3. El Mercado Monetario
Os pido seriedad: ¡se trata de negocios!
La nueva escena nos sumerge de cabeza en los asuntos de la casa Pizzituti, Turlington & Branca, dedicada al comercio con el Levante. ¿Qué sabemos sobre el comercio con el Levante? ¡Valor! Si algún día hemos tenido una idea de lo que es desear tener dinero, ya esto, para comenzar, nos familiariza perfectamente con el asunto. El comercio con el Levante tiene a veces sus dificultades. Turlington deseaba dinero.
La carta que se le había entregado a bordo de la goleta era de su tercer socio, el señor Branca, y estaba concebida en los siguientes términos:
«Una crisis en el comercio. Hasta ahora todo va bien con excepción de nuestro negocio con las pequeñas firmas extranjeras. Tenemos cuentas que saldar de esas dependencias y, me temo, no hay envíos para cubrirlas. Los pormenores se detallan en otra carta dirigida a usted a la oficina de correos en Ilfracombe. Me siento enfermo de ansiedad y guardo cama. Pizzituti todavía se encuentra retenido en Esmirna. Regrese de inmediato.»
Al anochecer, Turlington ya se encontraba en su oficina en Austin Friars analizando el estado de los asuntos con ayuda de su oficinista principal.
Para decirlo en pocas palabras, el negocio de la firma era sumamente diversificado. Abarcaba un comercio rápido en una vasta gama de mercancías. No desdeñaban nada, desde manufacturas tejidos de algodón de Manchester hasta higos de Esmirna. Tenían casas sucursales en Alejandría y en Odessa, y relaciones de comercio aquí, allá y en todas partes, a lo largo de las costas del Mediterráneo, y en los puertos del Oriente. Estas relaciones o socios comerciales eran las personas a que se hacía referencia en la carta del señor Branca «pequeñas firmas extranjeras»; y eran ellas las que habían producido la seria crisis financiera en los negocios de la importante casa en Austin Friars, tan seria que Turlington se apresuró a regresar a Londres.
Cada una de estas pequeñas firmas reclamaron y recibieron el privilegio de extender facturas contra Pizzituti, Turlington & Branca por cantidades que variaban desde cuatro hasta seis mil libras, sobre la base de ninguna garantía mejor que un entendimiento verbal que el dinero para pagar las facturas se remitirá antes de que vencieran. Es inútil decir que la competencia se hallaba en el fondo de este sistema de comerciar sumamente imprudente. Las firmas locales tenían por regla que declinarían hacer transacciones comerciales con ninguna casa comercial que se negara a concederles su privilegio. Con la facilidad que les brindaba la casa de Turlington, los comerciantes extranjeros habían confeccionado sus facturas contra él por sumas grandes en general, aunque no grandes por sí mismas; habían convertido desde hacía mucho tiempo esas facturas en efectivo en sus propios mercados, para sus propias necesidades, y habían dejado ahora que el dinero que sus facturas representaban fuera pagado por sus socios comerciales en Londres cuando llegaran a su vencimiento. En algunos casos no habían enviado nada que no fueran más que promesas y excusas. En otros, enviaron pagarés de firmas que ya se habían arruinado o que estaban a punto de arruinarse; en crisis. Después de haber agotado sus recursos en dinero a mano, el señor Branca había logrado satisfacer las más apremiantes necesidades al comprometer el crédito de la casa, hasta donde esto le fue posible sin suscitar sospechas sobre la verdad. Hecho esto, entre ese momento y las Navidades, quedaban tan sólo obligaciones que satisfacer que ascendían a cuarenta mil libras, sin un penique en mano para pagar esa formidable deuda.
Después de trabajar toda la noche, esta fue la conclusión a que llegó Richard Turlington, cuando el sol naciente lo sorprendió a través de las ventanas de su despacho privado.
Sintió de pronto todo el peso del golpe que había recibido. La participación de sus socios en el negocio era de la naturaleza más significante. El capital era suyo, y también lo era el riesgo. De manera personal y privada, tenía que encontrar el dinero o afrontar la única alternativa: la ruina. ¿Cómo se podría hallar el dinero?
Con su posición en la City, sólo tenía que acudir a la casa de préstamos de Bulpit Brothers, famosa por tener una transacción total de millones todos los años en su negocio, y hacerse allí, de inmediato, con los fondos necesarios. Cuarenta mil libras, para Bulpit Brothers, era una transacción irrisoria.
Una vez conseguido el dinero, ¿cómo, en la presente situación de sus negocios, podría devolver el empréstito? Sus pensamientos volvieron a su matrimonio con Natalie.
«¡Curioso!», se dijo al recordar la conversación con Sir Joseph a bordo de la goleta. «Graybrooke me ha dicho que daría a su hija, al casarse, la mitad de su fortuna. ¡Da la casualidad que la mitad de la fortuna de Graybrooke son precisamente cuarenta mil libras!» Dio una vuelta por la habitación. ¡No! No era posible recurrir a Sir Joseph. Una sola sacudida a la convicción de Sir Joseph acerca de su solidez comercial, y el matrimonio se vería, con toda seguridad, aplazado, si no descartado por completo. En la actual contingencia, sólo había una manera de disponer de la fortuna de Sir Joseph, y era la de usarla para pagar la deuda. Sólo tenía que hacer que la fecha del vencimiento del empréstito coincidiera con la del matrimonio, y el dinero de su suegro estaría a su disposición, o a la disposición de su esposa, que era lo mismo. «¡Menos mal que presioné a Graybrooke con el matrimonio en el momento en que lo hice!» —pensó—. «Puedo pedir prestado el dinero a un corto plazo. Dentro de tres meses Natalie será mi esposa.»
Se dirigió a su club para desayunar, con la mente más despejada, en cuanto a todas las preocupaciones, excepto una. Aunque conocía dónde podía conseguir el empréstito, no estaba igualmente seguro en cuanto a poder encontrar la garantía sobre la cual pudiera pedir prestado el dinero. Él, que vivía de sus ingresos, que no esperaba nada de ningún ser viviente, que poseía sólo unos treinta o cuarenta acres de tierras en Somersetshire, con un casa muy pequeña, medio granja y medio cabaña, era incapaz de proveer la necesaria garantía a base de sus propios recursos. Recurrir a amigos ricos en la City significaría revelarles el secreto de sus dificultades y poner en peligro su crédito. Acabó su desayuno y regresó a Austin Friars, completamente en ascuas en cuanto a cómo eliminar el último obstáculo que quedaba en su camino.
Las puertas estaban abiertas al público; los negocios habían comenzado. No permaneció ni diez minutos en su oficina cuando un dependiente encargado de embarque de mercancías tocó en la puerta e interrumpió los ansiosos pensamientos que lo tenían absorto.
—¿Qué es? —preguntó, irritado.
—Duplicados de conocimientos de embarque, señor —respondió el empleado y colocó los documentos sobre el escritorio.
¡La solución! ¡Esta era la garantía, que lo miraba a la cara desde la superficie de su mesa de trabajo! Despidió al empleado y examinó los documentos.
Contenían una relación de mercancías expedidas a la casa de Londres a bordo de embarcaciones procedentes de Esmirna y Odessa, y estaban firmados por los capitanes de los barcos, quienes por ese medio reconocían el recibo de las mercancías y se comprometían a entregarlas con seguridad a las personas que eran sus poseedoras, tal y como se había ordenado. Los originales de estos documentos ya estaban en posesión de la casa de Londres. Ahora los seguían los duplicados, por si sobrevenía algún accidente. Richard Turlington determinó al instante hacer que los duplicados le sirvieran de garantía y conservar los originales bajo llave, para utilizarlos a fin de posesionarse de las mercancías en el momento debido. El fraude era un fraude sólo en apariencia. La garantía era pura formalidad. Su matrimonio le proporcionaría los fondos necesarios para devolver el dinero, y la ganancia de su negocio le permitiría, con el tiempo, reponer la dote de su esposa. Se trataba tan sólo de preservar su crédito por medios que, legítimamente, estaban a su alcance. Dentro de los flexibles límites de la moralidad mercantil, Richard Turlington no carecía de conciencia. Se puso el sombrero y llevó su falsa garantía a los prestamistas, sin sentirse en lo más mínimo rebajado en su propia autoestima como hombre honrado.
Bulpit Brothers, deseosa desde hacía mucho tiempo de tener en sus libros un nombre como el suyo, lo recibió con los brazos abiertos. La garantía (que cubría el monto del préstamo) fue aceptada de la manera más natural. De un plumazo se le prestó el dinero por tres meses. Turlington volvió a salir a la calle y enfrentó la City londinense como personaje de la labor más noble del oficio mercantil: un hombre solvente[1].
El Diablo, que seguía los pasos de Richard Turlington, invisible en su sombra, batió triunfalmente sus maltrechas alas. Desde ese momento, el hombre le pertenecía.