4. Muswell Hill
Al día siguiente, Turlington se dirigió a las afueras de la ciudad, esperando encontrar a los Graybrooke en casa. Londres desagradaba a Sir Joseph, quien no podía obligarse a si mismo a vivir en un lugar más cercano a la capital que Muswell Hill. Cuando Natalie deseaba un cambio y añoraba teatros, bailes, exposiciones florales, y otras cosas por el estilo, tenía una habitación reservada especialmente para ella en la casa de la hermana casada de Sir Joseph, la señora Sancroft, que vivía en las honduras de ese torbellino central de la moda, conocido por los mortales como Berkeley Square.
Mientras recorría las calles, Turlington encontró una prueba patente de que los Graybrooke ya debían de haber regresado. Se le adelantó Launce, quien viajaba en un coche de alquiler en compañía de otro caballero. El caballero era el hermano de Launce, y ambos se dirigían a la Comisaría de la Policía para hacer las disposiciones necesarias a fin de instituir una investigación sobre la vida anterior de Turlington.
Al llegar a la portería de la casa de campo, la información que recibió Turlington satisfizo sólo en parte sus esperanzas. La familia había regresado la noche anterior. Sir Joseph y su hermana estaban en casa, pero Natalie ya había vuelto a salir. Se había dirigido a la ciudad para almorzar con su tía. Turlington entró en la casa.
—¿Ha perdido usted algún dinero? —estas fueron las primeras palabras que Sir Joseph dirigió a Richard al encontrarse con él por primera vez después de la despedida a bordo de la goleta.
—Ni un centavo. Hubiera tenido serias pérdidas de no haber regresado a tiempo para arreglar las cosas. Una estupidez por parte de mis empleados que había dejado a cargo de las cosas, nada más. Ahora ya todo está bien.
Sir Joseph alzó la mirada al techo, con la más cordial devoción.
—¡Gracias a Dios, Richard! —dijo en un tono que expresaba el más profundo sentimiento. Tocó la campanilla—. Diga a la señorita Graybrooke que el señor Turlington está aquí. —Se volvió de nuevo hacia Richard:
—Lavinia es igual que yo. Lavinia estaba muy preocupaba por usted. Ambos pasamos toda la noche sin dormir.
La señorita Lavinia entró en la habitación. Sir Joseph se apresuró hacia ella y le tomó con afecto ambas manos.
—¡Querida mía! ¡La mejor de las noticias: Richard no ha perdido ni un penique!
La señorita Lavinia alzó la mirada al techo con la más cordial devoción y dijo:
—¡Gracias a Dios, Richard! —como un eco de la voz de su hermano; un poco tarde, tal vez, para su reputación de eco, pero reproduciendo exactamente la mitad de la nota en su repetición perfecta del sonido.
Turlington formuló la pregunta que constituía el único objeto de su visita a Muswell Hill:
—¿Han hablado ustedes con Natalie?
—Esta mañana —respondió Sir Joseph—. Durante el desayuno se nos ofreció una oportunidad, y me aproveché de ella. Ahora, Richard, lo voy a poner al corriente.
Se acomodó en la silla para una de sus interminables historias. Comenzó la primera frase y se detuvo, enmudecido desde la primera palabra. En su camino había un inesperado obstáculo: su hermana no lo estaba secundando; su hermana lo había silenciado desde el comienzo. Esta vez, la historia se refería a una cuestión matrimonial, y la señorita Lavinia tenía su interés femenino en rendirle a este tema la plena justicia. Se adueñó de la narración de su hermano como de algo que le pertenecía por derecho propio.
—Joseph debió haberle dicho —comenzó ella—, que nuestra querida niña estaba esta mañana en un estado de ánimo inusualmente deprimido. Una disposición muy adecuada para una seria conversación sobre su vida futura. No comió nada durante el desayuno, pobrecilla, apenas un pedacito de tostada.
—Con mermelada —dijo Sir Joseph, interviniendo en la primera oportunidad. Como en esta ocasión la historia era de la señorita Lavinia, las corteses contradicciones necesarias para su exitoso desarrollo provenían, ahora, no de la hermana, sino del hermano; eran contradicciones por parte de Sir Joseph.
—No —dijo la señorita Lavinia—, con tu permiso, Joseph, con jalea.
—Perdón —insistió Sir Joseph—, con mermelada.
—¿Qué importancia tiene, hermano?
—Hermana, el difunto gran y buen doctor Johnson dijo que la exactitud debe observarse siempre, incluso en los asuntos más nimios.
—Como quieras, Joseph. —(Esta era la fórmula similar a la que usaba Sir Joseph al decir «no insistamos en este punto» y que la señorita Lavinia utilizaba como medio para llegar a un acuerdo con su hermano y dar un nuevo impulso a la historia)—. Bien, pues después del desayuno sacamos a nuestra querida Natalie a dar un paseo con nosotros por los jardines. Mi hermano abordó el tema con infinita delicadeza y tacto. «Circunstancias —le dijo— en que no es necesario entrar, hacen muy deseable que, joven como eres, ya comiences a pensar en tu vida futura.» Y acto seguido, Richard, se refirió de una manera muy agradable a su fiel y devoto afecto…
—Perdóname, Lavinia. Comencé hablando del afecto de Richard, para pasar luego a la vida futura de Natalie.
—Perdóname, Joseph. Lograste hacerlo mucho con mucha más delicadeza que tú mismo crees. No sacaste a relucir a Richard así de pronto, de improviso.
—¡Lavinia! Comencé hablando de Richard.
—¡Joseph! Tu memoria te traiciona.
La impaciencia de Turlington se volvió irrefrenable.
—¿Cómo terminó todo? —preguntó—. ¿Le propuso usted que nos casáramos en la primera semana del Año Nuevo?
—¡Sí! —dijo la señorita Lavinia.
—¡No! —dijo Sir Joseph.
La hermana lo miró con una expresión de cariñosa sorpresa. Él le dirigió una mirada de amigable contradicción, bajando ligeramente la cabeza.
—¿Negarás, de veras, Joseph, haberle dicho a Natalie que habíamos decidido hacerlo en la primera semana del Año Nuevo?
—Niego haber dicho lo del Año Nuevo, Lavinia. Le dije que en los comienzos de enero.
—Está bien, está bien, Joseph. Estábamos paseando entre los arbustos. Yo tenía una mano de nuestra querida niña entre las mías y la sentí temblar. Se detuvo de repente. «Oh —dijo— ¡no tan pronto!» Entonces dije: «Querida mía, ¡considera a Richard!» Se volvió hacia su padre: «¡Por favor, no me presiones para hacerlo tan pronto, papá! Respeto a Richard; lo aprecio como tu verdadero y fiel amigo; pero no lo amo como debería amarlo si he de ser su esposa.» ¡Imagínesela hablando de esta manera! ¿Qué podía saber ella sobre tales cosas? Desde luego, los dos nos echamos a reír…
—Tú te reíste, Lavinia.
—Tú te reíste, Joseph.
—¡Pero prosigan, por el amor de Dios! —exclamó Turlington descargando un puñetazo sobre la mesa—. ¡No me vuelvan loco con sus contradicciones! ¿Accedió o no?
La señorita Lavinia se volvió a su hermano.
—¡Nuestras contradicciones, Joseph! —exclamó levantando las manos en un gesto de franca sorpresa.
—¡Nuestras contradicciones! —profirió Sir Joseph, igualmente asombrado—. Mi querido Richard, ¿en qué ha estado pensando? ¡Yo contradecir a mi hermana! Jamás en la vida hemos estado en desacuerdo.
—¡Yo contradecir a mi hermano! Nunca hemos reñido desde que éramos niños.
Turlington maldijo, para sus adentros, su propio carácter irritable.
—Les pido a los dos que me perdonen —dijo—, no sabía lo que estaba diciendo. Sean indulgentes conmigo. Las esperanzas de mi vida entera giran entorno a Natalie. Me acaba de decir usted, señorita Lavinia, con las propias palabras de ella, que no me ama. No pretendió usted hacerme daño, pero me ha herido en el corazón.
Esta confesión, y la mirada que la acompañó, suscitaron compasión en los dos bondadosos ancianos. Lo que quedaba de la historia se expuso de común acuerdo. Ambos dijeron palabras confortantes para disminuir la ansiedad de su querido Richard. ¡Qué poco conocía a las jovencitas! ¿Cómo podía ser tan tonto, pobrecito, como para dar importancia en serio a lo que había dicho Natalie? ¡Cómo si una niña adolescente pudiera conocer su propio corazón! En tales casos, protestas y ruegos eran cosas normales, de costumbre. Incluso lágrimas se podían esperar, sin temor a equivocarse, cuando se trataba de una niña bien educada y sensata. Todo terminó exactamente tal y como Richard lo hubiera deseado. Sir Joseph había dicho: «Mi niña, este es un asunto de experiencia; el amor llegará cuando estén casados.» Y la señorita Lavinia agregó: «Mi querida Natalie, si pudieras recordar a tu pobre madre como yo la recuerdo, sabrías que puedes confiar en la experiencia de tu padre.» Así fue como se lo dijeron. Y ella bajó la cabeza y, tal y como se espera de todas las recatadas doncellas, les dio su callado consentimiento. «El día de la boda se ha fijado para la primera semana del Año Nuevo.» («No, no, Joseph, no el Año Nuevo, en la primera semana de enero.») «¡Y Dios lo bendiga, Richard, y haga que su vida de casado sea larga y feliz!»
¡Así la ignorancia común de la naturaleza humana y la creencia común en el sentimiento convencional contemplaban con complacencia el sacrificio de una víctima más al altar, que todo lo devora, del Matrimonio! Así Sir Joseph y su hermana proporcionaron a Launcelot Linzie el argumento que él deseaba para convencer a Natalie: «Elige entre hacer tu vida miserable si te casas con él y hacerla feliz si te casas conmigo.»
—¿Cuándo podré verla? —preguntó Turlington, con la señorita Lavinia, hecha un mar de lágrimas (dicho sea en su honor) en posesión de una de sus manos, y Sir Joseph, con lágrimas en los ojos (dicho sea en su honor) en posesión de la otra.
—Regresará para la cena, Richard, quédese a cenar con nosotros.
—Gracias, pero debo ir primero a la City. Regresaré para la cena.
Con esta promesa, los dejó.
Una hora más tarde, llegaba un telegrama de Natalie. Había accedido a no sólo almorzar, sino también cenar en Berkeley Square, dormir allí y regresaría a la mañana siguiente. Su padre, al instante, le telegrafió que regresara a Muswell Hill de inmediato, para poder encontrarse con Richard Turlington a la hora de la cena.
—Muy bien, Joseph —dijo la señorita Lavinia mirando sobre el hombro del hermano mientras escribía el texto del telegrama.
—Está dando muestras de querer coquetear con Richard —repuso Sir Joseph, con aire de un hombre que conocía a fondo la naturaleza femenina—. Mi telegrama, Lavinia, surtirá su efecto.
Sir Joseph tuvo toda la razón. Su telegrama surtió su efecto. No sólo trajo a la hija de vuelta a la hora de la cena; tuvo otro resultado que el don de profecía de Sir Joseph no había podido prever.
El telegrama llegó a Berkeley Square a las cinco de la tarde. Veamos lo que sucedió a continuación.