El año pasado, durante una crisis personal, mi tío Benn —B. Crader, el conocido botánica— me enseñó una viñeta de Charles Addams. Era una viñeta corriente, apenas valía una sonrisa, pero el tío estaba obsesionado por ella y quería comentarla en detalle. No me apetecía analizar una viñeta. Él insistía. La mencionaba en relación con tantas cosas, que el maldito asunto llegó a irritarme y estuve pensando hacérsela enmarcar para regalársela por su cumpleaños. Cuélgala en la pared y líbrate de ella, pensé. Benn lograba exasperarme de vez en cuando como sólo puede hacerlo alguien que ocupa un lugar especial en nuestra vida. Él lo ocupaba en la mía, desde luego. Yo quería a mi tío.
Algo curioso y digno de mención es que el resto de la obra de Addams no le hacía mucha gracia. La gran colección, Monster Rally1, llegó a deprimirle. Su monotonía, ese humor negro por mor de la negrura, se le hizo aburrida. Sólo le impresionó esa única viñeta. Se trata de un par de enamorados —la pareja morbosa— desolada de siempre en el típico escenario de tumbas y tejos. El hombre tenía un aspecto brutal y la mujer de largos cabellos —creo que los aficionados la llaman Morticia— llevaba una túnica de bruja. Ambos estaban sentados en el banco de un cementerio haciendo manitas. El pie era sencillo:
«¿Eres infeliz, querida?»
«¡Oh sí, sí! Completamente.»
—¿Por qué me llama tanto la atención? —dijo el tío.
—Sí, yo también me lo pregunto.
Se disculpó.
—Estás cansado de que la traiga por los pelos cinco veces al día. Lo siento, Kenneth.
—Tomando en cuenta tu situación, puedo comprenderlo. Las obsesiones de los demás no me entusiasman. Puedo aguantar ésta por un tiempo, pero si lo que quieres es sátira o caricatura, ¿por qué no recurres a alguno de los maestros, Daumier o Goya?
—No siempre se puede elegir. Además, no tengo tu cultura. Las mentes del Mediooeste2 son más lentas. Ya sé que Addams no está entre los genios, pero constituye una expresión actual y me gusta la forma retorcida en que aborda el amor. No manipula a nadie, a diferencia de Alfred Hitchcock —el tío había cobrado una fuerte aversión a Hitchcock—. De Hitchcock se obtiene una producción. Addams trabaja a partir de su propia naturaleza atormentada.
—El amor nos ha idiotizado durante siglos, así que no se trata únicamente de su naturaleza atormentada.
El tío inclinó sus pesados hombros en silencio. No aceptaba mi comentario y ésa era su forma de rechazarlo. Dijo:
—Con Hitchcock no habría querido hablar ni un minuto, mientras que con Addams, creo que podría sostener una conversación significativa.
—Lo dudo. Él no respondería.
—Aunque eres varias décadas más joven, has visto de la vida más que yo —dijo el tío—, eso te lo concedo.
Quería decir que yo había nacido y crecido en Francia. Me presentaba como «mi sobrino parisién». Con respecto a sí mismo, le gustaba decir que carecía en absoluto de mundología. Claro que había visto mucho, pero tal vez no se había fijado lo suficiente. O no lo había hecho con fines prácticos.
—Tendrías que admitirle a Addams que sólo admiras esa única viñeta —le dije.
—Una, sí, pero va a los fundamentos.
Y entonces Benn empezó a hablarme de los fundamentos según él los veía, como suelen hacer los que se encuentran en crisis. Desorientado por sus problemas —su infeliz ensayo matrimonial—, no tenía las cosas muy claras.
—Toda vida tiene su dificultad fundamental y característica —dijo—, un tema desarrollado en miles de variaciones. Variaciones, variaciones, hasta que uno desea la muerte. No creo que la palabra adecuada sea obsesión. El término compulsión de repetición tampoco me gusta, con todos mis respetos por Freud. Ni siquiera es correcto llamarlo idea fija. Una idea fija también puede ser una tapadera o un engaño para ocultar algo inconfesable. Algunas veces me pregunto si mi tema tiene alguna relación con las plantas. Pero lo más probable es que la profesión no tenga nada que ver. Si hubiese sido florista o farmacéutico, como quería mi madre, escucharía de todos modos el mismo bong, bong, bong fatal... Hacia el fin de la vida, uno tiene que cubrir una especie de programa de dolor, un programa largo como un documento federal3, sólo que es tu programa de dolor. Categorías infinitas. Primero, causas físicas como la artritis, las piedras en la vesícula, los espasmos menstruales. En la siguiente categoría, el orgullo herido, la traición, la estafa, la injusticia. Pero los artículos más duros son los que se refieren al amor. La cuestión es entonces: ¿Por qué persisten todos? Si el amor destroza y se ven los estragos por todas partes, ¿por qué no se actúa con sensatez y se retira uno pronto?
—Por anhelos inmortales —dije—. O tal vez porque uno espera un golpe de suerte.
El tío siempre proponía conversaciones de gran envergadura y había que cuidarle. Con especulaciones confusas, sólo conseguía aumentar su desdicha. También tenía que estar alerta conmigo mismo, ya que tengo una afición similar a poner las cosas en claro y sé lo inútil que resulta dedicarse constantemente a ello. Durante su última crisis, sin embargo, había que tolerar al tío sus intentos de autoanálisis. Mi trabajo —mi puro deber— consistía en mantenerle la cabeza en su sitio. Era tan evidente en qué se había equivocado que pude explicárselo en detalle. Eso aumentó mi vanidad. Al reñirle por sus errores manifiestos, descubrí cuánto me parecía a mi padre —los gestos, los tonos, la condescendiente superioridad, la seguridad capaz de cerrar todas las brechas, de llenar todo el espacio planetario, si de eso se trata. Me chocó descubrir a quién sonaba. Mi padre es un hombre excelente, a su manera, pero yo estaba decidido a superarle. Hecho de arcilla más fina4, como antes se decía, más listo, juega en otra división. Allí donde me ganaba, me ganaba: tenis, historial de guerra (yo no tengo); en el sexo, en la conversación, en la apariencia. Pero había esferas —y me refiero a esferas superiores— en las que él no estaba bien situado y le llevaba yo una gran ventaja. Y entonces, oír en mis conversaciones con el tío los acentos de mi padre, incluyendo las palabras francesas que él utilizaba para dejar las cosas claras —cuando el inglés no resultaba lo suficientemente sutil— supuso un revés mortal para el proyecto de mi vida. Más me valía echar otro vistazo a las esferas para cerciorarme de que verdaderamente eran esferas y no burbujas. Sea como fuere, el caso es que al caer el tío, yo caí con él. Era inevitable que yo también cayese. Creí que debía estar a mano en todo momento. Y, de un modo imprevisto, lo estuve.
Benn se especializaba en morfología y anatomía de las plantas. La típica postura del especialista es que sabe cuánto hay que saber en su rama y que no tiene por qué saber otra cosa. Como en el ejemplo: «Yo arreglo manómetros, no me venga con odómetros.» O en el chiste: «Yo no afeito, enjabono. Si quiere afeitarse, vaya a la acera de enfrente.» Es comprensible que algunas especialidades exijan más que otras y que lo saquen a uno del mundo; llevan inherente el derecho a mantener las distancias. Conocí a través de Benn a algunos tipos de ciencias exactas cuyas excentricidades tenían el color de prerrogativas. Berni nunca reivindicó el privilegio de distanciarse del género humano. Si hubiese roto sus «relaciones exteriores», las mujeres no le habrían hecho sufrir tanto.
Puedo dar un ejemplo de ese fenómeno de ruptura. Estamos comiendo en el club de profesores con un científico de primer orden. El camarero, que es un estudiante, se acerca a tomar nota. El colega de Benn dice al joven: «Tráigame pollo a la king.» El chico responde: «Papá, llevas tres días comiendo pollo a la king, ¿por qué no pruebas el chile con carne?»
Después de toda una vida, el chico aceptaba sin problemas el despiste del padre. Los otros comensales sonrieron. Yo me reí un poco. Fue uno de esos súbitos momentos de gracia. Mientras reía, me vi a mí mismo de perfil como una llave inglesa del tamaño de un hombre, la quijada caída. Suelo tener ese tipo de imágenes involuntarias. Puede que aquélla, tan poco halagadora, me fuese sugerida por lo metálico de mis acompañantes.
Su extremo despiste no perjudicaba al amigo científico en sus relaciones con sus colegas. Significaba que estaba muy lejos, cumpliendo con su deber en las fronteras de su disciplina; así que adiós muy buenas a parientes y amigos. Los científicos de primera fila constituyen una casta principesca. Después de todo, son las inteligencias más secretas y más destacadas de las dos superpotencias. Los rusos tienen las suyas como nosotros las nuestras. Verdaderamente, es un privilegio muy elevado.
Bueno, en realidad, el despiste no supone un gran problema. Todos comprenden que mientras uno está controlando la naturaleza, tiene perfecto derecho de abandonar a los humanos vulgares que no llegan a ninguna parte por sus propios medios. Estamos hablando de una elite posthistórica y todo lo demás. Pero en ese aspecto, como en otros, el tío era diferente. No pedía que le eximieran de las molestias que comporta la existencia de la criatura humana. Resultaba conspicuo que no lo pedía. Puede que sus colegas especialistas le considerasen retrasado en ese aspecto. Hasta yo mismo le consideraba a veces retrasado, más confuso en cuestiones humanas que muchas personas de prendas normales. Nadie le tildó nunca de tonto. Se le reconocía una brillante inteligencia en su especialidad. Era, además, observador y leía mucho —escrutando, como dijo César de Casio, «los actos de los hombres». Si yo hiciese el papel de César, diría esa frase con sarcasmo. Para César, en su grandeza, los logros de los que se enorgullece el vulgo son despreciables. César era, con mucho, el más inteligente de todos. Pero una cosa es cierta: el tío no escrutaba los actos de las mujeres. En otros aspectos, no tenía mal juicio si se aplicaba.
Así que cuando empezaba a hablar de la complejidad de la existencia, era mejor —por su propio bien— no alentarle. Por genial que fuese en el reino vegetal, su seriedad de alto nivel podía resultar angustiosa. Algunas veces me producía la impresión de un mal conductor tratando infructuosamente de meterse en un aparcamiento marcha atrás: diez intentos y nada; a uno le daban ganas de quitarle el volante. Y sin embargo, cuando dejaba de hacer el «analítico» y paraba el rollo, podía resultar sorprendente. Tenía un talento extraordinario para describirse a sí mismo de forma directa. Podía explicar en detalle lo que sentía al nivel más simple; qué efecto le producía una aspirina en la nuca, en la boca. Eso despertaba mi curiosidad porque la mayoría de la gente no es capaz de describir lo que ocurre en su interior aunque le vaya la vida en ello. Los alcohólicos y los drogadictos están demasiado confusos; los hipocondríacos son sus propios terroristas y la mayoría de nosotros sólo nota un tumulto metabólico en su interior. Claro, la materia se está desintegrando ahí dentro, en el ciclotrón del organismo. Pero si el tío tomaba un betabloqueador para su presión arterial, era capaz de describir con lujo de detalles sus reacciones físicas y las emocionales también: su descenso hacia el abatimiento. Y si uno esperaba discretamente el momento oportuno, tarde o temprano explicaba sus más recónditas impresiones. Es cierto que a menudo tenía que ayudarle a localizarlas, pero una vez las había captado, disfrutaba contándolo.
Físicamente, era algo voluminoso. Resultaba fácil burlarse del trabajo que la naturaleza había hecho con él. Mi padre, que no tenía la gracia que él se pensaba, decía que su cuñado estaba construido como una iglesia rusa: con cúpula de bulbo. El tío es uno de esos judíos rusos —de origen— que tienen las típicas facciones rusas: nariz corta, ojos azules, cabello fino y escaso. Si hubiese tenido las manos más grandes habría podido ser el doble de Sviatoslav Richter, el pianista. Cuando los dedos de Richter corren por el piano, el peso de tamañas manos saca los brazos del frac de modo que cuelgan bien por debajo de las rodillas. En el tío, lo conspicuo no eran las manos, sino los ojos. Costaba precisar su color. Eran azules: azul marino, ultramarino (el pigmento se hace con polvo de lapislázuli). Más impresionante que el color era la mirada cuando la fijaba con intensidad. Había veces en que uno se sentía sometido al poder de la mirada. Las órbitas de los ojos parecían un ocho tumbado y eso hacía que, de vez en cuando, uno se sintiera confuso, a más de sugerir extraños pensamientos tales como: Ésta es la facultad de ver, la visión en sí misma, aquello para lo que en realidad fueron hechos los ojos. O bien: La luz extrae esos órganos de nosotros, simples criaturas, para sus propios fines. Ciertamente, no cabe esperar que un poder como el de la luz le deje a uno en paz. Así que cuando Benn se quejaba de la complejidad de la existencia y hablaba de los «determinantes sociales», no era posible tomarle en serio, porque al manifestarse con solemnidad, lo que uno veía no era precisamente la mirada de un hombre configurado por «determinantes sociales». Pero él no se manifestaba de esa forma con frecuencia. Prefería aparecer inocente, inocente y perplejo, y hasta con pinta de tonto. Era lo mejor para todos. El asunto de la inocencia deliberada o elegida es bastante curioso, pero no voy a tratarlo aquí.
Es evidente que yo le observaba con mucha atención. Le cuidaba y le controlaba; estudiaba sus necesidades; le protegía de las amenazas. Por tratarse de un prodigio, necesitaba cuidados especiales. Las personas singulares tienen necesidades singulares y mi deber era guardarle en su valiosa singularidad. Yo me había desplazado desde Europa para hacerlo, para estar cerca de él. Estábamos unidos por partida doble, múltiple. En aquel momento, ninguno de los dos tenía otros amigos de verdad y yo no podía darme el lujo de perderle. Por su singular independencia, rio iba de prodigio, le disgustaba la ampulosidad y la evitaba. Ni siquiera permitía que le inhibiesen las «leyes» de la física y de la biología. El tío nunca hablaba de la «cosmovisión de la ciencia». Nunca le oí mencionar semejante cosa. Evitaba cualquier demostración de esa «valiosa singularidad» que yo le atribuía y tampoco le hacía gracia que le supervisaran y le controlaran. Solía decir: «No soy un fenómeno de feria.» Esa frase le delataba cronológicamente. Las ferias de carnaval, con sus fenómenos, sus mujeres barbudas y sus ubanguis con labios de fuente, desaparecieron hace mucho tiempo. Algunas veces sospecho que se ocultaron en la clandestinidad y que vuelven a surgir en la vida privada como «tipos psicológicos».
Según uno de sus colegas, y los colegas suelen ser los últimos en decir esas cosas, Benn era un botánico de «un alto nivel de distinción». No creo que eso impresione a la mayoría. ¿Por qué habrían de importarle las raíces adventicias o la histogénesis de las hojas? Si no hubiese sido por el tío, a mí tampoco me habrían importado. ¿Los científicos? A menos que investiguen sobre el cáncer o que nos conduzcan a través del universo por televisión, como lo hace Carl Sagan, ¿para qué sirven? El público quiere trasplantes de corazón, quiere un remedio para el SIDA, quiere que la senilidad sea reversible. Las estructuras de las plantas le importan un bledo y, ¿por qué habrían de importarle? Claro que puede tolerar a la gente que las estudia. Una sociedad poderosa bien puede darse el lujo de mantener a unos cuantos tipos de ésos. Además, son relativamente baratos. Sale más caro mantener a dos presos en Stateville que a un botánico en su cátedra. Pero los presos ofrecen mucho más en cuanto a emociones: incendios y motines en las cárceles, un guardia agarrotado, un alcaide empalado.
Ser un académico americano es una gran cosa. Pueden creerme, porque yo también lo soy. No digo que serlo me fascine, sólo que lo soy, profesor adjunto de literatura rusa —por el momento, dicho sea de paso—. Para mí es apasionante, pero ¿a cuántos apasionan esos estudios, si se comparan, por ejemplo, con el interés que suscita Bruce Sprinsteen o el coronel Gadafi o el líder de la mayoría del Senado de los Estados Unidos? Enseño en la misma Universidad que el tío Benn. Sí, utilizó su influencia para conseguir mi nombramiento. Pero no pertenezco al auténtico tipo universitario. Hoy en día ya no existe tal cosa en el sentido convencional y tradicional de la «torre de marfil». Sí, hay eruditos, pero no son tan conspicuos. Parte de la Universidad se dedica al negocio de «crear conciencia». «Crear conciencia», supone erradicar inercias. A medida que las viejas inercias desaparecen, la gente puede esperar una vida de conciencia más plena. Por ejemplo, la larga inercia de los negros desembocó en el movimiento de los derechos civiles y se les integró en la comunidad de los conscientes en la que era forzoso desarrollar un «lenguaje de ideas». Sin conceptos es imposible proponer o comunicar públicamente los intereses y las universidades se han convertido en una fuente importante de jergas que fluyen hacia la vida pública por canales como el púlpito, la criminología, los tribunales, las cadenas de televisión, los consultorios de los consejeros de familia, etc. Eso es sólo una parte del panorama. De las universidades fluyen vastos poderes hacia el Gobierno: el Departamento de Defensa, el Departamento de Estado, el de Hacienda, el Gobierno federal, los servicios de inteligencia, la Casa Blanca. La Universidad moderna es también una base de poder en biotecnología, en electrónica, en la producción de energía. Los académicos polarizan la luz para copiadoras; consiguen capital de Honeywell, General Mills, GT & E; son empresarios a gran escala: asesores, eruditos importantes, testigos técnicos ante los comités del Congreso para control de armamento o política exterior. Hasta yo mismo, como experto en Rusia, entro en escena de vez en cuando.
Pues bien, mi tío, uno de los sabios estudiosos, se mantenía alejado de todo eso ignorando casi por completo las actividades de los detentores y ejecutantes del poder, los ingenieros y los tipos de empresariales. Representaba —parecía representar— la antigua inocencia de los tiempos anteriores a la desaparición de tantas inercias. Aquí sólo hace falta decir que estaba dedicado al estudio de las plantas. A esa realización fundada en las plantas quería agregar ciertas satisfacciones humanas, satisfacciones normales y corrientes. Y eso hizo. Entonces empezaron a aparecer los artículos de su programa de dolor. Unos cuantos hechos sencillos permiten explicarlo con toda claridad. Después de quince años de viudo-soltero, se volvió a casar. Su segunda mujer era muy diferente, más hermosa que la primera, más difícil, más torturadora. Naturalmente, ella nunca se vio así, pero eso había. Era una belleza. La belleza y el encanto estaban en primer plano. No se invitaba a nadie a pasar tras ellos para obtener una perspectiva diferente. El tío estaba perfectamente dispuesto a verla como ella prefería que la viesen. Todo lo que quería era vivir en paz. Dos seres humanos unidos por el amor y la amistad, un objetivo universal que no debiera ser tan difícil de lograr. En Occidente, sin embargo, la gente aún lo sigue intentando a fin de redondear todos los beneficios de que disfruta. No puedo hablar aquí del resto de la humanidad, convulsionado por sus propias luchas en un estadio inferior de desarrollo.
Chalado —lo que el diccionario define en segundo término como «muy enamorado», y en primero como «deficiente mental»—, Benn hablaba de su mujer como si fuese la «amada» de un poema de Edgar Allan Poe: «Tu pelo de jacinto, tu rostro clásico.» La primera vez que le oí decir eso perdí la compostura. Mi respuesta fue un silencio de muerte. Yo había estado fuera, visitando a mis padres en el extranjero y él había aprovechado mi ausencia para casarse con esa mujer sin consultármelo. Sabía muy bien que debía haber tratado el asunto conmigo. Nuestra relación lo merecía. Nunca pensé que él pudiera ser tan irresponsable, tan inconsistente. Después de darme la noticia, que fue como una bofetada, procedió inmediatamente a desarmarme declarando su amor en términos grandilocuentes: ¡«pelo de jacinto» y «rostro clásico»! ¡Por Dios!, ¿qué iba yo a decir? No puedo soportar que me vengan con ese tipo de chorradas y me dio una rabia de los mil demonios. Nunca impido que las personas manifiesten sus emociones. ¡Que hagan lo que quieran! Él sabía que para mí era una cuestión de principios no interferir en las emociones y condescender con la estupidez o la vulgaridad en la que pueden caer incluso las personas de mayor perfección, cuando desciende sobre ellas uno de los sentimientos más poderosos. Por amor, hasta un general de cuatro estrellas muy respetado por sus colegas de la OTAN puede cantar el «bububú» de un estribillo de Bing Crosby en un momento de debilidad o de reblandecimiento. ¡El mejor término para definir esa laguna entre el éxito y la ineptitud personal es «barbarismo»! El tío me ofreció la Elena de Poe: «Tu belleza es para mí / como esos antiguos barcos de Nicea...» Trataba de aplacarme. Yo hubiese tolerado mejor a Bing Crosby. No podía estar más furioso ni más deprimido. Casualmente, conocía a la novia. Era Matilda Layamon. Supongo que hay que conceder lo de rostro clásico, y que, como estudioso de las plantas, el tío debía sentirse naturalmente inclinado al pelo de jacinto. En aquel momento recordé al gélido científico de Woodsworth que herborizaba junto a la tumba de su madre y pensé: ¿Es eso lo que ocurre cuando esos tipos dejan de herborizar en las tumbas y sus corazones vuelven a la normalidad?
No era precisamente justo incluir al tío en esa categoría. Él sí era un hombre de sentimientos. Como puede decirlo cualquier adulto experimentado, hoy en día no resulta fácil seguir la huella de los sentimientos originales, esos a los que un sabio chino se refería con el término de «el primer corazón». Cuando el «primer corazón» no se ha distorsionado hasta hacerlo irreconocible, se lo ha echado al homo del ego para que las necesidades pragmáticas se conserven calientes. Pero el tío sí que era un hombre de sentimientos, especialmente de sentimientos familiares, y devoto de sus padres. Una vez me llevó con un pretexto al cementerio y lloró un poquito junto a las tumbas. Había escogido él mismo la planta que separaba los dos lotes, una carnosa en forma de pulgar de color verde oscuro, sin ningún interés científico especial, dijo. Eso fue un inciso, pero también una mención. Cualquier planta le provocaba un comentario. Hasta llegué a pensar que esas carnosas le hacían de intermediarios comunicándole algún mensaje de sus muertos.
Tuve que preguntarme si alguna vez derramaría yo una lágrima sobre la tumba de mis padres, suponiendo que les sobreviva. No tengo una constitución robusta, mientras que a mi padre, un hombre inalterablemente bien parecido, que a punto de entrar en los setenta aún atrae a las mujeres, biológicamente le va muy bien. Hace un par de años se reía de sí mismo sobre el particular diciendo que la vieja balada sentimental «¿Me amarás en diciembre como me amaste en mayo?», debía decir en su caso: «¿Me amarás en diciembre como me amaste en noviembre?» No es frecuente que se observe a sí mismo desde una perspectiva irónica, pero sí que suelta una frase graciosa de vez en cuando. En cuanto a mi madre, aparenta la edad que tiene y más. Físicamente, ha perdido terreno. Nada robusta. Unos diez años mayor que su hermano, no se le parece en absoluto.
Ahora tengo que decirles francamente que yo me acerco al tío con la convicción de que aquello que todos necesitan hoy en día es un nuevo modo de experiencia. Eso se exige como un derecho, virtualmente dentro de la categoría de los derechos humanos. «Deme un nuevo modo de experiencia o lárguese.» No se trata de un asunto secundario de la psicología individual... Y por favor, no me malinterpreten. Me gustan muy poco las teorías y no voy a abrumarles con ideas. Hubo un tiempo en que me cautivaban, pero descubrí que si uno las toma en cuenta indiscriminadamente, no dan más que problemas. Estamos considerando asuntos para los cuales el teorizar no supone remedio alguno. Aun así, no quiere uno perderse lo que ocurre ante sus propios ojos por no reconocer lo decepcionantes que se han vuelto las formas conocidas de experiencia.
Todo esto, para no andarme por las ramas, se refiere al estado de naturaleza caída en que se encuentra nuestra especie. Se espera que una profusión de acontecimientos ficticios nos distraiga o nos compense. La profusión, que a menudo pasa por «información», es realmente un disfraz del entretenimiento kitsch. También la muerte, mientras uno la contempla con la inmunidad del espectador, es entretenida, como lo fue en la Roma imperial o en 1793. Como hoy, cuando son asesinados Sádat e Indira Gandhi y el mismo Papa es abatido a tiros en la plaza de San Pedro mientras uno, personalmente ileso, vive para ver más y más hasta que después de muchos aplazamientos, la muerte se vuelve personal hasta con uno mismo. El jefe de pista dice: «Ahora te toca a ti.»
Por curiosidad, le dije al tío:
—Tío, ¿cómo imaginas a la muerte? ¿Cómo la ves en el peor de los casos?
—Bueno, desde el principio ha habido imágenes, dentro y fuera —me dijo—. Y para mí, lo peor que puede pasar es que esas imágenes se detengan.
El tío no se preocupaba por alcanzar un nuevo modo de experiencia porque siempre había interpretado la experiencia por sí mismo. Él había provisto sus propias imágenes.
Siguiendo con este pequeño inciso: Hay profusión de acontecimientos, pero —y esto es lo que significa un «estado de naturaleza caída»— el espacio personal del que disponemos para alojarlos es muy limitado. Un buen observador que conoció muy bien al general Eisenhower sugiere que la invasión de Europa que Ike organizó y supervisó, constituía personalmente para él un acontecimiento externo. No tenía en su interior un teatro que correspondiese al teatro de la Guerra Europea. Tal vez la lucha por Europa no significó personalmente gran cosa para Churchill —y tal vez De Gaulle se creyó personalmente a su altura— él podía contener toda la historia de la civilización y era, posiblemente, su receptáculo favorito. Stalin ni siquiera estaba interesado en esa clase de ejercicios. A él le bastaba tener alguien a quien hacer matar.
Dejemos ahora la teorización, que es como un caso benigno de lepra: uno pierde un dedo del pie de vez en cuando; los miembros principales no tienen por qué sufrir ningún daño.
Recomiendo a todos las memorias del almirante Byrd como introducción a este fundamental tema moderno. Me refiero al libro Soledad5, una obra extraordinaria. Lo leí porque el tío Benn, que había estado en la Antártida, insistió. Hablando de las personas aisladas en pequeños grupos durante la larga noche polar, Byrd dice que, en esas condiciones, no tardaron mucho en descubrirse los unos a los otros. Y, ¿qué fue lo que tan rápidamente descubrieron? «Llega un momento en que uno ya no tiene nada que revelar al otro, en que hasta sus pensamientos se anticipan antes de formularse y sus ideas favoritas se convierten en un balbuceo sin sentido.» Recuerden a Charlie Chaplin en La fiebre del oro. Cuando él y su amigo barbudo se están muriendo de hambre aprisionados en la nieve, Charlie se convierte en un pollo ante los ojos alucinados de su compañero. Aquí entra la fantasía cómica. La estricta verdad es, sin embargo, inmisericorde y Byrd lo dice claro: «No hay escapatoria. Uno está acorralado por sus limitaciones y por las crecientes presiones de sus compañeros.» Así que en el más gélido frío de la tierra, los rayos X se imprimen revelando en gris y negro las deformidades y los males de los caracteres civilizados, y en el centro aparecen los de uno mismo. Si tuvieran que pasar seis meses de soledad en la cara oculta de la luna removiendo su interior, ¿qué tesoros creen que descubrirían?
La versión rusa del asunto, que encontré como enamorado de esa literatura en libros como el Kolyma, de Salamov, es algo diferente en cuanto al énfasis. Kolyma es uno de los campos de trabajos forzados más septentrionales. Allí, las autoridades jugaban de un modo peculiar con los prisioneros y los mantenían siempre al borde de la muerte. Un par de ellos sale de la gélida tumba de un oficial recientemente enterrado robando los calcetines y los calzoncillos del cadáver que, más allá del rigor mortis, está congelado de parte a parte. Esas prendas, cambiadas por pan, pueden prolongarles la vida unos cuantos días. La política de la administración del campo era mantener a los prisioneros sólo unos grados sobre el nivel de supervivencia. De esa forma, uno se enfrentaba al reto de encontrar fundamentos metafísicos que justificasen el deseo de seguir existiendo. ¿Para qué? Y algunas veces uno no tenía completamente claro si en realidad existía. Si a uno le hubiesen exigido una declaración jurada, no habría podido asegurar que estaba verdaderamente vivo. Pero aquello lo había ideado el mismo sistema soviético, y como eran las autoridades las que hacían todo el daño, el obrero esclavo individual no tenía nada que reprocharse. Sólo era su cuerpo, en la historia exterior, el que estaba exiliado y esclavizado. En Occidente, durmiendo en almohadas de plumas y sábanas de percal, hay que enfrentarse a sufrimientos muy distintos.
No puedo decir si verdaderamente vale la pena leer todas las cosas rusas que yo he leído por mi profesión. No me toca a mí juzgarlo. Lo que sí puedo decirles es que a veces ofrecen perspectivas curiosas. Estoy pensando ahora en las declaraciones informales de uno de los amigos de Stalin, Panteleimon Ponomarenko, aún apologista. Dice que las tareas de gobierno se apilan sobre los herederos de la revolución como una montaña de basura; que las sevicias necesarias son tan vastas, tan viles y los crímenes tan pasmosos, que la inocencia de las masas ha de ser protegida por los dirigentes. Ésa es la razón por la cual deben mantenerse «cerradas» tantas operaciones. Los hechos «abiertos» que se le suministran al populacho lo mantienen en un mundo de benévola ilusión, como a la Rebeca de Sunnybrook Farm. El sacrificio de la burocracia consiste en asumir todo el peso cuasi sacerdotal del secreto. Así las masas están protegidas en su inocencia y pueden ser ingenuamente felices. Y todos los gobiernos son más o menos así: grandes inquisidores que protegen a la frágil multitud. (Por supuesto, no todos los gobiernos han masacrado a sus propios inocentes.) Así que «manténgalos en la ignorancia por su propio bien», y eso explica por qué están los rusos absolutamente aislados del resto del mundo. Ese sentimentalismo brutal sobre la inocencia de las gentes es una ficción común a los políticos de todas partes. Lo más probable es que nadie sea inocente y que las masas compartan, en realidad, el cinismo de sus gobernantes. Los hábitos de la astucia están ampliamente distribuidos. Se nos introducen fuerzas externas que penetran hasta el mismo sistema nervioso. Cuando el individuo las descubre dentro de su propia cabeza, su aparición se le hace del todo natural y puede comprender perfectamente lo que dicen esas fuerzas, tal como Hitler y la población de Alemania hablaban un lenguaje común. Desde el aire nos abordan voces, grabadas o en vivo, y nos hablan o hablan por nosotros. Cuando se las escucha en medio de un aislamiento extremo, pueden tener una significación especial. Deprimido, uno marca un teléfono para que una voz le convenza de que no debe suicidarse, para que rece o para que le lleve al orgasmo. Los números aparecen en muchos periódicos. Según las necesidades sexuales de cada cual, una voz estimula, habla dulcemente, dice obscenidades y excita hasta que uno se descarga. Sólo hay que dar el número de Visa o de Amex y le pasarán la factura a fin de mes como por cualquier otro servicio. Uno se acuesta con su instrumento, el teléfono sin cable, y es como volver al estado natural, un segundo retorno a los orígenes. A uno le recuerda en algo a Hobbes y a Locke, sólo que a Hobbes no se le ocurrió nunca qué números podría uno marcar en su nueva soledad.
Casi con alivio, abro uno de los libros del tío y leo sobre las diferencias y similitudes entre la Selaginela y el Licopodio, sobre las hojas liguladas o los tallos polistémonos o cómo el gameto femenino se alimenta del material almacenado en la megaspora. Ahora estoy en un mundo absolutamente distinto. ¡Puro, puro, puro! Pero aquí no diré más. Tengo un proyecto más urgente que desarrollar.
El tío pasó una temporada en la Antártida y sentía un gran respeto por el almirante Byrd. El libro de Byrd cambió su opinión sobre la Marina a la que antes consideraba alta tecnología flotante. En cualquier caso, el Antártico tuvo un efecto benéfico, sedante, sobre el tío, porque el entorno estaba casi libre de plantas. La vegetación abundante podía excitar su imaginación con tal fuerza que llegaba a afectarle el juicio. Pero en la Antártida había que tener mucho ojo. Si uno no se cuidaba, podía perder los dedos o un trozo de nariz, así que mientras la grandeza de los alrededores podía ser de ensueño, el frío asesino actuaba contra toda fantasía. Allí se veían, como en ninguna otra parte, los rasgos del planeta en formas y colores puros. Benn hizo una expedición en helicóptero para recoger líquenes de las laderas del Monte Erebo. Decía que formaban parches brillantes sobre la nieve. Tengo una fotografía del aterrizaje. En ella, el tío está envuelto en ropa aislante como un personaje de ciencia ficción o como uno de los astronautas de la luna. Es una pena que no se aprecien los matices de los líquenes.
De niño, el tío era para mí una persona mágica y, de algún modo, siguió siéndolo. Para mi padre, era el científico loco. Cuando por casualidad cenaba en casa, papá nos mataba de risa con sus ridículas imitaciones de los gestos del tío demostrando cómo Benn rechazaba una objeción con el pulgar o se palpaba bajo la chaqueta para asegurarse de que llevaba la camisa por dentro del pantalón. Papá era un mal imitador, sólo se trataba de divertirnos en familia. Yo me reía, por supuesto, luego me iba a mi habitación y en el diario privado que llevaba durante mi época del lycée, dibujaba una raya en tinta china indicando traición. Mamá protestaba algunas veces: «No es justo. Le pintas demasiado retorcido y no es ése el pie del que cojea.» Pero ella también se divertía y sus protestas no eran demasiado enérgicas. Las parodias de mi padre sólo consiguieron aumentar mi lealtad hacia el tío. El tío tenía para mí, ¿cómo se dice?, carisma. En realidad, no me fío de esa palabra. Suena a alguna especie de enfermedad. «¿De qué murió el tipo ése?» «Creo que fue de carisma.» Tan siniestra como el SIDA; y dicho sea de paso, el tío se dedicaba con tenacidad científica a informarse sobre el herpes, el SIDA y otras enfermedades venéreas. Sostenía, en un tono puramente clínico, horribles conversaciones sobre gonorrea rectal y faríngea, citomegalovirus, infecciones protozoarias transmitidas por vía entérica, la inserción de un puño en el ano de la pareja, común en los actos homosexuales. Algunas veces añadía que era posible evaluar una época por la naturaleza de sus enfermedades: que una muerte por SIDA era análoga a la evaluación de la incapacidad humana declarada por Byrd; una metáfora orgánica, rebuscada y aterradora, de lo mismo. Menciono ese interés clínico porque prefigura la preocupación posterior del tío por el demonio de la sexualidad. Trató de ponerse a salvo de aquello en el matrimonio.
Estudiando a la gente que conozco para determinar quién sería capaz de amar de una forma clásica, decidí que el tío Benn se encontraba en primer lugar. Nació con esa capacidad, cada vez más insólita. En realidad, podía enamorarse, eso pensaba yo. Para mí, tenía «magia». Éste es el término por el que he sustituido a «carisma». Á Henry James le gustaba «magia». Como la palabra «numerosidad»6, que ningún otro escritor ha utilizado, que yo sepa. Para mí, el tío tenía «magia» y su encanto no hacía más que aumentar cuando papá lo dejaba como un trapo.
Papá era, todavía lo es, tan afectado... Y yo, sin poder editarlo, me parezco a él. Los varones están condenados a imitar las gracias y los gestos de sus papaítos. Yo utilizaba sus trucos en la conversación y su amaneramiento antes de saber lo que hacía. Puede que, en lo que sigue, parezca que le ridiculizo. Es inútil negarlo. Uno siempre encuentra bolsas de veneno junto a sus mejores sentimientos, así que para qué pedir peras al olmo. Mi padre era un americano francófilo, originariamente de Valparaíso, Indiana, decidido a convertirse en un parisién. La Segunda Guerra Mundial retrasó su llegada, pero aterrizó allí en cuanto pudo, inmediatamente después. Cuando los alemanes fueron expulsados y la Marina le licenció, eso se hizo: un parisién. Mi madre también era feliz en París, siempre que pudiese encontrar servicio doméstico. Por mi parte, no veo nada de malo en ello. Los parisienses son tan libres de convertirse en neoyorquinos o bostonianos como los coreanos y los camboyanos, así que parece un cambio razonable que un americano opte por Francia. Se dice que sólo en Roma se han establecido ochenta mil ciudadanos de los Estados Unidos. Algunos parisienses dicen que dejar París es el exilio, si no la muerte y sin embargo, a muchos de ellos les va muy bien en Nueva York. Los motivos de mi padre eran románticos o impulsivos. Como estudiante de literatura y política francesas, puede que se tomara a pecho el antisemitismo psicótico de los franceses o que recordase los motines desencadenados en tiempos del caso Dreyfus por Drumont en La Libre Parole contra los «Yids que envenenan a Francia»7. En honor a la verdad, no fue Drumont quien le atrajo, fueron Stendhal y Proust. También el Sena, los restaurantes, las mujeres.
Mientras que el tío poseía cierta magia que aún queda por describir, mi padre tenía su magia propia y mi opción por seguir el camino de Benn no fue del todo un acto de valor.
Físicamente, me parezco a mi padre. Soy uno de esos Trachtenbergs delgados. Tengo la cara estrecha, el pelo negro y soy dolicocéfalo. Benn tiene una cara redonda, una figura más bien ancha. Papá, en sus buenos tiempos, se pavoneaba. Hacía esa especie de exhibición sexual que se ve en las películas naturalistas, el cortejo de los pavos o de cualquiera de las aves zancudas: las cigüeñas castañetean los picos para atraer a las hembras. Papá era un exitazo con las mujeres. Yo, que no lo era, seguí, sin embargo, sus esquemas. Compartía su gusto exquisito por las camisas caras y las corbatas suntuosas, especialmente las rojas de seda cruda. Gracias a mi estatura puedo llevar corbatas con elegancia. En un hombre más bajito, o el nudo queda demasiado gordo o la mitad de la corbata cuelga por debajo del cinturón. El físico medio se ha vuelto más alto de lo que era. Pero yo soy un poco demasiado alto para mi carácter; no tengo el tipo de carácter que exige una estatura tan elevada y esa discrepancia ha hecho de mí una persona insegura. Anteriormente me comparé a una llave inglesa del tamaño de un hombre; le opongo escasa resistencia a la fantasía. Pero muchas veces me han dicho que me parezco al actor John Carradine. En las películas del Oeste, Carradine solía hacer el papel de tísico bien educado. En los viejos tiempos existía la creencia de que si uno era del Este, los aires de Wyoming o de Arizona podían curarle el asma o la tuberculosis y dejarlo apto para convertirse en presidente de la nación. Pero el flaco Carradine no estaba destinado a la vida; era, en parte, un esqueleto, y siempre moría en un tiroteo. Era un asténico extremo. Una atenta comparación entre él y yo no descubriría demasiadas semejanzas. Sí tengo, como él, una melena partida al centro que cae a los lados pesadamente y el mismo andar encorvado. Una diferencia más: el francés, mi primera lengua, desarrolla los músculos de la boca por la exigencia de los sonidos labiales. Así que imaginen a John Carradine en una versión francesa. Yo debía haber tenido una apariencia más adecuada a un hombre de mis inclinaciones, más similares a las del tío Benn. Además, no soy un actor. Benn tiene una estructura más acorde con su temperamento.
Ya he dicho que el tío tenía un aire ruso como muchos judíos rusos lo tienen. Alguien debiera hacer una monografía sobre las respuestas de los judíos a las diferentes tierras de su exilio, aquellas en las que pudieron respirar sin trabas y aquellas que fueron más severas. Mientras más los rechazaba Alemania, más deseosos estaban de germanizarse. Rusia fue especialmente cruel, pero los judíos, sin embargo, se sentían fuertemente atraídos por los rusos. La idea eslava convenía de algún modo a mi tío. Hasta tenía la espalda ancha y arqueada que destaca con más frecuencia en los rusos y no era el hábito de estudio el que le confería esa interesante curvatura. La he observado en eslavos que nunca habían leído un libro. Parece como si llevasen un élitro bajo las ropas. Y además, está ese aire de timidez con el que fingen adaptación aquellos que tienen esencias potentes y no quieren que los demás se enteren. De niño, en París, los rusos me atraían y los buscaba. Valiéndome de las relaciones de mi padre, solía visitar a Boris Souvarine, el gran biógrafo de Stalin. El modo más rápido de aprender cualquier materia es relacionarse en privado con aquellos que mejor la conocen y hacerles hablar. Alexandre Kojéve, el experto ruso en Hegel, también iba a casa. La cultura que tengo me la proporcionó la conversación con grandes hombres y no me daba cuenta de que me estaban formando, simplemente seguía mi interés por los asuntos rusos. Pronto aprendí la lengua y llegué a ser un especialista. Mis padres se enfadaron cuando acepté un trabajo en la Universidad del tío y me mudé a ese Mediooeste que ellos tanto habían ansiado dejar. Parecía una perversión por mi parte, como si su único hijo repudiase la adoración que ellos tenían por Europa. Mi madre y mi tío nacieron en esta ciudad; mis abuelos inmigrantes están enterrados aquí; mi tío abuelo, Vilitzer, era uno de los más importantes cabecillas del aparato Demócrata. Un sitio tan americano... Al llegar, me sentí conspicuamente extranjero. Pero, en realidad, los taxis los conducen iraníes, las fruterías son de sirios y coreanos, los mexicanos son camareros, mi televisor lo repara un egipcio, mis cursos los siguen estudiantes japoneses. ¿Italianos? Bueno, ésos llevan aquí cinco generaciones. Henry James, a quien los italianos conmovían hasta el éxtasis cuando los veía en Italia, se deprimía cuando los encontraba en Connecticut. América ha vuelto todo eso del revés y ha dado un nuevo sentido a la extranjería. Cuya última forma es, probablemente, la muerte.
El caso es que mi tío Benn se había convertido en mi amigo más íntimo; más íntimo no, prácticamente el único. Esas intimidades en el seno de la familia se han vuelto insólitas en mi generación. Los tíos, las tías —hasta los padres—, recogen el polvo en la repisa de la chimenea como viejas tarjetas de Navidad. Uno repara en ellas en julio y se dice que ya es hora de tirarlas, pero nunca encuentra el momento oportuno. A la larga, se marchitan y se ponen amarillas, mueren y van al incinerador. Por razones que aún quedan por descubrir, el caso entre mi tío y yo era diferente. Lo nuestro era una amistad autentica, yo diría que devoradora.
Dé pequeño, le llamaba «profesor Clorofila», sin parar mientes en su profesión. Ahora la contemplo con curiosidad comprendiendo que él es un auténtico botánico, comprendiendo también que las plantas son unos seres muy extraños; también le debo a él ese descubrimiento. Por la época en que el tío nació, deben haber venido al mundo en esta ciudad más de un millón de hijos de inmigrantes recién llegados y de todos ellos, sólo él se convirtió en profesor de morfología de las plantas. Otros entraron en el negocio de los licores o de los coches de ocasión o de los artículos del hogar o en el Departamento de Calles y Alcantarillados. Él era un desviado, en el buen sentido del término, y su desviación tuvo sus efectos sobre mí. Ponía en las plantas todo cuanto tenía. Pero no hablemos de tíos; digamos que mi compañero más íntimo, el cohabitante de mi corazón, mi amigo, era un botánico judío. La ciencia aplicada no era su campo, ni la agronomía ni la genética. Hay en el Negev investigadores que trabajan con algas de elevado contenido proteínico. Lo que parece fango de charco puede salvar a la población hambrienta del Chad o de la India rural. Mi tío no tenía una orientación tan provechosa. La postura que adoptó ante las plantas no se puede comprender si no se toman en cuenta sus actividades imaginativas. Aquello a considerar es un judío que se introduce en el reino vegetal y estudia hojas, cortezas, raíces, flores, corazoncillos y mastuerzos8, por lo que representan en sí mismos. Había en eso algo druídico. Él no adoraba las plantas, por supuesto, sólo las contemplaba. También hay que describir la contemplación; él veía el interior de las plantas o miraba a través de ellas. Las tomaba por sus arcanos. Un arcano es algo más que un simple secreto; es lo que hay que saber para ser fértil en una investigación creativa, para hacer descubrimientos, para prepararse a recibir la comunicación de un misterio espiritual (Perdonen mi lenguaje; tengo prisa y no puedo detenerme a escoger y elegir entre todos los términos disponibles.) Si fuese pintor —tendría que ser un primitivista del orden de Rousseau, el aduanero— pintaría a mi tío con un árbol como pareja, como socios o amigos. Un silencioso círculo verde, un claro en el bosque y ante un fondo de helechos que llegan a la cintura, un hombre macizo —la imagen del equilibrio, aunque en realidad, sumamente nervioso— en comunión con un árbol enorme, pongamos un arce: viejo, artrítico, corpulento, hinchándose hacia la copa como una tuba gigantesca, un ser antiguo y noble a punto de desplomarse por su propio peso, pero capaz aún de dar vida a millones de hojas. Ese edén moderno de mi pintura combinaría paz, permanencia o consumación con la inestabilidad del siglo xx: impulsos del mundo caído que rodea esa verde soledad.
Desde una perspectiva mundana, ese estado de «caída» es una estupidez, cosas de la religión que las personalidades fuertes pueden considerar de vez en cuando con tolerancia. Un hombre de temperamento se metería en el Gobierno, en los mercados, en las computadoras, en la justicia, en la guerra, en la acción viril, sobre todo en la vida pública y en la política: el poder armado de las superpotencias, las ambiciones de los herederos de Stalin, el Oriente Medio, la CIA, el Tribunal Supremo. O equivalentes crematísticos de lo mismo. O equivalentes sexuales; un erotismo a juego con la política de las superpotencias. Una mente madura también notaría que en la pintura edénica que acabo de describir no aparece ninguna mujer, sólo mi contemplativo tío, mientras que en la famosa pintura de Rousseau de un claro en el bosque aparece una mujer desnuda en el centro sobre un diván, acechada por los tigres del deseo. Ésta es una visión arcana, pero más próxima a la realidad.
Y eso es, exactamente. Ése es mi asunto.
Volvamos ahora al tío: Un poco más atrás hablaba de una irregularidad influyente y ahora lo explicaré. Empecemos con la infancia. Uno es un niño de barrio pobre, sus padres son inmigrantes, tiene que jugar en el porche con botellas de leche; estudia la estética de las motas de polvo, se sienta en el bordillo. Y poco a poco toma la decisión de ser esto o aquello cuando sea mayor. No estoy hablando aquí de hacer un doctorado o ingeniería eléctrica, ni siquiera de meterse en Calles y Alcantarillados, estoy hablando de elecciones singulares. Uno se decide por algo singular y luego se hace eso. ¿Así de fácil? ¿Cómo sabe que en eso hay futuro? No lo sabe. Pero estamos en lo que el profesor Popper llama una Sociedad Abierta, y en una Sociedad Abierta, ¿qué le detendrá? Nada, a excepción de las ideas de regularidad que van ganando influencia sobre uno a medida que se hace mayor y más cauto. ¿Cómo puede uno fiarse de un niño que tiene una inclinación singular? Ni el pequeño Samuel reconocía en el Templo que Dios le llamaba; creyó que era el Sumo Sacerdote quien le pedía en la noche algo de beber. Pues bien, los profetas están asegurados por Dios. Nuestra época tiene más riesgo. El niño ávido de aventuras es como un caminante del espacio al que se le puede romper el tubo que lo une a la nave. Si eso ocurre, puede verse succionado hacia el espacio exterior. Pero pasan tres décadas. El tenaz estudiante está inmerso en la Psilofita, la Artrofita, la Pterofita y en lugar de ser expulsado más allá de la luna, se encuentra en posesión de una cátedra universitaria. Puede que no mereciese sobrevivir. Tal vez le salvó la estúpida suerte.
Algunos ideólogos chiflados dirán que ha sido un logro del capitalismo. Pero eso es como decir que Atenas hizo a Alcibíades. Claro que a Alcibíades le importaba Atenas, pero en un minuto la hubiese cambiado por Persia o por Esparta para conseguir lo que quería.
Pero será mejor que no vuelva a salirme por la tangente. Mi padre interpretó mi mudanza al Mediooeste como un rechazo; disculpen la jerga, tan engañosa. Se convirtió en un doble rechazo porque mi madre, tras años de amenazas, también se marchó. «Se deshicieron de mí», dijo mi padre. Y eso que no era dado a las quejas. Así que se quedó solo en la Rué Bonaparte, un lugar envidiable. Mi madre se marchó en protesta contra la vida que le había dado. Pero decir que estaba solo tergiversa el caso. Tenía una buena pensión de la UNESCO, además de acciones en la empresa de Pittsburgh que lo había empleado en los comienzos para representarla en los países de habla francesa del Tercer Mundo, donde los funcionarios, educados en Francia, suspiraban por una buena conversación sobre la última obra de teatro de Camus o el Zazie de Queneau. Dios, se morían por un poco de cotilleo civilizado, y a mi padre, inteligente y cortés, nunca cínico, el asunto se le daba muy bien. Los príncipes y dictadores militares de todo el África y del Sudeste de Asia eran amigos suyos. Esas relaciones exóticas le hacían feliz. Por el hecho de sentirse a gusto, daba gusto a casi toda la gente que conocía. No puedo decir que no tuviese detractores, y a veces se le criticaba por mujeriego y por frívolo. No era, sin embargo, una persona superficial. Simplemente, no se le pueden aplicar viejas categorías como «libertino». Muchos hombres excelentes han tenido gran número de mujeres. El caso es que él tiene su pensión y vive muy bien. No se puede sacar a Rudi Trachtenberg de París y de sus simpáticas calles. Tiene un círculo de amigos y ahí están, además, las mujeres, cuatro décadas de mujeres; una sociedad de auxilio mutuo, un club de fans, una organización de excombatientes.
Mi madre se unió a un grupo de voluntarios médicos establecido cerca de Djibuti, donde las víctimas del hambre morían a diario por millares. Llevaba faldas de tela cruzada de algodón, lo más parecido a la arpillera que pudo conseguir. Se acabaron los casimires y las sedas finas, se acabaron las modistas, se acabaron las citas para tomar el té con las amigas de papá según la convención de París. En las cartas que me escribía desde Somalia enviaba recuerdos para su hermano, pero evitaba preguntar detalles de su vida, inmersa en la botánica o metida en harina por señoras que podían freírle como a un pez si se lo proponían. También mi padre me escribía incitándome a volver a Francia con noticias de los disidentes rusos de París y recopilando nombres de antiguos residentes que, probablemente, me resultarían minas de material si aún proyectaba estudiar a Blok, a Bely y a Tsvetaeva. Podía dirigirme al agente que había obligado al marido de Tsvetaeva a trabajar para la GPU9. El hombre se estaba muriendo de viejo en una calle detrás del bulevar de Sebastopol. Date prisa si quieres entrevistarle. (Pude imaginarme interrogando sin piedad a ese viejo espía moribundo, apoyando mi cabeza en su pecho para pescar sus últimas palabras.) A mi padre no le importaban personalmente esos rusos, pero me conseguiría las entrevistas. Tal vez podría hacerse un chanchullo para que alguna fundación me subvencionase un año en el extranjero. De todos modos, ¿por qué quería yo vivir en el Mediooeste? Semejante retroceso cultural, inconsciente de su propio filisteísmo. «Ahí ni siquiera saben escribir correctamente el nombre de Mammón, que es precisamente lo que Mammón quiere.» Le contesté que cuando el filisteísmo se me hiciese demasiado opresivo, podría regresar a París de un día para otro. El viaje no suponía ningún problema si no lo mataba a uno la fatiga metálica de los motores Pratt Whittney, si los terroristas árabes no lo abatían a tiros en la pista o si una bomba sij no lo hundía en el mar de Irlanda.
En ciertos círculos, para respetarse a sí mismo parece necesario estar ocupado, tener la agenda llena, tener la centralita mental colapsada día y noche. Tengo tantos asuntos entre manos que si fuese ion ciempiés, tendría todas las patas ocupadas. Como antes mi padre, viajo mucho. Menos que el tío Benn, que es un demonio viajero, pero demasiado. Si a uno le gusta actuar entre bastidores, el conocimiento del ruso puede introducirlo en política; en el lado oscuro. Tantos institutos, agencias de inteligencia, asesorías. Si quisiera, podría dar una conferencia cada semana. No me viene mal haber conocido en mi infancia al gran Souvarine y a otros como Manes Sperber. Sin ser un kremlinólogo ni cosa que se parezca, he seguido naturalmente la política de la sucesión de Stalin y cosas así. Por estar familiarizado con grupos disidentes, de vez en cuando me piden artículos de fondo. Me mantengo al día con Syntaxis y Kontinent y con las actividades de Solzhenitsyn, Máximo v, Sinyavsky y Lev Navrozov —personalidades dominantes; algunos de ellos, hombres geniales—. Sigo también los pasos de la derecha rusa —fanáticos, fascistas, el ocasional agente doble—, ¿leal a quién?, ¿traidor a quién? No concedo interés primordial a nada de eso, es sólo «actividad profesional» de segundo orden para mantenerme en movimiento. Mientras tanto, el tío Benn hace también viajes, pero mucho más largos. Va en avión, pero su pensamiento tiene tal atraso —me refiero a la brecha entre sus intereses personales y las pasiones de la vida moderna— que muy bien podría estar dando vueltas al mar Muerto en un burro. Si él no hubiese viajado tanto, yo habría pasado más tiempo en casa —¡tantas cosas serias que hablar con él!—. Mis viajes eran casi todos de un día para otro a Washington o a Nueva York, mientras que él hacía expediciones largas. Y yo había emigrado, me había arrancado de Europa, había elegido el centro de los Estados Unidos —el espacioso continente entre Pennsylvania y el Pacífico— para estar cerca de él. A veces me sentía dolido. Mi sacrificio se diluía. El tiempo se escapaba a través de cien grietas. ¿Por qué no se quedaba quieto?
Bueno, él tenía sus razones. Cuando hace quince años murió Lena, su primera mujer, empezó a dar la vuelta al mundo, como si fuese un campo electrostático, un ciclotrón para activar sus partículas.
Por eso en la comida, cuando estiraba el brazo para coger un panecillo que estaba al otro lado de la mesa, se podía ver un billete de Air India asomando de su bolsillo.
—¿Otro viajecito, tío? ¿Adónde demonios vas ahora?
Sobre sus ojos ultramarinos empezaban a elevarse arrugas explicativas. Se preparaba a callarme con una respuesta digna.
—Ah... El pasado otoño, sin darme cuenta, sin pensarlo, acepté una invitación y la olvidé hasta que me llegó este billete pagado.
Le querían, le halagaban. Esas giras no tenían mucha justificación científica. Había otros especialistas mejor cualificados para sus propósitos específicos y él lo admitía. Los colegas del Tercer Mundo debían invitarlo como un fenómeno por su increíble memorión. Cuando se lo pedían, podía nombrar con los ojos cerrados todas las partes del órgano de almacenamiento de determinada planta hasta los filamentos. Hacía esa demostración por todo el mundo, en las Célebes o en Bogotá, durante las comidas, mientras un texto pasaba de mano en mano por toda la mesa. ¡Él era más completo que el texto! Su propio departamento veía con disgusto el número de sus viajes. Mal negocio. Habría hecho mejor quedándose en el aula y en el laboratorio. Pero había escrito un montón de libros y artículos, algunos bastante sólidos, otros bastante misteriosos, así que tenía una gran reputación. Mantenía correspondencia con chiflados de todo el mundo que creían que él simpatizaba con sus teorías. Todos esos vuelos a Australia y a la Antártida —aunque sí que sabía mucho de líquenes, eso era auténtico: líquenes, algas, hongos— se habían convertido en parte de su plan de vida.
Mi único objetivo era proteger su maldita vida. Llevaba un curso peligroso. Cada vez que caía un 747, yo revisaba las listas de pasajeros. Mis expectativas, mis esperanzas de llegar a un final significativo, estaban amenazadas. Él y yo teníamos en marcha un proyecto crucial. Sus ausencias suponían para mí una doble privación: una, el descuido de la empresa; la otra, personal. Él también me echaba de menos. Me llamaba desde las Célebes, aun desde la Patagonia. Sí, una vez me llamó desde la Patagonia y le dije: «¿Cuándo vuelves? Haces falta aquí. ¡Estoy esperando!»
No es bueno que un hombre que pasa de los treinta delate semejante dependencia. Tal vez el tío cruzaba los cielos intercontinentales y caminaba por los grandes aeropuertos del mundo para pensar como no podía hacerlo estando quieto. A lo mejor, también escapaba de mí. Eso también debí haber sido capaz de soportarlo. Debo concentrarme en alcanzar una mayor autosuficiencia. Me decía a mí mismo: «¿Por qué seguía el albatros de Coleridge al maldito barco? Debiera haberle bastado la tormentosa soledad. ¿Por qué no se conformó con peces? Esos marinos, con sus horribles galletas inglesas, fueron la causa de su muerte. Además, el anhelo de compañía humana puede ser un error fatal.» De todo esto se deduce, evidentemente, que yo me preocupaba, no sólo de los peligros de los viajes, sino del mismo juicio del tío. Temía que hiciese un movimiento equivocado, algo «poco recomendable», «imprudente». Para ser más franco, que se quitara de en medio cuando yo no estuviese allí para detenerle.
Contestaba a gritos desde la Patagonia —podía oírse el fragor de los océanos intermedios, eso parecía—: «Resiste, Kenneth. Vuelo el sábado.»
Siempre se producía un gran reencuentro. Íbamos a sus restaurantes italianos favoritos, bebíamos hasta muy tarde, reanudábamos la conversación por teléfono a primera hora de la mañana y luego teníamos una larga comida. ¡Tanto de que hablar! Aquellas charlas eran mis días de fiesta y también el meollo de mi vida mental.
Benn, que no tenía hijos, estaba libre los fines de semana. Yo tengo una hija pequeña con la que solía pasar las tardes de los sábados hasta que a su madre se le metió en la cabeza mudarse a Seattle. Tras lo cual me quedé con los gastos de una hija, sin sus deberes y placeres, que eran, lo admito, placeres más bien mediocres.
Ya no había una niña que llevar al zoo a ver a los osos y a los tigres. Aunque los animales del zoo no tienen modo de enterarse, forman parte del mundo del divorcio.
No es que hubiese un divorcio. Treckie y yo nunca nos casamos. Hablaba de ir al centro a buscar una licencia matrimonial, pero nunca llegó a hacerlo. Y poco a poco empezó a quejarse de la ciudad, preparando el terreno para mudarse a base de argumentos contra ella. Se estaba deteriorando rápidamente, el juego se estaba poniendo violento. Ya no se podía abrir un periódico sin leer que una chica había sido secuestrada, violada, golpeada con una pistola, rociada de gasolina e incendiada. La vida en Seattle tenía que ser más agradable.
Así que en el Mediooeste, exceptuando al tío Vilitzer y su familia, que se mantenían a distancia, Benn y yo éramos los parientes más cercanos.
Éramos más que eso. El «proyecto crucial» en el que Benn figuraba era tan misteriosamente único y extraño que no puede entenderse con una simple explicación. Yo pensaba: ¿Sería posible aportar al mundo humano lo que el tío había aportado a la vida de las plantas? Él mismo lo sugería. Solía decir: «Supón que tuviese con la gente la misma habilidad que tengo en el campo de la botánica. —Pues bien, no la tenía—. Estaría verdaderamente confuso», decía. Ya era evidente una cierta confusión, así que si actuó como si hubiese escapado por los pelos, su alivio era comprensible. Entonces, ¿qué representaba en esto? Bueno, él tenía talento para un reino, así que alguien más podía tenerlo para otro. Suprimir la claustrofobia de la conciencia —eso que sufrieron los compañeros del almirante Byrd—: el clásico desafío moderno. Si uno se formaba el concepto, ya había empezado el camino. Con sólo imaginarlo, uno ya se convertía en posible candidato a obtener ese logro. Tendría que hacerse mediante una fuerza vital. El cálculo y las medidas deliberadas no podrían conseguirlo. Yo descubría a diario esa fuerza vital en el tío y, bajo su influencia, esperaba abrirme camino hasta alcanzarla. Para eso estaba yo aquí.
En cierto sentido, él se había convertido en mi padre. Mi madre había hecho voto de pobreza, por así decirlo. Papá solía vestirla estupendamente para compensar su abandono. No tenía mucho busto, pero llevaba prendas hermosas con elegancia, contenta con sus costosas sedas y sus ropas de lana. Cuando se hizo demasiado vieja para eso, se transformó en una Madre Teresa. No tengo el valor de criticarla. Recuerdo que de niño me llevaron a la modista de la Rué Marbeuf. Ese día mi padre había recibido la noticia de la muerte de su padre. El funeral del abuelo Trachtenberg se iba a celebrar a las once, hora del centro, y mamá dijo: «Tenemos que animar a Rudi. Le llevaremos a un buen restaurante.» Le invitó a una gran comida: sus ostras favoritas, fines Bélons, con un buen vino. Luego fuimos a la modista para una prueba. Fue allí donde él se hizo cargo de la situación comportándose como una autoridad en moda femenina, a lo Proust. Mencionó el problema del poitrine de mamá como un auténtico francés y también dedicó tiempo a las chicas. Era un homme á femmes, un cazador. De un encanto sorprendente, era capaz de cumplir sus promesas la ci darem. La mujer que le diese su mano no tendría que arrepentirse. Ni siquiera lamentaría volver con su marido, porque una persona inteligente comprendía que mi padre era un acontecimiento de una sola vez, como la Caída o el Arca de Noé. Su conversación era limitada, pero tenía un repertorio estupendo para sus fines. Había servido en un destructor como oficial gracias a su carrera universitaria10, y había visto a Franklin Delano Roosevelt11, a Harry Hopkins, a Churchill y a Montgomery cara a cara. En el mar Rojo. Ibn Saud y su corte habían subido a bordo acampando en popa bajo un toldo, asando allí mismo sus corderos y volcando las borras de café de sus tazas sobre sus magníficas alfombras. Papá había conversado una vez con el Gran Muftí, que llegó a insinuar su visita a Auschwitz, disfrazado, donde inspeccionó las cámaras de gas. En París, papá se había encontrado con Malraux en varias ocasiones. Sartre había acusado a mi padre de ser un espía americano porque hablaba el francés demasiado bien. No quiero excederme hablando de mi padre, pero resulta indispensable para comprender mi relación con el hermano de mi madre. Algunas veces, hasta Benn hablaba de papá con un tono de envidia por su éxito con las mujeres. A Benn le gustaba describir o imitar la forma en que mi padre entraba en un restaurante —los dos se imitaban igual de mal—, la entrevista a la que sometía al sommelier, los mensajes que le enviaba al chef. Si hubiese llevado a Proust a cenar, papá le habría proporcionado un entretenimiento memorable.
Mi padre, maldito sea, era un bailarín consumado, maestro en todos los pasos desde el fox-trot y el charlestón. Vals, rumba, conga, tango —cuando abría sus brazos, una mujer podía sentirse en ellos como en su casa—. El porte con el que se presentaba hacía que un cuerpo que había pasado años en el desierto erótico buscando una señal, espirase hasta quedar sin aliento. A los hombres, la conducta de papá, el estilo de sus proposiciones, les parecía de mal gusto. Pero las mujeres se preocupaban menos por la cuestión artística. Aparentemente, él era único. Yo ni siquiera podía aproximarme. No me pude formar por su patrón. No reúno las condiciones necesarias para ser un donjuán. Puse todo mi empeño en intentarlo mucho antes de los treinta. No pude persuadir a las chicas a que aceptasen mi escala dodecafónica sexual, como decía mi padre. Y dicho sea de paso, su conversación era casta, limpia, sin palabras ofensivas, sin descripciones detalladas del acto. Sí, alguna vez se le escapaban tópicos de fornicadores: «Elle s’exclama it á mon sujet.» «Fue como una experiencia religiosa.» Chorradas por el estilo. No era para la expresión que tenía talento. Sin embargo, las señoras no eran nunca las mismas después de conocer a Rudi Trachtenberg, mientras que al separarse de mí, seguían siendo absolutamente como eran, como antes... ¿Por qué no quiso casarse conmigo la madre de mi hija? ¿Habría rechazado a mi padre?
Ya he dicho que se me contagiaron algunos de sus gestos, que eran afectados. Yo podía empezarlos, pero no los podía completar adecuadamente. En mí tenían un significado distinto. Como si en vez de instar a las chicas a que fuesen conmigo, les estuviera pidiendo que me llevasen.
Papá no acabó hecho un débauché arruinado, como se describe a Casanova: tumefacto, decrépito, con mal aliento y con desperfectos venéreos. Mi padre está, sencillamente, muy bien. El que tiene los desperfectos soy yo.
Papá nunca cayó en la cuenta de que había vivido principalmente para las mujeres. Se veía a sí mismo como una persona con un interés normal por las chicas. No hablaba de chicas. Leía mucho y hablaba de las principales cuestiones modernas. Gente importante le tomaba en serio. Años atrás, Quenau solía ir a casa. Teníamos whisky bourbon del economato militar en los tiempos en que era difícil conseguirlo. A Quenau le gustaba el bourbon, pero no hubiese ido sólo para emborracharse. Estaba, además, nuestro huésped frecuente, Alexandre Kojéve, y él no hubiese comido con gente vacía. Menciono a Kojéve por su descripción de Hegel al terminar la Fenomenología en el momento histórico adecuado mientras escuchaba los cañones de la batalla de Jena, una época que culminaba con la victoria de Napoleón y que concluía un edificio de la historia universal desde donde el conocimiento absoluto, sólo entonces posible, podría contemplar todo lo Existente.
Ésta es una muestra de los asuntos que se trataban en nuestro comedor: Si el hombre al final de la Historia sobrevive simplemente como animal; si ha llegado el momento de que se vuelva «puramente natural». Eso giraría con otras curvas en el laberinto de los acontecimientos. Crecí oyendo hablar del reparto de Europa entre Hitler y Stalin y luego entre Stalin y las potencias occidentales; del gueto de Varsovia y de la Umshlagplatz. También de los genocidios, «los gitanos de Europa asados por los nazis como granos de café»; de Treblinka y el Gulag entre otros nombres de lugares terroríficos. Un asunto frecuente era si el fin del Tiempo Humano, la creación del Individuo Histórico libre estaban próximos. Sólo asuntos muy serios. Nada de porno, sadomasoquismo o lujuria pederástica en la mesa. Y a menos que uno deduzca su pensamiento de un juicio correcto de la Historia, a menos que uno viva en su propia época, pensar sólo conseguirá confundirle, volverle a uno loco. Una de las causas de nuestra decadencia es el terrible resultado de estar conscientes de un modo hiperactivo, pero desenfocado.
Hay que planteárselo así: El hombre iluminado es un microcosmos que incorpora en sí mismo al Ser universal siempre y cuando se encuentre en la cima del edificio del conocimiento universal. No hay que decir que yo mismo no puedo incorporarlo. Sin embargo, uno nunca será capaz de juzgar en lo más mínimo esta época aberrante si desconoce la existencia de la gran perspectiva hegeliana.
Pues bien, supongan que en lugar de ejércitos napoleónicos, uno tiene mujeres; que en lugar de Jena, tiene alcobas; que en lugar de cañones, tiene lo que ya saben; entonces la vida de papá se puede ver a una luz más auténtica. El asunto histórico que millones de hombres intoxicados de sexo trataban de realizar haciendo una chapuza, lo hizo él con la facilidad de un ganador nato. Sin una lectura correcta del compás histórico, uno está perdido. Y Eros es el polo fijo. El talento de papá consistía en representar a Eros. Eso disgustaba muchísimo a mi madre, pero comprendía que el matrimonio y la vida familiar no podían ser pulcros y ordenados con un marido como papá. Nunca fue violento ni abusivo; personalmente era generoso y considerado; era un padre afectuoso. Pero creo que podrán comprender por qué tuve que marcharme de París. Porque él era algo fuera de lo corriente, un caso especial. No tenía que «formar su alma» como otras personas. Unas fuerzas especiales le formaban la suya. Yo, con mi «alma en formación», tenía que ir a América a esos fines. Esto aún no se ve muy claro, pero se verá, lo prometo.
Mientras tanto, teníamos a M. Kojéve en nuestro comedor explicando su teoría de que la Unión Soviética, China y las naciones comunistas asociadas eran pálidas copias de los Estados Unidos, un lugar en el que las aspiraciones materialistas del hombre moderno se veían gratificadas mucho más de lo que Marx o los filósofos de la Ilustración pudieron soñar. Los ganadores de octubre hicieron el trabajo con los pies. Creo que Kojéve intuía que los verdaderos intereses de mi padre, con todo lo inteligente y culto que era, apuntaban en otra dirección. Además, mi madre ponía una buena mesa. Había una especie de misa culinaria con rognon de veau en el altar. Yo no podía soportar los vahos de orina y tengo escaso paladar para el vino. El paladar de M. Kojéve era tan exquisito como todo lo suyo. Comía bien en casa de los Trachtenberg. Naturalmente, le hubiesen recibido bien en cualquier parte. Después de todo, estamos hablando de París, donde un hombre genial aún cuenta para algo. París, aunque la acción ya no se encuentre allí, está preparada para evaluar lo que ocurre en el resto del mundo. París tiene el lenguaje para hacerlo. Junto a Londres y Roma, está en la fase de Tintagel esperando el regreso del rey Arturo. La tercera vuelta de la Edad de Oro.
Estuve en Francia por Navidades —otra vez la Rué Bonaparte, inmutable desde hace varios siglos— y papá caminaba arriba y abajo hablando, enfatizando con los brazos. No es corpulento, es alto y hablando tiene clase. Uno se lo piensa antes de interrumpirle. Dijo:
—No cuestiono tu afecto por tu tío. Supongo que en su campo sí que es una personalidad distinguida, pero en otros aspectos, es un provinciano. De todos modos, he tratado de no interferir nunca en tu vida.
Verdad, en cierto modo. Sólo que como fuerza de la naturaleza o como quieran llamarlo, papá no podía evitar que sus emisiones interfiriesen otras frecuencias.
Se detuvo en ese punto y me echó una larga mirada estudiándome. Como hijo suyo, debo haberle parecido inexplicablemente oscuro. Como la foto de un melenudo nativo de China central tomada por un turista. ¿De qué modo era una persona semejante su «hijo»? Y fíjense cómo procedo: primero, soy una llave inglesa del tamaño de un hombre; luego, estoy entre el billón y pico de la población china. Papá tenía toda la definición, el acabado de un personaje; yo estaba aún en la metamorfosis.
—No puedo comprender por qué quieres enterrarte en el Mediooeste. París es París aun en tiempos de calma. De vez en cuando sufrimos una explosión y hay problemas con los árabes. Pero donde estás tú, es la barbarie. La anarquía. A una de mis primas, nuestras primas, un asaltante le pegó un balazo a quemarropa. Y era una chica muy bonita. Afortunadamente, sólo fue una herida en la mejilla, aunque sufrió quemaduras de pólvora. A la rata adolescente que la asaltó no le importaba lo que le ocurriese a su apariencia. Atacan a las chicas que van solas por la calle. Ocurre a diario.
—Sí, papá, es cierto.
No importa la imagen desvaída y vacilante de hijo que ve, una mala reproducción de sí mismo; a papá aún le gustaría tenerme a su lado. Abandonado por mi madre, a quien vivía dedicado a su manera. Eso tampoco es del todo falso. El bienestar de mamá siempre fue una de sus preocupaciones. No es que en su vejez no tendría quien le cuidara en caso de sufrir una apoplejía. Él no es la clase de hombre que sufre apoplejías. Y aún le queda una tropa de señoras. Le cuidarían si necesitase cuidados. Jamás le dejarían ir a una institución aunque tuviera el mal de Alzheimer. De todos modos, no eran su familia. Puedo imaginar lo que papá pensaba al respecto, puedo ver en tiernas imágenes el aspecto que debe haber tenido mientras le daba vueltas al asunto. En los años de su decadencia —no es que la acusara demasiado— su mujer y su hijo debían componer el dorado centro de su vida y en vez de eso, eran su margen estrafalario. Pero así pasa con la gente, padre. Cuanto mayores son los éxitos, menos satisfactoria es la vida personal y doméstica. Las esposas, los hijos, los hermanos y otros parientes y asesores de nuestros mismísimos presidentes son borrachos, drogadictos, invertidos, embusteros y psicópatas. No digo nada de las relaciones secretas que a veces surgen trágicamente a la luz y de lo que ocurre en la maleza tras las vallas publicitarias... senadores y otros cargos importantes que jamás pueden borrar sus Chapaquidicks12. Los hechos personales son a menudo infames. El científico que no reconoció a su propio hijo, aquel estudiante que trabajaba de camarero, se ha puesto a vivir con uno de sus alumnos graduados. Dejando de lado sus preferencias sexuales —una de las bendiciones de la nueva indiferencia—, la vida privada es casi siempre un ramo de llagas con un aderezo de trivialidades o pura basura. Así que a papá, con sus viejas amigas, su hijo en el centro de América y su mujer dedicada a la beneficencia en el África oriental, tampoco le va tan mal, después de todo. Para papá, Somalia tenía un rango superior al Mediooeste porque al menos era de interés político mundial, es decir, cientos de miles de individuos de las tribus etíopes eran conducidos a la muerte o «relocalizados» en camiones donados por Occidente para la distribución de alimentos. Eso era preferible a lo que mi tío y yo nos proponíamos en suelo patrio, fuese lo que fuese.
Para papá, Benn era un patoso y un incompetente. Desde un punto de vista compasivo, su lista de fracasos, su confusa relación con las mujeres, hacían de él una figura cómica. ¿Qué se proponía? Decía papá que daba la vuelta al mundo, al parecer por asuntos de botánica, y que mientras estaba en el aire conocía a señoras que no podían explicar, en realidad, qué estaban haciendo ellas a 10.000 metros de altitud y a una velocidad de 1.000 kilómetros por hora. Del modo en que papá lo describía, tenía su lado cómico; y Benn era cómico, desde luego. También era extraordinario y eso era lo que mi padre no podía captar. Pasaba por alto el gran desarrollo de la mente de Benn. El desarrollo de la mente y la fortaleza del cuerpo eran las cosas más importantes en la antigüedad griega. Para medir la mente, tenemos ahora el Cociente Intelectual y los tests de aptitud escolar. El cuerpo admirable es más importante que nunca en los clubes naturistas, en los ejercicios de aerobic, en el jogging, en las dietas Pritikin. El catálogo de La imagen más atractiva que nos llega por correo está lleno de sofisticados aparatos de miles de dólares para desarrollar las caderas, las barrigas, los bíceps y el pecho, creando un físico para desmayarse. Mientras va de gira, el gran Schwarzenegger viaja acompañado de una tonelada y media de equipo de acero con el que se entrena en la suite de su hotel. Para abreviar, la belleza de seres sobrenaturales, pero ahora sin alas, en una interpretación materialista.
A mi padre le irrita que mi perfecto francés se desperdicie en los Estados Unidos. ¿Quién había allí que pudiese conversar en lengua alguna y a quién veía yo?: ¿a la familia?, ¿al tío Vilitzer? Del tío abuelo Harold sólo me enteraba por los periódicos; a él y a su familia les veía un poco. Ese viejo señor de la guerra y de los votos, un antiguo concejal de la organización13, era lo más corrupto que puede encontrarse. Los grandes jurados nunca lograron atraparle, aunque lo intentaron con frecuencia. No exagero al decir que podía llenar las localidades de un estadio de primera14 con los funcionarios que tenía sobornados, y pensando que eso tal vez divertiría a papá, traté de explicarle algunas de las operaciones de Vilitzer. Tomó mi ofrecimiento con frialdad. ¿Qué era un Vilitzer en comparación con Jacques Chirac? Un vulgar Youpin americano.
Pero claro, la familia se había peleado con Vilitzer. Mi madre había entablado un pleito contra él, y aunque el tío Benn participó como demandante, estuvo fuera, en Asam, nunca asistió al juicio y no se había interesado por el caso. Ese toro salvaje de Vilitzer era el hermano menor de la abuela Crader. Ella le había nombrado albacea en su testamento y él se había quedado con una parte del patrimonio que resultó ser muy valiosa. Así que preguntar si había visto a Vilitzer era pura ironía.
Allá en el Rustbelt15, sugirió papá, yo podía escoger entre el embobamiento intelectual con el tío Benn y el analfabetismo de aquel animal que de tal forma había robado a los de su propia sangre.
Aunque le entristezco, entre mi padre y yo hay un vínculo afectivo. El deseo natural es tener un hijo que continúe el trabajo donde uno lo ha dejado y que avance por el mismo frente. Él no lo diría así, pero sospecho que sexualmente me consideraba una especie de fantasma. Si nos desnudásemos —trato de hacerlo mentalmente— la comparación sería humillante. Para equilibrar la balanza, procuro adquirir más consistencia mental, desarrollar sentimientos de los que él adolece. Eso demuestra cuán bajo hemos caído respecto al modelo griego. Hemos partido las cosas en dos dividiendo el físico de la mente. En París, un padre con una verga internacionalmente histórica; en América, un tío con inmensas capacidades mentales. Papá siempre preguntaba por la hijita que tuve con Treckie. Su única nieta lo pone sentimental. A lo mejor le gustaría entender cómo pude engendrarla. Pregunta por qué Treckie y yo no nos casamos. Ella no quiere, le digo. Mueve la cabeza por no preguntar directamente cuán activo soy en la cama. Para una persona de mundo, un bastardo es un mal asunto. Me sorprendería que él no tuviese uno o dos, tomando en cuenta lo que ha significado para él la aristocrática Francia, el anden régime. Me pide las cartas de Treckie. En ese aspecto, ella no me abandona; me escribe a menudo. Si leyese sus cartas podría decirte muchas cosas de ella, dijo. Por lo que pude entender, el móvil de papá era alejarme del tío. Mi necesidad de un tío quedaría reducida al ser marido y padre.
A mamá no le gustaba hablar de mi relación con Benn, mientras que papá indagaba constantemente mis motivos. Dijo:
—Kenneth, tú perteneces a ese tipo de persona que cree en la educación continuada y piensas que Benn aún tiene algo que enseñarte. A cambio, debes ocuparte de él, porque, como diría Aristófanes, tiene la cabeza en el culo —a papá le disgustaban las expresiones vulgares y siempre encontraba una autoridad respetable que las avalase—. Lo que haces por él tendrías que hacerlo por una esposa y por tu hijita.
Pamplinas. Si mi padre hubiese sido tan sensible en cuanto a la familia, no se hubiese tirado a tantas esposas ajenas. Y las esposas, ¿no adoptaban un punto de vista similar? La crisis mundial era el pretexto con que todos encubrían la lascivia y el libertinaje, dos palabrejas que apenas se ven por ahí.
Los sentimientos familiares se vuelven muy frágiles cuando se llega a los parientes colaterales. Tampoco a Vilitzer le importaban mucho. Iba con frecuencia a nuestra Universidad invitado a hablar en seminarios sobre la corrupción patrocinados por el Gobierno municipal. Decía a los estudiantes que la corrupción era cosa del pasado. Con tantos contribuyentes huyendo a los suburbios, con tanto dinero del Gobierno Federal tan escrupulosamente supervisado que robarlo se hacía cada vez más difícil y peligroso, la organización había perdido su poder coercitivo. Fui a una de las conferencias y me escondí en un rincón. El nieto de su propia hermana y él nunca sabría que yo estaba allí; ni le habría importado mucho, de saberlo. Tuve la tentación de preguntarle por qué el FBI tenía en marcha tantas operaciones de acoso y por qué estaba filmando a los concejales y a otros funcionarios que aceptaban sobornos. Hoy en día, el Departamento de Justicia está persiguiendo a los Vilitzers con arpones. Eso tiene un cierto encanto. En una administración republicana, los mamíferos demócratas —de todos los tamaños— constituyen buena caza. En cuanto a los estudiantes, les encantaba la brusquedad de Vilitzer, era un tipo tan deliciosamente duro... Muy bronceado, tenía bultos en la cara y el pelo blanco peinado hacia delante y rizado hacia abajo en el borde de la frente, al estilo de la Roma imperial. Con tipo de levantador de pesas en su juventud, seguía siendo fornido. Lo que había perdido en altura se le había ido a los lados, y aunque se decía que estaba debilitado por problemas cardíacos, sus ojos azules aún tenían la fuerza suficiente para clavar miradas amenazadoras. Antes de que le reclutasen en la Segunda Guerra Mundial, había tenido contactos de segundo orden con la mafia y era un matón. Le llamaban el Big Heat16. Decía una leyenda que había llevado a un tipo a un taller de carpintería que estaba en un sótano, que le había puesto la cabeza en un torno de banco y que cuando el tipo oyó cómo le crujían los huesos del cráneo, decidió darle al Big Heat la información que le pedía. Cuando iba al recinto universitario, no buscaba a su sobrino ni a su sobrino nieto. El pleito de mi madre le había ofendido violentamente. Benn se lo encontró un día mientras estaba a punto de entrar en su limusina de ventanillas ahumadas. Le saludó y el Big Heat dijo:
—Por lo que a ti respecta, me lavo las manos. —Vilitzer tenía el labio superior vuelto hacia dentro, como el flequillo.
—Y, ¿qué le contestaste?
—Nada. Tú eres el ingenioso. ¿Qué hubieses dicho tú?
—Le hubiese enviado una caja de jabones Lady Macbeth.
El tío repetía mis chistes a sus amistades. Admiraba demasiado mis salidas. De todos modos, Vilitzer no hubiese sabido quién era Lady Macbeth.
—¿Quiso decirte que no ibas a heredar de él ni un céntimo?
—Vamos, ¿cómo iba a heredarle? Él tiene su propia familia.
—El hijo mayor no cuenta.
—Cierto, a Fishl le desheredaron. Fishl es demasiado inteligente y su padre le asocia mentalmente a mí, pero hay más hijos.
Venden distribuidores automáticos y seguros municipales. El viejo sistema de los consentidos. Los hijos son excusas para robar. En caso de necesidad, los políticos dirían: «¿Que por qué robo? Es una pregunta estúpida. Lo hago por mis hijos.»
—Os hizo una buena a mamá y a ti —dije.
—Un sobrino o una sobrina es algo distinto. Si un sobrino pide la dirección de un distrito electoral o una sinecura en los parques públicos, puede admitirse. Pero los dólares en efectivo sólo son para los de la propia carne y sangre. Se enfadó con nosotros porque cuestionamos la venta de la propiedad que habíamos heredado de tu abuela. Hilda y yo obtuvimos una buena ganancia y debíamos habernos sentido agradecidos. La demanda que entablamos lo enfureció. Me llamó y me dijo:
—¡Os haré mear sangre!
Le dije:
—Con semejantes experiencias familiares, no te culpo por preferir las plantas.
—Un momento, nunca he dicho que las prefiera. Aún puedo distinguir la savia de la sangre —dijo el tío.
Pobre hombre, sí que daba importancia a la consanguinidad. A veces eso parecía una debilidad estúpida. Estoy seguro de que se casó con Matilda Layamon, en parte, por conseguir una familia y que tenía la intención de meterme en ella, algo impensable. Además, los Layamon no me hubiesen aceptado ni por ganar una apuesta. Matilda le dijo al tío que yo era una persona maliciosa. Eso, en el fondo, no es cierto. Fundamentalmente me veo como un individuo franco. Sin embargo, para ser perfectamente honesto, hay algo en la delgadez de mi rostro y en lo remoto de mi mirada que sugiere malicia. Algunas personas no se sienten cómodas conmigo y tienen la impresión de que las observo. Sospechan que sospecho. Para suavizar las cosas por Benn, dije:
—Ella no es la primera que me acusa y a veces yo mismo lo he pensado. Soy un «franco-malicioso» o tengo en la cara algo de esa apariencia vacuna.
Benn era emocionalmente intenso au fond. Mucha gente rechazaría eso como síntoma de un desarrollo personal defectuoso. («¡Qué época ha escogido ese tipo para tener emociones tan intensas!») Y yo mismo lo rechazo, pero al final admito que esa intensidad me atrae. Pude haber conseguido en París lo que hubiese querido a través de los importantes contactos de mis padres y París está mejorando últimamente: hay un retorno a la cordura, han barrido todo el marxismo de la posguerra y han levantado la maldición que pesaba sobre los bárbaros Estados Unidos de América. Pero yo renuncié a todo para vivir cerca del tío Benn. Para mí, él era la familia. Por los mismos motivos, aún viajo a Seattle una vez al mes para ver a mi hijita, Nancy.
Pero les concedo lo difícil que resulta defender con argumentos convincentes la durabilidad de los vínculos humanos. Todos temen ser embaucados por sus afectos, aunque algunos cínicos aún lo alaben de boca, del modo en que Pomarenko, el lameculos de Stalin, se inclinaba hacia las «masas inocentes». La literatura trata de mantener sus antiguas posturas a este respecto. Philip Larkin, un poeta muy admirado, escribe: «En todo hombre duerme un sentido de la vida conforme al amor.» Pero el sentido duerme. También dice que los hombres sueñan con «todo lo que podrían haber hecho de haber sido amados. Eso nada lo cura». Y esto, en efecto, parece cierto, aunque puede haber una analogía con Ike: no tienen ningún teatro interior que corresponda al teatro de la guerra europea. ¿Dónde está el espacio para que el amor actúe? Y no resulta muy alentador contrastar esas afirmaciones de Larkin con las proposiciones contrarias sostenidas por un número sorprendente de personas que renuncian al amor y van solas por la vida: fuertes, saludables, racionales, racionalmente malvadas o al menos personas «no sentimentales» que generalmente son más despiertas que las otras. Excepto en relación con la melancolía, se oye muy poco hablar del amor. Como en un reciente panegírico de la cantante de blues, Billie Holiday: el orador dijo: «Nació del amor y sufrió por falta de amor. Toda su música trataba del amor.» Billie estaba bajo arresto en su lecho de muerte, agonizando por abuso de drogas y alcoholismo. Había policías en la habitación del hospital.
Volviendo a Vilitzer, era el albacea del patrimonio de la abuela Crader. Compró la propiedad a Benn y a mamá a través de una empresa fantasma y luego la vendió a Ecliptic Circle Electronics que construyó en aquel lugar el rascacielos más alto de la ciudad, casi tan alto como el Sears Tower de Chicago. Del negocio sacó una tajada que ni se puede adivinar. Mamá y tío Benn sacaron juntos 300.000 dólares.
—Harold nos limpió bien —dijo mi madre—. Esperaba comprar con su parte una casa en la Íle-Saint-Louis.
Cuando el tío Vilitzer fue a París, años antes del problema, mamá le llevó a ver aquella casa. Él le dijo:
—¿Para qué quieres semejante trasto viejo? Por la mitad de la pasta puedes conseguir algo moderno y limpio. Yo no viviría en un antro tan horripilante como éste. Cómprate al menos una casa donde las cagadas no vuelvan a salir después de tirar de la cadena o que tenga una ventana en la cocina.
Así que demandar a Harold fue una locura. No se puede saber cuántos jueces tenía a sueldo. Jugaba al golf con los según dos de aquellos que no estaban en su nómina.
Le dije al tío:
—Meterse en líos con él fue una estupidez.
—Tienes una gran intuición para esas cosas —dijo él—. Y supongo que fue una tontería.
—Te diré lo más curioso: por ser de la familia, todavía te pone sentimental.
—Yo le quería.
Al oírle decir eso, una sombra pasó sobre mí. Una de esas malditas sombras versátiles que llegan y se van de prisa. Si aún podía querer a Harold Vilitzer, su amor por mí —o por cualquier otra persona— perdía algo de su valor.
Benn continuó diciendo:
—En 1946, Harold volvió de la guerra. Pasaba la edad, pero se alistó voluntario porque odiaba a Hitler. Cuando Hitler se voló en el búnker, Harold estaba en Italia y, en efecto, hizo alguna pasta en Nápoles antes de la desmovilización. Nápoles, donde la gente conoce de verdad esos juegos. Vendía excedentes del ejército. Se convertían en excedentes en cuanto él les ponía las manos encima. Pues bien, Harold volvió y solía sentarse en la cocina con su uniforme. Era sumamente divertido. Poco a poco se introdujo en la calle, en esta misma ciudad, aceptando apuestas, sobornando a la Policía. Como corredor de apuestas tenía tanto éxito al aire libre que una vez que tuvo pérdidas muy fuertes, los policías recogieron 50.000 dólares entre ellos para mantenerle en el negocio. Les salía a cuenta. Al poco tiempo estaba en política.
—Todo el afecto del que me hablas parece proceder sólo de ti. ¿Qué me dices de los demás?
—No puedo decir que en aquellos tiempos Harold fuese un tío indiferente. Me enseñó que las moras eran comestibles. Eso fue cuando teníamos los dos árboles en el patio trasero. Creo que te lo he contado...
—Más de una vez.
—Donde ahora está el Ecliptic Circle Electronic Tower.
—Sí, claro —dije—. A la parte filosófica de mi persona no le interesaban los detalles del tío. De vez en cuando me impacientaban sus énfasis en los pormenores. Sin embargo, aun entonces sospechaba con frecuencia que mis sinopsis eran más engañosas que sus especificaciones.
—Esas moras eran deliciosas. El tío y yo pasábamos tardes enteras cogiéndolas. Espantábamos a los mirlos. También me llevaba al centro. Aún había vodevil: Jimmy Savo, Sophie Tucker, titiriteros, magos, perros amaestrados. De vez en cuando, a la revista. También al billar y al boxeo. Le gustaban las dos cosas. Creo que quería hacer de mí un miembro regular, meterme en el guiso. También íbamos a tugurios de apuestas, salas de juego, cines. Por supuesto, yo no tenía un céntimo. El tío me invitaba a todo. Una vez vimos una maravillosa película de autor, un montaje surrealista sobre un chiflado tipo Burbank17 que sacaba huevos duros de verdad de una berenjena18. Durante la guerra, la mujer de Harold se había ido con los niños a California para estar cerca de sus padres. Mientras él esperaba su regreso, se comportaba conmigo de un modo paternal.
—Así que te apegaste a él afectivamente durante unas semanas.
—Claro. Y antes aun, quería a mis padres, quería a mi hermana, siempre trataba de hablar con ellos. A los ocho años me metí en la cama con Hilda una mañana porque la amaba. Tu madre se estaba convirtiendo entonces en una mujer. Me cruzó la cara unas veinte veces para enseñarme lo que era el incesto, aunque era la primera vez que yo oía palabra.
Sonreía mientras recordaba aquello.
—Fue todo tan maravilloso —dije—, aun cuando mamá se portara mal contigo. Tío, me has dicho que de pequeño leías cuentos, todas las colecciones de Andrew Lang: la Verde, la Amarilla y la Azul. Y te diré lo que me parece que has hecho. Tu familia de aquellos tiempos es hoy para ti lo que esos cuentos fueron en tu infancia. Todas las princesas, las Cenicientas, las Bellas Durmientes y las madrastras malvadas. ¿No deberías repensar todo eso antes de hacerte mayor?
No me estaba mofando. Yo tenía una mirada de comprensión y casi no levantaba la voz pensando que, de algún modo, se había librado de ser poseído por el mundo que experimentamos la mayoría de nosotros. El tío omitía —o desdeñaba— protegerse a un grado que era escasamente compatible con las condiciones —o desgracias— reales de la vida moderna. Cuando su hermana le abofeteó, él no trató de defenderse. Lo menciono porque el hombre fue más tarde objeto de enorme interés por parte de las mujeres, y en el momento en que ese interés tomaba una forma literal, física, no siempre sabía qué hacer con él. Algunas veces pensé que ellas atraían su curiosidad a un nivel peligrosamente ingenuo. La forma en que él les respondía me hacía recordar una antigua copla.
Cuando un hombre se echa esposa, descubre pronto
Si están sus piernas y brazos sólo pegados al tronco
Pero, por supuesto, él no era inocente en el sentido que tan odioso resulta a la gente de mundo. Como si la «experiencia mundana» no fuese una serie tras otra de engaños que se cambian como disfraces durante el proceso de «crecimiento».
Pero yo no estaba equivocado del todo respecto al cuento infantil de los afectos familiares. Él volvía con frecuencia —con demasiada frecuencia para mi gusto— a sus primeros años.
—Cuando tenía siete u ocho años, llegaba de la calle muriéndome por contar a los míos las maravillas que había visto. Tenía cosas tan estupendas que contar y estaba eufórico. Pero en casa, todos estaban ocupados. Tenían que poner la carne y las patatas en la mesa, así que me hacían callar. Generalmente se portaban bien conmigo, sólo que no tenían tiempo. Al fin pensé que lo que yo veía fuera lo debían tener ellos muy visto, así que dejé de intentarlo. Mi madre pensaba que de niño yo era un terrible embustero.
—¿Y es por eso que te volviste hacia las plantas?
—Yo no lo diría así. En la familia no hablábamos el mismo lenguaje. Había caricias, besos, miradas afectuosas. Hasta mi rígida hermana era amable, por lo general. Lo que faltaba eran las palabras.
Benn creía que yo era el único miembro de la familia con el que podía comunicarse a un nivel superior. A lo mejor era mi sordera parcial lo que hacía que pareciese así. Llevo el pelo largo para ocultar el aparato de audición. Los duros de oído tienen que poner doble atención, algunos leen los labios mientras escuchan y una concentración tan poco usual puede tomarse por asentimiento. En general, sí que comprendía lo que él quería decir. Habíamos leído los mismos libros básicos. Hasta que las compañías navieras desaparecieron, el tío Benn y la tía Lena cruzaban el Atlántico una vez al año llevándome siempre libros en un baúl. Al principio, eran cuentos: Leatherstocking, Mark Twain y Dickens. Luego, en cuanto fui un poco mayor, me iniciaron en la lectura de Balzac. La tía Lena, tan rolliza y con una apariencia tan ingenua, una oscuridad misteriosamente perfumada sobre una piel pálida, era una apasionada de Balzac. Le gustaba más cuanto más sombrío se ponía; cuando golpeaba contra los barrotes de la virtud y el vicio sobre un fondo de matones y de tramposos universales: el entierro de El tío Goriot; la tigresa portera robando al músico moribundo, Pons, mientras su propio marido es envenenado en la portería por el terrible Remonencq, que la desea. ¿Quién hubiese imaginado que a una pueblerina como Lena pudiesen gustarle recetas tan fuertes? Pero ella decía: «No se puede comprender a la sociedad si no se ha leído a Balzac.» Hacia el final, agregaba: «Para comprender a Balzac hay que remontarse a Swedenborg. Empieza con la Séraphita de Balzac. Lee luego El amor conyugal.»
Benn no había leído, evidentemente, lo que Swedenborg había escrito sobre el amor. Me regaló el libro como un recuerdo. (Yo lo leí.) Sin embargo, estaba de acuerdo con Lena en cuanto a Balzac y decía:
—Si ella no me hubiese iniciado en aquellos libros, nunca hubiese sabido por dónde iba. En cuanto a quienes no han leído El primo Pons y La prima Bette, no sé por qué sistema pueden guiarse. Cuando alguien les da en las narices, no pueden comprender cómo les han golpeado. Sin La prima Bette, yo estaría perdido.
De todos modos, se perdía a menudo. Si hubiese leído el Pons con más atención, nunca se hubiese casado con Matilda Layamon. Era hija única de padres ricos y Balzac dice muy específicamente que las hijas únicas que nacen en la abundancia se convierten en esposas muy peligrosas. En ese sentido los textos son capciosos. Porque uno ha leído sobre los filisteos, puede pensar que no es posible que uno sea un filisteo. Eso es una estupidez. También cabe la posibilidad de que mientras uno lee un libro, sus residuos tóxicos le envenenen y se vea inflamado inconscientemente por una fiebre secreta, o que no se dé cuenta de las tormentas de sentimientos que se agitan en su interior y que el libro le está ocultando. Que el tío era un lector susceptible que llegaba a veces a la alucinación, lo demostraba su entusiasmo por los libros que me instaba a leer. En el caso de Soledad, del almirante Byrd, tenía toda la razón; pero también me hizo leer la Autobiografía de un yogui. Ése tenía un cierto encanto, pero había que vencer la incredulidad sobre la levitación y las experiencias extracorporales. Como cuando la mujer del yogui entra en la habitación y lo encuentra, no en el colchón donde lo había dejado, sino flotando cerca del techo. Hacia este tipo de literatura, el tío tenía una actitud agnóstica, es decir, diletante, que no me gustaba mucho.
Pero al ver cuáles eran los gustos del tío, pude interesarle en escritores místicos, gnósticos y herméticos, o en gente como Soloviev y Fiodorov, a los que investigaba para mis estudios sobre el simbolismo ruso. La apariencia del tío era tan sólida que yo tenía la esperanza de que corrigiera mis opiniones más frágiles. Cuando yo era muy joven, le comparaba al cantón de una fortaleza antigua. Como papá, que decía que estaba construido como una iglesia rusa, yo también me decidí por el símil arquitectónico. Esa vieja mampostería es inútil ante los explosivos modernos o ante los sistemas de misiles. (No representaba un gran desafío para la familia Layamon, en la que entró por matrimonio.) Pues bien, el tío se aficionó a Fiodorov cuya postura es que la muerte yace en el fondo de todos los problemas humanos. La tierra es un camposanto y, el único proyecto de la humanidad es recuperarlo para la vida. Es intolerable que las personas que amamos tengan que desaparecer en la eternidad y no podemos aceptarlo sin cobardía. Hay que empezar con la familia inmediata. Los hijos y las hijas deben devolver la vida a aquellos que les dieron la suya. Aun cuando suponga ir a la luna, tenemos que recobrar cada partícula de nuestros muertos. Los vivos y los muertos forman una única comunidad. No me gustaba esa lucha literal por la restauración física. Sin embargo, persuadí al tío a que viese qué podía sacar de aquello. Lo leyó con avidez, lo devoró. Hubo ocasiones en que, en sentido figurado, se elevó hasta el techo. No debí haberle hecho pasar por eso. Lo hice porque podía contar con que él proveería comentarios curiosos sobre cualquier tema que me interesara.
Tener un tío encantador es una gran ventaja. Fíjense que no digo un viejo tío encantador. Desafortunadamente, no era demasiado viejo para líos de faldas. Había sido perfectamente fiel a la tía Lena, nada de engaños. Mientras ella vivió, ni siquiera miraba a las chicas; bueno, mirar, sí que miraba, pero no iba de caza. Después de años de fidelidad, había ciertas dudas sobre su potencia. Me hizo referencia a la Autobiografía de Darwin —nunca dudaba en hacerse acompañar mentalmente por los mejores—, a esos pasajes en los que Darwin confiesa que en su juventud, la poesía y la música le habían conmovido, mientras que años más tarde esas cosas le repugnaban, lo que atribuía al descuido de su sensibilidad, embotada y herrumbrada. El trabajo científico, la inmersión en el detalle insignificante, la observación de minúsculas diferencias entre los organismos, le incapacitaron para emociones mayores. (Adivino que la incapacidad de Darwin había comenzado ya y que se volvió a la investigación porque lo había intuido.) La tía Elena era amable, ligeramente rellena en las caderas y en los muslos, oscura, envuelta en un misterioso perfume. En su cara colgaban, por así decirlo, unos ojos negros, y yo albergaba insistentes pensamientos —una peculiaridad masculina ampliamente extendida— sobre cómo Benn se las había arreglado con ella. Él se comportaba de un modo extrañamente protector, de verdad. Además, había influencias swedenborgianas. Ella no podía persuadir a Benn a que leyese a ese gran visionario, pero el tío conocía sus conceptos sobre el amor entre los sexos. La mujer está dotada de mayores poderes de volición, lo que para Swedenborg significa afecto. La tendencia del hombre es más abstracta. Entre el hombre y la mujer se produce un intercambio. El amor y el pensamiento se completan en la pareja humana y ocurre algo similar a un intercambio de almas según el plan divino. Aun así a Benn le preocupaba el embotamiento darviniano y las consecuencias que tenía sobre su capacidad de encenderse eróticamente. Le preocupaba tanto como para provocar conversaciones oblicuas con Lena. A ella no le importaba hablar del asunto.
Benn, el viudo-soltero, con su tipo pesado, no parecía tener ascendente romántico sobre las mujeres. Sin embargo, en los años anteriores a su segundo matrimonio, tenía siempre entre manos algún asunto de faldas: flirteos, cortejos, anhelos, obsesiones, deserciones, insultos, laceraciones, esclavitud sexual; el panorama completo desde la felicidad hasta la depresión. El matrimonio debía acabar con aquellos tormentos.
—Al menos dejaré de errar por la faz de la tierra —dijo justificando el haberme engañado. No me tomé a bien su matrimonio; debía habérmelo comunicado con antelación.
Pero, ¿por qué corría tanto por ahí? Bosques indios, montes chinos, selvas brasileñas, la Antártida. Él aceptaba que su inquietud tenía una causa erótica, pero nunca pudo determinar el modo de interpretar aquello. Había deseos contradictorios en juego. En una época en que tenemos a Eros por un lado y a Thanatos por el otro enfrascados en una disputa jurisdiccional, es mejor hacer las maletas y dirigirse al aeropuerto que quedarse a esperar el resultado. ¿Mejor mantenerse en movimiento? ¿Correr para mantener la libido activa? Eso nunca se le ocurriría a un auténtico gato macho. Piensen en el barón Hulot, de Balzac, ochenta años, que hace una proposición a la criada mientras su santa mujer aún puede oírle desde su lecho de muerte. Igualmente curioso fue el caso del abuelo de Stravinski: con ciento un años se rompió el cuello trepando una verja para asistir a una cita de medianoche. El tío ni siquiera entraba en el mismo saco con hombres de esa estampa: los vehementes Yeats, tipos que solían ir a Suiza en los años veinte para que les trasplantasen glándulas de mono. No, quince años de marido fiel, ése era su talante. Y no podía entenderse con mujeres de exigencias lujuriosas y opresivas.
Sí, tenía auténticos problemas sexuales, peí o no de los que incapacitan; depósitos de libido sin descubrir que podían haber hecho las delicias, en términos sexuales, de una mujer inteligente que tuviese la perspicacia y la comprensión para poner orden (y también placer) en esas confusas idiosincrasias. Y no puedo decirles qué le llevó a arriesgarse al juego del matrimonio con Matilda Layamon. Todavía me desconcierta. Si, según Macaulay y Winston Churchill, el Imperio británico se adquirió en un ataque de despiste, lo mismo es aplicable a la segunda mujer del tío Benn. Sólo que en el caso de mayor envergadura, había una voluntad imperial que iba cobrando forma gradualmente, mientras que en el otro, se expresaba la opinión de un hombre sobre su propia persona, un juicio sobre sí mismo. Pero no pienso ponerme profundo sobre sus motivos. Cada vez me fío menos de la psicología. Lo veo como uno de los subproductos menores de la inquietud o de la oscilación del estado de conciencia moderno, una terrible agitación que valoramos como «perspicacia». Digamos solamente que el mismo tío comprendía la irracionalidad de poner un anillo en el dedo de Matilda diciendo: «Sí, quiero.» ¿No había a su alrededor suficientes matrimonios destrozados, siniestros de amor como Boeings que no pudieron salvar los picos? Cuando llegó el momento en que los dos tratamos el asunto, me habló con suficiente franqueza del «panorama sexual». Todos esos locos y locas compartiendo la cama. Dos psicópatas bajo un mismo edredón. ¿Sabe uno, alguna vez, quién yace a su lado, los pensamientos que se ocultan tras la pantalla de la «consideración»? Un golpe de termostato y estalla el calor del amor, una bomba de llamas que nos quema. Mientras uno sale de las cenizas flotando hacia el mundo etéreo, no debe sorprenderse, al oír los sollozos de dolor de quien lo ha destruido.
Pero será mejor que baje el tono, que no ceda a mi gran debilidad.
Resumiendo más sobriamente: puedo comprender por qué el matrimonio debió haberle parecido un proyecto incitante. Las plantas la histogénesis de las hojas o lo que sea— absorbían la mayor parte de Benn; yo, en realidad, le veía como una especie de místico de las plantas; pero lo que de él quedaba, era afectuoso. Los de su profesión eran con frecuencia, como ya he dicho, gente afectivamente yerma y a nadie le parecía mal que lo fuesen. Él no estaba dispuesto a seguir el ejemplo darviniano, a aceptar la atrofia total. Solía decir:
—Me estoy volviendo demasiado autosuficiente.
Se me podría convencer de que estaba cansado de cuidarse a sí mismo, aunque las tareas de la casa no eran una carga para él. Más bien, le gustaban. Le echaba Vanish azul al inodoro. Prefería 409 a cualquier otro limpiador de cocina. Se lavaba los calcetines con Woolite. Tareas que desesperan a otros hombres, como pelar patatas, limpiar el rallador de queso, restregar los cazos pringosos, fregar los suelos de rodillas, no le molestaban en absoluto. Nunca se le ocurrió pensar que eran tareas inferiores, indignas de un hombre que había corregido algunos de los conceptos básicos de la morfología de las plantas. Para mi padre, esa voluntad de ser la criada para todo era señal de una estupidez esencial; papá estaba un poco mimado porque como americano en Europa, se lo había pasado divinamente. Ningún europeo podía haber disfrutado tanto de la vida europea. La Europa posthitleriana se había deshonrado a sí misma. Lo que quedaba de los privilegios tradicionales se estaba desvaneciendo. En la época de las criadas, las cocinas eran horribles. Cuando la señora de la casa tuvo que hacer las tareas, se instalaron comodidades de estilo americano o alemán occidental. Pero los Trachtenberg siempre tuvieron criada. Los intelectuales no friegan suelos. Al tío, sin embargo, no le importaba lavar la ropa, planchar, coser botones, fregar. También mantenía limpio su laboratorio. Papá decía:
—Bajo esos aires suyos, es una vieja.
Falso. Era su modo de decir: «No pertenezco a vuestra elite.» Hacia cualquier cosa por proclamar la igualdad. En mi opinión, se pasaba. Como sugería un amigo parisién, esa actitud es un poco exceso de cortesía. Me contó ese amigo que Marcel Proust, a quien estaba estudiando, no escatimaba esfuerzos al elaborar sus respuestas a las preguntas de una señora que sólo pretendía sostener una conversación intrascendente durante la cena. Proust respondía en detalle y con paralizante prolijidad cuando ni se requería ni se esperaba semejante respuesta. La gente se veía abrumada de información por aquel compañero de mesa guapo, pesado y con cara de yogur. Era para morirse. Bajo todo aquello estaba la cortesía de la igualdad o de la supuesta igualdad.
Dar crédito por motivos igualitarios donde no hay que hacerlo —es decir, a personas cuyos procesos mentales son completamente distintos a los de uno—, honrar a otra alma por potencias que puede o no tener —como aplacar al dios de un volcán que lleva extinto cientos de años. El dios ni siquiera está allí. Dirige una cadena de volcanes— como los Hyatt Houses19 y de ésos se ocupa, de los activos.
También conviene tener en mente que el tío era un instrumento muy afinado y que él mismo ejecutaba porque estaba afinado. En cuerdas tan tensas, la exhibición era inevitable20. La super-cortesía mitigaba la molestia que imponía a los demás, sus oyentes. Una ingenuidad y una energía como las suyas eran compulsiva Por ejemplo, abre un frasco de Vitaminas durante la cena y su acompañante le pregunta qué son. Él empieza a describir los estudios avanzados sobre el cáncer que se realizaron en Valhalla, Nueva York, y la teoría de los «radicales libres», neutrones peligrosos que se liberan durante el proceso metabólico causando, probablemente, tumores malignos. Esas vitaminas maravillosas dilatan los capilares de la glándula próstata y evitan que se inflame. Le habían curado una uña que llevaba años astillada. (Trata de enseñársela a la dama, pero la llama de la vela está demasiado débil.) Un curioso efecto secundario, prosigue, es que las vitaminas estimulan el crecimiento de las bacterias intestinales causando una cierta hinchazón. El remedio para eso consiste en seguir el ejemplo de los primates superiores cuyos tractos digestivos son maravillosamente similares a los nuestros y cuya dieta de fibras mantiene limpios los intestinos... Lamentando haber hecho la pregunta, la señora espera que ese excitable bodrio termine su conferencia. Otra ofrenda no deseada.
Así que al tío, volviendo a eso, no le importaba cuidarse a sí mismo. Para variar, sin embargo, sería agradable tener a alguien que por consideración lavase los platos de la cena. ¿Por qué se casó, entonces, con Matilda Layamon? El rostro clásico, el pelo de jacinto, ella no iba a fregar los platos. Bajo todo eso está la relación amo-esclavo. El amo es amo, por que está dispuesto a enfrentarse a la muerte con tal de mantener los privilegios del amo. El esclavo no quiere arriesgar su vida... No es necesario que entre en esto explicando por qué el tío Benn no se avergonzaba de fregar los platos. Pero no puedo menos de recordar que en Moscú, al principio de los años veinte, el poeta simbolista Andrei Beli perdió el control en un mitin porque había tenido que hacer cola para conseguir un trozo de pescado. ¡A un poeta se le debe dar el arenque servido y en plato limpio! Hacia el final de su vida, hablando de las mujeres que había conocido, también dijo: «Ni una sola de ellas me merecía.» No imagino a Benn diciendo eso.
Esas palabras serían imposibles en su voz. Y sin embargo, se habría justificado que lo dijese. Muchos pensadores modernos coinciden en que el secreto del amor es la «sobrestimación». También para Rousseau se trataba de un engaño del que las sociedades libres no pueden prescindir. Bajo todo esto está otra vez el descubrimiento que hiciese el almirante Byrd en el Polo Sur. Allí los hombres se calaban los unos a los otros. Por ahora, basta mencionarlo sin destacarlo demasiado.
Si hubo autoengaño, el tío debía saberlo. No era tonto. Era un hombre ampliamente admirado por sus conocimientos, por su exactitud, por su retentiva y por la capacidad de su memoria. Si me lo preguntan, un poder de esa índole se confiere desde arriba, desde lo alto. La «cosmovisión científica» frunciría el ceño ante esta aseveración. Eso no puede evitarse. Y esto no es una discusión, sino la confesión de un corazón abierto. Nunca me satisfarán las explicaciones corrientes que tienen su origen aquí abajo, en el mundo del sentido común. Para mi, el tío era un prodigio, tenia «magia». Ese tipo de talentos que no se han solicitado, buscan a tientas la plenitud humana. Pero, ¿cuánta plenitud necesitan? ¿Tiene que ser una plenitud complicada? ¿No bastaría una plenitud esquemática? Sí, para aquellos que son afectivamente yermos. Los tipos afectivos, los corazones amantes como mi tío, los caracteres de exuberante energía fácilmente agitados, necesitados, ambiciosos; ésos no pueden comprender por qué a un don elevado no le sigue otro, una sucesión de dones. Entonces, lo que se pedía era alguien que los compartiese una mujer encantadora, una mujer como la que describe Swedenborg: hecha por Dios, paja instruir al hombre, para conducirle al intercambio de almas. Tal vez para instruirle sobre el amor como Diotima instruyó a Sócrates?
Después de revisar todos los hechos, el balance indicaba que al tío lo habían apaleado. Volviendo al maldito poema de Poe, en esa época se sentía un viajero hastiado, cansado del camino. En mi opinión, era un hombre que había sufrido abuso sexual. Ese término se reservaba en los periódicos a los niños y puede que parezca inadecuado meter en esa categoría a un hombre que pasa de los cincuenta. Un famoso botánico cincuentón en el parvulario, ¿qué cuento es ése? Sin embargo, hay hombres maltratados. A ellos también se les explota. Y en mi opinión, el tío Benn era un hombre maltratado por las mujeres. Ustedes me dirán: «¿Un hombre de su envergadura?» De acuerdo. Eso es, exactamente. Buscaba protección y en cualquier test de asociación de palabras, la respuesta americana a la palabra «protección» sería «chantaje»: «extorsión»21.
Lo que no resulta del todo claro es por qué el tío Benn aceptaba tan pasivamente el abuso cuando sabía cómo evitarlo. Ahí está la clave del misterio. Y cuando considero el asunto del modo en que se estudia una pintura abstracta, buscando pistas para relacionarlo con el mundo real —¿es un jarrón?, ¿es una antigua pieza de artillería?, ¿es un tubo de dentífrico?— veo a Benn en el fondo, el hombre de verdad, un tipo alto, grueso, pálido, con una curvatura rusa en la espalda. Camina pesadamente. Del diafragma para arriba es sosegado. Luego, la cabeza redonda, la cara llena, un par de ojos en una curva que parece un ocho tumbado. Uno de mis filósofos rusos dice que los ojos humanos se dividen en dos categorías: los receptivos y los que irradian voluntad. Los unos están muy abiertos para reflejar la luz y los otros lo escrutan todo a la caza de la presa; ojos para los que la tierra es un jardín del Edén, un eterno ahora, y otros de los que surge un electrizante flujo de voluntad. El tío pertenecía a la primera categoría, por supuesto. El hombre es lo que ve. (No lo que come, como decía Feuerbach, el maníaco literalista alemán.) No; uno es como ve. ¿Qué otra cosa podían significar esos ojos suyos? Su cabeza, configurada para su profesión, era un observatorio de plantas. Los tipos de voluntad electrizante, los que no paran, los que van a por todas, aquellos a quienes están destinados a servir los que reflejan la luz, sus sirvientes, sus presas, su comida, podían, por lo tanto, tomarle por memo, por lerdo.
Pero en algún lugar del laberinto de su carácter, el tío era también astuto. Tras el hecho consumado, sí que era astuto, capaz de comprender en qué se había equivocado, cómo le habían tomado el pelo, cómo había colaborado con los listos y los predadores. Pero sólo tras el hecho consumado. Parecía equilibrado, pero eso no era más que una apariencia. Sin embargo, él era lo auténtico, una auténtica excepción. Por miedo al elitismo —¡que horrible superchería!— nos obligamos a despreciar las excepciones.
¡Imagínense! Nuestra única esperanza de liberación y ni siquiera debemos mirar.
Solía preguntarle al tío cómo era que se había enamorado de la botánica un niño de las aceras de la calle Jefferson. No había plantas en ese barrio exceptuando los cardos y los hierbajos, el ailanto enano y las otras cosas que crecen en los patios de carga y descarga. El abuelo Crader ni siquiera comía lechuga. Se enfadaba cuando la abuela la ponía en la mesa. Levantaba esa inteligente cara suya enloquecida por prejuicios e ironías inquietantes y decía:
—Dale eso a los animales22. Aunque el hombre enseñaba hebreo, no era un judío observante. Sí tenía cierto interés, sin embargo, por la tradición mística y le gustaba hablar del Árbol de la Vida y del Árbol del Conocimiento23. Curiosamente, eran los gentiles24 los que poseían el Árbol del Conocimiento —en forma de Ciencia—, mientras que el Árbol de la Vida era propiedad judía al ciento por ciento. A la larga, la Ciencia y la Vida se unirían. Yo me preguntaba si esos árboles habrían ejercido alguna influencia sobre el tío a la hora de elegir su profesión. Que él supiera, no, decía.
Ahora bien, al tío no le gustaba dar apariencia de misterio. No quería hablar de sus talentos ni pensar en ellos. Los aceptaba agradecido y prefería callar. Yo, por mi parte, tenía que pensar en esos misterios por lo mucho que me afectaban. Cuando intenté sonsacarle sobre el Árbol de la Vida, todo cuanto pudo decirme fue que su padre tenía un libro cabalístico sobre la materia escrito por Haym Vital, un místico del siglo xvi. Yo no tenía tiempo entonces de profundizar en eso —demasiadas cosas entre manos—, pero tenía que considerarlo porque en el último análisis, influyó en mi decisión de trasladarme al Mediooeste. No estaba dispuesto a echar mi vida por la borda. Podía entregarla, pero no tirarla sin más. Así que a menudo me he preguntado por qué no seguí los pasos de M. Kojéve. Mientras escuchaba sus charlas en el comedor de París, algunas veces imaginaba rayos de luz surgiendo directamente de su cabeza. Me hacía sentir como un pipiolo mental. Trataba del espíritu y de la Naturaleza, barajaba la historia como si fuese un mazo de cartas. Yo le escuchaba extasiado. ¡Qué tipo! Sin embargo, también notaba que me iba llenando de sospechas acuciantes. De jovencito, cuando apenas comenzaban mis esfuerzos por alcanzar el bachot, con mi admiración por su dominio del pensamiento oscurecida cada vez más por las sospechas, le comparaba mentalmente a mi maestro de conversación rusa de la Rué du Dragón: su habitación helada con iconos y trozos de alfombra Bokhara, la monda calvicie de su cabeza, la delgadez de su voz. Era un ruso pasmoso, me advertía contra el encanto del pensamiento, contra el intelecto calculador y sus interpretaciones, contra sus ficciones ajenas al poder de la vida. Había dos clases de verdad, una simbolizada por el Árbol del Conocimiento, la otra por el Árbol de la Vida; una, la verdad de la lucha; la otra, la verdad de la receptividad. El conocimiento divorciado de la vida equivale a la enfermedad. El tío sabía montones de cosas sobre las plantas, pero su conocimiento era, en cierto modo, involuntario.
—Entonces, tío, ¿dónde está ese libro?
—¿Ése sobre el Árbol de la Vida? Ni idea. Se quedaría enterrado cuando demolieron el edificio. Mi padre me lo leía y lo comentaba. Nunca lo estudié yo mismo.
—¿Qué leías por ti mismo?
—Le compré un libro al trapero por cinco centavos. Era Great Mother Forest de Attilio Gatti. Debió haberlo sacado de una bañera y puesto a secar al sol porque estaba inflado y manchado. Me dejó aturdido. También me gustaba el libro de Bartram, sus viajes por los territorios de Georgia y Florida hace doscientos años cuando aún estaban intactos, completamente solo, recogiendo plantas extrañas y durmiendo a la intemperie.
He oído en Francia la inteligente opinión de que el gueto es una réplica del desierto de Judea y de que los judíos se libran de la decadencia porque no tienen elementos vegetales. No dependen de la savia y, por lo tanto, no se marchitan. No es tan estéril el gueto como las mentes de los intelectuales franceses que produce ese tipo de fórmulas ostensiblemente compasivas. Ésa es una de las cosas que me alejó de París. Los judíos han rezado durante siglos en ruinosas sinagogas de barriada pidiendo rocío —tal—. Pero esto sólo interesa con referencia a la vocación de mi tío.
—Entonces, ¿fueron esos libros exóticos los que te hicieron un trotamundos?
—Yo no lo creo. Hay un montón de 747 esperando para llevarnos a todos a otra parte. Uno siempre puede tomarse un corto permiso. Y hay fondos para proyectos especiales, además de tipos de cambio favorables. El tiempo se pone feo, diez días consecutivos de aguanieve. Te pones de mal humor. Te deprimes. Es una estupidez quedarse quieto, hasta puede perjudicar tu estructura mental. Así que empiezas a mirar por el escritorio y te encuentras con un montón de invitaciones sin contestar. Entonces piensas, ¿por qué no a la India? Ésa es la mejor época del año. En Madrás está esa complaciente señora alta y oscura que siempre se pone tan contenta de verte. Es una compañía tan agradable...
Se refería a Rajashwari. Era bibliotecaria y una notable ejecutante de esa guitarra india de tonos profundos y enorme barriga. Cerca estaba la Universidad de Annamalai con su famoso departamento de botánica en el que el doctor Singh daba serenatas experimentales a las mimosas y aumentaba así el número de sus estomas; los datos de Singh estaban muy lejos de convencer al tío.
—Pero, volviendo al niño de la calle Jefferson —dijo—, no fue Great Mother Forest, y no fue el encanto de Bartram, esas perfumadas noches subtropicales. Parece que yo tenía adentro una segunda persona que actuaba por mí. Ése fue el que me dijo que le diera al trapero los cinco centavos. Creo que esa persona estaba a la expectativa y cuando vio pasar la botánica, pegó un salto y se la tragó de golpe. Mi personalidad normal habría deliberado y vacilado como una mujercita histérica. Hay ciertas decisiones que simplemente acaban conmigo.
—La cuestión es, entonces, cuál de las dos o más personas decide por ti. O, ¿no sería mejor decir un demonio o un genio25; un espíritu interior?
No esperaba que me respondiese a esa pregunta.