7. La fiesta

El señor Turlington

Lady Winwood. En su casa

Miércoles, 15 de diciembre; 10 de la noche.

Queridísima Natalie, ya que el bestia insiste, pues tendrá su invitación que aquí le mando. No te preocupes, mi niña. Tú y Launce vendréis a cenar, y cuidaré de que más tarde tengáis vuestra oportunidad para una pequeña cita aparte. Todo lo que espero de ti, en cambio, es que, al regresar, no tengas un aspecto que permita ver que tu esposo te ha besado. Si te descuidas, traicionarás el secreto de esos besos robados. Ayer en el almuerzo de mamá, cuando saliste del jardín de invierno, tu color lo decía todo. ¡Hasta tus hombros estaban colorados! Ya sé que los tienes encantadores, y los hombres tienen a veces unos caprichos extraños. Pero, por Dios, ¡procura la próxima vez llevar una chemisette, si no tienes suficiente autoridad sobre él como para impedir que lo vuelva a hacer!

Con cariño, Louisa.

La historia privada de los días transcurridos desde el matrimonio se plasmó en esta carta. Un capítulo adicional, de cierta importancia debido a su peso en el futuro, fue aportado por los acontecimientos que ocurrieron en la fiesta de Lady Winwood.

Según un acuerdo previo con Natalie, los Graybrooke (invitados a cenar) llegaron temprano. Al dejar que su esposo e hijastras entretuvieran a Sir Joseph y a la señorita Lavinia, Lady Winwood acompañó a Natalie a su propio boudoir que sólo una cortina separaba del salón.

—Esta noche tienes un aspecto decididamente demacrado, querida, ¿ha sucedido algo?

—Estoy casi agotada, Louisa. La vida que llevo es tan insoportable que, si Launce me presiona, creo que consentiría en huir con él esta misma noche, al salir de tu casa…

—No harás nada por el estilo. Espera hasta que cumplas los dieciséis. Me encanta lo novedoso, pero lo novedoso de aparecer ante Old Bailey está más allá de mi ambición. ¿El bestia viene aquí esta noche?

—Por supuesto. Insiste en seguirme dondequiera que voy. Hoy almorzó en Muswell Hill. Más quejas de mi incomprensible frialdad hacia él. Otra reprimenda de papá. Una carta furiosa de Launce. Me advierte que si permito que Richard me vuelva a besar la mano en su presencia, lo derribará de un golpe. ¡Ni te imaginas esta vida que estoy llevando, tan mala y llena de culpabilidad! Estoy en la posición más falsa que se puede imaginar, Louisa, y has sido tú quien me incitaste a hacerlo. Creo que Richard Turlington sospecha de nosotros. Las últimas dos veces que Launce y yo intentamos estar un minuto a solas en la casa de mi tía, se las ingenió para atravesarse en nuestro camino. Allí estaba, con su cara de malo, como si anhelara asesinar a Launce. ¿Puedes hacer algo por nosotros esta noche? No te lo pido por mí. Pero Launce es tan impaciente. Según él, si no logra decirme un par de palabras a solas esta noche, irá mañana a Muswell Hill y me cazará en el jardín.

—Cálmate, Natalie; sí te dirá su par de palabras esta noche.

—¿Cómo?

Lady Winwood señaló la cortina que separaba el boudoir del salón. Detrás de la puerta había un rellano de escalera. Y detrás del rellano había otro salón, más pequeño que el primero.

—Sólo tres o cuatro personas vienen a cenar —dijo Su Señoría—. Y varias más a la fiesta de por la noche. Como es una fiesta tan reducida, el saloncito pequeño es el que nos conviene. Este salón no se va a alumbrar, sólo aquí en el boudoir estará encendida mi lamparita de leer. Daré la señal de abandonar el comedor más temprano que de costumbre. Launce se nos unirá antes de que comience la fiesta. En el instante en que aparezca, lo enviaré aquí, delante de tu tía y el resto de nosotros.

—¿Para qué?

—Para que te traiga tu abanico. Déjalo aquí debajo de un cojín del sofá antes de que vayamos a cenar. Te sentarás al lado de Launce y le darás las instrucciones privadas de no encontrar el abanico. Perderás la paciencia e irás a buscarlo tú misma, y esto es todo. ¡Tenga cuidado con sus hombros, señorita Linzie! No tengo nada más que agregar.

Los invitados a la cena empezaron a llegar. Lady Winwood tuvo que dedicarse a sus deberes de ama de la casa. Fue una cena íntima y agradable, con el único inconveniente de haber comenzado demasiado tarde. Las señoras sólo entraron en el saloncito cuando faltaban diez minutos para las diez. Launce apenas pudo reunirse con ellas cuando el reloj daba las campanadas.

—¡Demasiado tarde! —susurró Natalie—. Richard va a llegar en cualquier momento.

—Nadie llega puntual a una fiesta —dijo Launce—. No nos hagas perder más tiempo y mándame a buscar tu abanico.

Natalie despegó los labios para decir las palabras requeridas, pero antes de que pudiera hablar, el criado anunció:

—El señor Turlington.

Entró, con su camisa de cuello excesivamente rígido y su traje negro, lustroso y holgado. Saludó a Lady Winwood con una reverencia hosca y torpe. Y entonces vio, como ya había visto decenas de veces antes, a Natalie, con los ojos aún brillantes y el rostro aún animado por la conversación con Launce: sorprendente contraste con la fría y nada impulsiva joven dama a quien estaba acostumbrado a ver las pocas veces que Natalie le dirigía la palabra.

Las hijas del Lord Winwood eran personas de cierta celebridad en el mundo de la música de aficionados. Al percatarse de la mirada que Turlington lanzó a Launce, Lady Winwood susurró unas palabras a la señorita Lavinia, quien de inmediato pidió a las jóvenes que cantaran. Launce, obediente a una mirada de Natalie, se brindó a buscar las partituras. Es inútil agregar que, en un primer momento, tomó la carpeta equivocada. Cuando la levantó del piano para restituirla al estante, una hoja impresa, parecida a una circular, cayó de entre sus páginas. Una de las muchachas la recogió, la recorrió con la mirada y dio un respingo:

—¡Los conciertos de la música sacra! —exclamó.

Sus dos hermanas, de pie junto a ella, se miraron con aire culpable:

—¿Qué dirán de nosotras en el Comité? Nos olvidamos por completo de la reunión del mes pasado.

—¿Hay alguna reunión en este mes?

Todas miraron con ansiedad la carta impresa.

—¡Sí! El veintitrés de diciembre. Ponla dentro de tu carpeta, Amelia.

Ésta, de inmediato, la puso entre los compromisos para los últimos días del mes. Y el esposo de Natalie, ignorado por todos como tal, la miró hacerlo, plácidamente.

Así, la implacable ironía de las circunstancias hizo que Launce, con toda inocencia, propiciara el descubrimiento de su propio secreto. Debido a que posara sus manos, por error, sobre una carpeta de música que no era la requerida, habría un encuentro entre las hijas del lord y la esposa del párroco, ¡justo dos días antes de que pudiera llevarse a cabo la fuga!

Los invitados a la fiesta empezaron a llegar, en grupos de a dos y tres. Los caballeros que cenaban en la planta baja se levantaron de la mesa y se les unieron.

El pequeño salón estaba agradablemente lleno, pero no más de lo necesario. Sir Joseph Graybrooke tomó a Turlington de la mano y lo condujo, entusiasta, hacia el anfitrión. La conversación en el comedor había derivado hacia las finanzas. Lord Winwood no estaba del todo satisfecho con algunas de sus inversiones extranjeras. Y el «querido Richard» de Sir Joseph era el hombre más indicado a darle un pequeño pero acertado consejo. Las tres cabezas se juntaron en un rincón. Launce, sin perderlos de vista, apretaba a hurtadillas la mano de Natalie. Un reconocido virtuoso había hecho su entrada y ahora estaba sacando del piano sonidos atronadores. El espectáculo atrajo la atención de todos los invitados. No podía ofrecerse mejor oportunidad para enviar a Launce a buscar el abanico. Mientras la discusión sobre finanzas aún perduraba, los amantes esposos se escondieron a solas en el boudoir.

Lady Winwood, que se había percatado discretamente de la ausencia de ellos, no perdía de vista el rincón, vigilando a Richard Turlington.

Éste hablaba, muy serio, de espaldas al resto de los invitados. No se movía ni miraba a su alrededor. Llegó el turno de hablar de Lord Winwood. Richard mantuvo la misma posición, escuchando. El próximo en hablar fue Sir Joseph. Entonces la atención de Richard se desvió: sabía de antemano lo que Sir Joseph iba a decir. Sus ojos, ansiosos, se dirigieron al lugar donde había dejado a Natalie. Lord Winwood dijo una palabra. Volvió la cabeza de nuevo hacia el rincón. Sir Joseph hizo una objeción. Richard miró por encima del hombro, esta vez hacia el lugar donde había estado parado Launce. En el instante siguiente, su anfitrión llamó su atención, y esto hizo que le fuera imposible continuar su exploración de la estancia. Al mismo tiempo, dos de los invitados, comprometidos a asistir a otra reunión, se acercaron a la señora de la casa para despedirse de ella. Lady Winwood se vio obligada a ponerse de pie y atenderlos. Le dijeron algo antes de irse, y lo dijeron de un modo atormentadoramente lento, de pie ante ella, impidiéndole observar las maniobras del enemigo. Cuando al fin se vio libre de ellos, miró y vio que Lord Winwood y Sir Joseph eran los únicos ocupantes del rincón.

Lady Winwood no perdió más que un instante, el de solicitar al virtuoso que volviera a aporrear el piano, se deslizó fuera de la habitación y cruzó el rellano. Al entrar en el vacío salón oyó la voz de Turlington, baja y amenazadora, en el boudoir. Los celos tienen su propia clarividencia. Se había dirigido desde el primer momento al lugar acertado y —¡Cielo Santo!— los encontró juntos.

El valor de Lady Winwood era innegable; pero estaba pálida cuando se aproximó a la entrada del boudoir.

Allí dentro Natalie, de pie, furiosa y a la vez asustada, se hallaba entre el hombre con quien estaba supuestamente comprometida y el hombre con quien en realidad estaba casada. El rostro duro de Turlington expresaba el suplicio de una furia reprimida. Launce, haciendo como si ofreciera a Natalie su abanico, sonreía con la cortés superioridad del hombre que se sabe vencedor y que triunfa sabiéndolo.

—Le prohíbo que tome su abanico de las manos de este hombre —dijo Turlington, dirigiéndose a Natalie y señalando a Launce.

—¿No es demasiado temprano para hablar de «prohibiciones»? —preguntó Lady Winwood con tono humorístico.

—¡Es precisamente lo que digo! —exclamó Launce—. ¡Al parecer es necesario recordar al señor Turlington que aún no está casado con Natalie!

Estas palabras fueron dichas en un tono tal que ambas amigas se sintieron temblar por lo que pudiera suceder. Lady Winwood le quitó el abanico a Launce con una mano y, con la otra, tomó a Natalie por un brazo.

—Aquí tienes tu abanico, querida —dijo en su manera fácil y desenvuelta—. ¿Por qué permites que estos dos bárbaros te tengan aquí prisionera mientras el gran Bootmann está ejecutando la Sonata Pesadilla en el salón vecino? ¡Launce! ¡Señor Turlington! Síganme y aprendan a apreciar la música. Sólo tienen que cerrar los ojos para tener la impresión de que están escuchando a cuatro compositores alemanes modernos en lugar de uno y no el fantasma de una melodía entre los cuatro.

Salió del boudoir con Natalie y susurró:

—¿Os ha sorprendido?

—Lo oí a tiempo —susurró Natalie—. Sólo nos vio buscando el abanico.

Los dos hombres se quedaron atrás para intercambiar un par de palabras a solas en el boudoir.

—¡Esto no va a terminar aquí, señor Linzie!

Launce sonrió, satírico:

—Por una vez, estoy de acuerdo con usted —respondió—. Esto no va a terminar aquí, como dice usted.

Lady Winwood se detuvo y se volvió para echarles una mirada desde la puerta del salón, estaban haciéndola esperar, y no les quedó otro remedio que seguir a la señora de la casa.

Al llegar al salón contiguo, tanto Turlington como Launce ocuparon sus respectivos lugares entre el resto de los invitados, sin perder de vista el mismo objetivo. Como resultado inevitable de la escena en el boudoir, cada uno de ellos tenía su propio interés especial en dirigirse a Sir Joseph. Incluso en esto, Launce se le aventajó a Turlington: fue el primero en captar la atención de Sir Joseph. Su queja adoptó la forma de protesta contra los celos de Turlington y de solicitud a que se reconsiderara la sentencia que lo expulsaba de Muswell Hill. La suspicacia de Turlington, que los observaba desde cierta distancia, detectó algo demasiado confidencial en su conversación. So pretexto de buscar compañía, se situó detrás de ellos y prestó oído.

El gran Bootmann había llegado a aquella parte de la Sonata Pesadilla en que el sonido musical, producido principalmente por la mano izquierda, describe, sin la más remota posibilidad de equivocación, la salida de la Luna sobre el patio de una iglesia rural y una danza de vampiros alrededor de la tumba de una doncella. Sir Joseph, que no tenía la menor posibilidad de vencer a los vampiros con un susurro, se vio obligado a elevar la voz para que Launce pudiera oír su confortante respuesta.

—Te compadezco sinceramente —lo oyó decir Turlington—, y Natalie lo siente igual que yo. Pero Richard es un obstáculo en nuestro camino. Las consecuencias son de temer, mi querido muchacho, si Richard se entera —hizo un gesto cariñoso a su sobrino y, renuente a seguir hablando sobre el tema, se dirigió hacia otra parte de la habitación.

La celosa desconfianza de Turlington, que en las últimas semanas lo había conducido al nivel más elevado de irritabilidad, asoció de inmediato las palabras recién escuchadas con las que Launce había dicho en el boudoir, y esto le recordó que aún no estaba casado con Natalie. ¿Había una solapada traición detrás de todo esto? ¿Era su objeto el de persuadir al débil Sir Joseph que reconsiderara los planes matrimoniales de su hija en el sentido favorable a Launce? La ciega suspicacia de Turlington pasó por alto todos los argumentos que hacían absolutamente improbable una conclusión como esta. Después de analizarlo brevemente, decidió persistir en su propia decisión y poner a prueba la buena fe de Sir Joseph en cada ocasión que se le presentara para así tomar al padre de Natalie por sorpresa.

—¡Graybrooke!

Sir Joseph se incorporó al ver la expresión en el rostro de su futuro yerno.

—Mi querido Richard, ¡tiene usted un aspecto muy extraño! ¿Habrá aquí demasiado calor?

—¡Qué importa el calor! He visto tantas cosas esta noche como para justificar mi insistencia en que su hija y Launcelot Linzie no se vuelvan a encontrar desde este momento y hasta el día de mi boda.

Sir Joseph hizo un intento por hablar. Turlington le negó esta oportunidad:

—¡Sí, sí, su opinión sobre Linzie difiere de la mía, ya lo sé. Acabo de ver a ustedes dos secretear como un par de ladrones!

Sir Joseph volvió a hacer un intento por hacerse oír. Harto de las continuas quejas de Turlington sobre su hija y su sobrino, estaba esta vez lo bastante irritado como para decir, si se le hubiera dado la oportunidad, lo que Launce realmente le había dicho. Pero Turlington seguía con lo suyo.

—No puedo impedir que a Linzie se le reciba en esta casa, ni tampoco en la de su hermana —dijo—. Pero sí puedo mantenerlo lejos de mi casa de campo, y hacia allá nos dirigiremos. Propongo un cambio en los planes. ¿Tiene usted algún compromiso para las fiestas de la Navidad?

Hizo una pausa y miró con atención a Sir Joseph. Éste, algo asombrado, respondió escuetamente que no tenía ningún compromiso.

—En este caso —resumió Turlington—, los invito a todos a Somersetshire y propongo que el matrimonio se lleve a cabo desde mi casa, y no desde la suya. ¿No tiene nada que objetar?

—Esto va en contra de lo acostumbrado en tales casos, Richard —empezó a articular Sir Joseph.

—¿Se niega? —volvió la carga Turlington—. Debo decirle con franqueza que si usted se niega, formaré mi propio criterio acerca de sus motivos.

—No, Richard, —dijo Sir Joseph en voz baja—. Acepto.

Turlington, en silencio, retrocedió un paso. Sir Joseph le volvió las tornas y lo tomó por sorpresa.

—Esto va a afectar algunos planes, y las señoras estarán muy en contra —prosiguió el anciano caballero—. Pero si esto es lo único que lo puede satisfacer, le diré que sí. Mañana, cuando nos veamos en Muswell Hill, tendré ocasión para apelar a su indulgencia en unas circunstancias que lo van a asombrar muchísimo. Lo menos que puedo hacer, mientras tanto, por mi parte es dar un ejemplo de amistosa simpatía y tolerancia. ¡Ni una palabra más, Richard! ¡Chitón! ¡La música!

Fue imposible hacer que diera más explicaciones aquella noche. A Turlington no le quedó más remedio que interpretar el misterioso anuncio de Sir Joseph con tan dudosas probabilidades de éxito como las que su propio ingenio, desprovisto de ayuda, le pudo proporcionar.

El encuentro en Muswell Hill al día siguiente tenía por objeto, como ya se había informado a Turlington, la redacción del contrato matrimonial de Natalie. ¿Se hallaba la cuestión del dinero en el fondo del llamado de Sir Joseph a su indulgencia? Pensó en su situación comercial. La depresión en el comercio con el Levante continuaba. Nunca antes sus negocios habían requerido tanto su constante atención, ni habían recompensado esta atención con tan poco provecho. La firma ya había hecho uso de los conocimientos en el curso corriente del comercio, para obtener la posesión de las mercancías. Los duplicados en las manos de los Bulpit Brothers eran, literalmente, papeles carentes de valor. El reembolso del empréstito de cuarenta mil libras (con intereses) vencía en un plazo de menos de un mes. ¡Se trataba de su posición comercial! ¿Era posible que Sir Joseph, que amaba el dinero, fuese a proponer alguna modificación en lo tocante a la dote de su hija? La sola idea de que esto pudiera ser así lo llenaba de frío terror. Salió de la casa sin acordarse tan siquiera de desearle buenas noches a Natalie.

Mientras tanto, Launce ya había abandonado la fiesta: él también halló motivos para serias reflexiones que asaltaron su mente antes de que se durmiera aquella noche. En otras palabras, al llegar a su casa encontró una carta de su hermano que llevaba la marca de «privado». ¿Había la investigación de los secretos de la vida anterior de Turlington, que se llevaba a cabo desde ya hacía varias semanas, conducido al fin a resultados positivos? Launce abrió apresuradamente el sobre. Contenía un informe y un resumen. Launce comenzó por el resumen y leyó lo que sigue:

«Si busca Usted sólo una prueba moral para satisfacer su mente, su fin ha sido alcanzado. Desde el punto de vista moral, no hay duda alguna que Turlington y el capitán que lanzó al mar al marinero extranjero para que se hundiera, son una misma persona. Desde el punto de vista legal, el asunto está plagado de dificultades, ya que Turlington ha destruido todos los nexos comprobables entre su personalidad actual y su vida pasada. Nos queda una sola oportunidad. Se supone que un marinero de aquel barco, que estaba al tanto de los secretos de su capitán, vive aún, protegido por éste. Este hombre conoce todas las malas acciones en la vida anterior de Turlington. Puede dar pruebas de los hechos, si logramos encontrarlo y lo convencemos de que más le vale hablar. No sabemos bajo qué nombre falso se oculta. Su nombre verdadero es Thomas Wildfang. Si hemos de hacer un intento por encontrarlo, no se puede perder un solo instante. Los gastos pueden ser considerables. Avíseme si debemos continuar o si lo que hemos hecho hasta ahora es suficiente para el fin que Usted persigue.»

Se había hecho suficiente, no sólo para satisfacer a Launce, sino también para producir el efecto deseado en la mente de Sir Joseph si éste fuera a dar pruebas de obstinación al revelársele el secreto del matrimonio. Launce escribió unas líneas para poner fin al proceso de investigación en el punto que ya se había alcanzado. «Aquí ya tenemos una razón para que no se case con Turlington —se dijo mientras colocaba los papeles bajo llave—. Y si no se casa con Turlington, ¿por qué no ha de casarse conmigo?» —se preguntó con la lógica de enamorado.