada por la brutalidad de Turlington, se levantó de su asiento para intervenir. Un momento más, y tendría que sobreponerse a dos mujeres en vez de una, cuando un ruido más allá de la ventana interrumpió de pronto la innoble lucha.
Hubo un ruido de pasos en el sendero cubierto de gravilla que unía la casa con el jardín. Les siguió un toque, uno solo y débil, en uno de los cristales.
Los tres se quedaron inmóviles. Por unos instantes, no se escuchó nada más. Después hubo un pesado golpe, como si algo se desplomara allí fuera. Le siguió un gemido, a continuación hubo otro silencio, muy largo, infinito…
La mano de Turlington soltó a Natalie. La muchacha se apresuró a volver junto a su tía. Ambas lo miraron instintivamente, en la natural expectación de que sería el primero penetrar en el misterio de lo que acababa de suceder al otro lado de la ventana, pero quedaron atónitas al verlo a todas luces aún más asombrado y impotente que ellas.
—Richard —dijo la señorita Lavinia, señalando la ventana—, algo malo ha sucedido allí. Vaya a ver qué ha pasado.
Turlington quedó inmóvil, como si no la hubiera oído, con los ojos fijos en la ventana y el rostro lívido de terror. El silencio se interrumpió una vez más, esta vez por una voz humana pidiendo auxilio.
Natalie lanzó un grito de horror. La voz allá afuera, que ora se elevaba ora bajaba, moribunda, no le era desconocida. Apartó la cortina, y por señas y a viva voz, llamó a su tía para que le ayudara. Entre las dos, levantaron la pesada barra de su tranque, abrieron los postigos y la ventana. La suave luz de la habitación bañó el cuerpo de un hombre postrado boca abajo. Lo volvieron; Natalie le sostuvo la cabeza: ¡era su padre!
El rostro de Sir Joseph estaba ensangrentado. Una herida, una espantosa herida, se veía a un lado de su cabeza descubierta, justo encima del oído. El anciano la miró y sus ojos la reconocieron, antes de que se desmayara de nuevo en sus brazos. Sus manos y ropa estaban manchadas de tierra. Debió de haber cubierto cierta distancia; en ese espantoso estado debió de haberse caído y levantado más de una vez antes de llegar hasta la casa. Su hermana le limpió el rostro de sangre. La hija le pedía desesperadamente que la perdonara antes de morir, ¡a este padre inofensivo, gentil y bondadoso que jamás le había dirigido una palabra dura! ¡Su padre, a quien ella había engañado!
Los aterrorizados sirvientes entraron corriendo en la habitación. Su llegada sacó al señor de la casa del extraordinario estupor que lo había embargado. Se adelantó al lacayo al llegar a la ventana; entre los dos, levantaron a Sir Joseph y lo acostaron en el sofá. Natalie se arrodilló junto a él y le sostuvo la cabeza. La señorita Lavinia, con su pañuelo, restañó la sangre que manaba. Las criadas trajeron paños de hilo y agua fría. El hombre corrió en busca del médico, quien vivía en el otro extremo de la aldea. Al quedar solas de nuevo con Turlington, Natalie notó que su mirada no se apartaba de la cabeza de su padre, examinándola detenidamente. Sin una sola palabra, miraba, miraba y miraba la herida.
El médico llegó. Antes de que la hija o la hermana del herido pudieran hacer la pregunta, fue Turlington quien la hizo:
—¿Vivirá o va a morir?
El dedo del médico tanteó cuidadosamente la herida:
—Tranquilícense. Un poco más abajo, o al frente, el golpe lo hubiera dañado con gravedad. Tal y como es, no es nada. Que descanse, y se repondrá en dos o tres días.
Al escuchar estas reconfortantes palabras, Natalie y la tía cayeron de rodillas en un rapto de mudo agradecimiento. Después de vendar la herida, el médico buscó con la mirada al dueño de la casa. Turlington, que apenas unos minutos antes había mostrado tanta impaciente preocupación, ahora parecía haber perdido todo interés por el caso. Se había alejado y estaba de pie junto a la ventana, pensativo, mirando hacia el cementerio. Las damas respondieron a las obligadas preguntas del médico. Los criados ayudaron, examinando la ropa del herido: fueron ellos quienes descubrieron la falta del reloj y de la bolsa. Cuando fue necesario llevarlo a la planta alta, fue el lacayo quien ayudó al médico. En cuanto al amo del lacayo, sin una sola palabra de explicación, salió sin sombrero al jardín posterior en busca de algún rastro del ladrón que había atentado a la vida de Sir Joseph, o al menos así lo pensaron el médico y los criados.
En aquel momento su ausencia apenas se notó. La dificultad de conducir al herido a su habitación absorbió la atención de todos los presentes.
Sir Joseph recuperó en parte los sentidos mientras lo estaban subiendo por la empinada y angosta escalera. A pesar de todo el cuidado con que lo sostenían, el movimiento le arrancó un gemido antes de que llegaran a la parte superior. El pasillo donde estaban los dormitorios, irregular y lleno de recovecos, subía y bajaba a diferentes niveles. Junto a la puerta del primer dormitorio, el médico preguntó con cierta ansiedad si esa era la habitación; pero no, para llegar hasta allá había que bajar más peldaños y doblar una esquina. El primer dormitorio era el de Natalie. La joven insistió en ofrecerlo para el uso de su padre, y el médico lo aceptó, ya que era la habitación más ventilada y también la más cercana. Acostaron con todo cuidado a Sir Joseph en la cama de su hija y, cuando el médico acababa de irse después de asegurarles de nuevo que no tenían por qué preocuparse, escucharon unos pesados pasos en los bajos de la escalera. Turlington había regresado a la casa.
(Como habían supuesto, había salido a buscar al rufián que había atacado a Sir Joseph, pero con un motivo que otros nunca hubieran podido suponer. Su propia seguridad dependía ahora de la seguridad de Thomas Wildfang. En cuanto estuvo fuera del alcance de la vista, en la oscuridad, se encaminó directamente al granero. La muda de ropa estaba allí, intacta; no se veía ni rastro de su cómplice. No sabía dónde más podría buscarlo. Turlington no tuvo otra alternativa que regresar a su casa y desvanecer cualquier sospecha que su ausencia hubiera podido causar.)
Sólo tuvo que subir por la escalera para ver, a través de la puerta abierta, que a Sir Joseph se le había instalado en la habitación de su hija.
—¿Qué significa esto? —preguntó con brusquedad.
Antes de que le pudieran responder, el lacayo les trasmitió un mensaje. El doctor había regresado a la puerta para decir que se sentía en la obligación de informar al agente de la policía sobre lo que había ocurrido, y que lo haría al regresar a la aldea. Turlington se sobresaltó y cambió de color. Si otras personas encontraban e interrogaban a Wildfang sin estar presente su empleador, las consecuencias podrían ser muy serias.
—El agente de policía es asunto mío —dijo Turlington y se apresuró en bajar la escalera—. Iré con el doctor.
Se pudo oír cómo abría la puerta abajo y la volvía a cerrar (como si un inesperado pensamiento lo asaltara de pronto), para llamar al lacayo. La casa tenía pocos dormitorios para sirvientes. Las criadas eran las únicas en dormir en el interior. El lacayo ocupaba una habitación encima de las cuadras. Aquella noche, Natalie y su tía oyeron a Turlington despedir al hombre al menos una hora antes de lo habitual. Lo que hizo a continuación fue aun más extraño. Mirando con cautela desde lo alto de la escalera, Natalie lo vio cerrar con llave todas las puertas en la planta baja y llevarse las llaves. La muchacha oyó cómo la puerta principal se cerraba a sus espaldas cuando se iba. Por increíble que pudiera parecer, no había duda de que era un hecho: los habitantes de la casa serían prisioneros hasta su regreso. ¿Qué significaba eso?
(Significaba que la venganza de Turlington contra la que lo había engañado aún estaba por descargarse. Significaba que la vida de Sir Joseph se hallaba aún entre el hombre que había tramado su muerte y el dinero que este hombre había resuelto conseguir. Significaba que Richard Turlington estaba en un aprieto, y que el horror y el peligro de la noche aún no se habían terminado.)
Natalie y su tía se miraron por encima de la cama en que yacía Sir Joseph, quien había caído en una especie de sopor. No podía darles ningún consejo; sólo podían preguntarse una a otra, con corazones palpitantes y mentes perplejas, qué significaba la conducta de Richard; sólo podían sentir instintivamente que algún pavoroso descubrimiento pendía sobre ellas. La tía fue la más serena de las dos: ningún secreto pesaba sobre su conciencia. Podía sentir los consuelos de la religión.
—Tu querido padre sigue con nosotras —dijo la anciana dama con dulzura—. Dios ha sido bondadoso. Estamos en sus manos. Si sabemos esto, sabemos lo suficiente.
Mientras decía esto, se escuchó una campanada en la puerta de abajo. Las sirvientas, alarmadas, corrieron al dormitorio. Como eran varias, y alentadas por Natalie, quien se puso en pie y abrió el camino, afrontaron el riesgo de abrir y asomarse por el largo balcón que corría a lo largo de este lado de la casa. Abajo había un hombre apenas visible quien las llamó con una voz gruesa e insegura. Las sirvientas lo reconocieron: era el mensajero de telégrafo del ferrocarril. Bajaron a hablar con él y regresaron con un telegrama, que el hombre había introducido por debajo de la puerta. La distancia entre la estación y la casa era considerable; el mensajero había estado «esperando la Navidad» en más de una taberna en su camino hacia la casa, de modo que el telegrama llegó con varias horas de retraso. Estaba dirigido a Natalie, quien lo desplegó, leyó y lo dejó caer. Se quedó sin habla. Horrorizada, quedó boquiabierta, con los ojos mirando al frente sin ver nada.
La señorita Lavinia levantó el telegrama y leyó estas líneas:
«Lady Winwood, calle Hertford, Londres. Para Natalie Graybrooke, Church Meadows, Baxdale, Sometsetshire. Noticias espantosas. R. T. ha descubierto tu matrimonio con Launce. No supe la verdad hasta el día de hoy (el 24). Huye al instante con tu esposo, es tu única salvación. Me hubiera comunicado con Launce, pero desconozco su dirección. Espero y creo que recibas estas líneas antes de que R. T. regrese a Somersetshire. Te suplico que me telegrafíes para decirme que estás a salvo. Si en un tiempo razonable no recibo tu respuesta, seguiré en persona a mi mensaje.»
La señorita Lavinia levantó la canosa cabeza y miró a la sobrina.
—¿Es verdad esto? —preguntó y señaló el venerable y pálido rostro que descansaba sobre la blanca almohada de la cama. Los ojos de Natalie se encontraron con la mirada de su tía; la joven se dobló y fue la señorita Lavinia quien impidió que se desplomara sobre el suelo.
Lo confesó todo; hubo palabras de contrición y de perdón. El rostro del padre seguía apacible en su descanso. Los minutos se sucedían, uno tras otro, inexorables, en la profunda quietud nocturna. Fue casi un alivio cuando un nuevo sonido proveniente del exterior de la casa perturbó el silencio. Alguien lanzó un guijarro contra la ventana y una voz llamó con cautela:
—¡Señorita Lavinia!
Reconocieron la voz del lacayo y abrieron de inmediato la ventana.
El hombre tenía algo que decir a las señoras en privado. ¿Cómo podría hacerlo? Un detalle doméstico, del que Launce se había percatado como de algo favorable para la proyectada fuga, iba a permitir ahora al lacayo llevar a cabo la comunicación con las damas. El candado de la caseta de herramientas del jardinero (en los arbustos cercanos) estaba en reparación; y la escalera de mano del jardinero era accesible para cualquiera. Debido a la poca altura del balcón, el largo de la escalera era más que suficiente para el propósito del hombre. En pocos minutos el criado subió al balcón y pudo hablar con Natalie y su tía a través de la ventana.
—No puedo estar tranquilo —dijo—. Voy a ver a hurtadillas qué está sucediendo en la aldea. Es duro para unas damas como ustedes estar encerradas aquí. ¿Puedo hacer algo por ustedes?
Natalie tomó el telegrama de Lady Winwood.
—Launce debe ver esto —dijo a su tía—. Estará aquí al amanecer —agregó en un susurro—, si no le digo lo que ha sucedido.
La señorita Lavinia se puso pálida.
—Si Launce y Richard se encuentran… —profirió—. Díselo, ¡díselo todo antes de que sea demasiado tarde!
Natalie trazó unas pocas líneas dirigidas a Launce a su alojamiento en la aldea, le adjuntó el telegrama de Lady Winwood y lo conminó a que no hiciera nada precipitado. Cuando el hombre hubo desaparecido con el mensaje, tanto en el corazón de Natalie como en el de su tía se encendió una chispa de esperanza que cada una de ellas se avergonzaba de reconocer ante la otra: la esperanza de que Launce hiciera frente al mismo peligro que las hacía temblar por él y corriera en su ayuda.
No pasó mucho tiempo antes de que Sir Joseph, soñoliento, abriera los ojos y preguntara qué estaban haciendo en su habitación. Le dijeron con cariño que estaba enfermo. Sir Joseph se llevó una mano a la cabeza, dijo que tenían razón y volvió a dormirse. Agotadas por las emociones, las dos mujeres esperaban en silencio el desarrollo de los acontecimientos. El mismo estupor de resignación se había apoderado de ambas. Aseguraron la puerta y la ventana. Rezaron juntas. Besaron el apacible rostro en la almohada. Se dijeron: «Viviremos con él o moriremos con él, que sea lo que Dios quiera». La señorita Lavinia se sentó junto al borde de la cama. Natalie se acomodó en un escabel a sus pies, con los ojos cerrados y la cabeza en las rodillas de la tía.
El tiempo pasaba. El reloj en el vestíbulo había dado las diez o las once, no estaban seguras, cuando oyeron la señal que las advertía de que el criado había regresado de la aldea. Les trajo noticias, incluso más que noticias: les trajo una carta de Launce.
Natalie leyó estas líneas:
«Estaré contigo, mi amor, casi tan pronto como recibas este mensaje. El portador te dirá lo que ha sucedido en la aldea: tu nota vertió una nueva luz sobre todo esto. Sólo me queda ir a ver al vicario (que aquí es también el juez) y declarar que soy tu esposo. Ahora ya no hace falta ningún disfraz. Tengo que estar contigo y con los tuyos. Esto es aun peor que tus peores pesadillas. Fue Turlington quien estuvo tras el ataque a tu padre. ¡Juzga por ti misma si necesitas la protección de tu esposo, después de esto!»
Natalie tendió la carta a su tía y señaló la frase que se refería al conocimiento culpable de Turlington del atentado a la vida de Sir Joseph. Las dos mujeres se miraron en silencio, con horror, al recordar, y comprender al fin, lo que había sucedido en la casa aquella noche. El sirviente las hizo retornar al presente al contarles los descubrimientos que había hecho en la aldea.
Cuando hubo llegado allí, el lugar estaba todo patas arriba, en Baxdale, un desconocido, había sido encontrado en el camino, muy cerca de la iglesia, en pleno ataque; y quien lo encontró no fue otro que el propio Launce. Tropezó literalmente con el cuerpo de Thomas Wildfang en la oscuridad, mientras regresaba a su alojamiento en la aldea.
—El caballero dio la alarma, señoritas —dijo el criado contándoles lo sucedido tal y como a él se lo habían contado—, y al hombre, un hombre grande y viejo, lo trasladaron a la posada. El dueño lo reconoció: había alquilado alojamiento el mismo día, y el agente de la policía le encontró objetos de valor: una bolsa de dinero, un reloj con su cadena. No había nada que pudiera indicar quién era el propietario del dinero y del reloj. Sólo cuando mi amo y el doctor llegaron a la posada se supo a quién había robado e intentado asesinar. Lo único que dijo en respuesta a sus preguntas fue que una persona le había mandado hacerlo. Denominaba a esa persona «Capitán» o, a veces, «Capitán Goward». Se pensó, si es que se puede creer en las divagaciones de un loco, que el ataque le había dado en el momento en que estaba palpando el pecho de Sir Joseph para ver si el corazón le había dejado de latir. Una suerte de visión, al menos así lo entiendo, tuvo que haberse apoderado del hombre en ese momento. Me han dicho que estaba divagando sobre el mar que irrumpía en el cementerio y un marino que se ahogaba flotando sobre una jaula de gallinas; un marino que lo llevaba al infierno agarrándolo por el pelo; y otros espantosos disparates por el estilo, señoritas. Todavía estaba dando alaridos, en lo peor del ataque, cuando mi amo y el doctor entraron en la habitación. Al ver a uno de ellos, no sé a cual, se cree que al señor Turlington, ya que fue el primero en entrar, se quedó quieto de repente, para luego caer en tremendas convulsiones en los brazos de los hombres que lo sostenían. El doctor nos dijo el nombre científico de esto, que quiere decir una locura por borrachera, y que era un caso sin remedio. Así y todo, mandó que la gente saliera de la habitación para ver qué podía hacer. Cuando yo me iba de la aldea, señoritas, con la respuesta del caballero a su nota, decían que mi amo todavía estaba con el doctor, esperando a ver si el hombre vivía o moría. No me atreví a quedarme para saber cómo aquello terminaba, por miedo a que el señor Turlington me encontrara.
Al llegar al final de su relato, el lacayo, inquieto, se volvió a mirar por la ventana. Era imposible predecir cuándo podría regresar su amo, y se pudiera decir que su vida dependía de que no lo sorprendiera dentro de la casa después de haberlo dejado fuera de ésta, cerrada con llave. Pidió permiso para abrir la ventana y emprendió su fuga hacia los establos mientras aún estaba a tiempo. En cuanto hubo quitado la barra que tenía cerrados los postigos, lo sobresaltó una voz que llamaba desde abajo. Era la voz de Launce que llamaba a Natalie. El criado desapareció, y Natalie estuvo en los brazos de Launce antes de haber recobrado el aliento.
Por un delicioso instante descansó la cabeza sobre su pecho; acto seguido, lo empujó:
—¿Para qué has venido? Te matará si te encuentra en la casa. ¿Dónde está?
Launce sabía aun menos que el criado sobre los movimientos de Turlington.
—Dondequiera que esté, ¡gracias a Dios que he venido hasta aquí antes que él!
Natalie y su tía lo escuchaban con silencioso desaliento. Sir Joseph se despertó y reconoció a Launce antes de que se dijera una sola palabra.
—¡Ah, mi querido muchacho! —murmuró con una voz apenas audible—. Es agradable verte de nuevo. ¿Cómo es que has venido aquí?
Quedó perfectamente satisfecho con la primera excusa que se le dio.
—Hablaremos sobre esto mañana —dijo y se dispuso a seguir descansando.
Natalie hizo un nuevo intento por hacer que Launce abandonara la casa.
—No sabemos lo que puede haber sucedido —expuso—. Tal vez Turlington te haya seguido hasta aquí. Tal vez te haya dejado entrar adrede. Déjanos mientras todavía te es posible.
La señorita Lavinia añadió sus propios argumentos. Pero todos fueron inútiles. Launce cerró en silencio los pesados postigos, enchapados con hierro, y puso la tranca. Natalie, desesperada, se retorcía las manos.
—¿Has ido a ver al juez? —preguntó—. Dinos, al menos, si estás aquí por su consejo, ¿viene a ayudarnos?
Launce vaciló. Si debía decirles la verdad, tendría que confesar que estaba con ellas en franca oposición al consejo del juez. Respondió evasivo:
—Si el vicario no viene, el médico sí vendrá. Le he dicho que a Sir Joseph había que trasladarlo. ¡Anímate, Natalie! El doctor vendrá aquí al mismo tiempo que Turlington.
Cuando acababa de pronunciar el nombre y sin que ningún sonido en el exterior los preparara para lo que iba a suceder, la voz del propio Turlington, que les estaba hablando desde abajo, al otro lado de la ventana, penetró de repente en la habitación.
—Ha irrumpido usted en mi casa de noche —dijo la voz—, y no se escapará sin más.
La señorita Lavinia cayó de rodillas. Natalie se lanzó hacia su padre. Los ojos de éste, aterrorizados, estaban muy abiertos; gimió, apenas reconociendo la voz. El sonido siguiente que se escuchó fue el de la escalera que Turlington quitaba del balcón. Turlington, que había descendido por ella, la retiró. Natalie había conjeturado con mucha precisión lo que sucedería. La muerte del cómplice del villano lo había liberado de toda inquietud a este respecto.
Había seguido con toda intención los pasos de Launce, y con toda intención le había permitido colocarse en una posición falsa, al haber entrado en la casa en secreto.
Hubo un intervalo, un terrible intervalo, y después oyeron cómo se abría la puerta de entrada. Sin detenerse, a juzgar por la ausencia de sonido, a cerrarla de nuevo, Turlington subió rápidamente por la escalera y trató de abrir la puerta cerrada desde dentro.
—¡Salga y entréguese! —gritó a través de la puerta—. Tengo aquí mi revólver y me asiste el derecho de disparar contra un hombre que ha irrumpido en mi casa. Si la puerta no se abre antes de que cuente hasta tres, usted mismo será el culpable de que derrame su sangre. ¡Uno!
Launce sólo estaba armado con un bastón. Sin vacilar ni un instante, avanzó para entregarse. Natalie lo rodeó con los brazos y lo agarró con fuerza antes de que pudiera llegar hasta la puerta.
—¡Dos! —gritó la voz en el exterior, mientras Launce luchaba por despegarla de él. Al mismo tiempo, su mirada se volvió hacia la cama. Estaba exactamente frente a la puerta, ¡en la línea de fuego! La vida de Sir Joseph, tal como lo había calculado Turlington con deliberación, estaba ahora en mayor peligro que la de Launce. El joven se arrancó de los brazos que lo aprisionaban, corrió hacia la cama y tomó al anciano entre sus brazos para levantarlo.
—¡Tres!
Se escuchó el sonido de la detonación. La bala atravesó la puerta, rasguñó el brazo izquierdo de Launce y se incrustó en la almohada, en el mismo lugar donde un momento antes había descansado la cabeza de Sir Joseph. Launce acababa de salvar la vida de su suegro. Turlington había hecho su primer disparo por el dinero, y aún no lo había alcanzado.
Estaban a salvo en un rincón de la habitación, en el mismo lado de la puerta: Sir Joseph, impotente como un niño, en brazos de Launce; las mujeres, pálidas, pero admirablemente serenas. Por el momento estaban a salvo, cuando la segunda bala, disparada hacia un rincón, se abrió paso a través de la pared a su derecha.
—Te oigo —gritó la voz del bribón al otro lado de la puerta—. Ya te alcanzaré, a través de la pared.
Hubo una pausa. Oyeron cómo su mano hacía sonar la pared para determinar dónde, en el material del que estaba hecha, había madera sólida y dónde sólo había yeso. En este espantoso instante, el autodominio de Launce no lo abandonó. Acostó con suavidad a Sir Joseph en el suelo y señaló a Natalie y a su tía que se acostaran en silencio junto a él. Sus vidas dependían ahora de que ni sus voces ni sus movimientos indicaran al asesino dónde disparar. Éste escogió su lugar. El cañón del revólver chirrió cuando lo apoyó contra la pared. Apretó el disparador. Un débil chasquido fue el único sonido que siguió. El tercer disparo había fallado.
Lo oyeron preguntarse con una maldición:
—¿Qué es lo que pasa ahora?
Hubo una pausa de silencio.
¿Estaba revisando el arma?
Antes de que pudieran hacerse esta pregunta, el estallido de una explosión resonó en sus oídos. Le siguió, al instante, el ruido de algo pesado que se desplomaba. Miraron hacia la pared opuesta. No había impacto de bala ni allí, ni en ninguna otra parte.
Launce les hizo una seña para que aún no se movieran. Esperaban y escuchaban. Nada se movía afuera, en el rellano.
De repente, el silencio en la planta baja fue interrumpido por un rumor de muchas voces junto a la puerta abierta. ¿Habían oído en la vicaría los disparos del revólver? ¡Sí! Reconocieron la voz del vicario, entre otras. Un momento más, y oyeron un grito de horror general en la escalera. Launce abrió la puerta de la habitación y la volvió a cerrar al instante antes de que Natalie pudiera seguirlo.
El cuerpo muerto de Turlington yacía en el rellano. La carga en el cañón del revólver había explotado mientras estaba revisándolo. La bala le entró por la boca y lo mató al instante.