Para cuando me encontré en mi habitación de la residencia, estaba de un ánimo que se resistía a la identificación: desconcertado por el tío y apenado por él, pero también —y era extraño— con muchos ánimos, ánimos rabiosos, atacando a todo el mundo, incluyéndome a mí mismo. Antes que nada, al llegar a mi incómodo santuario quise tirar todos los libros y los papeles —los mismos libros de los que dependía para aclararme, para mantenerme a la altura del siglo xx. De todos modos, después de tanta agitación mental, nada estaba claro. Había esperado que el tío Benn me aclarase ciertos fundamentos y, por el contrario, él necesitaba mi ayuda. Estaba agobiado, doblado hasta la tierra por el peso de los hombros de Matilda Layamon, más pesados que el sólido bronce.
Y bien, ahí estaban mis dos habitaciones, las ventanas imitación del gótico con una débil luz del norte, los cuadros de plástico gris del suelo plagados de incrustaciones vermiculares de polvo, pidiendo a gritos una alfombra. Había renunciado a las comodidades humanas sin obtener grandes ganancias del sacrificio. Tenía una cocinita y un pequeño lavabo (WC), y compartía la ducha con los estudiantes. La Universidad creía que era beneficioso para los chicos relacionarse con sus doctos adultos; así como yo había esperado beneficiarme de mi relación con el tío, un hombre de categoría del cual había tanto que aprender. Fui al baño y luego, para obtener energía instantánea, me comí una pastilla de chocolate Hershey's antes de sentarme a registrar mi conversación con el tío. En lugar de tirar papeles, agregué más.
En blanco y negro, los hechos parecían terribles. A nadie le preocupó el tío mientras fue un inofensivo chiflado de la morfología, tan amenazador como un coleccionista de cantos de pájaros, pero cuando trató de entrar en sociedad a un nivel más significativo, despertó el interés de unas personas cuya atención era mejor evitar. ¿Podría justificarse por la falta de mundo? No, porque entendía perfectamente cualquier cosa que se propusiera entender. Simplemente, prefería no meterse en cuestiones mundanas. Eligió, por el contrario, ser el inofensivo, el inocente botánico que se había casado con una belleza de altos vuelos, negándose a reconocer a Matilda como un emblema fatal hasta que su imaginación tomó las cosas subversivamente en sus propias manos. No entiendo por qué estas mentes superiores tienen que justificar el desprecio que por ellas siente el público en general. ¿Por qué era necesario que al padre de la cibernética tuviese su mujer que revisarle la cremallera antes de salir de la casa? ¿Y por qué la calidad no obliga al respeto de los estúpidos que la rodean?
En ese momento, cuando la noche ya había caído sobre Parrish Place, el tío estaría entrando en el piso de los Layamon, buscaría a su nueva esposa y la encontraría vistiéndose para la cena. Puede que ella le dijese «Hola, qué tal», puede que no, algunas veces estaba ocupada con sus uñas o afeitándose las piernas, arreglándose el pelo de jacinto bajo el resplandor de las bombillas doradas del tocador. Aun cuando se estaba arreglando, era ligeramente displicente. ¿Qué pensaba en realidad de su marido? ¿Era él lo que ella esperaba? El tío nunca podía estar seguro de cómo lo estaba haciendo. A Matilda, evidentemente, le parecía mejor mantenerle en ascuas y tal vez era esta ambigüedad la que desataba aquellas fuerzas oscuras inconscientes que la fusionaban a Tony Perkins. Cuando se vestía, Matilda iba de espejo en espejo hablando sobre los arreglos que aún tendrían que hacerse para las conferencias del tío por el interior del Brasil. Estaría más hermosa que nunca; él sería el primero en decirlo. Su frente baja —inteligente, muchas arrugas de pensamiento la cruzan— es intoxicante. Pero él está de pie tras ella y otra vez están los hombros, todavía amplios, todavía altos, una maldición y una condena. ¿Puedo superar esto?, se pregunta. Se prueba a sí mismo interiormente contra esa barrera, revisa sus potencias interiores; el lugar que está inspeccionando se vuelve doloroso. Lo identifica con el diafragma, puesto que es extraordinariamente agudo en la autoobservación. El músculo entre los dos arcos de las costillas duele ahora al tacto. Rodeado de espejos, no levanta los ojos para mirarse por miedo a ver su lóbrega cara de loco. ¡Absolutamente chiflado!, como me dirá más tarde echándose toda la culpa. Sale al bar que, como el vestidor de Matilda, es de cristal iluminado, y se sirve un vaso de ginebra para poder soportar la cena. Durante la cena se siente, dice, como el pasatiempo de los niños del suplemento dominical: ¿qué es lo que no pertenece a este cuadro?
Otra vez sale la ensalada de palmitos, el plato preferido del doctor. Es justo que obtenga lo que quiere tomando en cuenta lo duro que trabaja. Matilda y su madre cuentan cómo el Bridal Bureau les clavó en los platos de postre. Las cajas serán enviadas al Roanoke y guardadas en la alacena donde Jo las inspeccionará por si hay algo roto. Entre un plato y otro, Benn se da golpecitos en la cara con la mano. Puesto que pocas veces le piden su opinión —la rareza de sus respuestas deja en silencio a los padres de Matilda; no saben de dónde demonios ha salido—, el tío tiene libertad para cavilar. Se le puede dejar la conversación al doctor, que puede ser gracioso cuando la toma contra los imbéciles69 del Ayuntamiento y le salen esas franjas de salamandra en la cara y levanta las cejas como un ingenio shaviano. Como de costumbre, el Electronic Tower flota cada vez más cerca hasta que se detiene justo encima de ellos, más alto que diez Titanio juntos, con todas las ventanas encendidas en una trayectoria recta hacia el ático. Asqueado de repugnante gratitud hacia los Layamon por permitirle ser uno de ellos, atragantándose con mentiras, acusándose ante Dios, gritando: «¿Qué he hecho? ¿Por qué estoy aquí?», Benn se tortura. Casi toda su rabia la dirige contra sí mismo —el término clínico para eso es «intrapunitivo»—, y contempla su propia maldad, pero como por el ideomorfismo anatómico de sus ojos parece que está siempre contemplando, nadie se entera. El tío no lamentaría que el Electronic Tower le aplastase allí mismo, en la mesa. ¡Qué podía importar! En esa colisión estilo Cecil B. de Mille, Matilda no sufriría ningún daño. Sólo él recibiría el castigo merecido.
Yo mismo iba a salir a cenar. No había nada que comer en aquella fría residencia excepto el chocolate almacenado con mis camisas. Dita me había invitado a su casa. Aún no estaba tan repuesto como para dejarse ver en un restaurante y aquellas noches de invierno yo era su única compañía. Su baja por enfermedad terminaba el lunes siguiente y volvería al trabajo. Mi padre me había regalado una botella de Gevrey-Chambertin de su bodega. De niño, un vendedor de vinos solía ir a la Rué Bonaparte a tomar la orden de papá. No creo que queden de esos tipos ni siquiera en París: esos señores bien élevé, respetuosos y corteses, con abrigos elegantes y zapatos lustrados, bombín y guantes de cabritilla en una mano, que hacían ver que mi padre era un superconocedor de vinos. Era tan agradable el olor que salía de la cabeza de aquel tipo cuando se quitaba el sombrero. Papá me entregó la maravillosa botella —Cóte d’Or, Domaine Roy— diciendo:
—Esto es bueno para una ocasión especial. Llévatelo a esa maldita ciudad. También es bueno para golpes y cortaduras, pero es de uso interno. Cuando me mudé sil Mediooeste, mi padre se suscribió al periódico de la ciudad y estaba mejor informado que yo mismo. De vez en cuando se refería en sus cartas a las personas que apuñalaban en las calles, apaleadas hasta la muerte en sus camas por invasores, tiroteadas en autobuses del Ayuntamiento. Estaba preocupado por mí aunque yo vivía en un enclave protegido donde la Universidad gastaba tres millones de dólares al año en policía suplementaria. Yo me burlaba de eso. —Al menos no es Saigón ni Beirut —decía—. Mucha gente aún vive aquí con gran comodidad.
Supongo que me estaba refiriendo a la categoría de los Layamon. Los edificios residenciales como el suyo o el Roanoke estaban bajo estricta seguridad. Gracias a mis estudios, yo pasaba más tiempo mental en Petersburgo, 1913, que en esta metrópoli del Rustbelt. Los hombres de mi tipo tienden a replegarse en libros y teorías. Si uno es un astrofísico, nunca se le ocurrirá pasarse una mañana en el Tribunal de Violencia. Si uno es economista, espera que las fuerzas del mercado predominen sobre los desórdenes locales. El desorden desaparecerá cuando se controle con sensatez la provisión de dinero. En cuanto a tipos como el mío, oscuramente motivados por la convicción de que nuestra existencia nótale nada si no hacemos de ella un giro decisivo, estamos destinados a las humanidades, a la filosofía, a la poesía, a la pintura: los juegos de niños de la humanidad que tuvieron que dejarse atrás cuando empezó la era de la ciencia. A medida que se acerque el final, se pedirá a las humanidades que escojan el papel para decorar la cripta. Y si no hay un giro decisivo, pronto llegará el momento del llamado a la «estética». Pensamientos como éstos son casi tan destructivos como los problemas a los que se aplican.
¡Los tam-tams que suenan en nuestras cabezas volviéndonos locos, son las Grandes Ideas!
Yo estaba preparando la conversación para la cena con Dita. Ella disfrutaba de este tipo de cosas y esperaba que yo se las proporcionase. Yo mismo tenía una gran debilidad por la conversación en la mesa. El entendimiento no sirve de nada si uno no tiene nadie a quien comunicarlo, y puesto que ahora no podía hablar con el tío de esos asuntos, el valor de Dita para mi vida mental —mi vida secreta, si lo prefieren— aumentó considerablemente.
Puse la botella en una bolsa de papel esperando no tener que romperla sobre la cabeza de un asaltante. En estas calles, nunca se sabe, y tenia que cruzar un descampado. Abrí la puerta para salir por la escalera de piedra de la residencia que olía a la Edad Media y entonces recordé que no había oído las llamadas telefónicas de mi contestador automático.
La primera llamada era de Fishl, mi pariente, que sonaba eufórico. Por su voz pude darme cuenta de que no se había afeitado. Estaba frenéticamente aturdido. Sus labios secos y rápidos me dijeron:
—Papá viene de Miami para algún negocio. No debería hacer este viaje en invierno. Malo para su corazón. —¿Negocios? Fishl no sabía que su padre iba a asistir a la audiencia de la junta de libertad bajo palabra al día siguiente—. ¿Sabe Benn que va a venir? Si lo sabe, asegúrate de que no hable con papá hasta que consiga preparar la entrevista adecuada.
Demasiado tarde para eso. El doctor Layamon había dado a Benn pases de prensa para la audiencia. Yo iba a encontrarme con él en el centro.
El segundo mensaje grabado era de Tanya Sterling: «Se está acabando la feria de artículos del hogar y aún no he recibido la cortés respuesta que esperaba; te hice una proposición de buena fe. Aún tengo al detective en Seattle. Por favor, comunícate conmigo.»
En cuanto a la proposición de buena fe, no bromeaba. Proponía apoderarse de mí tal como Matilda se había apoderado del tío. Lo mismo que había intentado Caroline Bunge. De ninguna manera, nada de eso. De mí no, gracias, señora. Apreté la botella bajo mi abrigo deseando realmente la cena con Dita. Mi habitación era tan destartalada que bien podía pasar por una celda de castigo. Corrí a través del descampado, que era un atajo. A pesar de la nieve, se me pegaron algunos cardillos de otoño. Mi táctica consistía en proteger mi Gevrey-Chambertin en caso de caerme en el hielo. Mi padre no hubiese aprobado mi carrera —removía el sedimento—, pero me alegré de llegar a la puerta de Dita a salvo. El Chambertin había sido el elogiado vino favorito de Kojéve. Papá siempre lo había servido cuando él iba a cenar.
El apartamento de Dita era muy distinto a la Rué Bonaparte, pero agradecí el calor y el color, los olores de la comida. No siempre me llamaban tanto las comodidades domésticas, pero aquella noche hacía un tiempo horrible, febrero nos barría con ráfagas de Montana. Su casa no estaba a la altura de las exigencias del tío en cuanto a limpieza. Bien, ahora él estaba en un ático con dos sirvientes. A mí no me importaban los artículos personales que colgaban en la puerta del baño mientras me lavaba las manos y me peinaba. Salí y abrí el vino para dejarlo respirar, feliz de estar allí. El corcho estaba viejo, pero salió en una pieza y el vino estaba tan bueno como mi padre lo había anunciado.
—¿De qué va toda esa alharaca que hacen en Europa sobre los corchos? —preguntó Dita.
—En realidad, no lo sé; sólo un ritual —dije.
Dita no lo hacía mejor cocinando que limpiando. Era una mujer intelectual, la clase de mujer que raras veces come bien. Las mujeres que viven solas pierden todo el interés por la cocina. Pero el pilaf estaba gustoso.
—Llegas tarde —dijo ella—. Saqué el pilaf del horno porque estaba empezando a pegarse. Traté de conseguir ternera, pero sólo tenían cordero. Pruébalo y dime qué le falta.
No hacía falta nada. El plato estaba tal como a mí me gusta, un éxito accidental, casi quemado y, por lo tanto, crujiente.
—Y este Chambertin es un regalo de mi padre. Era uno de los favoritos del gran Kojéve.
Dita estaba muy contenta.
—Qué alegría tenerte para mí sola estas noches.
A través de mí, en aquella metrópoli impresionante, pero bárbara, ella disfrutaba un contacto con Europa, con los parisienses y con la civilización rusa. Aquella noche, llevaba un turbante y estaba atractiva. (Sospecho que no le gustaba lavarse la cabeza. Utilizaba la convalecencia como excusa. El champú le ardía en la cara sensible.) Una mujer con una figura bien desarrollada, tenía labios morunos, una nariz quizá más grande de lo que mi criterio sobre narices estaba dispuesto a aceptar y una cara sólida, sin nada masculino en su solidez. Exceptuando algunos defectos insignificantes, era terriblemente guapa. Su piel —casi curada— se me figuraba una pista de hielo rayado con trazos de patines. Las cicatrices se irían con el tiempo. Cuando hubo servido la comida y se hubo sentado, me miró a través de la mesa con los ojos radiantes de una mujer que informa directamente cuánta satisfacción le produce entretener a su profesor.
El profesor pensaba que su tío estaría pidiéndole a gritos al Electronic Tower que aplastase el ático y pusiese fin a su vida.
Dita decía:
—Este vino es estupendo. En mí se desperdiciaría. En casa bebíamos licor casero, whisky y cajas de cerveza. Yo me quedo con el Wild Turkey. Tú eres el que tienes paladar, tómate tú ese vino.
No le discutí, en vez de eso pensé que mientras tomaba ese vino de Kojéve, podía caer en la tentación de hablar como Kojéve y dar la tabarra sobre el hombre posthistórico.
—Cuéntame —dijo Dita—. ¿Qué tal le va a tu tío? A mi entender es un hombre con suerte. No, no por haberse convertido en el marido de esa emperatriz de la tumbona, sino porque tú le quieres. Viniste desde Europa para vivir con él.
—Él valía el esfuerzo. Todavía creo que hice lo correcto.
—No seguiste a aquella chica, Treckie, a Seattle. No le suplicaste que no se mudara. Te quedaste con tu tío.
—¿Crees que las súplicas habrían cambiado algo? Grité, supliqué. Me hubiese tirado debajo del autobús del aeropuerto, pero en lenguaje, ella es un tipo Esalen, y en esa jerga no hay palabras para ciertas cosas.
—Simplemente no puedo imaginarte tirándote bajo un autobús. Tú podrías imaginarte bajo las ruedas, pero no pasarías de ahí. Por más que lo intentases, no podías hacer lo suficiente para adecuarte a ella. Necesita agarradas, apretones, brutalidad. Ella nunca comprenderá los motivos de una persona como tú, ni hará esfuerzo alguno por comprenderlos.
Era un tema triste, pero no me hizo sentir mal del todo. Perseguí los últimos granos de arroz con mi tenedor. Ya se habían consumido dos tercios del vino sensacional. No necesitaba que me lo dijese, sabía cómo era Treckie y aunque Dita era parte interesada, su opinión no era injusta, no era indeseable. Treckie, la pálida niña aborigen, era una primitivista, necesitaba encuentros sexuales primitivos. Sus gustos podrían cambiar en una o dos décadas. Yo podía seguir por ahí veinte o treinta años y esperar esa reforma.
Dita llevaba una bata de pana de color cacao abotonada hasta el cuello, las mangas abombadas en las muñecas, no del todo apropiada para la cocina. Sus modales con los cubiertos eran los de una dama, utilizaba el tenedor con una delicadeza de clase trabajadora, pero abría la boca por completo para meter la comida. Era una mujer elegante, fuerte y guapa que temía no tener suficiente educación o altura. Esa preocupación podía oírse en el planeo de sus frases y en la subida artificial angloirlandesa de sus finales. Todo eso se olvidaba cuando reía. Cuando reía se le veían la lengua y los empastes de las muelas. Su color no era del todo malo, al menos eso había hecho por ella el sádico dermatólogo. Su pelo negro, todo cubierto por el turbante, tenía una tendencia ascendente, como plumas de ave. Aun así, daba garantías femeninas de calidez —quiero decir, calidez inteligente, considerada, simpatía con un hombre y auténtico tacto al tratar con él. Esto es lo que yo llamo fundamental, la línea de fondo.
—Así que tu tío y su mujer se van a Brasil.
—Dentro de un par de días, sí. Volverán en mayo o en junio. Otra larga ausencia. Yo esperaba que después del matrimonio no viajaría tanto.
—¿Le ves mucho, antes de irse?
—Todo lo que puedo. Mañana por la mañana tengo que encontrarme con él en el centro. Tengo a un tío abuelo en política...
—Vilitzer, como si no lo supiera.
—El tío Benn tiene que hablar con él antes de irse. Vilitzer está en la junta de libertad bajo palabra y la junta tiene audiencia.
—Ah, debe ser el caso Cusper. No me lo digas —dijo Dita—. Lo leí mientras estuve encerrada. También ha salido en tele. ¿Es ahí adonde vas?
—Nos han dado pase de prensa.
—Santo cielo, están muy solicitados. Es el mayor espectáculo de la ciudad. Lo está dirigiendo el mismo gobernador.
—El padre de Matilda tiene mucho poder. Él consiguió los pases.
—No puedo imaginar dos personas menos indicadas para un acontecimiento así. Eso no está en la línea de tu tío.
—¿Ni en la mía?
—Bueno, tú no eres un forofo del fútbol ni del hockey y no sigues las carreras de Indianápolis ni el consultorio sexual que da por la tele la doctora esa. A las mujeres con problemas amorosos les dice que vayan al mercado y se compren un pepino hermoso y firme. Ni siquiera ves a Johnny Carson para enterarte de lo que se propone tu prójimo.
—No creo que esté tan fuera de todo eso como mi tío.
—No perteneces a la comunidad. Tú y tu tío se han absorbido mutuamente. Cuando estoy estudiando a Scriabin y a Kandinsky, eso también me ocurre a mí. Te pondré al corriente. Hay un joven llamado Sickel que cumple condena por violación en la penitenciaría del estado. El nombre de la víctima es Danae Cusper. Su testimonio metió al chico en la cárcel. Pero ella ha vuelto a nacer y ha sufrido una transformación religiosa. Ahora dice que él no la violó, que ella se lo inventó. Su consejero espiritual le dice que tiene que contar la verdad. Eso es lo que le exige su conciencia.
—¿Cuánto tiempo ha estado él en la cárcel?
—Seis o siete años. Se ha hecho tanto ruido sobre el joven inocente que le han dejado en libertad bajo fianza. El gobernador Stewart se ha hecho cargo personalmente de las deliberaciones de la junta de libertad bajo palabra. Se ha publicado el pliego de cargos de Sickel. El periódico debe haberle pagado a alguien del departamento de Policía una bonita suma por eso; es de aúpa. Artículos como: «Intrusión criminal en un vehículo.» «Robo menor.» «Sobreseimiento, pero con multa.» Luego el caso fuerte: «Secuestro y violación con agravantes. La víctima secuestrada a la fuerza por tres personas del sexo masculino y violada en el asiento trasero.» —Dita había recogido el periódico del suelo y me lo estaba leyendo—. «Los calzoncillos del sospechoso confiscados y examinados para encontrar vello púbico.» Vello extraído del área genital de la víctima para análisis comparativo por expertos forenses.
—Entonces, es como una especie de espectáculo de sexo —dije.
—¿Por qué crees que tiene tanto éxito en la tele? En el juicio original, Danae Cusper ofreció un testimonio convincente. Ahora dice que mintió porque había tenido relaciones sexuales con otro tipo, pensó que estaba embarazada y le aterrorizó la reacción de sus severos padres. Ahora no puede tener paz hasta que haya expiado su culpa ante el Señor. Pide el perdón de la pobre víctima. Se encuentran ante las cámaras y se dan la mano. Ella es una persona completamente distinta, casada con un tipo llamado Bold, una matrona y madre de familia. Sus sentidas súplicas de justicia han conmovido a muchos espectadores. Da una impresión de vida limpia. Su abogado ha vendido la historia al cine por una cantidad desconocida.
—Así que es ahí adonde vamos.
—Sí y me pregunto qué sacará de eso tu tío.
—¿Él? En sus tiempos vio algunos espectáculos bastante escabrosos. Lo que intentaba era escapar de toda esa molesta sexualidad perturbada.
—Por eso se casó con la señorita Layamon. He oído que es amiga de Marguerite Duras.
—Mi madre las presentó.
—Leí la novela de esa mujer sobre la niña francesa en Saigón que tuvo esas relaciones salaces con un chino. ¿No hizo también Hiroshima con sexo? ¿Y la resistencia francesa con sexo? En algún momento hubo un asunto con un colaborador francés. Era más o menos un deber patriótico. ¿No te parece estupendo? Me pregunto qué hizo pensar a tu tío que entraba en puerto seguro con la amiga americana de esa señora.
—Creo que ya ha dejado aquella lascivia literaria político-existencial —le dije.
—Cuando los recién casados vuelvan de Brasil, se mudarán al Roanoke. He estado en ese edificio. También hice un tour por la residencia real de Francisco José cuando estuve en Viena y supongo que el Kremlin es similar.
—Ah, el Kremlin. Después de que esa mujer, Fanny, le disparase, Lenin pedía la muerte a gritos porque no podía controlar sus esfínteres y eso le humillaba.
Dita hizo una pausa graciosa con la boca abierta antes de preguntar:
—¿Cuál es la relación?
Estimulado de diversos modos por el Gevrey-Chambertin, por la comodidad de la cena, por la calidez y el color de la habitación, yo estaba abierto a las asociaciones de un modo poco usual, es decir, emocional. Jugar con todas ellas era estéticamente intoxicante. Además, era característico, era yo, yo tal como me excitaba ser, experimentando plenamente los hechos fantásticos y extraños de la realidad contemporánea sin hacer ningún esfuerzo particular por imponerles mis cogniciones. Precisamente, no quería hablar con sentido. Sólo quería seguir el flujo intoxicante de esos hechos.
—Bueno, ¿y le gustará a tu tío vivir en el Roanoke?
—Como puede gustarle a un huevo que lo guarden en un lugar frío. Se conservará, pero no sabrá bien.
—¿Y qué se propone profesionalmente?
—Algo morfológico sobre los líquenes árticos. No he estudiado botánica. Todo lo que puedo decir es que los líquenes son algas y hongos al mismo tiempo. Se congelan a cincuenta bajo cero. En cuanto brilla el sol, se reaniman, milenio tras milenio. Me sugieren los pequeños glaciares de los pechos civilizados. Yermelov, mi primer profesor de ruso y también mi gurú, puede haber sido un pobre viejo loco. Depositó en mí esa imagen del hielo. Muchos exiliados rusos perdieron el juicio en Occidente. Había tiendas en Saint-Germain-des-Pres que hacían un gran negocio con Madame Blavatsky, Oupensky, Hermes Trismegisto y la Cábala. Los rusos son grandes en eso. Mi abuelo Crader también hablaba sobre el misticismo judío, el Árbol del Conocimiento y el Árbol de la Vida. (El Árbol de la Vida está enterrado a 350 metros bajo el Electronic Tower.) El tío niega la influencia de ese Árbol, pero muy bien puede haberle influido. Creo que trabaja como un contemplativo, concentrándose sin esfuerzo con la misma naturalidad con que respira, sin oscilaciones del deseo ni de la memoria, como las aguas tranquilas, diría Yermelov, y profundas, son tan profundas. Así es con las plantas. Pero uno tiene que contar con el resto de la vida y más vale que cuente con astucia o le pesará.
—¿Capaz de adecuarse a los requerimientos de la ciencia, pero no a los de las mujeres? —preguntó Dita.
—No es correcto ponerlo así. También se sienten atraídas por él. Tiene una energía y ellas la sienten. De paso, tengo entendido que los líquenes pueden nutrirse del aire cuando lo necesitan, como las criaturas míticas que comían aire. Los judíos sienten a veces la tentación de verse así, aceptando misiones de esa dificultad. En su lugar de origen no lo lograron verdaderamente. Observo que sólo hay setenta u ochenta judíos en Venecia y casi ninguno en Salónica y otras comunidades griegas donde se prosiguieron los estudios místicos bajo los otomanos. Todo eso ha desaparecido.
—Me suena como si creyeses que a tu tío le habría ido mejor si hubiese prescindido de la parte erótica.
—Espero que poco a poco me diga qué ha pasado. Tiene algo curioso y es que puede decirte lo que le ocurre una vez se decide a tomarse la molestia. Todo está ahí, en su cabeza. Yo no puedo hacer eso.
—Estás tratando de decirme en qué consiste su atracción.
—Eso sí que puedo hacerlo. El tío es una persona auténtica. Nunca se desvía de su naturaleza original. Puede tratar de huir, de evadirse por un tiempo, pero al final, desembucha. Se pone en el banquillo y lo dice todo. Eso lo admiro. También me choca y algunas veces parece francamente estúpido. Si eres todo de una pieza y te encuentran un obstáculo, simplemente, te cortan.
—A ti no te gusta esa hermosa Matilda, ¿no es cierto?
—¿Por qué un hombre no ha de querer a una mujer hermosa? Si tiene que renunciar a todas las demás, lo mejor es que consiga una belleza. Pero da la casualidad de que el presente es un clímax mundial nunca visto, la cumbre del genio para la perfección externa y el acabado de altura. Fíjate en las manzanas Deliciosas del estado de Washington creadas por los pomólogos, o en un coche de carreras Bugatti creado por los ingenieros italianos. La belleza sin corazón nunca ha sido tan maravillosa. Pero en cuanto a los hombres y las mujeres, la calidez humana se ha vertido en el invento. Cuando hay luz y calor en los ojos y en las mejillas de una mujer, uno no puede decir con seguridad si son auténticos. Esa belleza anhela amor o un marido o está buscando un hombre de paja, una cobertura para las operaciones de su belleza.
—No creerás de verdad que no es más que una trampa.
—Claro que no, pero hay demasiadas variables humanas a las que hay que seguir el rastro. Por ejemplo, el tío podía saber muy bien que iba a ser engañado y desea el engaño tanto como ella porque le excita. O si no, estropea la belleza exagerando defectos nimios. Se vuelve exigente hasta la locura y busca faltas en la amada. Se fija en sus nudillos o en la forma de sus orejas. O si no, tiene una señal de nacimiento pequeñita, como la belleza del cuento de Hawthome, perfecta, a no ser por ese detalle. Aylmer, el científico loco, la mata cuando le quita la señal. Bueno, ya sabes lo que dice la Biblia: Dionisio y Hades son uno y el mismo, el dios de la vida y el dios de la muerte son el mismo dios, lo que significa que la vida de la especie exige la muerte del individuo.
—Sí, claro, todo eso estaba en el curso sobre Soloviev que tú me diste.
No sólo era su profesor, ella había hecho, además, mi seminario ruso 451 sobre «El significado del amor». No era de extrañar que hubiese sometido su cara al castigo de ese demonio de dermatólogo y a su disco de lija de alta velocidad. Después de mi seminario, nunca fue la misma. Otra sombra en mi conciencia.
—Dita, no puedo decirte cuánto me ha enseñado este asunto de los Layamon. Por ejemplo, el doctor Layamon le habla al tío de la impotencia. Y, ¿por qué tiene que hacer eso? Le dijo que un hombre no tenía que preocuparse de cómo complacer a su mujer mientras tuviese un dedo gordo del pie, un pulgar, una rodilla, el muñón de un brazo, una nariz. Las señoras son muy condescendientes hoy en día, han aprendido que lo que cuenta es el espíritu y si tú les importas, lo demás no importa demasiado. Por otra parte, el hijo de Vilitzer, Fishl, me dijo que existía la fantasía femenina común de construir por piezas al hombre ideal. Ninguna persona real tiene todo lo que ellas sueñan, así que juntan partes y elementos de aquí y de allá, una verga grande, una personalidad brillante, millones de dólares, un espíritu brillante y audaz como Malraux, la atracción masculina de Clark Gable en Lo que el viento se llevó, los modales de un aristócrata francés, el cerebro de un superhombre de la física.
Dita se rió a carcajadas y dijo:
—No me hagas eso. Mi cara está todavía demasiado sensible para que abra tanto la boca.
—Haz tu propia persona sintética.
—Diferente de la persona auténtica que dijiste que era tu tío.
—La mayoría son fabricados, usualmente por sí mismos.
—Así que uno monta de acuerdo con su gusto.
—También puedes desmantelar, desmembrar como hacen los fetichistas. Ellos no quieren una persona completa, sólo un mechón de pelo, el zapato de una mujer o su delantal. El resto no les hace falta. Devuélvelo a la cocina.
—Pero bueno, ¿quién está haciendo eso? —dijo Dita—. ¿A qué viene?
Le eché una mirada larga y silenciosa, no iba a traicionar el secreto del tío —esos hombros— sólo para satisfacer su curiosidad o para hacerme el interesante ante ella a costa del tío. Me miró con la misma fijeza y finalmente dijo:
—Creo que tienes los ojos más altos y aplastados de lo que la mayoría considera normal.
—Volviendo a lo que decía, en las relaciones entre hombres y mujeres siempre hay confusión, una intoxicación transfiguradora, como diría M. Kojéve, enivrement. Los espejos de Circe, su radiante magia. Cuando el amor irrumpe, hay que decir adiós a la realidad. Kojéve solía decir esas cosas cuando se acercaba al final de la botella... No me gustaría que me oyese contarlo. Yo no soy un filósofo y no estoy seguro de haberle entendido bien. Todavía encuentro en él los orígenes de mi debilidad por la gran perspectiva global.
—Continúa —me animó Dita.
—De niño, camino de la Rué du Dragón y de mis lecciones de conversación rusa, me sentía como una miga cósmica flotando en las calles de la que había sido la capital del mundo. Habían sacado de allí a los alemanes antes de que yo naciese. Muchos edificios aún están marcados por gente que no sabía muy bien cómo apuntar con una pistola en las batallas callejeras. En los años cincuenta, había en París una especie de desorden chino, pero nosotros estábamos cómodos en la Rué Bonaparte y mamá ponía una buena mesa. Me permitían tomar el postre con ellos y escuchar a Kojéve hablando del final de la historia y de cómo el hombre se había liberado para ser feliz, tal vez. Ahora podía jugar, si quería, con el Arte y el Amor. Ya no tenía que seguir negándose a lo Dado. Estaba libre de la lucha histórica para ser el más privilegiado de los animales. Kojéve hablaba de seguridad y de abundancia en la época posthistórica y decía que el proyecto moderno —ilustración, ciencia, democracia— había encontrado su éxito y su expresión más importante en los Estados Unidos. América lo había hecho todo sin una dictadura del proletariado. China y Rusia no eran más que casos retrasados. No se podía esperar que un niño entendiese todo eso, pero aquello me impactaba y estaba completamente claro que yo tendría que ir a los Estados Unidos, al centro de la acción. Rusia era unos Estados Unidos subdesarrollados, era el ratón campesino del materialismo. Los americanos son miembros de una sociedad virtualmente sin clases que se apropian de cualquier cosa que les atraiga sin agotarse demasiado. Dinero, bienes, deportes, juguetes y golosinas sexuales son la forma de la coyuntura crítica.
—Otra vez el sexo —dijo Dita.
—No del todo —dije. Es el sufrimiento del deseo tal como había intentado describirlo a mi madre sin mencionar a Kojéve. Sólo que Kojéve no lo hubiese visto como sufrimiento, sino como decadencia.
En ese momento sentí la necesidad de levantarme de la mesa y buscar mi abrigo. Me esperaba un día fuerte y un desayuno temprano con el tío, expliqué, y había bebido mucho. Dita no trató de convencerme de que me quedara, yo le gustaba demasiado como para crearme dificultades. Sólo se permitió un comentario y fue:
—Perderías tu tiempo con una mujer a la que no le gustase escucharte, una mujer que no tuviera idea de lo que estás diciendo o de qué vas. Veo que voy a tener que replantearme mi visión de tu apego a tu tío. La tenía equivocada.
—Cuídate —le dije.