6. La iglesia
Es una mañana de comienzos de noviembre. Estamos en una iglesia situada en una pobre y populosa parroquia, en uno de los ignotos barrios de Londres, al Este de la Torre y mucho más allá del río.
Una procesión matrimonial se acerca al altar. Son cinco personas. El novio está pálido y la novia asustada. Su amiga (una diminuta señora de aspecto decidido) la reconforta en susurros. Dos personas de aspecto respetable, al parecer, marido y mujer, que completan la procesión, parecen no comprender muy bien su propio papel en la ceremonia. El pertiguero, mientras los acompaña hacia el altar, parece ver algo debajo de la superficie de esta boda. Aquí sólo se suelen celebrar matrimonios de las capas bajas de la sociedad. ¿Se tratará de una fuga? El pertiguero saca sus conclusiones por el monto fuera de lo común de la cuenta.
El clérigo (un coadjutor menor) sale de la sacristía ataviado con su sotana. El escribiente ocupa su sitio. Los ojos del clérigo se detienen con un súbito interés y curiosidad en los novios y en la amiga de la novia; nota la ausencia de parientes de edad más avanzada; se percata de que las dos jóvenes damas presentan, con toda evidencia, rasgos de refinamiento y educación sin paralelo, en su experiencia profesional, con los novios y las amigas de las novias que anteriormente habían estado de pie ante el altar en su iglesia; pregunta, veloz y en silencio, con los ojos, al escribiente, ocupado él también en observar con interés a los extraños: «Jenkinson —preguntan los ojos del clérigo— ¿todo esto está bien?» «Señor —responden los ojos del escribiente— es un matrimonio por amonestaciones; todas las formalidades han sido cumplidas.» El clérigo abre su libro. Las formalidades han sido cumplidas. Lo que a él le toca es cumplir con su deber. ¡Atención, Launcelot! ¡Valor, Natalie! El servicio comienza.
Launce recorre por última vez la iglesia con una mirada furtiva. ¿Se levantará Sir Joseph Graybrooke de uno de los asientos vacíos para detenerlo? ¿Estará Richard Turlington acechando desde la galería del órgano, esperando tan sólo el momento que las palabras del servicio lo inciten a prohibir el matrimonio o «o si no, callar para siempre»? No. El clérigo procede con firmeza y nada sucede. El rostro encantador de Natalie se vuelve cada vez más pálido, el corazón de Natalie late cada vez más a prisa, a medida que se acerca el momento de leer las palabras que han de unirlos para toda la vida. La propia Lady Winwood siente un desacostumbrado aleteo en el pecho. Los pensamientos de Su Señoría retroceden, no del todo placenteramente, a su propio matrimonio: «¡Ay de mí! ¿En qué estaba pensando cuando estaba en esta misma situación? ¡En el lindo vestido de novia, y en la próxima presentación de Lady Winwood en la Corte!»
El servicio avanza hasta las palabras con que ambos expresan su consentimiento. Launce ha puesto el anillo en su dedo. Launce ha repetido, tras el clérigo, las palabras. ¡Launce se ha casado con ella! ¡Está hecho! ¡Y ya no hay quien lo deshaga!
El servicio termina. El novio, la novia y los testigos entran en la sacristía para firmar en el libro. La firma, al igual que el servicio, se lleva a cabo muy en serio. Aquí no es posible ningún juego con la verdad. Cuando llega el turno de Lady Winwood, ésta debe escribir su nombre completo. Lo hace, pero sin su acostumbrada gracia y decisión. Se le cae el pañuelo. El escribiente se lo alcanza y se percata de la corona bordada en una esquina.
Los honorarios se han pagado. Todos salen de la sacristía. Otros recién casados, cuanto todo acaba, se ven felices y conversadores. Estos dos están más silenciosos y confusos que nunca. Más extraño aún: mientras otros recién casados se van con sus familiares y amigos, reunidos todos para celebrar la feliz ocasión, estos dos se separan de sus amigos en la puerta de la iglesia. El hombre respetable y su esposa se van a pie. La diminuta señora que tiene una corona en su pañuelo acomoda a la novia en un coche, sube con ella y ordena al cochero que cierre la puerta, ¡mientras el recién casado está de pie en los peldaños de la iglesia! Su rostro está, desde luego, sombrío. Introduce la cabeza por la ventana del coche. Se posesiona de una mano de la novia, habla en un susurro; al parecer, le cuesta trabajo despedirse. La pequeña señora ejerce su autoridad, separa las manos unidas, empuja al novio y grita perentoriamente al cochero que acabe de arrancar. El coche se aleja. El recién casado, solo, se aleja desolado calle abajo. El escribiente, que lo ha visto todo, regresa a la sacristía e informa allí de todo lo sucedido.
Da la casualidad de que el párroco, del brazo con su esposa, pasa por allí y entra en la sacristía por algún otro asunto. El clérigo comenta con él el caso del extraño matrimonio. El párroco, seriamente preocupado por no echar sombra sobre la buena fama de su iglesia, hace algunas preguntas y queda satisfecho. La esposa del párroco no es tan fácil de satisfacer. Mira las firmas en el libro. Uno de los nombres le parece familiar. Interroga al escribiente en cuanto su esposo termina de conversar con él. Cuando se entera de la corona bordada en el pañuelo, señala la firma de Louisa Winwood y dice al párroco:
—¡Ya sé quién es! ¡Es la segunda esposa del Lord Winwood! Fui a la escuela con las hijas del Lord en su primer matrimonio. Nos encontramos a veces en los conciertos de música sacra en el Comité Femenino. Ya encontraré la oportunidad de hablar con ellas. Un momento, señor Jenkinson, voy a anotar los nombres antes de que cierre usted el libro. «Launcelot Linzie, Natalie Graybrooke». Lindos nombres, muy románticos. Me encanta todo lo romántico. Buenos días.
Regaló al clérigo una sonrisa de despedida, al escribiente una inclinación de la cabeza, y salió de la sacristía, cual si flotara. Natalie, que regresaba, silenciosa, a Muswell Hill en compañía de Lady Winwood, y Launce, que maldecía la Ley del Secuestro mientras deambulaba por las calles, no tenían la menor sospecha de que el suelo bajo sus pies ya estaba minado. Richard Turlington podía enterarse ahora, o podía enterarse más tarde. El descubrimiento del matrimonio dependía por entero de un casual encuentro entre las hijas del Lord y la esposa del párroco.