1. En el mar
La noche había finalizado. El día recién nacido esperaba por avivar su luz en un silencio que se desconoce en tierra firme, el silencio que en un mar en calma precede a la salida del Sol.
No llegaba ni un soplo de aire. El agua, inmóvil, carecía de rizos. El único cambio era el de la luz, que aumentaba poco a poco, con suavidad; el único movimiento era el de la perezosa neblina, que ascendía serpenteando al encuentro del Sol, su amo, hacia el Este del mar. Muy paulatinamente, a medida que el velo etéreo de la mañana se levantaba, se volvía cada vez más fino, hasta que en los primeros rayos de la luz solar se pudo divisar el alto velamen blanco de una goleta.
Un gran silencio reinaba en la embarcación, de proa a popa, igual que el silencio que reinaba en el mar.
Sin embargo, en la cubierta había un ser viviente: el timonel, que dormitaba apaciblemente con un brazo sobre la inútil barra del timón. La luz aumentaba por minutos y, con ella, el calor; y sin embargo, el timonel dormía apaciblemente, las pesadas velas colgaban sin ruido y el agua, soñolienta, rodeaba la nave. Toda la esfera solar ya se había elevado por encima del horizonte, cuando el primer sonido se abrió paso a través del silencio matutino. Desde muy lejos sobre la blanca superficie del resplandeciente océano, el grito de un ave marina llegó hasta la goleta a la vez que de pronto se desvanecían los últimos círculos vaporosos de la neblina.
El hombre que dormía junto al timón se despertó; miró las ociosas velas y bostezó con simpatía hacia ellas; miró hacia el mar, en ambas direcciones, y sacudió la cabeza ante la suprema obstinación de la calma.
—Sopla, mi brisa —dijo el hombre silbando suavemente entre dientes—. Sopla, mi brisa. —Era una invocación marinera para despertar el viento.
—¿Proa hacia dónde? —gritó una voz vigorosa y estridente que llegó hasta la cubierta desde la escalera del camarote.
—Hacia donde usted guste, capitán; a cualquier parte.
A la voz la siguió el hombre. El propietario de la goleta apareció en cubierta.
He aquí el caballero Richard Turlington, de la importante firma levantina de Pizzituti, Turlington & Branca; tenía treinta y ocho años y, aunque no medía más de cinco pies y seis pulgadas, era robusto y musculoso. El señor Turlington presentaba a la vista de sus semejantes un ejemplo del carácter perpendicular de la constitución humana. La línea de su frente era recta, la de su labio superior también, y la del mentón era la más recta y larga de todas. Cuando volvió el moreno rostro al Este y resguardó los ojos, de un color gris claro, de los rayos del Sol, su nudosa mano reveló sin ambages que en otros tiempos se había ganado la vida con su propio trabajo. En conjunto, era un hombre fácil de respetar pero difícil de amar; mejor compañía en la cubierta de oficiales que en una mesa de sociedad. Tanto en el sentido moral como físico, si es que pudiéramos permitirnos esta expresión, era un hombre sin curvaturas.
—Ayer tuvimos calma —gruñó Richard Turlington mientras observaba con deliberada obstinación a su alrededor—, y hoy seguimos con la misma calma. ¡Ja! En la próxima temporada haré que instalen motores en el barco. ¡Odio esto!
—Piense en la suciedad del carbón y en la infernal vibración, y deje su bella goleta tal y cómo es. Estamos de vacaciones. Deje que el viento y el mar descansen también.
Con estas palabras de reconvención, un joven caballero, esbelto, ágil y de cabello rizado, se unió a Richard Turlington en cubierta. Llevaba su ropa bajo el brazo, sus toallas en la mano, y sólo vestía el camisón de dormir, tal y como se había levantado de la cama.
—Launcelot Linzie, se le ha admitido a bordo de mi barco en calidad de médico personal de la señorita Natalie Graybrooke, a solicitud de su padre. Aténgase a su lugar, por favor. Cuando yo desee su consejo, se lo pediré. —Con esta respuesta, el hombre de más edad dirigió al más joven la mirada de sus descoloridos ojos grises con una expresión que decía a las claras: «En esta goleta, muy pronto, no cabremos usted y yo al mismo tiempo.»
Por lo visto, Launcelot Linzie tenía sus razones para no permitir que el anfitrión lo ofendiera en modo alguno.
—¡Gracias! —le respondió en un tono de satírico buen humor—. No es fácil atenerme a mi lugar en su goleta. No puedo dejar de aparentar que disfruto como si fuera yo el propietario. Esta vida es para mí tan nueva; es que aquí, por ejemplo, ¡es tan deliciosamente fácil lavarse! En tierra firme es una complicada cuestión de jarras, palanganas y bañeras, siempre se corre el peligro de romper algo o de echarlo a perder. En cambio, aquí sólo hay que levantarse de la cama, salir corriendo a la cubierta y ¡hacer esto!
Se volvió y corrió hacia los mástiles de la goleta. En un instante se despojó del camisón de dormir, a continuación se encaramó en el macarrón y, seguidamente, ya estaba disfrutando de su baño en sesenta brazas de agua salada.
Los ojos de Turlington lo siguieron a desgana, con molesta atención, mientras nadaba alrededor del barco. Era el único objeto móvil a la vista. La mente de Turlington, constante y lenta en todas sus operaciones, le estaba planteando un problema para resolver:
«Launcelot Linzie es quince años más joven que yo. A esto hay que añadirle que Launcelot Linzie es primo de Natalie Graybrooke. Dadas estas dos circunstancias, se pregunta: ¿se habrá prendado de él Natalie?»
Meditando una y otra vez sobre este asunto, Richard Turlington se sentó en un rincón de la popa del barco. Aún estaba pensando en el problema cuando el joven médico regresó a su camarote para dar los toques finales a su toilet. Aún no había hallado la solución cuando, una hora más tarde, el sobrecargo anunció:
—El desayuno está listo, señor.
Eran cinco las personas reunidas alrededor de la mesa. En primer lugar, Sir Joseph Graybrooke. Heredero de una cuantiosa fortuna acumulada por su padre y abuelo, en el comercio. Alcalde, dos veces electo, de una próspera ciudad provinciana. Poseedor, en virtud de ocupar este cargo, del privilegio oficial de entregar una llana de plata a un personaje de la familia real que había condescendido a colocar la primera piedra de un edificio destinado a la caridad pública. Armado caballero, por consiguiente, en honor de esta ocasión. Digno del honor y digno de la ocasión. Representante típico de su clase, eminentemente respetable. Poseedor de un rostro amable, rosado y suave, con sedosos y níveos cabellos. Firme en sus principios; ordenado en el vestir; dotado de maneras moderadas y buena digestión. Un anciano inofensivo, saludable, acicalado, intachable y débil de carácter.
En segundo lugar, la señorita Lavinia Graybrooke, hermana soltera de Sir Joseph. Como persona, no era otra cosa que Sir Joseph en enaguas. Quien lo conocía a él, la conocía a ella.
En tercer lugar, la señorita Natalie Graybrooke, hija única de Sir Joseph. Había heredado la apariencia física y el temperamento de su madre, fallecida hacía muchos años. En la familia de la difunta Lady Graybrooke, que se había asentado originalmente en Martinica, se mezclaban la sangre negra y francesa. Natalie tenía el cálido color moreno de su madre, su soberbio cabello negro y sus tiernos, perezosos y adorables ojos pardos. A los quince años poseía un desarrollo de busto y caderas que en Inglaterra pocas veces se alcanza antes de los veinte. Todo en esta muchacha, con excepción de las rosadas orejitas, era de escala de amazona. Las manos bien formadas eran largas y grandes; la fina cintura era la de una mujer adulta. La indolente gracia de todos sus movimientos radicaba principalmente en la casi masculina firmeza de acción y en la profusión de recursos físicos. Este notable desarrollo corporal distaba mucho de ir a la par con un correspondiente desarrollo de carácter. Las maneras de Natalie eran las amables e inocentes maneras de una jovencita. El dulce carácter del padre se mezclaba con la variable naturaleza meridional de la madre. Se movía como una diosa y se reía como una niña. Los síntomas de una maduración demasiado rápida, o excesiva para la fuerza de su edad, habían aparecido en la hija de Sir Joseph durante la primavera, y el médico de la familia sugirió un viaje marítimo como una forma razonable de emplear los agradables meses de verano. La goleta de Richard Turlington fue puesta a su disposición, con el propio Richard Turlington incluido como uno de los aditamentos de la embarcación. Con el padre y la tía para mantener la atmósfera hogareña, con el primo Launcelot (más conocido por Launce) para llevar a cabo, en caso de necesidad, el tratamiento médico prescrito por una autoridad superior en tierra firme, la adorable paciente emprendió su travesía estival y renació en una nueva existencia entre las vivificantes brisas marinas. Después de dos dichosos meses de perezosa navegación alrededor de las costas de Inglaterra, todo cuanto quedaba de la enfermedad de Natalie era una deliciosa languidez de sus ojos y una incapacidad absoluta de dedicarse a nada que se asemejara a una ocupación seria. Aquella mañana, cuando se sentó a la mesa de desayuno, con su pintoresco vestido marinero de anticuado nanquín, su innato infantilismo de modales que contrastaba deliciosamente con la floreciente madurez de sus formas, el hombre debería armarse de una triple coraza de la filosofía moderna para negar que el primerísimo derecho de la mujer es el de ser bella, y que el principal mérito femenino es el de ser joven.
Las otras dos personas presentes a la mesa eran los dos caballeros que ya habían hecho su aparición en la cubierta de la goleta.
—¡No hay ni un soplo de brisa! —dijo Richard Turlington—. El tiempo conspira contra nosotros. Hemos derivado unas cuatro o cinco millas en las últimas cuarenta y ocho horas. Jamás volverá usted a emprender otro crucero conmigo, debe de estar añorando regresar a tierra firme.
Se dirigía a Natalie, con toda evidencia tratando de hacerse agradable a la joven y, con igual evidencia, sin ningún éxito en su intento por impresionarla. La muchacha le dio una respuesta cortés y bajó la mirada a su taza de té en vez de dirigirla a Richard Turlington.
—Podrías ahora mismo hacerte la idea de que estás en tierra firme —dijo Launce—. El barco está tan inmóvil como una casa, y la mesa oscilante donde estamos desayunando está tan firme como la mesa del comedor de tu casa.
Él también se dirigía a Natalie, pero sin traicionar la ansiedad por agradarla, que el otro había manifestado. Por esta razón, desvió su atención de la taza de té, y su idea despertó al instante otra en la mente de la joven.
—Sería tan extraño —dijo— encontrarme en tierra firme, en una habitación que nunca se incline hacia un lado, y sentarme a una mesa que no descienda hasta mis rodillas algunas veces y otras no se alce hacia mi mentón. ¡Cómo voy a extrañar el rumor del agua en mis oídos y el toque de la campana en cubierta, cuando me despierte de noche en tierra! Allí no importa cómo sopla el viento o cómo están dispuestas las velas. Allí, al extraviarse, no hay que preguntar el camino al Sol, con un pequeño instrumento de bronce, un trozo de lápiz y un papel. Allí no se deriva deliciosamente a la merced del viento, sin preocupación por planificar de antemano adónde se desea ir. ¡Oh, cuánto extrañaré el querido, cambiante e inconstante mar! ¡Y cuánto me aflige no ser un hombre y un marinero!
¡Y esto lo decía la invitada que había sido admitida a bordo como enferma, y ni una sola palabra de todo este discurso se dirigía, ni siquiera por casualidad, al propietario de la goleta!
Las densas cejas de Richard Turlington se contrajeron con una inequívoca expresión de dolor.
—Si esta calma persiste —dijo, dirigiéndose a Sir Joseph—, temo, Graybrooke, que este fin de semana no podré devolverlos al puerto del que zarpamos.
—Cuando usted desee, Richard —respondió el anciano caballero con resignación—. Para mí, cualquier tiempo es bueno.
—Cualquier tiempo dentro de unos límites razonables, Joseph —exclamó la señorita Lavinia, quien con toda evidencia consideraba que su hermano era demasiado condescendiente. Hablaba con la afable sonrisa de Sir Joseph y con su suave tono de voz. Dos niños gemelos difícilmente podrían semejarse más.
Mientras los mayores intercambiaban estas pocas palabras, entre los dos jóvenes sentados a la mesa se desarrollaba una comunicación particular. El pie de Natalie, calzado con primorosas zapatillas, avanzo una pulgada tras otra, cautelosamente, sobre la alfombra hasta dar con la bota de Launce. Al instante, el joven, que estaba devorando su desayuno, levantó la mirada del plato y después, al segundo toque de Natalie, la volvió a bajar con un violento apuro. Después de una pausa para asegurarse de que nadie había notado nada, Natalie tomó el cuchillo. Fingiendo a la perfección estar jugando con él distraída, como una joven dama absorta en sus pensamientos, empezó a dividir una lonja de jamón que se hallaba en la parte izquierda de su plato en seis diminutos pedacitos. Launce miraba de soslayo, con expectación, cómo el jamón se dividía y se subdividía. Con toda evidencia, esperaba ver que la colección de pedacitos recibiese algún uso telegráfico, previamente acordado entre él y su vecina.
Mientras tanto, la conversación entre las demás personas en la mesa de desayuno proseguía. La señorita Lavinia se dirigió a Launce:
—¿Sabes, mi niño despreocupado, que hoy por la mañana me diste un susto? Estaba dormida en mi camarote con la escotilla abierta, y me despertó un terrible chapoteo en el agua. Llamé a la camarera. ¡Le dije que creía que alguien había caído por la borda!
Sir Joseph le dirigió una rápida mirada; su hermana había suscitado sin querer un viejo recuerdo.
—Hablando de caídas por la borda —repuso—, esto me hace recordar una extraordinaria aventura…
Aquí intervino Launce, disculpándose:
—Eso no volverá a ocurrir, señorita Lavinia —dijo—. Mañana por la mañana me untaré aceite por todo el cuerpo y me deslizaré en el agua tan silenciosamente como una foca.
—Una extraordinaria aventura —insistió Sir Joseph—, que me sucedió hace muchos años, cuando era joven. ¿Lavinia?
Se interrumpió y dirigió una mirada interrogativa a su hermana. A modo de respuesta, la señorita Lavinia asintió con la cabeza y se acomodó en su asiento, como si concentrara toda su atención previendo que la iba a necesitar. Para las personas que conocían bien a los dos hermanos, estos procedimientos eran presagios de una inminente narración, prolongada hasta una duración formidable. Contaban siempre sus historias a dúo, y siempre diferían en cuanto a los hechos, la hermana contradiciendo cortésmente a Sir Joseph cuando era él quien narraba, y viceversa, el hermano contradiciendo cortésmente a la señorita Lavinia cuando era ella la narradora. Si se les hubiese separado y, de esta manera, despojado de su habitual intercambio de contradicciones, jamás hubiesen podido llevar a término la relación de la más sencilla serie de sucesos.
—Esto aconteció cinco años antes de conocerlo a usted, Richard —dijo Sir Joseph.
—Seis años —expresó la señorita Graybrooke.
—Perdón, Lavinia…
—No, Joseph, lo tengo anotado en mi diario.
—No insistamos en ese punto —(Sir Joseph usaba siempre esta fórmula como medio de apaciguar a su hermana y dar un nuevo comienzo a la narración)—. Cruzaba frente al Mersey en una embarcación de práctico de Liverpool. Había fletado la embarcación en compañía de un amigo mío, antaño muy conocido en la sociedad londinense, y cuyo apodo, debido al peculiar color castaño de sus patillas, era Caoba Dobbs…
—Fue a causa de sus libreas, Joseph, no debido a sus patillas.
—Mi querida Lavinia, estás pensando en Shaw Verde Marino, apodado así a causa de las extraordinarias libreas que había adoptado para sus sirvientes en el año en que fue alguacil.
—No estoy pensando en él, Joseph.
—Perdón, Lavinia.
Los nudosos dedos de Richard Turlington tamborilearon con impaciencia sobre la mesa. Miraba a Natalie. La joven, despreocupada, estaba disponiendo en un cierto orden los pequeños trocitos de jamón en su plato. Launcelot Linzie, aun más despreocupado, observaba la disposición. Al ver lo que estaba viendo, Richard resolvió el problema que lo había perturbado en cubierta. ¡Era simplemente imposible que Natalie se hubiese prendado de veras de un idiota cabeza hueca como ese!
Sir Joseph prosiguió con su historia:
—Estábamos a unas diez o doce millas frente a la desembocadura del Mersey…
—Millas náuticas, Joseph.
—Esto no importa, Lavinia.
—Perdóname, hermano, el difunto doctor Johnson, gran hombre y buen médico, solía decir que las cosas más triviales debían analizarse siempre con la mayor precisión.
—Eran millas comunes, Lavinia.
—Eran millas náuticas, Joseph.
—No insistamos en este punto. Caoba Dobbs y yo acertamos a estar abajo, en el camarote, ocupados en…
Aquí Sir Joseph hizo una pausa (con su amable sonrisa) para consultar su memoria. La señorita Lavinia esperó (con su amable sonrisa) la próxima oportunidad para rectificar al hermano. En el mismo instante Natalie bajó el cuchillo y tocó con suavidad a Launce por debajo de la mesa, para llamar su atención hacia los seis trocitos de jamón que estaban dispuestos en el plato de la siguiente manera: dos se hallaban uno frente al otro, y los otros cuatro perpendicularmente a ellos. Launce miró y tocó dos veces a Natalie por debajo de la mesa. La señal en el plato, según el código acordado por ellos, significaba: «Tengo que verte en privado». Y el doble toque de Launce quería decir: «Después del desayuno».
Sir Joseph prosiguió con la historia. Natalie volvió a tomar el cuchillo. ¡Iba a aparecer otra señal!
—Estábamos abajo en el camarote, ocupados en dar término a la cena…
—Estabais almorzando, Joseph.
—Vaya por Dios, soy yo quien he de saberlo.
—Sólo repito lo que me dijiste, hermano. La última vez que narraste esta historia, estabas almorzando con tu amigo.
—No particularicemos, Lavinia. Supongamos que estábamos ingiriendo un alimento.
—Si no es mayor importancia que eso, Joseph, seguramente sería mejor obviarlo por completo.
—No insistamos en este punto. Bien, pues de pronto nos sobresaltó un grito en cubierta: «¡Hombre al agua!» Nos apresuramos a subir corriendo la escalera, pensando que uno de los tripulantes había caído al mar; pensamiento compartido, he de decir, por el timonel, quien había dado la alarma.
Sir Joseph hizo una nueva pausa. Se estaba acercando al punto más dramático de la historia y, desde luego, ansiaba presentarlo de la manera más impresionante posible. Con la cabeza algo ladeada, se detuvo a considerar para sus adentros. También la señorita Lavinia estaba considerando para sus adentros, con la cabeza algo ladeada. Natalie volvió a bajar el cuchillo y, de nuevo, tocó a Launce por debajo de la mesa. Esta vez en el plato había cinco trocitos de jamón dispuestos longitudinalmente, con un trocito más debajo de ellos en el centro de la línea. Según el código, esta señal representaba dos palabras ominosas: «Malas noticias». Launce dirigió una mirada significativa al dueño de la goleta, como diciendo: «¿Es él la causa?». Natalie frunció el seño: «Sí, es él». Launce volvió a bajar la mirada al plato. Al instante, Natalie mezcló todos los trocitos de jamón en un pequeño montoncito, lo cual significaba: «Nada más que decir».
—Bien —dijo Richard Turlington, volviéndose bruscamente hacia Sir Joseph—. Prosiga con su historia. ¿Qué sucedió después?
Hasta entonces no se había molestado en mostrar siquiera una decente apariencia de interés por la narrativa, constantemente interrumpida, de su viejo amigo. Sólo cuando Sir Joseph llegó a decir su última frase, dando a entender que era posible que con el tiempo se descubriría que el hombre que había caído al agua no era un miembro de la tripulación de la lancha del práctico, sólo entonces Turlington se enderezó en su silla y dio muestras de sentir un repentino y fuerte interés hacia el desarrollo de la historia.
Sir Joseph prosiguió:
—En cuanto subimos a cubierta, vimos a un hombre en el agua, a popa. Nuestra embarcación giró en el sentido del viento, y se hizo bajar la chalupa. El capitán y uno de los hombres empuñaron los remos. Nuestros tripulantes eran siete en total. Dos estaban fuera en la chalupa, un tercero en el timón y, para mi asombro, al mirar alrededor vi que los cuatro, detrás de mí, completaban el número. En el mismo instante, Caoba Dobbs, quien observaba a través de un telescopio, gritó: «¿Quién diablos puede ser? Este hombre está flotando sobre una jaula de gallinas, y nosotros aquí no tenemos nada por el estilo.»
La única persona entre los presentes que notó la expresión en el rostro de Turlington al escuchar estas palabras, fue Launcelot Linzie. Fue él, y sólo él, quien vio cómo la tez morena del comerciante con el Levante fue palideciendo poco a poco hasta tornarse lívido, grisáceo, ceniciento. Tenía los ojos fijos en Sir Joseph Graybrooke con una mirada furtiva, como la de una bestia salvaje. Consciente, al parecer, de que Launcelot lo observaba, aunque sin volver jamás la cabeza hacia el joven, apoyó un codo sobre la mesa, levantó el brazo y apoyó el rostro sobre la mano, como haciendo pantalla para protegerla de la mirada del médico mientras la historia continuaba.
—Subieron al hombre a bordo —prosiguió Sir Joseph—, desde luego con la jaula de gallinas sobre la que había estado flotando. El pobre infeliz estaba azul de terror y por haber permanecido en el agua. Se desmayó cuando lo subimos a cubierta. Al volver en sí nos contó una historia espeluznante. Era un marinero extranjero, enfermo e indigente, y se había escondido en la bodega de una embarcación inglesa que se dirigía a un puerto de su país natal y que aquella mañana había zarpado de Liverpool. Lo descubrieron y llevaron ante el capitán. Éste, verdadero monstruo de aspecto humano, si es que hubo alguna vez en él algo humano…
Antes de que Sir Joseph llegara a pronunciar su próxima palabra, Turlington sorprendió a la pequeña reunión poniéndose de pie repentinamente.
—¡La brisa! —exclamó—. ¡Al fin la brisa!
Con estas palabras, giró hacia la puerta, volviéndose de espaldas a sus huéspedes, y gritó hacia la cubierta:
—¿De qué lado sopla el viento?
—No hay ni un soplo de viento, señor.
En el camarote no se había percibido ni el más ligero movimiento, ni un sonido que indicase que hubiera brisa. El propietario de la goleta, acostumbrado al mar y, de ser necesario, capaz de gobernar su propia embarcación, al parecer había cometido un extraño error. Se volvió de nuevo hacia sus amigos y se excusó con un exceso de cortesía muy impropia de él en otros momentos y otras circunstancias.
—Continúe —dijo a Sir Joseph, cuando había terminado con sus excusas—; jamás en mi vida he oído una historia tan interesante. ¡Prosiga, por favor!
Era algo más fácil de pedir que de hacer. Las ideas de Sir Joseph se habían hecho un lío. Las contradicciones de la señorita Lavinia (mantenidas en reserva) se habían dispersado a falta de requerimiento. Además, el aspecto y las maneras del anfitrión habían dificultado a ambos hermanos el control de sus facultades. En vez de dar ánimos a dos personas inofensivas, las había alarmado, al enfrentarse a ellos casi agresivo, con los codos apoyados sobre la mesa y, en su rostro, una firme resolución de permanecer allí sentado y escuchar, de ser necesario, hasta el fin de sus días. Fue Launce quien puso a Sir Joseph en condiciones de continuar el relato. Después de mirar con atención a Richard, devolvió a su tío directamente a la historia con una sola pregunta:
—¿No querrás decir que el capitán del barco había arrojado al hombre por la borda?
—Esto es lo que había hecho, Launce. El pobre infeliz estaba demasiado enfermo para pagar su pasaje trabajando. El capitán declaró que no iba a tener a un vagabundo extranjero holgazaneando a bordo de su barco, comiendo provisiones de ingleses que trabajaban. Bajó al agua con sus propias manos la jaula de gallinas y, con ayuda de uno de los marineros, lanzó al hombre sobre ella, diciéndole que flotara de regreso hasta Liverpool con la ayuda de la marea vespertina.
—¡Mentira! —exclamó Turlington, dirigiéndose no a Sir Joseph sino a Launce.
—¿Está usted familiarizado con las circunstancias? —preguntó Launce, sereno.
—Nada sé de las circunstancias. Digo, por mi propia experiencia, que los marinos extranjeros suelen ser aún más canallas que los ingleses. El hombre, sin duda alguna, había tenido un accidente. El resto de su historia fue una mentira, con el propósito de abrir el bolsillo de Sir Joseph.
Éste, afable, movió la cabeza:
—No fue una mentira, Richard. Hubo testigos que confirmaron que el hombre había dicho la verdad.
—¿Testigos? ¡Claro que no! Otros mentirosos, dirá usted.
—Fui a ver a los dueños de la embarcación —prosiguió Sir Joseph—. Supe por ellos los nombres de los oficiales y los marineros y esperé, al dejar el caso en manos de la policía de Liverpool. El barco zozobró en la desembocadura del Amazonas, pero los tripulantes y la carga se salvaron. Los hombres que eran de Liverpool regresaron. Les aseguro que formaban un conjunto de mala ralea. Pero se les interrogó por separado sobre el trato dado al marino extranjero, y todos contaron la misma historia. No pudieron decir qué suerte había corrido su capitán, ni el marinero que había sido su cómplice en el crimen, salvo que no se habían embarcado en el mismo buque que llevó a Inglaterra al resto de tripulantes. Independientemente de lo que pudiera suceder más tarde al capitán, es seguro que jamás regresó a Liverpool.
—¿Pudo usted averiguar su nombre?
Fue Turlington quien hizo esta pregunta. Incluso Sir Joseph, el hombre menos observador del mundo, pudo notar que la había hecho con una irritación totalmente inexplicable.
—No se enfade, Richard —dijo el anciano caballero—. ¿Qué hay aquí como para enfadarse?
—No sé a qué se refiere usted. No estoy enfadado. Sólo siento curiosidad. ¿Averiguó usted quién era el hombre?
—Lo averigüé. Su nombre era Goward. En Liverpool lo conocían por ser un hombre muy inteligente y muy peligroso. En aquel entonces era aún muy joven, y sin embargo, ya era un marinero de primera. Era famoso por hacerse cargo de embarcaciones en mal estado y tripulantes vagabundos. Un informe me lo describió como un hombre que, de esta manera, se había hecho con una cantidad de dinero considerable para alguien de su posición. Ya sabe usted, sirviendo a firmas con mala reputación y corriendo todo tipo de riesgos desesperados. ¡Un triste rufián, Richard! En más de una ocasión, a ambos lados del Atlántico, tuvo problemas por actos de violencia y crueldad. Me atrevería a decir que debe de haber muerto hace mucho tiempo.
—O tal vez —dijo Launce— está vivo, con otro nombre, y está prosperando en un nuevo modo de vida, con riesgos más desesperados, aunque de alguna otra índole.
—¿Está usted familiarizado con las circunstancias? —preguntó Turlington, dirigiéndose esta vez a Launce, con un duro tono de desafío en su estridente voz.
—¿Qué le sucedió al pobre marinero extranjero, papá? —quiso saber Natalie, interrumpiendo a Launce con todo propósito, antes de que pudiera dar una respuesta airada a la pregunta que con ira se le había hecho.
—Hicimos una suscripción y nos dirigimos a su cónsul, hijita. El pobre pudo regresar a su país con bastante comodidad.
—Y este es el fin de la historia de Sir Joseph —dijo Turlington, riéndose ruidosamente en su silla—. Lástima no tener a bordo un escritor: podría hacer de esto una novela. —Miró por la claraboya y se puso de pie—: Esta vez sí tenemos brisa —exclamó—: ¡Y no es un error!
Era cierto. Al fin, había llegado la brisa. Las velas se hincharon, el botalón se balanceó con estrépito, y el agua, dormida durante tanto tiempo, se despertó al fin y burbujeó alegremente a ambos lados de la embarcación.
—Vamos a cubierta, Natalie, a tomar un poco de aire fresco —dijo La señorita Lavinia, encaminándose hacia la puerta.
Natalie alzó la falda de su vestido de nanquín y mostró un desgarrón en el tejido púrpura, de varias yardas de largo.
—Dame primero una media hora en mi camarote, tía, para remediar esto.
La señorita Lavinia alzó con asombro sus venerables cejas.
—Desde que estás en la goleta del señor Turlington, querida, no haces otra cosa que romper tus vestidos. ¡Es increíble! No he roto ninguno de los míos en toda la travesía.
El color moreno de Natalie se acentuó. La joven se echó a reír, algo intranquila:
—Soy tan descuidada cuando estoy a bordo, —respondió y se encerró en su camarote.
Richard Turlington sacó su caja de habanos:
—Este es el momento para el mejor cigarro del día —dijo a Sir Joseph—, el cigarro después del desayuno. Subamos a cubierta.
—¿Nos acompaña, Launce? —preguntó Sir Joseph.
—Denme media hora para ver primero mis libros —respondió éste—. No puedo permitir que mis conocimientos médicos se enmohezcan en el mar, y tal vez más tarde no me sienta con deseos de estudiar.
—Tienes razón, mi querido muchacho, tienes razón.
Sir Joseph, aprobatorio, le dio una palmadita en el hombro. Launce, por su parte, dio media vuelta y fue a encerrarse en su camarote.
Los otros tres, juntos, subieron a cubierta.