Para mí, ni puñetazos ni besos. Había seguido la pista al tío hasta el balneario de Miami Beach y dejado varios mensajes para él. Cerca de las 9 p.m., hora del Pacífico, sonó el teléfono. Las primeras palabras del tío sonaron entrecortadas, así que me di cuenta en el acto de que tenía malas noticias. Bien, entonces uno de los dos debía de mantenerse duro, firme. En un momento así no podíamos permitirnos esas vacilaciones a ambos lados de la línea. Yo era el que más recientemente se había endurecido al percibir aquella mañana que para Treckie, ni siquiera existía. Así que dije:
—Bueno, tío, dime qué pasa.
—Lo peor —dijo, levantando la voz lamentablemente.
—El viejo, ¿murió?
—Sí —dijo. Lloró un rato y esperé. No se podía hacer otra cosa.
—Pobre viejo —dije—. Ni siquiera yo mismo sabía con exactitud en qué viejo estaba pensando. Está bien, Benn. Éste es un momento emocionalmente difícil. Pero a él, en realidad, tú no le importabas, así que no veo por qué estás desolado por ese viejo estafador.
Levantó la voz, probablemente para hacerse oír por encima de sus propias lágrimas.
—La última vez que le vimos estaba muy mal, pero aún era un hombre, una persona. Ahora es sólo un montón de cenizas en una caja negra.
—¿Cuándo murió?
—Veinticuatro horas antes de mi llegada. Le falló la aorta. Me lo dijo Fishl.
—¿Fishl ya estaba allí? —dije—. Debe haber tenido suerte en la lista de espera del aeropuerto. El hombre estaba decidido a reconciliarse con su padre. Deseando lo imposible, como hacemos tantos de nosotros. Y, ¿los otros hijos de Vilitzer?
—Todos se han mostrado hoscos. Cuando salí del taxi, no tuve ninguna intuición. Me pregunto si el ambiente de plantas tuvo algo que ver en eso —ahora hablaba con más firmeza—. Eso pasa algunas veces cuando uno va del invierno a los exuberantes subtrópicos. Nunca había visto la casa de Harold. Es un edificio grande de elaborado estilo español construido en una cala, con un yate justo enfrente. Palmeras, naranjos. Hay una estupenda Quercus virginiana, uno de los mejores robles que existen. La puerta de los Vilitzer estaba abierta, como suele estarlo en las casas donde hay un velatorio, supongo, y había gente entrando. ¿Daba, Vilitzer, una fiesta? En ese momento las visitas de condolencia no se me pasaron por la cabeza. Pero era demasiado temprano para una fiesta. Todavía no tenía ni idea. De todos modos, también entré. Algunas de aquellas personas me resultaban familiares. Eran funcionarios retirados de nuestra ciudad, jueces, tipos del Ayuntamiento. Alguna vez los había visto en los periódicos; o se prestaban a una elección o eran procesados. No conocía a nadie en realidad, sólo creía conocerles como conoce uno al Presidente aunque nunca le haya puesto los ojos encima. La mayoría de esos individuos y sus mujeres eran ancianos. Me parecieron pájaros disponiéndose a la migración, como cuando se reúnen a finales del verano. Probablemente los has visto congregarse.
—Pero eso, si te sigo, son pájaros viejos y cansados y se disponen a emigrar de sus cuerpos.
—Lo has entendido —dijo el tío—. El firmamento, vacío sobre el agua, espera. Pero, desde luego, tus ojos no lo verán.
—Conducción por el aire —dije para mis adentros.
—Fui por la parte de atrás y entré por la cocina donde había botellas, hielo y vasos. A esas horas no iba a beber nada fuerte, pero sí que necesitaba agua para tomarme mis pastillas, y había allí una negra que parecía el ama de llaves del tío, una mujer gorda con un vestido blanco, que no decía esta boca es mía. Si no parto en cuatro las pastillas para la taquicardia, gluconato de quinidina, se me atascan en la garganta y estos últimos días he tenido problemas con la deglución. Los reflejos, simplemente no funcionan como deberían... Sigo con eso. Siempre tengo que decir cómo ocurrieron las cosas, Kenneth. Ya sospechaba que el tío había muerto. Se lo pregunté al ama de llaves y le dije que era el único sobrino, del Norte.
Todo lo que Benn obtuvo de la señora negra fue una silenciosa inspección. No todos sentían lo mismo que Benn por las relaciones. Sus relaciones no interesaban a los demás. La reacción de la mujer no fue muy favorable. En lo referente a pretensiones familiares, no difería mucho del mismo Vilitzer. No pensaba tomar a Benn en sus brazos y apretarle contra su pecho. Cuando el tío logró al fin que despegase los labios, la mujer dijo que Vilitzer había muerto a los pocos minutos de volver.
—Sólo alcanzó a subir las escaleras del porche y a entrar en la cocina.
Así que el tío estaba de pie en la habitación donde Vilitzer había muerto y tal vez en el mismísimo sitio. Y, ¿dónde estaba ahora el tío Vilitzer? ¿Le habían llevado a la funeraria? Sí, y lo habían vuelto a traer. Estaba en la sala. ¿Así que el funeral se celebraría en casa? Le contestó que a las dos habría un servicio religioso. No le indicó dónde estaba la sala y la casa era tan grande que las indicaciones se hacían necesarias. Le dio la espalda y volvió a sus asuntos. Mientras menos tuviera que tratar con gente extraña, mejor.
Aquella casa junto al mar era elegante y estaba amueblada con lujo; evidentemente, era la casa de un multimillonario. El tío —el afligido tío, hablando con su vena melancólica, desahogando aparentemente el dolor de su corazón— me dio a entender que en ese clima, las suntuosas alfombras y las antigüedades europeas se hubiesen podrido sin un deshumectador —la máquina se oía funcionar a lo lejos. Allí había objetos que Matilda hubiese dado sus colmillos por tener en el Roanoke —fue Benn el que dijo «colmillos», y me permito recordarles que ni siquiera en ese momento se veía él libre de lo que sentía sobre esos dientes. Las elegantes consolas y las carísimas sillas hubiesen honrado el piso de Matilda en aquel palacio veneciano. Ella habría dicho —según la observación de Benn— que nosotros pagamos esos objetos con dólares del Electronic Tower. Debían haber llevado a uno de los decoradores más prestigiosos, probablemente de Palm Beach. Pero, ¿dónde estaba expuesto el tío Harold? Benn —con el duelo en su corazón— había recorrido toda la planta baja y no había visto el ataúd. Así que en el salón principal, donde había una luz brillante con todos los colores del espectro, similar a los que brillaban en el cristal del edificio del estado donde habíamos tenido la reunión, preguntó a un camarero de chaqueta blanca que servía bebidas —él y la mujer de la cocina eran la pareja interina— dónde estaba expuesto el señor Vilitzer. El hombre dijo:
—Aquí mismo, en esta habitación.
Benn había estado buscando un ataúd sobre un catafalco. El hombre le echó, por ello, una mirada extraña, como si estuviese tratando con una inteligencia de escaso rendimiento y le indicó en silencio dónde debía haber buscado. Justo al pasar el umbral de la amplia puerta estilo plantación, había un hermoso paragüero antiguo. Debía ser austríaco, un objeto con cuernos de bronce. Se le habían quitado los sombreros y los paraguas y en una repisa de mármol rojo o de pórfido, había una caja.
—Una caja negra, Kenneth, no mayor que la de mis binoculares.
—¿Las cenizas?
—Estaba allí dentro —dijo el tío—. Yo que me preparaba para verle por última vez en esta tierra.
Esa sorpresa surgió del suelo, por así decirlo, y agarró al tío por las rodillas, así que tuvo que sentarse. Las piernas le fallaron. El negro le llevó una silla y le ofreció un whisky cuando supo que Benn era el sobrino científico —pariente próximo. En aquella casa, la gente era práctica. Estudiaban a Harold cada día, calculaban sui probabilidades de vida. Probablemente, hacía tiempo que esperaban su muerte.
Hablándole a Benn de su reacción, dije:
—Se puede amar a un hombre sin amar lo que te hizo.
El tío me agradeció la interpretación. Pero no era el momento de abandonarme al hábito de comentar.
—¿Por qué tanta prisa por incinerarlo?
—El mismo Harold lo dispuso todo. Sus órdenes fueron incineración inmediata. Me lo dijo Fishl. En el mismo instante en que se firmara el certificado de defunción. Antes de ponerse el sol, ya estaba hecho, lo llevaron de vuelta a su casa y lo pusieron sobre la repisa. Resulta que él no podía ni soportar la idea de una inhumación. No podía soportar encontrarse bajo tierra. Eso le repugnaba.
—Hay quien no puede ni esperar a librarse de sí mismo. Mientras otros no soportan dejar que lo demás se vayan.
—Has puesto el dedo en la llaga —dijo el tío—. Es cierto que no soporto dejar al tío Harold. Lo mismo le ocurre a mi memoria. Una vez que mi memoria ha captado algún fenómeno, lo agarra con fuerza. Hay en eso una especie de obstinación, lo que en morfología resulta una ventaja; pero en cuanto a los afectos, es un infierno. En caso de muerte, es especialmente resistente. Pues bien, yo estaba sentado en una butaca de respaldo ovalado frente al recipiente negro cuando Fishl me vio. Fishl y yo éramos los únicos deudos emocionales. No puedes imaginarte lo enrojecidos que tenía los ojos. Me miró y se comportó como si yo hubiese acortado la vida de su padre. Empecé a pensar que Fishl no había sido nunca una persona equilibrada en ningún aspecto. No sólo por sus maquinaciones. Claro que los negocios marginales lindan algunas veces con la psicopatología. Uno piensa, sin poder evitarlo, que el propósito real de algunas empresas no es hacer dinero, sino pedir al dinero credibilidad para encubrir los pensamientos disparatados.
—Deja eso ahora, tío Benn. ¿Qué te dijo Fishl?
—Bueno, primero que nada, que no debimos haber discutido con Harold. Él, el mismo Fishl, le entendía mejor y debíamos haberle dado tiempo. Podíamos haber tardado un poco más, pero habríamos tenido un poco más al tío. ¿Para qué esa maldita prisa? Yo me dejé empujar por los Layamon. Fishl, de paso, se lanzó en una larga diatriba contra el doctor. Cree que los médicos y los hospitales tienen un lado diabólico y que no hay nada más sucio ni más cínico que el hospital de una gran ciudad, y los criminales como el doctor que se han establecido en ellos. Dijo una cosa sorprendente, que con todo y lo alterado que estaba, se me quedó en la cabeza. Dijo que los lugares donde el sentimiento humano afloraba mediante el sufrimiento, atraían a un personal nihilista que veía allí la oportunidad de dar rienda suelta a sus intenciones. Dijo que no le sorprendería que en los casos en que se hacen chapuzas, se «dejara» morir a los pacientes para evitar demandas por negligencia.
—¿Qué te parece eso? —dije.
—No estoy en condiciones de hablar de temas semejantes. Fishl me llamó maníaco sexual.
—No puede ser.
—Sí. ¿Qué saca con decir cosas como ésa? Me pregunto qué obsesiones tendrá él sobre el sexo. Aun así, me impresionó la cantidad de información que tenía sobre las mujeres que ha habido en mi vida. Cuando se escucha un punto de vista ajeno sobre la conducta propia, parece horrible. ¿Es uno el que es horrible o son los espectadores? Prescinden de tu tormento. Ante los restos mortales de su padre, me soltó que yo era un hombre demasiado viejo para estar encoñado y que tenía que esforzarme dos veces más que un hombre que tuviese la mitad de mis años. Que una belleza experimentada como Matilda me conocía al dedillo. Dijo que yo podía ser un líder en mi ciencia, pero que en la cama no era más que un viejo verde. Y, ¿qué ofrecía ella que me encantase? Apostaba a que era una artista de la simulación, noventa por ciento gestos y date prisa. Pero yo era la parte más débil y le había robado al tío dos o tres de sus años dorados. Y además, le había levantado la mano al viejo.
—Pero ese individuo está seriamente perturbado. Es un caso clínico. Demente. No todo se puede atribuir a la muerte de Harold. Nunca creí que el carácter de Fishl fuese tan frágil. Fue el viejo el que trató de golpearte a ti. Por el amor de Dios, no te tomes a Fishl en serio.
—No lo hice, del todo no. Pero ante la caja de cenizas, fue un verdadero golpe. Hasta me citó a Hamlet: «No lo llames amor, pues a tus años, el auge de la sangre ha decaído...»
—Horriblemente injusto, hasta subrepticio, tío Benn. No reconoció tu dolor. Quería tragárselo todo él solo. Ahora me parece, además, un momento extraño. Entre toda la gente que llenaba la casa, sólo vosotros estabais afectados por la muerte de Harold y tuvisteis que pelearos.
—No tuve ánimos para pelear.
—Me lo creo. Pero tu debilidad es dar crédito a cualquier cargo contra ti. Ésa es tu parte infantil. Puesto que Fishl es un caso de locura, deberías rechazar las cosas dañinas que te dijo, el ataque sexual.
—El consejo es sensato, pero, ¿es aplicable? Hablas de mi lado infantil como si yo aún tuviese que esforzarme en mi desarrollo. Pero jamás se ha escrito un Romeo y Julieta para amantes de sesenta años. Debo admitir que en mi conducta ha habido un cierto intento de cebar la bomba. Haciendo un esfuerzo especial. Negándome a aceptar los estadios de mi vida como lo hacía la gente en la antigüedad o en la Edad Media. (Aunque tampoco me fío del todo de los historiadores, su juego consiste algunas veces en intimidar a sus contemporáneos.) Pero algo hay enterrado bajo mi tenacidad extraordinaria en cuanto al amor. No todos tienen el talento que el amor requiere. En ese caso, deberíamos retiramos.
—Eso se debe a tu nivel de energía, tío. No puedes ser productivo a niveles inferiores. Además, la mayoría de los escritores religiosos dicen que no hay vejez para el alma.
—Vuelvo a recordar episodios de mi experiencia pasada, Kenneth. Recuerdo a Della Bedell gritando en la puerta: «¿Qué tengo que hacer con mi sexualidad?» Su época de amar había quedado treinta años atrás. En ese caso, nuestro único acto sexual fue más bien un servicio fúnebre.
Le dije:
—Ten una cosa en mente, tío, los locos tienen un talento especial para intimidarte. Pero no saben nada de ti. No eres lo que ellos se piensan. Tú no eres un ejemplo ordinario de nada. Es escandaloso el modo en que abusan de ti. Por ejemplo, los Layamon, que no tienen ni idea de lo que tú eres...
—El doctor Layamon está tan loco como el aparato de Cabo Cañaveral para seguir objetos en el espacio. Además, fuere lo que haya sido, parece que ya no lo soy.
—No lo creas, Benn. Has tenido un desliz, un glitch, como dicen los astrónomos.
—Tienes buena intención y te lo agradezco. Todo el mundo tiene derecho a equivocarse. Ningún talento es perfecto. Pero cuando uno actúa contra sus más profundos instintos, desencadena un tren de causa y efecto que se esparce por todos lados. Busqué el apoyo de aquella maldita azalea durante semanas y tuve la ilusión de que me respondía. Ahora todo se ha visto afectado desfavorablemente, de modo que ni siquiera puedo creerme a mí mismo cuando digo que no hice nada para acortar la vida de Vilitzer.
Comprendí lo que decía. En el centro de su red de causa y efecto estaban los hombros de Matilda. Su propia alma profética le había enviado el más especial de los mensajes. Evita esos hombros anchos. Luego, sus pechos parecían demasiado separados, los colmillos no presagiaban nada bueno. El alma profética, ofendida, le llevó a distorsionar su belleza, de tal modo que hasta esa misma hermosura le repugnaba. Parecía que hubiese un demiurgo escondido bajo la piel de la mujer, que mientras ella dormía bajo su edredón de plumas y seda como un hato de helechos —recuerden también su maravilloso perfil—, había exhalaciones de duplicidad en aquella nariz recta y delicada.
Le dije a Benn:
—No debes permitir que Fishl te embarque. Tú no le quitaste nada a Vilitzer. Él ya iba por el carril de alta velocidad. Olvídate del asunto de la Edad Dorada; estoy seguro de que Vilitzer detestaba hasta la idea. Cuando le sujeté, sus huesos parecían porosos, como una burbuja de plástico vacía, como material de embalar. No es ésa la sensación que produce el oro.
—Fishl dijo que yo había ayudado a destruir al tío. Me alié con sus enemigos.
—¿Enemigos? Él plantó a sus enemigos. Les ganó en astucia a base de bien. Ganó todas las bazas con el triunfo de la muerte. Ni el gobernador Stewart, ni Chetnik, ni los grandes jurados.
—Dije algo así. Pero según Fishl, eso no me excusaba. El gran triunfo era burlar a la muerte. Mantenerla a raya. Y si yo no tenía intención de hacer daño a Harold, de todos modos era un cenizo. Ni siquiera un cenizo, sino una persona de otro planeta que no tenía por qué meterse en negocios humanos normales.
Me di cuenta en seguida de que lo último era un cargo eficaz, ya que fue cuando el tío se instaló como miembro de la familia Layamon, vistiendo trajes de tweed hechos a medida; con la cabeza, ese observatorio de plantas, arreglada por un estilista; rodeado de gabinetes iluminados de Royal Doulton o de vajillas Rosenthal, fue entonces cuando se sintió como un saqueador, como un premeditado falsificador, como el hombre extraño, el impostor que se hacía pasar por yerno y por esposo. De algún modo estaba persuadido de que debía compensar por ello a los Layamon, como si los hubiese puesto en una situación falsa.
—Tío —dije—, escucha bien lo que te digo. ¿Qué quieres decir con eso de negocios normales? Si el planeta está hecho una mierda, ellos son la clase de gente que lo ha enmerdado. La gente de esa especie no es más que instrumental. Es lo que el objetivo prevaleciente utiliza para dirigir sus malos extremos. No tienen verdadera iniciativa; sólo son herramientas. Mientras que un hombre como tú...
Pero él no quería que le describiese en términos elevados. Gracias, pero no. Dijo:
—Bueno, empezaba el servicio y Fishl y yo aún discutíamos. Entonces vinieron a buscarle para que se sentase en la primera fila con la familia inmediata. Yo estaba en la fila de atrás escuchando al rabino reformado78. Traducía todas las oraciones en el inglés de la Cámara de los Lores79. Hace veinticinco años que no entro en ninguna clase de sinagoga. Pero tu abuelo era un profesor de hebreo, Kenneth, nunca se acostumbró a tu nombre, creía que era un error por Kinnereth; por tanto, yo no necesitaba traducciones. Nunca olvidé nada. Pero cuando el rabino empezó a cantar el El Malai Rajamin al final, perdí el control y empecé a llorar pensando si el Dios de la Misericordia recibiría el alma de Harold. O la mía, por eso. El empleado negro fue y me cogió por un brazo. Me sacó de la villa del tío Harold y me soltó en Bay Harbor Island para que volviese al balneario por mí mismo.
—¡Cristo, tío! Lo que te faltaba era una aflicción como ésa. Tú no querías ir a Brasil, pero si estuviese en tus zapatos, lo desearía como un lugar para recobrarme de todos esos golpes.
—Ese pensamiento me cruzó por la cabeza.
—Aquí es muy distinto.
—Claro —dijo, como si tuviese otra cosa en mente—. Sería distinto en el continente vecino.
—Y, ¿vas a encontrarte con Matilda en el aeropuerto mañana por la mañana?
—Más tarde. Su avión aterriza a las tres y el vuelo a Brasil es dos horas más tarde. Tiempo de sobra para llegar a la terminal internacional y hacer nuestra conexión.
—Espero que puedas relajarte en Río.
Eso era algo terrible y falso. El hombre había perdido el privilegio de su visión, había caído en la perspectiva opuesta y brutal y yo le decía que se relajara en una ciudad de placeres latinos. En vez de enfadarse, me lo dejó pasar. Parecía comprender que yo estaba lejos, desarmado, incapaz de ofrecerle apoyo, repitiendo palabras como zumbidos inútiles: «relajarte» y aún peor, «espero». Ciertamente, él era un caso desesperado.
—¿De dónde es ese prefijo tan extraño que me diste? —dijo.
—Estoy en Seattle.
—Así que es ahí adonde has ido. No quisiste preocuparme. ¿También tienes problemas? ¿Treckie te está sacando los chichones?
—Vuelvo a casa a las cinco de la mañana. Prométeme que me llamarás desde Brasil. Ni siquiera sé dónde encontrarte allí y vas a estar fuera durante meses.
—Claro. Y aún mejor, te llamaré antes de despegar. ¿Qué horario tienes mañana?
—Doy el seminario de Rozanov, el curso de los místicos sexuales rusos. Puedo esperar tu llamada en la residencia.
—Mejor espérame en el piso. Por si me he olvidado de alguna cosa que pueda necesitar. Además, será conveniente ponerlo a cargo revertido porque te llamaré desde un teléfono público. Y si Matilda se pone en contacto contigo mañana, no le digas nada, nada de nada.
—No veo cómo podrá encontrar tiempo para llamarme o por qué querría hablar conmigo antes de salir para Brasil. De todos modos, yo no hablaría de ti con ella.
—Sobre Vilitzer —dijo el tío—, prefiero ser yo mismo quien dé a Matilda la noticia.
—¿No va a salir en los periódicos?
—Todavía no. Por alguna complicada razón de negocios, la familia no ha anunciado la muerte. Dennis Vilitzer me lo dijo.
—Pero los periodistas siempre revisan los informes que hacen los médicos. Quiero decir, el certificado de defunción.
—Ah, bueno, eso también está arreglado. Han hecho un comunicado sobre un ataque cardíaco.
—¿Qué será lo que se proponen? Supongo que evadir fondos, tontear con depósitos.
—Así que los periódicos sólo anunciarán que ha tenido una coronaría.
—Suficiente, tío Benn.
Casi no fue necesario que me llamaran para despertarme temprano puesto que dormí muy poco. Varias duchas calientes no lograron suavizar los anudados músculos de mi cuello, sólo irritaron la piel de mi espalda y contribuyeron a mi insomnio. De todos modos, tomé un poco de coñac de una petaca de plata que me había regalado mi padre al terminar mi viaje y estaba alerta, sino calmadamente despierto. En esta época, que una señora inteligente describía en una revista como «post-humana», no siempre se puede conseguir un buen descanso. Las noches de crisis se deben afrontar, por lo tanto, con la máxima compostura. Uno no puede estarse preocupando por la apariencia trasnochada y por las ojeras. Cuando a uno le quitan tantos apoyos y estabilidades, hay que pensar en las posibles ventajas de quitarse uno de ellos —el ser humano, preservándose humanamente a sí mismo, puede encontrar el canal que le lleve a la libertad. Su peso reducido puede desafiar la atracción magnética de la anarquía y permitirle flotar independiente. Tal vez yo podría educar a mi hijita con esa independencia. Probablemente, también podría transmitir la intuición perfeccionada —cuando la perfeccionase— al tío Benn. Después de todo, cuando llegué de París para estar con el tío, ya había reducido el número de mis relaciones significativas a dos. Para el dos, lo ideal es convertirse en uno. Se supone que de eso va el amor. Al tratar de transponer sus poderes mágicos de la botánica al amor, mi tío había experimentado —sin saberlo, sin iluminación— con esa fusión del dos en uno. Debo acordarme de decirle eso al tío. «Fue un experimento, tío. Sólo que no lo preparaste bien.» Encendí la lámpara de la mesa de noche y tomé notas en un bloc con el bolígrafo encadenado. «No se puede conseguir con personas fabricadas», escribí en el papel del Hotel Meany. Involucrado con personas fabricadas, uno no puede preservar su magia, si es que la tiene. ¡Magia! ¡Sí! El tío ciertamente la tenía. Si no la hubiese tenido, ¿por qué estaba sufriendo aquel mismo día? «Jugó. Perdió. ¿Qué puede salvar o recuperar ahora?»
Apagué la luz y seguí bebiendo de la petaca en la oscuridad. Mi padre no hubiese aprobado la porquería de segunda clase que estaba tomando en ese regalo de primera. Pero, de todos modos, me ayudaba a organizar las cosas. Volví sobre mis pasos. Benn había tenido el privilegio de la visión. Hizo un experimento atrevido; no, temerario. Cayó en la visión opuesta, degradada. Antes podía escaparse a herborizar —hasta cierto punto un pretexto— en bosques indios, en montes chinos, en las fuentes del Nilo. Pero ahora los lugares lejanos, las porciones no visitadas del planeta, no eran más que el tercer mundo, escuálido, mal administrado por los cleptócratas militares; escenas de hambruna, suciedad, SIDA, masacres. Y miren, hasta Vilitzer, en su muerte, se había reducido a los noventa centavos de productos químicos que tan a menudo oímos mencionar. Ahí está la visión brutal— aunque muera dejando millones, mis elementos no valen ni un pavo.
El secreto de nuestro ser aún está pidiendo que lo descubran. Sólo que ahora comprendemos que preocuparse y enfurecerse por ello es inútil. El primer paso es detener esas oscilaciones de la conciencia que nos mantienen despiertos. Sólo que, antes de ordenar a las oscilaciones que se detengan, antes de apagar y marcharse, hay que maniobrar hasta situarse en una posición en que la ayuda metafísica se pueda acercar.
Con los vientos predominantes de popa, hicimos el vuelo en un tiempo récord. Llegué con una hora sobrante antes de clase, comí un poco de Wisconsin Brie y galletas saladas y luego pasé dos horas en la mesa del seminario explicando lo que yo mismo no entendía sobre las teorías sexuales de ese canallesco —aunque, de algún modo, atractivo— Rozanov —ese místico cristiano que había envidiado a los judíos su culto de la fertilidad— tal como él lo veía, y que creía que el baño ritual era una fuente de potencia sexual. Los chicos tomaron nota de todo. Qué sacaron de eso, si es que sacaron algo, aún está por verse.
Más tarde me compré una comida de charcutería y fui al apartamento de mi tío con mis paquetes a esperar su llamada. Me distraje con los periódicos y las copias en la mesa del café, asuntos botánicos que no significaban mucho para un erudito ruso. Para mí era suficiente que hubiesen merecido su atención. La mayor parte del material tenía que ver con los líquenes y buscar los términos técnicos hubiese sido una molestia. Así que me puse a hojear los libros de Lena que aún se conservaban en una estantería aparte, todos esos tomos de Balzac y de Swedenborg y de E.T.A. Hoffmann. En uno de los tomos de Hoffmann, que no se había tocado desde que ella lo había dejado allí, había un marcador. Lo abrí por ese lugar y leí: «Ludwig saltó y suspirando profundamente, tomó la mano de su amigo y la apretó contra su pecho. ¡Oh, Ferdinand, mi más querido, bienamado amigo! —exclamó—, ¿qué será de las artes en estos tiempos tan rudos y tormentosos? ¿No se marchitarán como plantas delicadas que en vano vuelven sus tiernas cabezas hacia las oscuras nubes tras las cuales ha desaparecido el sol...? Los hijos de la Naturaleza se revolcaron en la perezosa indolencia y aplastaron bajo sus pies los hermosos dones que ella les ofrecía...» Bien, yo tomé aquello como una comunicación de la tía. No lo hubiese admitido ante un examinador policial ni en una declaración jurada, pero lo confieso libremente a cualquiera que se haya tomado el trabajo de leer mi narración. Y afirmo que lo oí con la voz de la propia Lena.
Hablé un rato con Dita por teléfono y le dije que Treckie había decidido dejarme a Nancy parte del año.
—Puesto que empieza la vida matrimonial, quiere sacarse de encima a la niña —le dije.
—Parece una interpretación sensata. Con una niña cerca, pórtate bien.
Dita ofrecía ayuda. No estaba dispuesto a rechazarla. ¡Una mujer encantadora!
—¿Tienes la noche libre? ¿Vamos a un restaurante? —dije—
Compré comed beef de charcutería y pepinillos. No puedo decirte la hora porque estoy esperando una llamada importante del tío. Está a punto de llamar. Y creo que debería colgar. Está a punto de salir para Brasil, ¿comprendes?
Pero el teléfono permaneció en silencio mucho más allá de la hora esperada. Cerca de las seis de la tarde me estaba poniendo nervioso y puse el timbre alto para poderlo oír si estaba en el baño con el agua corriendo. Eran las siete, hora de Miami. Probablemente se había retrasado el vuelo. Traté de adivinar qué se estarían diciendo Benn y Matilda en la sala de espera de las Aerolíneas Brasileñas. ¿Por qué querría retener la noticia de la muerte de Vilitzer? ¿Con qué estaba tratando de engañarla? Cuando ella y el doctor Layamon se enterasen de que Harold estaba muerto, ¿habría un plan B que pensarían poner en práctica? ¿Demandar al Estado? ¿Con qué evidencia? ¿Por qué tendría que testificar ahora Amador Chetnik que le habían sobornado? o, si ésa no era la palabra correcta, que había cometido cohecho. (Qué termino tan excepcional para una circunstancia tan corriente.) Me preguntaba qué consuelo podría el tío recibir de Matilda. Nada podría ayudarle fuera de recobrar los poderes que había perdido. Pensé que Brasil estaría lleno de azaleas. ¿Cómo iba él a enfrentarse a ellas?
Justo en ese momento, sonó el teléfono. Dije:
—¡Tío! ¿Qué ha ocurrido? ¿Se retrasó el vuelo?
—No, no —dijo sonando distante (no vocalmente, sino mentalmente).
—¿Quieres decirme, por favor, qué está pasando allí? Y, ¿por qué no querías que Matilda supiera que Vilitzer había muerto?
—Fue para convencerla de que aún no podía irme de Miami. Muy sencillo —dijo el tío Benn—. Harold aún está vivo, débil, pero consciente. Eso es lo que le dije. Está sufriendo un cambio de sentimientos, le dije. Todavía nos queda una débil oportunidad. En cualquier caso, no podía marcharme mientras el hermano de mi madre se estaba muriendo.
—No me digas que te creyó. Nunca me lo hubiese pensado.
—Sí, y me aseguré de que facturaba su equipaje para Río.
—El tuyo, ¿no está facturado?
—Viste cómo lo llevaba encima.
—¿Así que le apremiaste para que se fuera? ¿Está en el aire camino de Brasil?
—Creo que tiene que llegar a Río mañana por la mañana.
—¿No te pidió los resguardos para recoger tu equipaje?
—Preparé un sobre con dos trozos de cartón en blanco y lo pusimos con sus propios resguardos y billetes.
—Bueno, no me lo puedo imaginar —dije.
—El hecho es —y ésa es la razón fundamental— que no podía enfrentarme a Brasil, a dar conferencias por el país en universidades del quinto infierno. A cambio de eso, Matilda aún estaba tratando de conseguir un privilegio diplomático para poder embarcar compras libres de impuestos para amueblar el Roanoke.
—Darle vueltas a ese enorme país te hubiera drenado las pocas fuerzas que te quedan.
—No hubiese podido hacerlo, Kenneth. Me hubiese muerto. Lo comprenderás en seguida. Eres lo más cercano a un hijo... menos un sobrino que mi propio hijo.
—Entonces, vuelves para aquí.
—En estos momentos estoy en otra parte del aeropuerto y acabo de comprar un billete para otro destino.
—¿Otro truco? ¿No vuelves a casa?
—Matilda se resistía a viajar sin mí. Quería quedarse. Me dijo que era un locura quedarme rondando a Vilitzer, que nunca sacaría nada de eso. Sólo mi fetichismo sobre las emociones familiares. Pero le dije que si me marchaba, iba a quedarme una mancha para el resto de mi vida. Una mancha que nunca podría limpiar. Que Dios me perdone, le he dicho que Fishl creía que el tío Harold podía estar dispuesto a firmar un codicilo en el último momento.
—Nunca me habría imaginado que eras capaz de mentir tanto —dije.
—Bueno, tanto trataron todos de cambiarme que, finalmente, cambié. Al fin, también entré en eso. Puedes creer que consulté conmigo mismo y maquiné todo esto. Un logro bastante triste, por eso. Ese asunto de ellos no es nada rudimentario. Lo he hecho una vez y no volveré a hacerlo. Pero déjame explicarte lo que he arreglado. Para cuando ella aterrice en Brasil, yo estaré camino del Polo Norte. Verás, han reunido un equipo internacional de científicos para hacer investigaciones especiales. Y firmé hace tres días para estudiar los líquenes de ambos polos, un estudio comparativo, y tratar de resolver ciertos enigmas morfológicos. No son enigmas agudos. Cuestiones de un cierto interés especial. Tendremos la base en el norte de Escandinavia, en el extremo de Finlandia, en realidad. Y más allá.
—¿Con dos o tres horas de luz solar? No lo veo para ti en absoluto.
—Eso tengo que decidirlo yo —dijo el tío—. Y ahora me ayudará el no tener nada más que la noche y el hielo. La noche para poder verme a mí mismo. El hielo como correctivo. El hielo por el rigor. Y también porque allí no habrá plantas, excepto los líquenes. Porque si no hay rapport, si el rapport está muerto, estaré mejor en un ambiente sin plantas. Más que pensarlo, he sentido cuidadosamente todo esto. Es una medida de supervivencia. Voy a aplicar masas globales de hielo y oscuridad hiperbórea. Gracias a Dios que la propulsión de los reactores permite el remedio, de otro modo, tendría que ahogarme aquí mismo, en Miami Beach.
—En ese caso, tío, aunque engañado, doy mis bendiciones a tu expedición.
—Bueno, me voy dentro de una hora. He dejado un sobre para ti con información más completa. Lo encontrarás en el cajón superior de la izquierda de mi escritorio. No estoy completamente seguro de mi dirección postal en Finlandia. La que por supuesto...
—No daré a Matilda. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—No puedo predecirlo. Tal como me siento, no volveré pronto. Tal vez Matilda pida una anulación, lo que no debería costarle mucho conseguir, pero eso es materia legal y yo no soy bueno en esas cosas. Además, no quiero saber nada de ellos.
—¿Quieres que te consiga un abogado para que te represente si es necesario?
—No puede ser necesario.
—¿No piensas defenderte?
—¡Kenneth!, ¿qué es lo que hay que defender? ¿Fue mi hermana o fuiste tú quien dijo que yo era un ave fénix que corría tras los pirómanos? Bueno, veamos qué se puede hacer, si puedo renacer de esas cenizas. En este momento, es tan probable como restaurar al tío Vilitzer a partir de aquellas cenizas que enviaron a su casa desde la funeraria. Ahora tengo que colgar. Si consigo tranquilizarme, te enviaré una carta; espero estar muy ocupado los primeros meses. Se supone que la Academia Soviética de las Ciencias nos informe si se unirá a la aventura. Nunca se puede conseguir una respuesta concreta de esa gente.
—¿Me dices algo más en la nota que me dejaste? —dije, tratando de mantenerlo en la línea.
—Sólo la información fundamental. No estaba en condiciones de elaborar. Bueno, adiós, chico. Sólo te echaré de menos a ti.
El sobre contenía, en cuidadosa letra de imprenta escrita con mano científica, el extraño nombre de un grupo de investigación y la dirección de un profesor finlandés de Helsinki (casa y despacho), además del apartado de una localidad incomprensible en territorio de renos, muy lejos, en la tundra. Probablemente, cerca de Nueva Zembla. Ni siquiera aquello estaba los suficientemente lejos.
FIN