Elegí un día soleado para llevar al tío al centro y mediante una serie de ascensores, subimos al observatorio del piso ciento dos, cima del Electronic Tower, una vez asiento de la Residencia Crader para Inválidos. En la planta baja había un banco Burke and Haré National, con cámaras de acero de varias capas. Benn —lector atento durante aquellos días del Wall Street Journal— me contó que el gobierno federal había tenido que rescatar aquella institución. Demasiados préstamos fallidos a los países del Tercer Mundo gobernados por lo que el mismo diario llamaba cleptócratas, es decir, militares o funcionarios que transferían esos billones prestados a cuentas privadas en Suiza. Pero bueno, ahí estaba el enorme y limpio monumento, anclado en sólo Dios sabía cuántos metros de estratos del Pérmico o del Triásico, sin duda, la metamorfosis de la casa vieja era como para impresionar a cualquiera. La entrada costaba un dólar con cincuenta centavos, una de las más baratas atracciones turísticas de la ciudad. A mí la visita me resultó verdaderamente divertida. A semejante altura, se puede olvidar temporalmente cualquier desorden, un crimen cometido hace mucho, un fatal error de juicio. Hasta el secreto nacimiento de células cancerosas que tiene lugar mientras uno está fuera de sí ante un panorama semejante desde el piso ciento dos..., quiero decir que cualquier rareza humana se puede reprimir por un momento mientras uno se encuentra ante una pirámide egipcia o ante un techo sixtino. Seguí al tío en silencio mientras inspeccionaba su ciudad natal con la mirada de cobalto, fábricas vacías, patios de carga paralizados, calles cerradas, tramos de río donde el agua estaba tan inmóvil como en un tanque de peces; y luego el campo, prados libres de la oscuridad de la urbe, tierras de cultivo bajo hielo blanco y cielos que sugerían libertad y subyugantes ideas de vuelo o de fuga. Me pregunto si el tío no estaría pensando algo así: qué día más perfecto para huir, como acostumbraba, pero ahora, nada de vuelos, además, una esposa no es un portamantas. No me dio ninguna pista. Tal vez le iban y le venían pensamientos científicos, tal vez sentimentales. Tal vez recordaba el libro de Haym Vital sobre el Árbol de la Vida que se había perdido al demoler la casa. Enterrado allí, tal vez. El único comentario que hizo Benn fue sobre la muerte de su padre en algún lugar de allá abajo, hacía veinte años.

En el vestíbulo, antes de dejar el edificio, miramos al directorio: compañías de seguros, empresas de ingeniería y contabilidad, consulados extranjeros, cadenas mercantiles nacionales; no había ningún faraón enterrado allí. El tío quería invitarme a comer en un restaurante muy conocido, Skelly's, cerca del mercado de hortalizas, pero ya no había ni señales de un mercado ni Skelly's alguno en el listín. Skelly se había ido a su premio eterno —descansaba en el cementerio católico—, así que nos fuimos sin comer, en silencio, cada cual con sus preocupaciones personales y no volvimos a vemos hasta después de varios días.

Yo mismo estaba ocupado de una forma inesperada y no del todo agradable. El tío y yo sólo sostuvimos conversaciones superficiales por teléfono. En ese momento tenía sus propios problemas y yo no quería fastidiarle con los míos. Una tal señora Tanya Sterling se había puesto en contacto conmigo. Era la madre de Treckie. Yo había recibido una nota suya unos días antes. Venía a la ciudad para asistir a la feria de artículos del hogar en el Centro de Convenciones y se hospedaría en el Marriot. ¿Podríamos vemos? Naturalmente, tenía que consultarlo con Treckie y no tenía el número del Hospital de Veteranos en el que trabajaba. Puesto que Seattle tiene dos horas menos de diferencia, me resultaba inconveniente llamarla a la hora de la cena porque estaba viendo con mucha frecuencia a Dita Schwatz que en aquellos momentos no se encontraba bien y necesitaba mi ayuda. La única circunstancia favorable en aquella semana problemática fue el tiempo, tuvimos unos excelentes días de invierno. Soy muy susceptible al tiempo y mi humor varía con el clima; feliz o depresivo según la estación. Pero entonces tuvimos una serie de días favorables, claras y soleadas tardes de enero que me produjeron un campanilleo musical en la cabeza. Esas tardes eran particularmente adecuadas para la contemplación. Desafortunadamente, estaba demasiado ocupado para contemplar y las preocupaciones estropearon la ocasión. Cuando finalmente obtuve respuesta en Seattle, contestó un hombre preguntando quién era yo y qué quería. Con mi habilidad para interpretar las circunstancias, agudizada por mis sospechas y mis celos, supuse que el tipo estaba cenando y que la llamada sacaba a Treckie de la cocina: «Treck, hay un tipo que quiere hablar contigo.» No se trataba de un visitante nocturno; ese hombre estaba establecido allí. Puede que la niña le tomase por un papá. Ella estaría en la cocina haciéndole la cena. La lámpara de cristal coloreado —estilo yupi de Tiffany— haría resplandecer el centro de la mesa. Podía imaginármelo. Treckie nunca me había invitado a una comida en Seattle. No lamentaba perderme nada de lo que ella acostumbraba a poner; habría platos de gourmet congelados salidos del microondas, eso, o si no escalopas fritas con guisantes congelados Gigante Verde. Si estaba cocinando, la habitación estaría llena de humo. Al duro de su amigo lo imaginaba en camiseta como el Kowalski de Un tranvía llamado Deseo. Yo había contribuido a esa miseria con una niña. Me lo tenía merecido, eso me enseñaría a no ir con tanta «dignidad», a no ser tan educado y exaltado en cuanto a mis principios con personas que no podían comprenderlos. Por derecho, podía haber hablado a Treckie francamente: «¿Quién es ese hombre?» y cosas así. Pero no era más que yo contra las circunstancias modernas y, contra ésas, no tenía posibilidad de vencer. Así que la postura que adopté fue la que en lenguaje legal se denomina nolo contendere. Que libremente traduzco por «espero recibir una sentencia benigna».

—Estáis cenando —le dije a Treckie—. Siento molestarte. Yo también tengo una cita dentro de media hora, así que seré breve.

—Está bien, Kenn. ¿Qué te pasa?

—Es tu madre. Va a venir a esta ciudad y me ha pedido que tome una copa con ella.

—Ah, ¿sí?

—Así que tenía que preguntarte, ¿hasta dónde está enterada?

—Bueno, ya ha estado aquí y ha visto a Nancy. Después de cinco años en Costa Rica, volvió a tener un arranque de interés por su hija. Ahora no hay nada que mantener en secreto, si es que alguna vez lo hubo.

—¡Ah, Costa Rica! Sí que lo mencionaste una vez.

—Mantenía un idilio con un individuo tipo Robert Vesco que el Gobierno no ha conseguido extraditar. Supongo que finalmente consiguió sacársela de encima, así que ahora se ha librado de Hacienda y de mi madre también. ¿Qué otra cosa puedo decirte, Ken?

—¿Está bien la nena?

—Le va estupendamente en la guardería.

Por no haber preparado la conversación, al flaco e inseguro padre biológico perdido en el Mediooeste no se le ocurría cómo mantenerla en la línea por más tiempo. Siendo él mismo una criatura misteriosa —nada excepcional, por eso, la mayor parte de la humanidad no entra en los superficiales sistemas de la psicología—, era burlado por la aún más insondable madre de su hija.

—¿Te parece mal que me vea con Tanya? ¿Qué crees que querrá decirme?

Por el tono de su voz supe exactamente lo que Treckie estaba haciendo con sus hombros. Como en ocasión de nuestro primer encuentro, cuando estaban desnudos y los encogió retándome a preguntar sobre los moretones de las piernas, habría apostado a que sus hombros se estaban elevando. Puedo ser muy agudo en cuanto a los tonos del teléfono a pesar de mi defecto auditivo. Puedo saber lo que hacen las personas a tres mil kilómetros de distancia.

—Tanya vino a buscar camorra. Ése es siempre el motivo principal de sus visitas. No me importa en absoluto lo que le digas.

—¿Le gustó la niña?

—Las mujeres así siempre buscan apropiarse del nieto. Lo que quieren decir es: «Mi nieta será todo lo que debió haber sido mi propia hija y que evidentemente no es.»

El modo en que Treckie me trató no fue ni amistoso ni hostil. Nuestra intimidad había perdido diez o veinte puntos ahora que tenía un huésped permanente en la casa. Por su modo de ser, no se sentía avergonzada de nada de lo que hubiese tenido que avergonzarse de acuerdo con las normas de los viejos tiempos. No aceptaba ninguna responsabilidad por lo que yo sentía. Las contracciones del corazón eran problema mío. Si me molestaban mucho, podía ir al médico y pedirle que me recetara unas píldoras. Si a mí me parecía que se estaba pasando, era asunto mío concebir una respuesta adecuada. Hasta pensé —¡qué ocurrencia en un momento así!— que alguien debía hacer un estudio de la mansedumbre, uno de los principios religiosos menos logrados. Si yo pensaba que la decencia de mi comportamiento era digna de alabanza, ¿quién la iba a alabar? Lo que quería, en realidad, era coger el próximo vuelo a Seattle y meterle a Treckie un poco de sensatez a golpes. Echar al hombre que se había amancebado con ella, darle una paliza, golpearle la cabeza con un martillo y echarle escaleras abajo. Algunas de estas fantasías violentas, ahora lo comprendo, surgían de mi indignación porque el tío Benn aceptaba el abuso del modo rutinario en que un revisor marca billetes. Pero si uno no acepta el abuso, no puede mantener con la gente ninguna relación en absoluto.

Treckie dijo:

—Tengo el auricular entre el hombro y la oreja. Estas hamburguesas se me van a quemar si no utilizo las dos manos. Así que llámame más tarde si quieres.

No puedo decir cuál de los dos colgó primero. Creo que ella me ganó la delantera intuyendo, tal vez, que se me estaba agotando la delicadeza y que iba a decir palabras fuertes como: «¿Quién es ese bruto gorrón que me contestó?»

Bueno, yo quería ver a su madre. Si estaba en guerra con Tanya, podría sacarle información a la vieja mientras tomábamos unas copas; enterarme de cosas que hasta ahora me había negado a admitir como evidencia. Así que llamé al Marriot y dejé, o traté de dejar, un mensaje. Con sólo marcar doce o quince números, uno puede comunicarse con cualquier parte del mundo, pero dejar un mensaje no es tan sencillo. Hace algunos meses, por ejemplo, una mujer frenética que temía por su vida abordó al presidente de la Junta del Condado en medio de una campaña para recaudar fondos electorales. Pues bien, en vez de escucharla al momento, el hombre le dijo: «Llámeme al despacho.» Probablemente, le llamó. Lo más seguro es que el mensaje no llegase nunca al destinatario. La mujer debió haberle dicho: «Mil dólares de contribución para su campaña si me concede diez minutos ahora mismo.» Pero no entendía de política y perdió la vida. Cuatro meses más tarde la encontraron asesinada tras el volante de su coche, bajo cuatro metros de agua, en un canal del Condado. (Estaba entre veintisiete automóviles hundidos por sus dueños para hacer la reclamación por robo a las compañías de seguros.)

Al día siguiente, Tanya Sterling me devolvió la llamada, pero, en ese momento, yo estaba ocupado con Dita Schwartz.

Convencida de que debía competir con la piel tersa de Treckie, Dita había consultado a un dermatólogo del centro que se había comprometido a ayudarla. Tenía la cara desnivelada por cicatrices e intensamente blanca a consecuencia de un acné juvenil. El pelo y los ojos eran de un negro igualmente dramático. Ahora comprendo que yo había agravado su insatisfacción de toda la vida por esos defectos, al contarle con emocionantes detalles lo que sentía por Treckie. Pues bien, Dita había decidido hacer su jugada. Estaba convencida de que era su piel lo que me molestaba. Yo era muy sensible y quisquilloso, sujeto a un complejo fluir de atracciones y repulsiones. Más que ofenderla, la entristecía verse obligada por mí a participar en un concurso de belleza —¡por mí, que le había dicho al tío Benn que la vida no era un concurso de belleza!— con una chica como Treckie a la que consideraba estúpida y sin una pizca de clase. En más de un sentido, la clase era un concepto que pesaba en este caso. Creo que ya he dicho que Dita era hija de un obrero judío de la fundición. Era, en realidad, una mujer superior y en cuanto a inteligencia, dignidad, calor femenino, finura, comportamiento principesco, capacidad de establecer un vínculo, yo hubiese votado desinteresadamente por Dita. Solo que el desinterés no tiene nada que hacer en estos casos. Si su cutis estropeado era un impedimento —una vez le dije eso al tío mientras hablábamos con ligereza de mujeres— uno podía hacer aquello que decían los estudiantes de hace un tiempo: cubrirle la cara con la bandera y tirársela por la patria; dudo que Dita, con la combinación patricio-proletaria de sus modales, se hubiese ofendido por un chiste así (siempre que el chiste no se refiriese a ella). También ella utilizaba lenguaje soez con la misma facilidad con que lo hacen los presidentes en el Despacho Oval y una vez levantó los ojos de la revista de modas que estaba hojeando y me dijo:

—No entiendo esta locura por las tías sin tetas.

En la otra cara de su naturaleza, sin embargo, había una inclinación a la poesía y al lenguaje filosófico y era una mujer de intereses muy serios. Yo mismo la había preparado en literatura rusa y estaba escribiendo una disertación sobre Scriabin, Kandinsky y otros místicos del arte. Estaba a la altura de los criterios más elevados.

El pasado otoño vimos juntos un programa de televisión sobre una clínica suiza que se especializaba en dermatología. Las mujeres ricas iban a que les quitasen quirúrgicamente las capas de piel vieja de la cara y pasaban acostadas en hermosas camas todo el tiempo que tardaban en crecer los nuevos tejidos. El proceso era largo, doloroso y caro. Fue, al menos para Dita, una película emocionante, realizada en tinted art film, unos colores tan delicados como en Muerte en Venecia: una muestra barata de seudoplatonismo. Enseñaban a las señoras en sus opulentas habitaciones del sanatorio. Aquellas que no estaban demasiado vendadas para mirar por la ventana, veían los picos de las montañas y las nubes alpinas. En la primera etapa después de la operación, parecían avisperos. Más tarde aún estaban veladas como las pasajeras de los primeros turismos con su delicadeza protegida del polvo de la carretera.

La película impresionó a Dita, con lo cual quiero decir que llegó hasta uno de sus más profundos y funestos rincones, y volvía a ella con la misma frecuencia con que luego volvía el tío Benn a la viñeta de Charle Addams.

—No pensarás hacerte algo así, ¿no? —le dije.

—¿Con mi sueldo? ¿Enseñando ruso elemental a nivel de bachillerato? No podría pagarme ni el billete a Zurich —dijo.

Tenía razón. Tendría que ser la esposa de algún cleptócrata del Tercer Mundo luchando por recobrar la juventud perdida. Esas habitaciones con gladiolos y jarrones chinos y gente tomando el té en tazas de Wedgwood decoradas con fresas silvestres. Con una nueva piel, la flamante señora volvería a casa —donde había gente muriendo de disentería—, tal vez para encontrarse sustituida, si es que desde un principio no había recurrido al tratamiento para vencer a una de sus rivales. (Hay que pensar en todas esas combinaciones, o si no, la trágica carrera de la humanidad no tendría a nadie que la observara.)

Aquí, en el Mediooeste, Dita se dedicó a buscar un saldo y puesto que era una chica trabajadora, encontró a un tipo de los barrios del centro que le hizo un precio especial por quitarle las capas superficiales de piel en su misma consulta, bajo anestesia local. Le restregó las mejillas, la nariz y la barbilla con un tomo, un disco giratorio. Puesto que tenía los ojos cubiertos, Dita no pudo decirme si el chisme parecía un taladro eléctrico: mi pregunta natural. Producía el silbido de esos aparatos que desgastan el vidrio con un chorro de arena, me dijo. Sabía que iba a dolerle cuando pasara el efecto de la novocaína, pero haberse quitado la piel estropeada era una liberación, algo purificador y había que pagar lo que costaba: un ejemplo insignificante de los sufrimientos de Occidente que intentaba discutir con mi madre en Somalia. Cuando vi a mi amiga y alumna despellejada como un kiwi, un ugli o un aguacate, pensé que podía enamorarme del rostro angelical de la verdadera Dita.

Aquella mañana la había llevado al centro sin comprender realmente lo que estaba ocurriendo y esperé junto a la furgoneta Dodge, un modelo de hacía diez años de un verde claro, pero desvaído, con la estructura bastante magullada y el cuentakilómetros atascado en los 190.000 y fijo como el ojo del maligno. No podía aparcar mientras esperaba. El guardia me hizo dar vueltas porque cerca de las clínicas siempre hay una parada llena de taxis y en nuestra ciudad, los taxistas son ahora de países en vías de desarrollo, educados como terroristas de la Yijad y así actúan, chillando y buscando pelea. Pude comprender por qué Dita no quería volver a casa en un taxi. Entonces, después de una eternidad dando vueltas —no soy un buen conductor—, pasé por su lado y la reconocí por el abrigo. No tenía ni idea de que iba a aparecer en medio de la multitud del centro con un panal de vendajes que la hacía más alta. Tenía unos agujeros para ver y una abertura para la boca, pero el asunto se le había caído hacia un lado y empezaba a pasar el efecto de la anestesia. Cuando la ayudé a entrar en la furgoneta, se estaba desmayando de dolor. Mientras le ponía el cinturón de seguridad, los escandalosos taxistas que teníamos detrás sufrieron un ataque de nervios, empezaron a aporrear las bocinas con los puños. En aquel momento, me importaban un cuerno ya que los vendajes de Dita estaban empapados de suero sanguinolento y temí que la gasa se le pegase a la cara; empecé a pensar en llevarla directamente al hospital más cercano. El médico le había dado unas muestras de píldoras contra el dolor. La enfermera la había llevado al vestíbulo y a través de las puertas giratorias. Iba a parar en una farmacia por más vendajes, pero ella se las arregló para decirme que se había hecho una buena provisión de antemano y que por favor la llevase recto a casa. Su edificio tenía un aparcamiento subterráneo y los vigilantes, que acostumbraban a hacerle proposiciones —medio en broma—, se mantuvieron alejados ese día. Al verla en ese barquillo blanco y junto a un tipo flaco de hombros elevados y pelo largo, por esa vez no se pasaron. La llevé arriba, saqué las llaves del bolso, la ayudé a ponerse en el sofá-cama y le quité el abrigo y los zapatos. Por un momento, pareció que había perdido el conocimiento: es difícil tener la certeza de un desmayo cuando no se puede ver la cara. Estuve a punto de llamar una ambulancia y ya estaba pidiendo a la operadora el número de urgencias cuando Dita dijo:

—No hagas eso, sólo siéntate conmigo.

Así que pasé allí el resto del día. Yo no era un gran enfermero, no hace falta ni que lo diga, pero aun cuando existían dudas sobre el éxito del tratamiento, no se le quita a alguien el abrigo y los zapatos, no abre uno la mano que el doliente busca sin rozar un nuevo nivel de familiaridad, sin que fluya muy pronto un cálido afecto. Uno ve inmediatamente lo frágil que resulta la relación «maestro y alumno» cuando irrumpen las fuerzas «hombre y mujer». En alguno de mis compartimientos psíquicos, aún persistía el sufrimiento por Treckie. No puedo negarlo. Pero tenía que cuidar a Dita. Ella se convirtió en mi misión.

A pesar de sus protestas, le quité las vendas cuando estuvieron empapadas. Difícil comprender cómo aquel tipo pudo atreverse a semejante salvajada sobre ese rostro, con los discos de alta velocidad. Probablemente, pensaba yo, era uno de esos viejos médicos de venéreas o especialistas de mastoides que perdieron el negocio por culpa de los antibióticos y tuvieron que poner consulta de dermatólogo. Cuando le quité el chador quirúrgico en que el tipo la había envuelto, parecía como si la hubieran arrastrado por una carretera de cara al suelo. Esas señoras de Suiza nunca se veían así. Lo barato es barato, como dice la vieja sabiduría de la clase baja. La mala suerte proletaria de Dita. Mientras la envolvía en gasas nuevas, todo eso me afectaba con más dureza puesto que yo mismo era la causa. Ella quería equipararse a Treckie. O a Matilda. También conocía a Matilda. Solía llamarla, «esa emperatriz de la tumbona». De todos modos, eran mujeres a las que había tocado en suerte un rostro exquisito y por las cuales el tío y yo estábamos dispuestos a sacrificamos. Así que Dita se adelantó con su propio sacrificio. ¡Esos tormentos y martirios a los que las mujeres someten sus cuerpos, los violentos ataques que perpetran contra los fallos que han aborrecido durante largo tiempo o sobre deformidades imaginarias! Se atacan a sí mismas con gusto. El remedio desesperado. Las pobres se muelen sus propias caras.

Como quiera que se mire, yo no valía ese sufrimiento. Treckie, como rival, tampoco lo valía. Dita era, fácilmente, superior a Treckie y a mí en casi todos los aspectos. Tenía diez veces más corazón y eso producía una clase de belleza a la que nosotros no estábamos habituados. Pensé comentarle al tío Benn todo el asunto de la belleza. Había algo erróneo, censurable en el rostro clásico y en la grandeza de Roma y en la gloria de Grecia. Poe, ese pobre loco casado con una chica imbécil perpetuamente prenúbil... he ahí un poeta que se dio de bruces con un mundo aplastado como una pizza por el intelecto racional —y en un estadio primario y brutal del desarrollo capitalista, no dejemos al capitalismo— y que se defendió de él a base de whisky y poesía, de sueños, rompecabezas y perversiones. También Baudelaire, el sucesor de Poe, salió a la palestra con sus madonas viciosas. La sensibilidad y el morbo contra la mecanización y la vulgaridad. Como ven, los habituales sospechosos del pensamiento cayeron en redadas.

Aun así, durante varias semanas tuve algo que hacer que valía la pena. Fui al supermercado. Más bien me gustaba el asunto doméstico, eso de cuidar a un paciente. Llevarle a Dita la casa no exigía demasiado. El trabajo doméstico no era, obviamente, uno de sus intereses primordiales. Tras la puerta del lavabo había cosas personales sin lavar. Estuve por la cocina preparando café o hirviendo paquetes de sopa deshidratada Knorr. Compré una botella de Wild Turkey, el remedio básico para la sufridora hasta que hubo pasado lo peor. Durante varios días le di caldo a través de los vendajes mediante pajita y cuando estuvo lo suficientemente restablecida como para salir, aún estaba impresentable. De la cara le colgaban tiras de piel seca, una de ellas era del tamaño de un tajamanil. Estaba cubierta de costras, moretones, arañazos. Tenía absolutamente prohibido tocarse; había que esperar a la mañana feliz en que se encontraba la costra en las sábanas. Los niños saben lo emocionante que es eso. En cualquier caso, seguí haciéndole la compra y arreglándole la cocina y el lavabo, tiempo durante el cual descubrí lo poco que a Dita le importaba una mancha en el sumidero de la bañera o el olor a rancio o las ventanas con chorretes o los espejos con manchas o la cantidad de latas de manteca de cerdo que tenía tras el fogón. Más por mantenerme ocupado que por lo estricto que soy con la limpieza, tomé prestado el plumero y también el Windex y el 403 del piso del tío Benn.

Luego cambié las sopas Knorr por pizzas que podía pedir por teléfono o por comida china, y hacía de vez en cuando una tortilla. A diferencia de mi tío, no se me daba muy bien la cocina, más bien era como un alquimista desmañado que va echando con la taza de medir. Mientras era estudiante, el tío había sido cocinero de platos rápidos en un comedero griego de mala muerte. Si los Layamon le hubieran dejado hacer pastelitos, habría estado más contento en el ático. La cocinera polaca tenía una personalidad tenebrosa. Sus jefes le tenían miedo, la trataban como si fuese Rostropovich, una gran ejecutante, con un respeto extraordinario.

Al final, Dita no consiguió una cara nueva. Desapareció la extrema palidez, pero el tejido áspero siguió donde estaba. Entonces, importó menos, ya que si el experimento no fue un éxito, había entre nosotros una relación más amplia, más íntima. Si bien no se curó, de todos modos, me curó a mí. Como paciente, Dita no llevaba mucha ropa. No se exhibía deliberadamente, nada de pavoneo. De cualquier manera, la bata se le abría mientras yo sostenía el tazón de la sopa. No se puede esperar que una mujer con la cabeza envuelta en gasas se mantenga abotonada hasta el cuello. Mostrarse ante mí en su totalidad parecía producirle una satisfacción de una especie más profunda, yo podía verla cómo era más allá de la cara y, después de todo, una mujer es algo más que la cara. Junto a su cama, pues, yo comía foo young de huevo recalentado y bebía Wild Turkey con agua del grifo mientras hablábamos de Scribian, de Madame Blavatsky. Ahí estaba una mujer que había sometido su cara a un pulimento brutal por mi causa, y mientras, yo me arrastraba por conseguir a Treckie. Dita me había hecho su propia ofrenda de amor, así que no me había quedado completamente en la calle.

Reflexionando otra vez, empecé a pensar que un hombre podía dar a las mujeres y al amor el tiempo que le quedaba después de sus empresas importantes, por ejemplo, la lucha por la existencia o las exigencias de su profesión; también la vanagloria, el fanatismo, el poder. Cada persona tendrá su propia lista. O por el contrario, libre del trabajo, entrar en una esfera femenina con sus prioridades peculiares y dirigida hacia muy distintos propósitos. Veamos un ejemplo que todos entenderán: O está uno en guerra como Marco Antonio, o enamorado como Marco Antonio, en cuyo caso se deja la batalla y se echa a correr tras Cleopatra cuando su galera huye de Actio. La verdad es que, en el fondo, esos asuntos romanos no me interesan mucho, quiero decir, la jurisprudencia romana, la organización política romana, la ciudadanía romana. Recuerden que por sus propios obstinados motivos, sólo los judíos rechazaron en el mundo antiguo el ofrecimiento imperial de ciudadanía... Y yo recordaré que estoy aquí no para dar una conferencia de historia, sino para relatar los extraños giros de la vida de mi tío Benn.

Pues bien, había llegado el momento de tomar una copa con Tanya Sterling. Suponía que la madre de Treckie tendría mucho que contarme sobre su hija, sobre mi sucesor y sobre las perspectivas de mi pequeña Nancy entre los cambios que a Treckie le pareciera oportuno realizar.

Saqué mis tarjetas de crédito del cajón de los calcetines y fui al centro en autobús, última hora de la tarde, un arrebol de invierno en el Oeste, bancos de nieve en las calles y muchas formas de radiante hielo por el camino. El bar del Marriot, donde encontré a la madre de Treckie, presentaba un panorama completamente distinto, un jardín colgante interior con fuentes, helechos, musgos, gardenias, todo ello lisonjero para la clase ejecutiva en los momentos más suaves, cuando busca sensaciones y fragancias. La señora Sterling era una mujer relativamente jovial. En seguida dijo:

—Fui una novia adolescente —expresión que contenía una inferencia. Aún era una mujer sensual. No pedía, como la pobre Della Bedell, puesto que Della era una resentida, ¿qué tengo que hacer con eso? Hay muy poca gente dispuesta a declararse fuera de concurso. Si uno deja de concursar, se incorpora al censo de los muertos. De ahí la locura sexual en los actos y motivos de hombres y mujeres. Cuando no tienen intenciones específicamente sexuales, en un caso en particular, están ensayando, probándose, preparándose y practicando sus dotes de dominio: exactamente como los gatos cuando luchan entre sí por diversión.

Había algunas cosas sensacionales sobre Tanya Sterling. La más notable era el maquillaje que llevaba, una máscara de mapache de un violeta-azulado, amplios círculos azules en tomo a unos ojos grises y algo inyectados de sangre. Parecía no tener cejas, sino dos barras trazadas con un rotulador. Sin embargo, era una mujer bonita, francamente atractiva, con auténticas emanaciones personales. No estoy hablando del intenso perfume que llevaba —almizcle árabe, pacholí o lo que fuera—, no soy de fiar en eso, no puedo hablar en connaissance de cause como podría hacerlo mi padre sin dificultad alguna. Hablo de rayos, de ondas, de frecuencias de emisión, de la irracional música femenina, de un susurro de guitarra o de violín. Aunque de escasa altura, Tanya era una mujer amplia, vestida con elegancia, de manos delicadas; no era bajita, como Treckie, me convencí de que nunca había tenido ese cuerpo pequeño, embriagador y lleno de su hija. Informal, de gestos relajados, sonreía cordialmente sans fagons. En los tiempos en que las normas sobre la jubilación eran más estrictas, ella habría sido demasiado mayor para las señales provocativas que aún hacía. Pero las cofias de viuda ya sólo se ven en los museos. Las octogenarias con osteoporosis aún se llaman «chicas» entre sí. Aunque aquí me estoy pasando con Tanya. Debe haber estado cerca de los sesenta, no más. Ajustándome a un relato más conservador, su comportamiento era afable. Como ella dijo, había un vínculo entre nosotros. Yo era el padre de su única nieta.

—No supe que la tenía hasta hace dos meses —dijo—. Cinco años en Costa Rica y de algún modo perdí el contacto. Lo hubiese perdido aun estando en Nueva York. Esos jóvenes jipiolos hablan en jerigonza y no hay diccionarios para los padres. Nosotros no podemos entenderles y ellos no pueden entenderse a sí mismos.

Tanya siguió por el estilo diciendo lo adorable que era Nancy y cuánto se parecía a mí. No le importó decir que yo no la había decepcionado ni en apariencia ni en modales. Mis pómulos y el extraño emplazamiento de mis ojos la atrajeron de un modo especial. Ella no habría aconsejado a un hombre que pasaba de los treinta que llevase el pelo tan largo, pero la caída sobre mis sienes de un modo nada corriente y el color oliva rojizo eran insólitos, puesto que la combinación más común era el oliva amarillento. A eso, yo no tenía nada que agregar. No se esperaba comentario alguno.

Entonces paró durante un rato, tarareando sonoramente, no por hacer música, sino porque el generador aún seguía funcionando. Todo eso estaba en su garganta. Volvió la copa de daiquiri por el pie.

No pude evitar el pensamiento de que, como el general Patton, estaba decidiendo por qué flanco atacar.

Al cabo de un rato, dijo:

—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con Treckie?

—La semana pasada —dije—. Me contó su visita.

—¿Eso fue todo?

Comprendí entonces que Tanya tenía intención de hablar de mi sucesor. Bueno, por qué no.

—Le dije que iba a verte.

—¿No te mencionó a Ronald? Debió decírtelo puesto que vive con él.

Dije:

—No hacía falta. Él contestó al teléfono.

—Debes estar disgustado —dijo la madre de Treckie.

Le contesté que, naturalmente, lo estaba, pero que prefería no hablar de mis sentimientos.

—Claro, puesto que no me conoces de nada. Aun así, tenías que estar disgustado.

—No me gusta construir una conversación general en tomo a mis emociones privadas.

—Eso me dice que estabas enamorado de ella. Tiene que ser desagradable con una persona como mi pobre hija. Para ella, una relación exclusiva es demasiado limitante.

—¿Quién es ese Ronald?

—Tiene tipo de boxeador. Me resultó desagradable. Fue campeón de slalom y luego instructor de esquí. Eso de estar en las pistas produce cierto efecto sobre las mujeres, y los instructores tienen todo el tráfico de chicas que pueden controlar. Bueno, pues ese ídolo de los deportes de invierno trabaja ahora en snow-mobiles. Dice que es una nueva industria en crecimiento. Yo le dije que si a ciento cincuenta kilómetros por hora uno no estaba sobrio, podía morir decapitado por una cerca de alambre. El tipo simplemente se rió.

—Entonces, es un hombre duro —fue mi comentario.

—Tú debías ser demasiado delicado para el gusto de Treckie.

Tal vez hubiese ganado a Treckie pateándole las espinillas, pero no tuve el valor de hacerlo. No creí ser tan humano. Tal vez no era mi estilo de crueldad. Sin embargo, sufrí durante los momentos siguientes.

Yo no sabía hasta qué punto Tanya comprendía, pero me comunicaba una compasión femenina. Con sus atractivos dientes que daban a su sonrisa un efecto de simpática adolescencia, uno casi olvidaba la amplitud de su cara y el ancho de su cuerpo y realmente no me importaban sus arrugas, ya que, aunque las hubiese cubierto con círculos de mapache, estaba tratando de pasar por una jovencita. Tenía cierta informalidad al sostener la boquilla estilo F. D. R. que la hacía anticuada. Si había sido una novia adolescente, debía haberse casado en tiempos del New Deal.

—Conociéndote en persona, Kenneth, veo que mi hija no tiene intención de ser feliz. Es una tonta. Sin embargo, adivino que te respetas demasiado a ti mismo como para dejarte abatir. Puedes parecer blando, pero eres un luchador. No eres un gran bebedor, por la forma en que te estás tomando el jerez. Eres más mi tipo; especial, no ostentoso.

—Gracias —dije—. Es alentador que a uno le reconozcan sus cualidades.

—En realidad, Treckie era una niña dulce hasta que empezó el desarrollo y entonces, bam-bam. ¡Con lo pequeñita que era, se puso a buscar acción! Uno nunca sabe qué elemento va a predominar en la mujer madura.

En ese momento, Tanya abrió el enorme bolso que había estado descansando entre sus pies. Lo levantó hasta la mesa con un movimiento de todo su cuerpo, más como un temblor que como un acto práctico, como si estuviese sacando un cubo de un pozo sensual. Probablemente, yo estaba suponiendo demasiado en aquel gesto. Cuando abrió y examinó su bolso, se decepcionó. Dijo:

—Traje fotografías de la familia para enseñártelas, especialmente de Treckie cuando era pequeña. Debo haberlas dejado en mi habitación. Voy a buscarlas.

—No te molestes.

—No es ninguna molestia. Sé que te gustará ver lo bonita que era, muy parecida a nuestra pequeña Nancy. La forma de su cabeza es toda tuya, pero los ojos son los de su madre.

—Estoy seguro de que tendremos otra ocasión.

—Trackie me dijo que te criaste en París. Podía haberlo adivinado. Tus modales lo delatan. Tienen clase. El tipo que tiene ahora es un patán. Me desconciertan las mujeres que se sienten atraídas por el trato brutal. Cuando intento imaginar qué sacan de eso, me quedo en blanco. Son un retroceso a la vida campesina.

Definitivamente, se refería a las piernas amoratadas de su hija.

Continuó:

—A una chica que conocí en el colegio, el tipo con el que vive le rompió un brazo dos veces. Dos viajes en ambulancia a Bellevue, y la mujer regresa a por más. Sin embargo, la gente dice que no ha habido un gran cambio, que siempre ha sido así.

—¿Te parece que, sexualmente, estos tiempos son excepcionales?

—Puedes estar seguro.

Tomé su opinión en serio. Hablaba con autoridad. Me recordaba un poco a Caroline Bunge, la amiga del tío. Si Caroline hubiese tenido la cabeza en su sitio, el parecido hubiese sido más estrecho. En aquello en lo que Caroline era despistada, Tanya gozaba de plena conciencia. Ambas habían tenido una considerable experiencia con hombres. Probablemente habían visto más hombres desnudos que el director general de sanidad64. No pretendo ser despectivo, sólo tratar con la mayor claridad un problema importantísimo que clama por respuestas. El viejo M. Yermelov, de la Rué du Dragón, había tratado de hacerme reflexionar sobre ello cuando era un niño del lycée «Henri IV». Puede que haya aprendido algo de Gide, de Proust y de otros que había leído como cualquier adolescente parisién. Pero ni siquiera Proust trilló el terreno en el estado en que ahora se encuentra. Los gustos sexuales de la aristocracia, los trucos y el mal comportamiento de la haute bourgeoise, los abrazos animales de los proletarios y los campesinos —ver Germinal de Zola y otros— no eran lo mismo que la mezcla erótica contemporánea, combinación de democracia y Tercer Mundo. Millones de personas se han liberado del trabajo, de la rutina, de los votos, de las prohibiciones del incesto y de todo lo demás para inventar libremente y se ha disparado la ingenuidad de la especie humana, o como solía decir Yermelov, el intelecto sin alma, la voluntad de sufór, de los locos cayendo en canales eróticos. Podía creerse que el plan divino sobre la evolución del amor había fracasado; que los ángeles, en su inocencia, habían confundido las señales e inculcado a la humanidad los impulsos equivocados, «fuerzas eruptivas de la naturaleza subsensible», como diría el viejo Yermelov. Me dijo que en Italia, si se prendía fuego a un papel en terreno volcánico se extraía humo del suelo de inmediato. Nunca he visto un volcán.

Permítanme decirles que al tío Benn y a mí nos preparaban el trabajo. ¿Sería que una clase especial de mujeres nos había elegido para dedicarnos una atención especial?

Porque ahora la madre de Treckie tomó conmigo un giro completamente imprevisible.

—No hay razón alguna para que esa chica haga exactamente lo que le da la gana y se salga, encima, con la suya.

—¿Hacer justicia? —dije—. Bueno, estaría bien ver finalmente un ejemplo de justicia en un caso como éste. O en cualquier caso. Aunque no muchos puedan reconocerlo por lo que es.

—Tendrías que actuar con firmeza —dijo Tanya.

—¿Cómo?

—Podríamos darle su merecido a esa chica. Nancy también es tu hija y Treckie no está verdaderamente capacitada para que se le confíe la maternidad. Deberías presentar una demanda reclamando la tutela.

—No estoy en situación de hacer eso, señora Sterling.

—Tanya... Juntos podríamos estar en situación de hacerlo si, para ese propósito y sólo con ese propósito, nos casáramos. Veo que esto te sorprende.

—Pues, sí.

—Sería una formalidad, como se casó W. H. Auden con Erika Mann para salvarla de los nazis.

—No es lo mismo, de ninguna manera —dije—. Además, los tribunales se han vuelto locos. Deberías oír lo que dice de los jueces mi primo Fishl; no es primo hermano, solo pariente. Yo no confiaría en la racionalidad de un tribunal. Además, Tanya, creo que podrás comprender lo que Fishl me dijo no hace mucho sobre el modo en que las mujeres componen un hombre ideal para ellas; una parte de esto, una parte de lo otro, un físico de Sugar Ray, el encanto de Mastroiani, el valor romántico de Malraux, la magia científica de Crick y Watson con la doble hélice, los millones de Paul Getty más el cerebro de Spinoza. ¿Te preguntas qué tiene esto que ver? Pues bien, yo tenía parte de lo que Treckie quería en su compuesto, pero ella necesitaba más.

—Kenneth, te estás evadiendo. No entiendo por qué me lo parece, pero creo que si vieses esas fotos, querrías hacer algo para obtener la tutela de nuestra Nancy. No me puedo perdonar haberlas dejado en mi habitación. ¿Sería demasiada molestia que subieras conmigo?

Me miré el reloj para saber la hora.

—Estás a punto de decir que tienes una cita.

—Estoy cuidando a una amiga que no está lo suficientemente sana como para comer por sí misma.

—Podrías hacerlo y volver en taxi.

—O ver las fotos en otra ocasión.

—Crees que es un pretexto para hacerte subir. Eso sería demasiado vulgar. Ambas partes tenemos algo de delicadeza. Ahora es necesario un candor civilizado. Tú hubieras sido mi yerno si mi hija no hubiese sido una vagabunda y una idiota incapaz de distinguir al hombre que tiene una valiosa cualidad: tratar bien a una mujer. Sólo una persona que ha vivido mucho puede decir lo insólito que eso resulta. Al menos, un veinte por ciento de las mujeres que uno conoce, si lo intuyen, serían felices de tenerte por marido. Pero, además, está el elemento perverso que te despreciaría y abusaría de ti precisamente por esa cualidad que tienes. A ésas nunca podrías complacerlas. Por ejemplo, una chica como Treckie. Tienes que hacer su voluntad. Ella no quiere que la complazcas. Aunque pasaras toda tu vida tratando de hacerte agradable, aunque invirtieses cincuenta años en el esfuerzo, aun así, no le servirías para nada. Otro tipo de mujer se sentiría feliz si no hicieses otra cosa que tomar su mano. El matrimonio, en los términos que te propongo, sería una protección para ti. Sí, te llevo unos diez años más o menos. Pero por eso podríamos tener una relación relajada. De ese modo, si una mujer agresiva intenta presionarte, podrías decir: «Ya estoy casado.»

—Y tú, ¿qué esperarías de mí?

—Sólo lo que estuvieses dispuesto a hacer. Si me tomas en tus brazos en la cama, sería feliz.

¿Que me llevaba diez años? La cantidad real debía ser veinte y más.

—Piensa, además, en Nancy. Bueno, no debería aconsejarte que pensaras. Si me permites decirlo, eres el tipo de persona que piensa en las cosas hasta que desparecen por completo. Volvamos a ti y a mí. Las noches placenteras que pasaríamos juntos nos darían fuerzas para cualquier cosa. ¿Te gustaría probar una vez para ver cómo serían?

Dije que estaba seguro de que sería un experimento maravilloso, pero que en ese preciso momento no estaba preparado para realizarlo.

—Sólo acostarte en la cama. Hablaremos o no, como te apetezca. —Me sonrió con sus peculiares y atractivos dientes. En realidad, y pasando por alto su pintura de mapache y sus señales de tejón, era una mujer atractiva. Además, ocultar el hecho de que me gustan las personas ridículas iría contra mi compromiso con la verdad.

Y qué ofertas más sorprendentes que recibe uno de los locos. Eso fue lo que me pasó por la cabeza mientras levantaba mi largo brazo para llamar al primer taxi de la fila bajo las cálidas varillas del toldo del Marriot. Al Oeste, sobre la helada niebla de la calle recta, había un ocaso cristalino de azul invernal con un núcleo rojo en el centro.

Mientras me acompañaba a través del vestíbulo sin dejar los comentarios erráticos, Tanya Sterling me había dicho entre otras cosas:

—Un vistazo a ese Ronald y pude comprobar cuánto había corrido. Si uno ha tenido trescientas mujeres, ¿cuál es la diferencia entre doscientas noventa y nueve y trescientas una?

A esa hora ya no pasaba el autobús expreso y me gasté veinte pavos en un taxi para no tener que tomar el autobús local que hacía treinta paradas produciéndome dolor de cabeza con los vapores del tubo de escape.

Son más los que mueren de desamor
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