Yo había ido al África Oriental a ver a mi madre, y a la Rué Bonaparte a ver a mi padre. Cuando volví, después de año nuevo, me encontré con la participación de boda. Indicaba: «No se haga seguir.» Pues bien, las participaciones de la calidad de aquélla tienen que encargarse con meses de antelación. Esas invitaciones estilo Tiffany no se improvisan. Estaba suficientemente claro que las habían encargado antes de que yo me fuese. Cuando el tío me llevó al aeropuerto, ya estaba todo planeado. Y sin embargo, no se dijo ni una palabra de Matilda Layamon. Yo ni siquiera sabía que estaba saliendo con ella. Y él había conocido a esa mujer por mí. Mi madre me había presentado a Matilda. A mamá le gustaba asesorar a las chicas americanas que vivían en París y Matilda era una de sus protegidas. Después de vivir tantas décadas en Europa, mamá era una valiosa fuente de información y consejos, también de contactos útiles. Si uno lograba congraciarse con ella, le presentaba gente, hasta daba pequeñas fiestas para sus favoritas. Al abrir sus puertas a mujeres hermosas, puede que mamá también le estuviese demostrando a mi padre lo temeraria que era. Quién sabe. No creo que tuviese en mente ser su cómplice. Ella sabía, naturalmente, que se había casado con un genio, un genio amoroso que aún sigue siéndolo. ¿Cuántas personas auténticamente excepcionales conoce uno en su vida? El caso del tío Benn ofrece un paralelo. Él también era excepcional, aunque en este preciso instante de mi relato, no tenga muchas ganas de reconocerlo. De algún modo, aún estoy dolido porque me traicionó, rompió las reglas de nuestra relación.
Matilda, dicho sea de paso, nunca se lió con mi padre. Estaba de parte de mamá, aunque no se le había pedido apoyo. Las relaciones de mamá con papá entraban en la categoría de secretos oficiales. Matilda le escribió a mi madre al África Oriental, pero en ninguna de sus cartas mencionó a Benn y la invitación a la boda no le llegó a mamá hasta febrero, lo que significaba que Matilda quería asegurarse de que no hubiese interferencias por ese lado. Mamá se había burlado con frecuencia de los problemas que Benn tenía con las mujeres. Como Crader que era, había heredado su parte del ingenio familiar, y una vez había dicho: «En el amor, mi hermano es como un hemofílico que se afeita a oscuras con una navaja.» Cuando, finalmente, Matilda informó a mamá de que ella y Benn se habían enamorado y de que la boda navideña había sido hermosa, también dijo que era una bendición especial haberse convertido en la cuñada de tan buena amiga. Hasta mamá, con su debilidad por la adulación, pensó que aquello era excesivo, y cuando me lo refirió por carta, rechazó toda responsabilidad concluyendo: «Nunca se me pasó por la cabeza que una chica como Matilda viese posibilidades de matrimonio con Benn.»
En una larga posdata, mamá comentaba el matrimonio con animadversiones sobre mi relación con el tío y mi tendencia a imitarle. Creía que el tío dependía de mí. «Te ha atado mediante las emociones —y los engaños— y te ha impedido desarrollar tus ambiciones. Ahora no os veréis con tanta frecuencia y tú también puedes tener la tentación de casarte. Treckie no sería la esposa adecuada. Pertenece a la cultura del ácido de Ken Kesey y de toda esa locura que ahora está passé y que no quiere reconocerlo. No ha creado avant garde alguna, lo que hubiera sido su única excusa. Cuando estuviste aquí, hablaste de una joven llamada Dita Schwartz. Tal vez no te das cuenta de lo mucho que la mencionaste. Evidentemente, a ella le gusta escucharte por el bien de su propia formación. Tú tuviste en París toda clase de oportunidades, mientras que ella no es más que una chica americana y, encima, del Mediooeste, así que tiene todas las de ganar. Esto puede significar, en consecuencia, que tú tienes todas las de perder. Decirle al único hijo que sea prudente provoca, de costumbre, más temeridad. Pero ahora tu tío te necesitará mucho menos que antes...
Esa última afirmación demostraba que ella estaba en Somalia no sólo geográficamente; mentalmente también. El tío no me había necesitado nunca tanto como entonces.
Volviendo atrás brevemente, a fin de situarnos: Matilda había ido a París a recabar información sobre las actividades culturales que tuvieron lugar bajo la ocupación nazi. Estaba interesada especialmente en las grandes figuras como Ernst Junger en el bando alemán y Céline en el francés, junto a Drieu La Rochelle, Brasillach y Ramón Fernández, una lástima que Fernández, un hombre de talento, se aliase a los fascistas literarios. Mamá pudo presentarle a Marguerite Duras —mucho antes de que la Duras se hiciese famosa—, y Matilda pasó semanas enteras tomando notas para su tesis doctoral. Para ser una estudiante graduada, hablaba francés extraordinariamente bien; para ser americana, tenía referencias de primera; era una mujer hermosa y también uno de esos oyentes que dedican toda su atención a quien les habla, el tipo perfecto para un informador locuaz. No se cansaba de recoger información y por ser ella misma algo exaltada, se ganaba la confianza de las personas histéricas que entrevistaba, casi todas ellas criminales con la extraña idea de reconciliar las atrocidades de la guerra con los objetivos más elevados de la civilización francesa. Por ejemplo: para obtener información para la resistencia, uno tenía que acostarse con un colaborador o, cuando mataban a un traidor, uno podía descubrir que, a pesar de todo, le amaba de verdad, de esa manera, lo conseguía todo: pornografía, douleur de corazón, amor corrupto, patriotismo y un elegante estilo literario, preservando así la pureza de la cultura francesa. Podrido de arriba abajo. Ninguna persona sensata se dedicaría a ese tema.
Cuando Matilda regresó a su base —su padre era un médico muy importante y muy rico— me buscó y fue a través de mí que Benn llegó a conocerla. Ambos la llevamos a cenar juntos. Él hizo la observación de que era guapa, un comentario objetivo sin ninguna emoción particular. No es posible que haya intentado despistarme. En aquellos momentos, la idea del matrimonio aún no le había penetrado en la cabeza. Era a comienzos del verano y estaba trabajando en sus líquenes árticos, aliviado por haber dejado atrás las duras experiencias sexuales del año anterior. Ocasionalmente, y evitando complejidades técnicas, me explicaba cómo los líquenes podían nutrirse de la atmósfera a medida que las masas de aire se desplazaban de una zona a otra llevando una mezcla de sustancias nutritivas y tóxicas. Me gustaba verle de nuevo en su trabajo; no sospechaba nada. Él estaba a salvo en medio del verde. No había muchas cosas que pudieran perjudicar a Benn el botánico. El día que la invitamos, Matilda me dijo durante la cena que seguía manteniendo correspondencia con la Duras, aunque había abandonado su investigación. Se había dado cuenta de que estaba fuera de su alcance a menos que estuviese dispuesta a sumergirse en el tema durante cinco o seis años. Deduje que, con anterioridad, debía haber abandonado un cierto número de proyectos semejantes. Llegué a suponer que no necesitaba concluir esas empresas. Su verdadero propósito era la exploración social. Pasaba de los treinta, no se había casado nunca, no era demasiado vieja para tener hijos y lo que estaba buscando era un marido. Nunca se me pasó por la cabeza que aquella brillante y nerviosa afrancesada del Mediooeste pudiese considerar al tío como candidato para el matrimonio. Ahora comprendo que el peso académico del tío y su fama científica le ofrecían una base estable de operaciones. Había corrido mucho, demasiado para casarse impulsivamente como una joven enamorada. En cualquier caso, le había pedido al tío que no me hablase de sus relaciones. Le resultaría embarazoso que tratáramos el asunto entre nosotros. Le horrorizaba pensar que el hombre que amaba hablase de ella. Yo podía ser muy buena persona y era evidente que el tío me adoraba, pero nadie podía negar que yo era un poco raro y notorio por lo enrevesado de mis teorías. Hasta mi madre había sugerido —más que sugerido— que yo era un poco desequilibrado.
—Y en el amor, un hombre debe hacer su propia elección sin que nadie le influya —dijo Matilda al tío—, y seguir sus instintos más profundos.
—Así que no me dije nada —dijiste como admirando su habilidad. No iba a decirle que me había traicionado, que había violado un acuerdo que era el mismo fundamento de nuestra relación. Que estaba indignado.
Bueno, y, ¿qué es eso de una «relación» y su fundamento?
Para decirlo tal como yo lo entiendo y tan brevemente como sea posible, se trata de la monotonía de lo que Swedenborg llamaba «la pura naturaleza»; el aburrimiento del encierro eterno en un círculo fijo, sea cósmico o personal, que nos hace prisioneros. Un mundo fijo de materia y energía, ¿no lo ven? La sabiduría salomónica del «nada nuevo bajo el sol» o de la «recurrencia eterna» —un círculo cerrado, y un círculo cerrado es una cárcel.
Mis padres, con todo mi respeto filial, eran prototipos de círculo cerrado. De ahí la atracción que el tío ejercía sobre mí. Aparentemente, él no estaba dentro de la habitual circunferencia; hacía incursiones en el reino vegetal y, algunas veces, más allá. Pues bien, hicimos un pacto. A un nivel elemental, ninguno de los dos permitiría que el otro se encaminase hacia un motor que tuviese las aspas en movimiento. Y nuestro hábito, desarrollado a lo largo de los años, era decirnos mutuamente —con una naturalidad liberadora— todo cuanto nos ocurría a cualquier nivel. Para empezar con un ejemplo elemental, el tío me decía:
—No puedo librarme de este pruritus ani.
—Prueba baños de seltz.
Pues bien, sorprendan a un Otelo hablando de sus picores.
Pero ya no estamos en el glorioso escenario de las grandes guerras. Empezamos por el extremo opuesto. Sin embargo, sigue siendo el mismo poder humano de penetración, tanto si se empieza por arriba como por abajo. La intervención de un Yago lo baja a uno al triste nivel de los monos, pueden contar con ello. Sea como fuere, el tío y yo tratábamos de cubrir entre nosotros todo el espectro de los intereses humanos.
Nosotros, las criaturas, tendríamos que jugar ante el Señor; mientras más elevado sea el juego, más agradará a Dios. Dudo que a Él le puedan interesar mucho los juegos de los mierdas. No me refiero ahora al tipo Yago, sino a la gente que tiene atrofiadas sus potencias imaginativas ordinarias. La tarea de la psicología es explicar y excusar a esos mierdas, pero el Espíritu Santo sabe que las condiciones principales son epistemológicas y metafísicas y se relacionan con la cárcel, con el infierno del círculo cerrado. «Antes de que la tierra fuese creada», dice el libro de los Proverbios, yo estaba con el Señor «formando todas las cosas y me deleitaba cada día jugando ante Él a todas horas, jugando con el mundo. Y hacía mis delicias estar con los hijos de los hombres».
—Tuve que restarle algunas horas al trabajo —dijo el tío retomando sus bien ensayadas racionalizaciones—. La recogía de su clase de baile o después de su psicoanálisis y pasábamos una hora en el invernadero del parque o en el laboratorio de genética de Frankenthaler.
—Lugares en los que nunca os encontraríais conmigo.
—De veras que no pensaba en eso.
—Alguien lo pensaba.
—No tienes por qué sentirte traicionado, Kenneth. O como si yo tuviese tres años y me hubieras pescado jugando con cerillas.
Eso lo encajé bien. Cambié el tono. Me sorprendió la irritación, la vejación, lo volcánico de mi reacción. Me sentí como un padre que hubiese soltado la mano de su hijo y el chico se hubiese lanzado inmediatamente al tráfico para ser arrollado por un camión. Con dolor y furia desproporcionados no era la forma de tratar con el tío. Pero al volver a casa, la participación de boda me había dado un golpe muy fuerte. Reaccioné con una «dignidad» anticuada. Hice que le llamasen. Por la secretaria de su departamento, me enteré de su nuevo teléfono y dejé un arrogante mensaje en su contestador automático. Estaba viviendo con sus suegros en el ático dúplex de un edificio recientemente construido en una zona que en esta ciudad pasa por ser un «elegante barrio antiguo», un conjunto de edificios residenciales, muchos de ellos de un rosa leonado, de modo que cuando el sol les da de frente, recuerdan a los Hijos de la Mañana que gritaban de alegría (alegría por toda la pasta que han amasado). Por el lado de papá, tengo otros tíos que hubiesen encajado bien allí. Sin embargo, aquel tío en particular no tenía nada que hacer en un lugar como ése. Me devolvió la llamada muy pronto. Naturalmente, se había pensado bien mis reacciones, había dedicado muchas horas de insomnio a decidir cómo arreglar el asunto conmigo.
No quise verle en su antiguo piso, justo bajo las habitaciones en las que había muerto Della Bedell. Él fue a mi habitación de la residencia, desnuda y desprovista de comodidades. Mientras le esperaba en mi estropeada butaca, no estaba simplemente disgustado, estaba agresivo, preparando y corrigiendo acusaciones y acorralando al tío en un rincón tras otro de culpabilidad. Por todos los demonios, ¿quieres decirme qué has hecho? ¡Si hubieses pensado que sabías lo que estabas haciendo, no me lo habrías ocultado...! Pero de pronto, me sorprendí aprovechando al máximo aquella oportunidad para vapulear a un hombre que ya tenía bastantes problemas. Cansado del viaje en esos momentos, en una habitación sin alfombras ni cortinas, tal vez las publicaciones rusas que cubrían el suelo me tentaron a adoptar la postura rusa de vivir y dejar vivir. En la Unión Soviética, ésa habría sido una vivienda de lujo... la habitual diversión con las privaciones, jugando con ellas sólo porque mi ánimo estaba por los suelos. La sensación que tenía de mí mismo era la de una figura en un boceto, entre Cruikshank y Rembrandt, flaco, con la cara larga, amarillenta y verdosa (reflejos del canal holandés). La vida moderna agota si uno se la toma en serio, y yo sólo estaba traduciendo la pobreza interior en pobreza exterior debido a que ciertas esperanzas habían sufrido un revés. Si hubiese sido una jovencita, me habría puesto a llorar para aliviarme. Además, esa mañana todo parecía ir mal. Hasta mi aparato de audición se había desconectado y cuando metí el dedo bajo mi pelo largo y le di un golpecito, algo parecido a un bombazo sónico me estalló en la cabeza. Entonces —no sabría decir por qué— me acordé de un viejo chiste sobre un programa de Ed Sullivan. Probablemente no es más que leyenda. Era aquél de una pobre chica espástica. Sullivan había recogido fondos entre el público americano de buen corazón para pagarle la terapia. La chica había recibido tratamiento e iba a mostrar su mejoría en televisión. Para demostrar los progresos realizados y lo bien que coordinaba, Sullivan le entregó un helado de barquillo. Ella le dijo, «gracias, Ed», y cogió el barquillo. Pero en lugar de llevárselo a la boca, se lo metió en un ojo. Un poco de diversión cruel dirigida, no contra los compadecibles espásticos, sino contra mí mismo, contra mi deteriorada audición; una ráfaga de ingenio enfurecido.
Al llegar, el tío confirmó que me veía verde por el cansancio del viaje, tal vez la bilis. Sólo iba a quedarse unos minutos para que yo pudiera dormir. Se quedó bastante rato.
—¿No te pondrías enfermo en Etiopía?
—Ese campo de refugiados no está en Etiopía, está en Somalia, en Tug Wajale. Veo que no recibiste mi postal.
—Ah, sí, la recibí.
Por lo común, el tío no se mantenía al tanto de la política internacional y, desde luego, no sabía lo que Mengistu estaba haciendo en Etiopía. Para empezar, Mengistu era un terrorista. Había hecho asesinar a los hijos adolescentes de sus opositores dejando los cadáveres en las puertas de sus padres. Después de eso, organizó otra clase de infierno. Mientras tanto, allá en el Medio-oeste, el doctor Benn Crader se casaba con Matilda Layamon, la hija de un médico prominente. (Hay sufrimientos y sufrimientos.) Ahora bien, mi objetivo es ser completamente veraz sobre el tío. A menudo le había envidiado su vida en el campo de la ciencia. Estaba envuelto por la Naturaleza. Todo el reino vegetal le servía de atuendo —era su bata, su abrigo—, y eso, para mí, significaba verse fundamentalmente libre de la vileza humana, significaba universalidad. Aun así, el atuendo del tío estaba incompleto, no abotonaba bien. En París, durante un concierto de música rusa moderna, escuché un cuarteto de Shostakovitch, el catorce, que me hizo sentir cuán incompleto era el atuendo del arte. El lecho de estar incompleto lo expone a uno de un modo trágico. El ser humano simplemente no puede abotonarse ahora el atuendo elegido. Los compromisos con sus semejantes tal vez impiden que los artistas puedan abotonarse por completo. Es así como interpreto los gritos de las cuerdas en el catorce, los pasajes rotos, la imposibilidad de concluir o cerrar. ¿Cuántos pueden llegar tan lejos en su trabajo o en sus palabras?
Dejando de lado reflexiones más remotas, el tío no estaba envuelto ese día en la Naturaleza, llevaba un traje a la medida —ochocientos dólares, por lo menos. Y cuando empezó a hablar de Matilda, no era el tipo que podía reclamar un lugar decente entre la más alta jerarquía, era simplemente un arribista46. El genio que le había inducido a darle la moneda al trapero por Great Mother Forest estaba de permiso o algo así. Lo que Benn decía sobre Matilda era lo que podía leerse en la columna de Ann Landers47. Vi cómo estaba luchando, pero en esos momentos me sentía implacable.
—¿Así que amas a esa señora?
—Sí, la quiero de verdad. Es única.
No es que sea cínico en cuanto al amor, todo lo contrario. Quería investigar aquello detenidamente por el bien del amor, para cerciorarme de que el amor del tío era un ejemplo auténtico. Aquel hombre había estado casi comprometido con una señora (Caroline) que llegaba a la ciudad con una maleta llena de vídeos X que luego él veía pasivamente, sin comentarios. Cierto que tuvo cabeza suficiente para escapar cuando ella lo acorraló; después de todo, resultó que no era tan pasivo, pero yo habría tenido que ser idiota para tragarme lo que decía Matilda. No era que él fuese incapaz de amar a una mujer o de que estuviese mutilado por esta época mezquina y egoísta. Era que tenía muy poca experiencia. Esa gente, los Layamon, no eran, precisamente, personas de una película de Bing Crosby —las campanas de Santa María o algo así de sentimental.
—Durante todo este tiempo, tú y yo hemos tenido un proyecto, tío.
—¿Lo he olvidado alguna vez? Para mí ha sido la máxima consideración. Pero hay cosas que no puedes consultar con nadie. Imperativos diferentes, eso podrás comprenderlo. ¿Y si hubiese dejado que esta oportunidad se me escapase de las manos sólo porque tú estabas en Etiopía?
Por el momento, era mejor asumir que él respondía con honestidad, de lo contrario me hubiese visto obligado a sospechar que Matilda le había proporcionado las excusas. O estaba realmente entusiasmado o quería creer con toda su alma en lo que estaba diciendo. Esto debe enfatizarse porque el tío poseía la profunda capacidad de saber exactamente lo que sentía. No debía forzarle, por lo tanto, a hipocresías insoportables.
—Bueno, pues si era tan imperativo, está bien, un imperativo es un imperativo. Ahora, dime, ¿has dejado tu antiguo piso?
—Todavía no.
—Así que lo del ático dúplex de los Layamon es sólo una visita.
—Para conocernos mejor. Es su única hija y todo eso.
—Quieren inspeccionarte de cerca.
—¿Para ver lo que Matilda ve en mí? Puede. Yo también los estoy observando.
—Se supone que eres un morfologista genial, pero con las plantas.
—También tengo una cierta intuición con las personas. Contigo, por ejemplo...
No se puede negar algo así, sería demasiado cruel.
Pero si había encontrado la felicidad con Matilda y los Layamon, faltaban algunos signos externos. El traje hecho a medida no le sentaba cómodo. Estaba pálido y sus mejillas estaban cargadas de problemas y dudas. Cuando le examinaba, caía en frases hechas. Y durante un intervalo de silencio, lo que leí en las luces y las sombras de su cara —traducido aproximadamente— fue: no puedes quedarte quieto; hay que hacer algo. Todos tenemos que morir, unos antes que otros y, como hombres condenados, es natural que busquemos la paz —dos seres humanos unidos en el amor y la benevolencia y todo eso. No le gustaba oírme decir que había sufrido abuso sexual, que era una simple víctima de las Della Bedells y Carolines, por no mencionar a las Rajashwaris y a otras señoras del tercer mundo. Nunca le hubiese dicho eso. Muchas causas le habían forzado a buscar refugio en una esposa, del modo en que uno corre a meterse en la fresca iglesia del matrimonio en medio de un tórrido verano sensual de Sicilia.
—Y, ¿no te parece que Matilda es un buen partido? —preguntó.
—¿A mí? Yo no he dicho nada contra ella.
—No puedes negar que es hermosa... Aunque las mujeres delgadas no son tu tipo. Ahí tienes a Treckie, de estructura contraria. Y tu amiga, Dita Schwartz.
—¿Quién ha dicho que la vida sea un concurso de belleza?
Pero le concedí que Matilda era una mujer muy hermosa. No era su belleza lo que yo cuestionaba, era la tabarra que me estaba dando sobre ella con lo de Edgar Allan Poe —la antigua barca de Nicea en mares perfumados. Demasiada estatua de mármol en nicho de cristal coloreado. Se lo pasé por alto una o dos veces, y luego dije:
—Es contraproducente, Benn. Poe en prosa es un maníaco en cuanto a las mujeres. Además, esa chica con la que se casó, Clemm, nunca llegó a la pubertad. Me estás citando el autor equivocado.
—¿A quién recomendarías en su lugar?
—A William Blake, por ejemplo. «Anublada de plagas, la fúnebre carroza del matrimonio...»
—¿A eso llamas tú apropiado?
—No. Lo retiro. Je rétracte. Pero no me has dicho nada de la vida con tus suegros en ese ático tan elegante. ¿Cuántos sirvientes tienen?
—No más de los que tu madre tenía en París.
—Puedes apostar a que ésos cuestan mucho más que los nuestros.
—Tienen una cocinera y una criada para todo: una, polaca; la otra, mexicana. A mí me resulta muy incómodo que me sirvan. De todos modos, nos vamos dentro de unas semanas.
—¿Adónde?
—A Brasil, por una temporada corta.
—¿Otra vez corriendo? Creí que el matrimonio significaba que ibas a establecerte. Y la primera vez que fuiste a Brasil no te gustó.
—¿Que no me guste todo un país? Habría que estar muy mal para rechazar un trozo tan grande del continente. De todos modos, debo haberme portado bien allí, porque tengo en pie una invitación para volver.
—Matilda quiere ir —dije.
—Para huir del invierno. Para pasar la luna de miel en un clima cálido.
—También para tenerte dos o tres semanas para ella sola.
No añadí: «para quitarme de en medio».
—Y, además, hay que arreglar el nuevo piso —dijo él— y estaríamos viviendo en un desorden.
—¿Tienes que dejar tu antiguo piso después de veinte años?
—Ha llegado el momento.
—Un cambio en tu posición social. También para alejarte de los fantasmas de las señoras que entretuviste allí.
—Ésas son cosas que no he dicho a nadie más que a ti —dijo el tío.
—No tienes por qué preocuparte, aquí se respetan tus confidencias. ¿Adónde te mudas?
—A esa enorme comunidad de propietarios, el Roanoke. Una tía vieja de Matilda se lo dejó en su testamento.
—¡El Roanoke! Dieciséis palacios venecianos, uno encima del otro en una pila altísima. Es bastante atrevido, barroco estilo corredores de bolsa de hacia 1910. Como el cielo de los burgueses. Unas veinte habitaciones por piso, ¿no?
—No las he contado. Todavía no he estado allí. De todos modos, nos vamos a Brasil. Podrías quedarte en mi piso y librarte por un tiempo de estas desnudas paredes de residencia.
—Podría regarte las plantas.
—Eso no es justo, Kenneth. Eso lo hace mi asistente.
—Claro. Me he adaptado a esta desolación. A pesar de la música rock de abajo, ésta es mi guarida.
—Sería estupendo que cogieses mi piso. Se quedaría en familia. Me dirás que no puedes pagar el alquiler. Pero voy a echarlo de menos.
Yo observaba al tío con mucha atención. Conocía su cara de arriba abajo. Cuando él se encontraba bien, era como la luna antes de que aterrizásemos en ella; cuando no, su mirada se veía perturbada por una especie de burbujeo o efervescencia y por la hiperactividad de su ocho tumbado, de sus órbitas de diablo que trabajaban y parpadeaban. Lo interpreté como un intento de hacer pasar su delirio por estabilidad. Ahí estaba el significado de las respuestas que él daba a mis preguntas. Lo que yo tenía que determinar era si ese delirio —o llamémoslo mejor, la realidad fantástica— era agradable, desagradable o una mezcla que aún estaba por probar. Por ejemplo, quería que me quedase su piso, ¿pensando en la fuga?
—No puedo mudarme ahora —dije—. Mucho menos a tu antiguo ambiente.
—¿Por la historia de todos los errores que cometí allí? Pero a ti también podría resultarte en un matrimonio feliz.
—No somos exactamente iguales. Tú te las apañabas para conceder igualdad de tiempo a todas las señoras que te lo pedían. Yo no hago eso.
Después de pensarlo un momento, dijo:
—No todo fueron errores. Muchas fueron relaciones humanas importantes. Caroline me gustaba.
—Una mujer que se rellenaba de papeles y se maquillaba toda antes de meterse en la cama contigo.
—Eso es una exageración.
—No he dicho ni una sola palabra que no saliese de ti. Más aún, durante el mismo acto, ella aparecía y se comportaba como si estuviese en la platea de la ópera y tú fueses el tenor protagonista.
—Y, ¿qué me dices de las veces en que ella decía: Eres un ángel? —se atrevió a preguntar el tío.
—Eso tendrás que explicártelo tu mismo. A muchos hombres les tiene sin cuidado cómo se comporte la mujer, les importa un bledo. Pero tú no eres uno de ésos. De todos modos, Caroline ya no es una opción real. Ahora eres un hombre casado. Felizmente casado, por una especie de milagro, tomando en cuenta lo quisquilloso que eres.
Cuando dije «felizmente casado», me escuchó con atención para cerciorarse de si era eso, en realidad, lo que quería decir, de si aceptaba su propaganda. Puesto que soy un conversador errático, era posible que yo mismo me la hiciese tragar con un poco de incitación por su parte. Trataba de que mis preocupaciones actuasen a su favor.
Pero yo aún no había llegado a ese punto, de ninguna manera.
Dije:
—Así que ahora vives en Parish Place. Es un barrio de lujo. ¿Cómo te sientes allí?
—¿Dónde se siente más fuera de lugar un trotamundos?
—¿En su propio país?
—En su propia ciudad —dijo el tío—. Para los chicos de la calle Jefferson, Parrish Place estaba fuera de sus límites. Teníamos que tomar tres tranvías para llegar allí y ver cómo vivían los ricos.
—Eso era antes de que construyeran esas altísimas residencias de ventanas oscuras.
—Los edificios antiguos aún están intactos: entoldados, porteros. Han agregado vídeo-monitores de seguridad. En los viejos tiempos, cuando saltábamos de los tranvías, los policías no nos quitaban los ojos de encima para asegurarse de que no estropeásemos las cosas y de que no nos orinásemos en el paseo. La mañana después de la boda, al despertar en su habitación, le dije a Matilda: «Esto es todo un acontecimiento para alguien que procede del otro lado de las vías.»
—¿Qué te dijo ella?
—Bueno, me miró con los ojos muy grandes.
Matilda, con su cara delgada, tenía los ojos enormes, tan notables como los ojos del tío —monstruosamente grandes, ojos impresionantes. Benn no estaba equivocado en lo del rostro clásico. A uno le podía gustar o no, pero su belleza era indiscutible.
—¿De qué color son esos ojos? —dije—. Ese loco de Poe dice «pelo de jacinto». El jacinto es una clase de amatista o de zafiro.
Al tío le complació esa señal de interés, quizás un prólogo a la aceptación o a la cordialidad.
—Son de un color liláceo.
—Lila esmerilado. Un lila pálido. Es una mujer de una apariencia extraordinaria —dije.
—Eso de las vías... probablemente lo repetí con más frecuencia de la que debía y a ella no le gusta que diga cosas extrañas. Mejor dicho, no le gusta oírme decir que las cosas me parecen extrañas.
—¿No le interesa la imaginativa música de tu pasado?
—No hay nada tan imaginativo en el punto de vista de un niño pobre. Ella me lo recordó. «Las vías han desaparecido. Ya no existe un lado malo de las vías.»
—No le interesan las cosas de mucho-tiempo-atrás-y-lejos-muy- lejos.
—Eso es —dijo el tío.
La ciudad es la expresión de la experiencia humana que ella encarna, y eso incluye toda historia personal. Pero a Matilda no le gustaba que el tío mirase atrás y se aferrase al pasado. No era como para llamarla una futurista —aquello del primer Mussolini sobre la era de la máquina y de la alta velocidad—, pero parecía tener una orientación progresista.
El tío estaba sentado en mi incómoda silla de lona con sus macizas rodillas ampliamente separadas.
—Dijo que conocía, por su padre, esos disparates sobre los desaparecidos tranvías. El doctor creció cerca del viejo mercado de hortalizas. «Créeme, amigo —me dijo—, ésta no es la ciudad en la que creciste.» Claro, el viejo Mediooeste urbano se ha terminado. Yo le contesté: «Si buscas lo auténticamente moderno, la ciudad modelo de hoy en día es, probablemente, Beirut.»
Me tomé el trabajo de anotar las conversaciones de Benn sobre su otra vida —la vida Layamon— a medida que se producían y he conservado las notas. Al principio se mostraba reservado, resuelto a causar una determinada impresión; con el tiempo, sin embargo, empezó a dar más detalles en consistencia con su forma de pensar habitual.
Matilda empezó rápidamente a corregirle. Le dijo:
—Te gusta verte como un forastero, como un auténtico recién llegado. Y no es que hayas venido como emigrante, fueron tus padres. Pero tú tienes esa mentalidad de entrepuentes, cargas con todo el número ruso-hebreo-arameo y eso incluye Egipto y el cautiverio de Babilonia. Tratemos de ser un poco más reales. Claro que mis padres tienen aquí un tinglado de lujo. Son propietarios absolutos de este dúplex y cada pocos años lo reforma un decorador por billetes largos. Y, ¿qué? Cuando estabas dando las conferencias en el Hoschule de Zurich y nos hospedamos en el Gran Hotel Dolder, te observé. Con todo y esas colchas de seda y ese lujo y esos oros y esos brillos y un funicular privado para los huéspedes, no te impresionó ni un poquito. Estás tan lejos de los barrios bajos como cualquier otro. Te crees obligado a recordarte que aún eres un niño pobre...
Matilda no estaba completamente equivocada. Se negaba a dejar que el tío se mantuviese distante o que hiciese el paleto: «¡Caray!, no entiendo como viven estos ricos.» Le decía:
—No sigas haciendo el mismo número, Benn.
Y era absolutamente cierto que Benn no se sentía intimidado por el ático de los Layamon. Vagaba por interminables extensiones de muebles; un ambiente extraño, sí, pero no estaba tan impresionado como la señora Layamon posiblemente esperaba que lo estuviese. No era la diferencia de posición social lo que le impresionaba, ni la idea de clase: «Son burgueses»; su mente no operaba de esa forma. No eran los objetos lo que le molestaba, sino la persistente sensación de encontrarse en una situación falsa. Eso era lo que simbolizaban para él aquellos muebles. Registraba todo eso con el objeto de contármelo, lo desvalorizaba, pero estaba excitado por la novedad de su ambiente. Confesaba que allí tenía que «vivir a la altura» de aquello, es decir, que no salía de su habitación sin bata o sin afeitar. Ese día llevaba un traje que le había hecho el sastre del doctor, un tweed irlandés color de espesa salsa de carne con hilos de verde hierba por todas partes. Por una vez, la tela se adaptaba a sus hombros de modo que la joroba de élitro no sobresalía cuando se abotonaba la chaqueta.
—Es cierto que mis suegros me miran con lupa —confesó.
Yo mismo no puedo llevar esos tweeds lanudos que irritan la piel. En pisos con exceso de calefacción, pueden resultar un infierno.
—Todo cuanto intentaba explicarle a Matilda era que de niño yo estaba afuera mirando hacia adentro. De pronto, estoy contemplando la ciudad desde la cumbre, en Parrish Place, mirando hacia abajo desde el piso cincuenta. Y la ciudad está mejor cuando se la mira que cuando se está en ella. Las calles huelen tan mal en todas partes. El agua de las cloacas está baja; es eso lo que las hace fétidas. He desistido de encontrar la calle Jefferson. Todo lo que puedo ver es ese Ecliptic Circle Electronic Tower dominando todos esos kilómetros de cascotes. Y todo el mundo está tan orgulloso de ese edificio.
—Construido en tierra que era nuestra y con la que Vilitzer hizo un montón de dinero —dije.
—Eso dicen siempre los Layamon. Es tema obligado en la cena. En cuanto a ese edificio, les conté una vez cómo nos mudamos allí desde la calle Jefferson y cómo era la vida cuando papá murió y mi madre transformó el lugar en una residencia para ancianos inválidos. Eso me ayudó a pagarme los estudios posgraduados. Y ahora, ese rascacielos de propiedad japonesa se yergue en ese lugar. Esas torres dobles de televisión que emiten programas a toda la región. Pilares de fuego en la noche, como aquellos que veían los hijos de Israel48...
—Ése no es el tipo de lenguaje que los Layamon utilizan en la cena —dije.
—No, pero no puedo sentarme ahí y reprimirlo todo. Si lo hiciese, no podría sostener una conversación en absoluto. Parecería tonto.
—¿Cómo podías esperar interesarles, tío, con la visión que tienen de la vida?
—No me digas que no tenemos nada en común. ¿Nada? No puede ser.
—¿En común? Tú y Matilda os casasteis por amor. Eso de partida.
El tío no quiso cuestionar ese comentario. Parecía nervioso. Aún no había empezado a comprender que al entrar por matrimonio en la familia Layamon, me había llevado consigo. Yo había esperado desarrollar mi personalidad a través de mi relación con Benn. Por el contrario, nos movíamos en direcciones opuestas. Yo no tenía intención de discutir con él ese aspecto de las cosas. No debo aumentar sus problemas: ésa fue mi política durante aquellos días y aun después.
Él dijo:
—A menos que se corran las cortinas, el Electronic Tower te mira desde arriba durante toda la cena. Así que es tema obligado. Yo tengo mi propia relación con él. Les cuento que yo era el manitas de mamá en los cincuenta. En aquel lugar cómodo y destartalado, yo me ocupaba de la caldera de la calefacción. Algunas veces dormía en el sótano.
—Y ahora, en ese espacio está esa enorme construcción y tú te refieres a la extrañeza de la experiencia humana.
—Sí, eso es lo que dije. Yo tenía plantas en muchas de esas habitaciones. Algunos de nuestros inválidos las detestaban, a otros les gustaba tener una gloxínea y algunos tiestos de lirios.
Al tío nunca le sentarían los tweeds irlandeses tan bien como le sentaba la «extrañeza de la vida». Matilda objetaba levantando ambas manos y mirando al cielo. «¡Otra vez con la extrañeza!» Esos enormes ojos suyos con frecuencia producían al tío una sensación estremecedora precisamente de esto: de «fuentes incognoscibles». Y esa reacción frecuente estaba definitivamente relacionada con la botánica. Ante una planta que absorbiese su atención, a menudo decía:
—Ahí tienes una existencia curiosa. Trata de concebir esa planta, no como un resultado de la evolución, sino como el invento de alguien. ¿Qué clase de mente soñaría eso?
Cuando me describió la ceremonia de la boda, mencionó que se había realizado cerca del árbol de Navidad de los Layamon. Aunque empolvado con nieve de plástico, el árbol era natural. Al tío no podían engañarle en materia de árboles. Era un bálsamo de Canadá y con esa erizada plantita estableció una especie de relación. Fue como la hermana del novio, lo más cercano a un pariente que tuvo en su boda. Pensándolo bien, era una transferencia significativa, la sangre de sus venas salía hacia el fluido de una conífera. Si Benn cerró los ojos y se balanceó ligeramente mientras él y Matilda eran unidos por el juez, fue porque su imaginación estaba ampliando en la cabeza la epidermis fuertemente cutinizada de las hojas de aguja, las estomas bajo la superficie, la mesofina, las proyecciones trabeculares, los canales de resina, el procambio. Si uno no le conociese bien, podría preguntarse por qué un hombre con tan amplias simpatías hacia un reino diferente de la naturaleza tenía que convertirse en un novio y ofrecerse en matrimonio. La pregunta es justa y tengo que contestarla. Para él, los vínculos humanos tenían una clara prioridad. Si uno se lleva a la cama un árbol de Navidad, éste no responde cuando se le abraza. Olvidemos que las relaciones, también conocidas como enredos humanos, solían ser melancólicas, inconstantes, caprichosas, demoníacas, calculadoras, sin corazón —todo eso hacía que las afinidades desapasionadas (con las plantas) fuesen más atractivas de lo que debían ser. El tío creía firmemente que la naturaleza tenía un interior y que un jazmín trompeta podía tenerlo de igual modo que un perro; de eso estaba seguro. Piensen en las náuseas que la música provocaba a Darwin; o en Mathew Arnold, con sus tres cuartas partes congeladas; o en M. Yermelov insistiéndome en que hay en cada uno de nosotros un pequeño glaciar que pide ser descongelado. Llevando un glaciar así en el pecho, uno puede sentirse atraído por las savias de la flora. El tío lo decía con frecuencia. La savia es una tentación porque no tiene pasión. ¿Qué exigencias puede hacerte? Limitadas. La sangre está cargada de anhelos. La sangre roja es egotista, tiene poderes terribles, impulsos y deseos perversos y extraños deseos que exigen purgación. La sangre es aquello en lo que habita el Yo. Uno de los factores de la «extrañeza» del tío era mantener los diferentes reinos en equilibrio. Supongamos que los contenidos vitales se vierten en la personalidad y tienen que ser asimilados. Debe haber algo dentro que realice ese trabajo. Era por eso por lo que el tío ponía un énfasis especial en lo «extraño». Con el tiempo, dejó de repetirlo cuando vio que ponía a Matilda de malhumor.
—Así que el arbolito te dio las fuerzas para soportarlo.
—Había una turba en la recepción: doctores, abogados, agentes de bolsa, constructores, gente de la prensa, políticos.
—¿Invitaste al tío Vilitzer?
—Naturalmente, estaba en la lista de invitados y fue una especie de estrella ausente. Por lo que a la gente se refería, era la boda de Matilda L. con el sobrino del jefe Vilitzer. El maldito Electronic, al otro lado del distrito del centro, se fue acercando sigilosamente hacia nosotros hasta que pareció estar en la calle de enfrente. Al oscurecer, cuando lo encienden, se suelta y flota hacia Parrish Place.
—El padre de Matilda, el médico, parece estar también en política —dije.
—Es un hombre poderoso. —El tío tenía un concepto elevado de sus suegros. Estaba impresionado, entusiasmado. Ellos lo estaban presentando en sociedad como si fuese una debutante. El doctor Layamon pertenecía a la gran red de influencias de la ciudad. Se relacionaba con los agentes del poder. Algunos eran amigos suyos—. Las relaciones del doctor son fantásticas. No pongas esa cara de escepticismo, Kenneth.
—¿Quién, yo? No tengo ni una pizca de escepticismo. Leo los periódicos. Probablemente, estoy más al tanto que tú, tío. Si no siguiese las noticias de Wall Street, los deportes, la televisión, Washington y el escenario político desde aquí mismo, no podría comprender mi propia asignatura. —Quería decir, el San Petersburgo de Blok y Bely en 1913. Y sus preocupaciones: la oscuridad satánica, el abismo del Anticristo, las horribles islas de tristeza, hielo y granito; el inminente Juicio Terrible, los crímenes de Immanuel Kant contra la conciencia humana y todo lo demás. Tengo un gran interés por seguir el curso de la América triunfante. El complejo dinero-y-poder del doctor no me sorprendía en absoluto.
—Está bien, tío —dije—. Quieres que capte tu nueva situación. La capto. Te has casado con una mujer hermosa que tiene unos padres ricos de elevada posición. Te montaron una recepción de todos los demonios. Pero no te sentiste exactamente en casa con todo su bombo, así que te aferraste al árbol de Navidad.
—Cuando te hago una confesión, se entiende que no la volverás contra mí. En cuanto a la parte rica del asunto, no te equivoques, los Layamon no piensan soltar la pasta. Tenían planeado el presupuesto de la boda hasta el último centavo.
—Todo lo que tienes que hacer es vivir un poco más que los viejos. Ya llevas los mejores tweeds de la ciudad y una corbata de verdad, no uno de esos trapos de cuarto de máquinas.
Hubo un intervalo de silencio mientras ambas partes consideraban cómo entenderse mejor. Durante un rato, nuestros ojos quedaron cautivados por la exhibición de nevada que ofrecía el invierno. Copo a copo, las partículas blancas hacían todo lo acrobáticamente posible; los copos más grandes sugerían la tormenta astral de uno de los cielos nocturnos de Van Gogh.
—¿De verdad esperabas que el viejo Vilitzer fuese a la boda?
—Pensé que podía darle un voto de confianza para variar. No es que le echase de menos.
—Te tiene por un científico mentecato y por eso te ha repudiado. Tu mayor preocupación es eso que le da el color verde al césped. Imagino que es ése el argumento que utilizaría un tipo de esa índole para repudiarte.
—No creo que me haya repudiado personalmente. No nos ha perdonado por demandarle. Ahora tengo un hecho más que contarte.
—¿Sí?
—El juez que nos casó, bueno, era el mismo juez del pleito, ¡el mismo juez!
Ante eso, mis piernas se cayeron de la extensión de la butaca y me incorporé y volví la cabeza para oír mejor.
—Eso no puede ser, tío Benn, debes haber entendido mal.
—No. Puedes creerme. El mismo tipo. El juez Chetnik.
—¿Estás seguro? ¿Uno de los jueces de las cuadras de Vilitzer? ¿Le reconociste?
—Olvidas que yo estaba en Assam y nunca fui al juicio. Pero el nombre era Amador Chetnik. No habría olvidado algo así.
—¿Lo descubriste antes o después que hubiese atado el nudo? ¿Estuvo amable?
—Esa gente siempre es superamable sin importarle lo que ha hecho o lo que está a punto de hacer —dijo Benn—. Estaba pomposo. Una cara vulgar: especialmente la nariz, desfigurada, pero por más toscos que se vean, todos ellos tienen modales suaves.
—¿Conocían tus suegros el asunto?
—Bueno, no estoy seguro. Todo lo que puedo suponer, siendo justo con las partes, es que no relacionaron el nombre con el hecho. Me gustaría estar en situación de hacer una conjetura probable.
—Bueno, si me dejas a mí, tío, yo diría que al menos tu suegro lo sabía.
—¿Es ésa la manera de empezar una época de cordialidad?
—Puede que su intención fuese velar por tus intereses desde una amplia perspectiva. No podemos adivinar las interioridades del asunto. Aun así, no se me ocurre otra forma de encajar las piezas. De hecho, el hombre falló contra vosotros, y a ti y a mi madre se os birló una gran cantidad de dinero. Era un caso arreglado. Mamá lo supo de muy buena tinta. El término legal para eso es cohecho. Si fue eso lo que ocurrió, ¿cómo te explicas que estuviese dispuesto a realizar la ceremonia? ¿Nada de hostilidad? ¿Nada personal? ¿Sólo la forma en que las cosas se han hecho siempre en esta ciudad?
—No estoy, precisamente, en situación de interpretarlo. Comprendo que tendré que hablar de esto con Matilda más adelante.
—Si lo sabía su padre, ¿no lo sabría también ella?
Aunque eso tenía que decirse y debía esperarse, el tío parecía febril, inquieto. Se estiró la correa elástica de su reloj, luego tiró de la manga hasta cubrirlo. Murmuró entre dientes: «Burocrático.»
¿Era burocrático mirar la hora? Pero quedarse bruscamente clavado en una sola palabra sí que era el tío Benn en su quintaesencia. Lo que demostraba que, en el fondo, él se daba cuenta de los hechos reales. Dijo:
—Antes de que pueda sacar temas desagradables, ella y yo necesitamos poner en orden la parte agradable del matrimonio. Antes hay que establecer buena voluntad.
—Espero que sepas cuidarte —dije sin creerlo—. Bueno, esperemos que eso de Chetnik no obedezca al concepto que tiene el doctor de lo que es una broma.
—El doctor es, en efecto, una especie de humorista. No es un tipo fácil, en absoluto. Pero puede que eso tenga un significado tácito que aún no podemos ver. Una especie de reparación de la valla49.
—Espero que no sea la clase de valla que el abuelo de Stravinski estaba trepando cuando se rompió el cuello.
El tío no se encontraba del todo bien. Estaba bajo influencias extrañas. El blanco de los ojos tenía un tinte de medicamento. Al convertirse en el marido de esa mujer elegante y extraordinariamente deseable —como una fotografía de Vogue— estaba entusiasmado, como ante un desafío. Era ambicioso, reclamaba poderes que no habían sido convocados nunca antes y quería que yo comprendiese que él era capaz de mantenerse firme contra aquellas influencias. Le ayudé pidiéndole que me describiese la recepción.
—Supongo que había más de cien personas. Una empresa de primera preparó el banquetazo.
—Bastante concurrencia. Para la ciudad, debe haber sido un enigma durante mucho tiempo con quién se casaría Matilda a la larga y la gente sólo fue a ver cómo era el tipo. Una muñeca tan delicada...
—Con bastante experiencia. Una mujer moderna con más de treinta años, ¿qué se podía esperar?
—Bueno, derrotaste a todo el equipo, así que algo debes tener.
El tío bajó la cabeza para ocultar su sonrisa —con la sombra de la tristeza en ella.
—En la fiesta, deben haber estado antiguos amigos. Me di cuenta de eso.
—¿Y la novia?
—Llevaba una cosa larga, verde con reflejos dorados, y la cara blanca con reflejos dorados también. Estaba en toda su potencia. Contra...
—Bien, ¿contra qué?
—Un fondo de dudas, probablemente. Es natural que una mujer las tenga en un caso como el mío.
—No veo por qué. Es una señora inteligente. Las señoras inteligentes nunca pierden los nervios. Puede que tiemblen, pero son resueltas. Supongo que los padres estarían contentos, ¿verdad?
El tío dijo:
—No creo que tengan mucho contra mí. El padre sí que habla de los matrimonios que ella pudo haber hecho y no puedo engañarme a mí mismo suponiendo que yo era el marido que deseaban.
—Vamos, tío, sueñas como Jean Austen con tus matrimonios.
En lo que respecta al período histórico, marcaste el número equivocado. ¿Por qué no cuelgas y vuelves a marcar?
—Es la actitud de los padres. Me pediste que la describiese.
Bueno, la boda había quedado atrás, pero la magnificencia continuaba y allí estaba el tío en aquella fantasía de opulencia, vagando cada mañana por las largas habitaciones de alfombras persas y cortinas de diseño, gabinetes iluminados de Wedgwood y Baccarat y pinturas schlock del siglo XVIII de personajes no identificados —y yo diría que no circuncidados— de Austria o de Italia. ¡Eso sí que estaba fuera de lugar! Y el tío estaba tal vez más desplazado que los individuos de esos retratos, adquiridos por compra. Por sensaciones, de todos modos, a juzgar por lo que contaba del «estilo de vida» de los Layamon.
—No puedes imaginarte lo gruesas que son las toallas de baño —dijo con la intensidad propia de una confidencia— y la fuerza de los grifos. Todos los asientos de los inodoros están tapizados, asientos de plástico rellenos. Los gabinetes de la cocina son color canela con un borde rojo y hay un foco de luz sobre el bloc de notas.
—¿Dices que la cocinera es polaca?
—Una persona decente, con sentido común. No sabe mucho inglés. Y la mujer mexicana tiene un marido que atendió el bar en la recepción.
Benn no se sentía cómodo con sirvientes. Le pesaba estarse sin hacer nada o leyendo mientras ellos trabajaban. Cualquier persona bien informada, al presionarla para que defina «burgués» y «posburgués», dirá que «burgués» implica una clase de sirvientes. Pero a los Layamon no les importaba mucho lo que eran. Tenían pasta y no escatimaban, eran pródigos, al menos con el Baccarat y con la decoración interior. Estaban pensando, sin duda alguna, en un buen partido para su única hija. —Olvidemos mi broma sobre Jane Austen y los comentarios del tío sobre la gente que ignora a Balzac y que no habla, por lo tanto, el mismo lenguaje que los lectores cultos. Básicamente, él ni siquiera deseaba lo que deseaban ellos: el dinero—. Ellos no tendrían suficiente ni con todos los billetes necesarios para llenar el Gran Cañón. A él le satisfacía la morfología de las plantas. Entonces, ¿cómo iban a comprenderme? A mi modo de ver, él era, simplemente, el último problema que la hija les había llevado a casa.
Tratarían de hacerle encajar en sus vidas si al menos mantenía la boca cerrada.
—¿Cómo se portan contigo? —dije yo.
—De un modo absolutamente amistoso. La señora Layamon es reservada, pero correcta. Bueno, es considerada. Pero recuerda, ella sólo me lleva ocho años, tiene casi la misma edad que tu madre. En vez de yerno, podría ser su hermano. No espero que demuestre afecto hasta asegurarse de que saldrá bien.
—¿Y el doctor Layamon?
—El doctor se muestra afectuoso, pero en él, eso es más bien cosa de estilo personal.
—Tienen que analizar tu mente. Eso es natural. Al mismo tiempo, no es nada agradable.
—Yo no diría que es desagradable. Su conversación no es la que yo acostumbro. Tengo que prepararme para eso y si no hojeara el Times o el Wall Street Journal tendría que sentarme ahí a tragar sin nada que decir. Afortunadamente, no tengo que hablar mucho porque el doctor es un gran parlanchín. ¡Cómo habla! Gracias a Dios que habla tanto. Sobre la clínica privada de la que es socio principal, sobre el hospital, sobre los pacientes que son tan importantes: promotores, banqueros, expertos en junk bond, «green mail raiders», por cierto, ¿qué son ésos?50. Matilda se mantiene a la expectativa y me cubre. Tiene eso que siempre llamas «distancia irónica» con sus padres y me está enseñando cómo sentirme divertido y no oprimido. Pero estoy adquiriendo conocimientos. ¡Qué país éste! Debí haber sabido estas cosas hace tiempo.
—Tío, si estuviese en tu lugar, antes que nada trataría de averiguar por qué trajeron a ese juez corrupto para que te casara. Me gustaría hablar de eso con Fishl Vilitzer.
—Dudo que su padre le dijese algo sobre jueces. No quiere ni verle.
—Pero no hay mucho que valga la pena saber del viejo que Fishl no sepa. Habiendo invitado al tío Vilitzer, no habrás invitado a tu primo, eso se supone.
La justificación del tío para todo era que se estaba educando en una nueva rama del conocimiento y la «educación» podía reconciliarse con casi cualquier especie de abuso. Creo que el doctor Layamon lo descubrió intuitivamente y exhibió de inmediato sus inclinaciones y sus potencias confundiendo, hasta cierto punto, la cortés y atenta «experiencia de aprendizaje» con la inercia o la sumisión. Layamon era, a su modo, un hombre listo y agresivo. Tenía mucho que exhibir. Fíjense en el cuadro: un ático dúplex de doce habitaciones; una residencia de invierno en Palm Springs. Entre los conocidos y compañeros de golf del doctor estaban Bob Hope y el presidente Ford. Norman Lear había invitado a los Layamon a cenar. Matilda, ligeramente sarcástica al respecto, dijo que el doctor se había visto obligado a dar una contribución a la Unión de Libertades Civiles. «Como soborno.» Aun así, era un contacto espectacular. Tilda, por lo tanto, hubiera podido elegir marido en cualquiera de esas esferas. Según el doctor, le había dado calabazas al ancorman de una cadena de televisión nacional, luego a un tipo que ahora estaba en el Tribunal Federal de Apelaciones y además, a un genio en la asesoría de impuestos que había sido consultado por Richard Nixon. La lista era bastante larga.
La señora Layamon, al aceptarle a prueba, ofreció a Benn toda su cortesía formal. El doctor era más afable con su yerno y yo le veía más problemático. Físicamente, era enjuto, delgado, de movimientos más mecánicos que orgánicos, de construcción plana, casi bidimensional, de hombros amplios, con un toque febril en su color, casi hipertenso, con una movilidad y una inteligencia perentorias en la expresión de su rostro y con una tendencia a apabullar en la conversación, casi como si estuviera sometiendo a uno al interrogatorio previo al juicio. Tenía la boca fina y parlanchína y cuando no hablaba, tenía a veces una apariencia de violenta tensión, como un actor en un drama de Bernard Shaw que se ve obligado a escuchar brevemente al otro, pero que está pensando en la forma en que habrá de cortarle al cabo de un minuto.
—Lo suyo es sacarte la grasa a golpes —dijo Benn—. Se enorgullece de ser recto, aun en lo referente a su hija. Dice que quiere informarme. Es una cuestión ética. Su responsabilidad hacia su hija está terminando, la mía empieza; es justo, por lo tanto, que se sincere conmigo. Matilda sabe que lo está haciendo y lo tolera porque comprende los principios de su padre, su sistema de honor. Todo por delante. No debe haber sorpresas desagradables más tarde ni ocasión de reproches.
Era perfectamente correcto que Benn compartiese aquello conmigo. El tío dijo que ni siquiera podría entender los fenómenos —la lógica del doctor y su sinceridad— hasta que los describiese. Así que por eso los sometía a mi juicio. Benn daba la impresión de estar contento con su nueva familia, orgulloso de ellos. Esa gente tan interesante y bien colocada le tomaba en serio, le daba la bienvenida a su círculo, le invitaba a participar de sus fascinantes vidas.
Él y el doctor habían tenido varias conversaciones privadas de hombre a hombre. Había, o había habido, un constructor de Texas que había volado desde Houston en su jet privado sólo para llevarla a cenar. ¿Y qué pasó? Que en aquellos momentos ella estaba liada con un macho croata que necesitaba una tarjeta de residencia y prefirió a ese loco inmigrante ilegal. ¿Cómo se entiende? Algo debe haber tenido que el tío del sombrerazo no podía igualar. Pero es que Matilda atraía naturalmente a los hombres. Hay que considerar sus cualidades —no sólo su figura, sino su gusto en el vestir—. Sustituye a la naturaleza por el Cajero: tienes en tu poder una bomba atómica de belleza y en lugar de una estúpida superpotencia, eres una mujer brillante e independiente. Al principio, ella no se daba cuenta. No tenía por qué deambular por París con toda aquella chusma de la posguerra. Esa chica tenía suficiente inteligencia para ser el más alto ejecutivo de una empresa de blue-chip. Con su mentalidad, uno podría dirigir la NASA. Cuando Móndale se anunció como candidato a la Presidencia ella le envió un anteproyecto de campaña y si él hubiese sido lo suficientemente inteligente como para darle la dirección, ahora podría estar en la Casa Blanca. Su cabeza es como un banco de datos y sólo la ha utilizado para buscarse problemas personales; para sus padres, una migraña que había durado más de tres décadas. Por si la educación superior le ofrecía menos problemas en los que meterse, la enviaron a las mejores instituciones. El resultado es que tiene más grados que un termómetro; todos inútiles, mierda. Fue admitida a las escuelas de Derecho de Harvard y de Yale, pero prefirió aventuras croatas, hablar francés a toda velocidad y escribir ese libro que nunca terminó. Toda la noche en vela golpeando su minúscula máquina de escribir en la madrugada y saturando las cortinas de tabaco y de porros. Y de paso, ¿qué pensaba el sobrino de Benn de su francés?
El marco de todo ese modelo libre de conversación era la jactancia. Primero, el doctor se jactaba de sí mismo, de su fortuna, de sus contactos y luego se jactaba de su hija. Echaba jactancia a raudales. Cuando la corriente se ponía demasiado fuerte, perdía temporalmente el control. Volvía a su hija y empezaba a quejarse de ella. Desde la infancia —¡qué demonios!, ¡desde su nacimiento!— ella era exigente, veleidosa, terca, enojadiza, quejumbrosa e intrigante. En el bachillerato ya era bastante mala, pero cuando la enviaron a Vassar se lió con punks de la ciudad en Poughkeepsie e hizo todas esas cosas que se leen en la prensa —por prensa quería decir el National Enquirer y otras publicaciones sensacionalistas—. Podría jurar que en Italia se habría unido a las Brigadas Rojas. La gente normal como tú y como yo no podemos ni imaginar la clase de actividades sexuales que tenían. Nosotros nunca combinamos el sexo con el LSD. Mientras que los jóvenes apenas empiezan a tener visiones cuando llevan dos horas con el ácido. Era así como los asesinos de Manson practicaban en un saco los apuñalamientos y los sacrificios humanos. Parece que también los Gobiernos están en eso y es así como un turco tipo Manson dispara contra el Papa. Bueno, volviendo a Tilda, gracias a Dios que finalmente ha dejado todo eso atrás. Cuando digo atrás, no estoy haciendo un chiste de doble sentido. Sólo soy franco. Al elegirte a ti demostró que por fin quería estabilizar su vida. Por fin. Así que Dios los bendiga y buena suerte.
Ésa no era la conversación que Benn y yo debíamos haber tenido allí, en la residencia, en semejante ocasión. La charla del doctor, aunque era divertida, también era insidiosa. Inyectaba temores. Benn tenía que haberme descrito su gozo, radiante de felicidad, o, si la «felicidad» resulta algo demasiado romántico para estos tiempos de angustia, al menos radiante de madura satisfacción. Benn y yo hubiésemos podido reírnos de la forma en que se sacó de encima a su escéptico sobrino y luego vendrían unas copas y las felicitaciones/Sólo que ya estoy harto de ver a gente de gran valía cagarla en su vida práctica para satisfacción de los vulgares./Pero no, la gente de calidad siempre está metida hasta las rodillas en la basura de su vida personal. Qué, ¿el tío también? Pero tal vez me amargaba prematuramente, adelantaba conclusiones.
Mis pensamientos privados: Swedenborg separaba estrictamente el Bien del Mal, el Cielo del Infierno. La visión de William Blake era que el bien y el mal estaban mezclados. Su radical declaración al respecto puede encontrarse en El matrimonio del cielo y la tierra. El angelismo conyugal no es lo que generalmente experimentamos nosotros, las criaturas. En cualquier caso, yo no estaba dispuesto a darme por vencido con el tío en base a aquella primera evidencia. Ni se rendía él, de ninguna manera. Después de todo, había hecho bien en casarse, en librarse de la tiranía del abuso sexual. Era demasiado pronto para juzgar a Matilda —a pesar del doctor— y tal vez nunca llegaría ese momento. Como dijo algún sabio romano —tal vez Cato—: «Sólo el marido, el hombre que lleva el zapato, puede decir dónde le hace daño.»
Mientras tanto, en unas cuantas sesiones, el tío me dio una versión más completa sobre el juicio ambivalente del doctor Layamon sobre su hija. Layamon no podía resistir la doble tentación de jactarse de ella y de echarla por tierra después. Alababa a su madre, se alababa a sí mismo, tenía buenas cosas que decir sobre Benn. Entonces se desquiciaba un poco. Su fluidez era embriagante y empezaba a soltar halagos que no tenían una referencia específica, como un virtuoso que tocara todas las variaciones posibles cruzando las manos sobre el teclado, cabeza abajo, con los hombros en el respaldo de la silla, como el Mozart borracho que entretenía a las furcias con sus trucos en aquella película. Las fanfarronadas, las diatribas y las quejas seguían los movimientos internos del carácter y de la manera de pensar del doctor, y a la larga se veía surgir la realidad —un cierto tipo de realidad— del modo en que los granos de arena siguen al viento en ondas y forman dunas y desiertos ondulados. Antes de que uno se lo esperara, antes de que él mismo pudiera darse cuenta, el doctor, ese individuo de edad, elegantemente vestido, se encontraba haciendo confidencias, profesando amor y admiración, haciéndose superíntimo, acercando a Benn con su brazo a medida que hablaba. Era muy físico con la gente. Le ponía a uno la mano en la rodilla, le cogía las mejillas, le ponía la mano en el hombro. Tocaba todos los instrumentos emotivos de la banda. No se podía, sin embargo, confiar en la música. De repente, un ruido estrepitoso rompía la melodía. Alababa a Benn por su eminencia en botánica. Y luego decía: «¡Qué pena que no te corrigiesen esos dientes que te sobresalen!» O: «Llevas una camisa demasiado apretada, o es que tu pectoral mayor está subdesarrollado; en otras palabras, tetas grandes.» En la cena, cuando el doctor pasaba por detrás de Benn tomándose su tiempo, el tío no podía dudar de que le estaba inspeccionando su punto de calvicie. Y cuando en el club utilizaron unos orinales de los antiguos, el doctor puso la mejilla en el tabique y miró a través de sus caídas gafas para ver cómo tenía el tío lo que le colgaba. Su comentario fue: «El equipo de extinción de incendios parece adecuado, a pesar de todo.»
Benn quedó lo suficientemente turbado como para comentarlo con Matilda que se rió a carcajadas. Ella le dijo:
—Me di cuenta de que te seguía muy rápidamente a los lavabos. —Un poco más seria, añadió—: Los genitales son una fijación común entre los médicos. Así que muchos están obsesionados con las herramientas de los hombres y con las cosas de las mujeres.
Benn se preguntaba: «¿Será así? Ésa era una de las cosas con que Matilda le fascinaba: puntos de vista inesperados, nuevos horizontes. Además, le daba a Matilda la satisfacción de hacer comentarios y frases ingeniosas, memorables, como las debe hacer una criatura estupenda.
—¿Cómo son los botánicos en ese sentido? —le preguntó.
—Es cierto que los órganos reproductivos de las plantas tienen nombres ginecológicos, pero algunos de nosotros nos preguntamos si esa proyección no será engañosa.
—Papá tiene curiosidad sobre mi sexualidad. ¿Te ha preguntado cómo soy en la cama?
—No, todavía no.
—Siempre he sido el canal de sus fantasías turbias.
Las ocurrencias rápidas eran su estilo. Su inteligencia complacía a Benn y lo que más le intrigaba era el aspecto sexual de esa inteligencia. Puede haber pensado que se casaba para librarse de distracciones perjudiciales —riesgos de salud, abusos. Yo tenía una opinión diferente. El tío se había metido en el movimiento del «nuevo modo de experiencia» que mencioné anteriormente. Se sentía compelido a explorar materias camales. En aquello había algo especialmente patético, puesto que era un hombre que verdaderamente tenía algo que hacer que no fuese a causar problemas a los demás, como parece ser la razón por la que exclusivamente estamos aquí tantos de nosotros. Él era una persona noble, íntegra y apasionada. La cuestión era si valoraba sus propios talentos y si por ellos sería capaz de defenderse a sí mismo. La defensa propia ni siquiera constituía la principal consideración para un individuo como él. La autopreservación darviniana me parece una ideología vulgar. Sus principales exponentes son sádicos que siempre están diciendo que para el bien de la especie y en conformidad con la ley de la naturaleza, tienen que cargarse a los espíritus amables que se encuentran en el camino de la vida.
El comentario del doctor en el lavabo escoció a Benn y a Matilda, en vez de teorizar sobre las fijaciones de los médicos, debía haberle dicho unas palabras de consuelo y apoyo. La Elena de Edgar Allan Poe, desde su nicho, no tenía nada que decir. La representante de la belleza era muda, una estupenda ventaja para un sensible devoto de las figuras clásicas. Especialmente, si el devoto tiene planes de correr en la gran maratón moderna del sexo.
Yo recurro al tío buscando la guía del maestro y, ¿qué es lo que me da? Me da vulnerabilidad en un campo en el que mi padre obtuvo los mayores triunfos. Todo lo que puedo hacer ahora es tratar el fenómeno Layamon como un lapso, predecible, venial y que requiere paciencia. (Y la paciencia no es mi punto fuerte.) Si lo que yo necesitaba eran clases de maestría erótica, no tenía que haber venido a los Estados Unidos. Podía haberlas recibido de mi padre. En ese apartado, un americano encuentra sus mayores ventajas en Europa. De todos modos, no importuné a Benn con mis opiniones. Al final, él me lo diría todo voluntariamente. Una vez empezaba, ya no era capaz de ocultarme nada. Hasta predije que me llamaría por teléfono a media noche para agregar alguna trivialidad al dossier. Así que no pude estar mejor informado.
Benn insistía y repetía:
—Soy feliz con esta mujer.
—Muy bien. Me alegro mucho por ti.
Lo que le había dicho a Benn sobre Treckie ahora se aplicaba a él: el poder de la declaración repetida. Uno anuncia lo que va a hacer. Luego lo hace. Entonces lo publica. Al fin, se convierte en un hecho. En el lenguaje de los abogados es cosa juzgada.51
Mientras tanto, el doctor martillaba sobre Benn y no había nadie que le hiciera de escudo al pobre tipo.
—Tú eres un científico de primer orden y yo soy un médico experimentado. No sólo podemos hablarnos libremente, sino que debemos hacerlo. Las mujeres no lo harán nunca. Es importante que lo hagamos nosotros. Tú quieres a Matilda.
—Claro que sí.
—Por supuesto. Te veo como un follador que al final tuvo cabeza suficiente para dejar la caza. Tal vez un día me cuentes de las mujeres a las que les metiste los goles.
La difunta Della Bedell con su bombilla.
—Mi hija te montará una vida ideal para tus últimos años. Es capaz de actuar como una auténtica perra, pero sus perrerías obrarán a tu favor. ¿Qué más puedes pedir? Ahora toca la luna de miel. Vais a pasar unas estupendas vacaciones en Brasil. Deja que te pregunte: ¿Hay alguna razón particular para que no quisieras volver? ¿Hay alguna mujer en Río que pudiese montar un escándalo?
—No, no tengo que hablar con nadie en Brasil que tenga mis intereses especiales.
El doctor dijo:
—Puede hacernos bien intercambiar opiniones. Puedes decirme lo que piensas. Tenemos intereses en común. Unamos nuestros dolores de cabeza. Es lo más inteligente que podemos hacer.
—Se lo agradezco —contestó el tío sin convicción. Lo que había dicho el doctor sobre los últimos años, lo había angustiado. Recién casado, volvía a empezar una nueva vida y el doctor Layamon ya suponía su decadencia. ¿Había visto señales? ¿Hablaba en sentido general o de diagnóstico? ¿Se refería a una apoplejía? ¿A la enfermedad de Alzheimer? ¿A la impotencia?
—Matilda dice que la vida por todo lo alto te hace hablar del otro lado de las vías. ¿De qué lado crees que vengo yo?
El problema no era la opulencia, el baño Jacuzzi, la vajilla Rosenthal, los artículos de baño de carey. La Matilda del ático era muy diferente a la mujer que él había cortejado. Durante el noviazgo, él la había creído madrugadora, pero luego, en su propia habitación, dormía hasta muy tarde. Nunca salía de la cama antes de las once. Él mataba el tiempo esperando que ella se levantara. Se encontraba con el repartidor de periódicos en la puerta y leía el Wall Street Journal en la cocina hasta que llegaba la cocinera polaca. Entonces vagaba por la sala de exhibición de muebles y, mientras duró el árbol de Navidad, se sentaba junto a él con su periódico. Luego, buscaba las flores cortadas. La señora Layamon tenía tiestos de plantas en su gabinete. La entrada en aquella habitación le estaba prohibida.
—De vez en cuando miro su azalea.
—¿Qué hace ella en ese gabinete?
—Escribe notas, concierta sus citas, ordena la comida y graba poemas para pacientes de las clínicas de reposo.
—Puede ser útil —dije.
—A ellos les sienta bien ponerse unos auriculares y escuchar a Robert Frost.
—O a William Blake.
Me imaginaba a los moribundos prisioneros de la televisión. Debía ser mejor para ellos escuchar las palabras de los Salmos. Recitados del Libro de los proverbios, del Eclesiastés, extractos de Shakespeare, Cantos de la experiencia, mientras los iban trenzando en el telar de la eternidad.
—¿Qué les lee?
—Se lo preguntaré a Matilda. La señora Layamon tiene en su gabinete una azalea hermosa de verdad. Obra maravillas en mí. Quiero decir, que cuando las cosas se ponen feas, me pongo en la puerta a mirarla. Una de las curiosas normas de esa casa es que nadie entra en ese gabinete privado.
Cuando dijo lo de la azalea, un giro de su mirada alteró todo su rostro, nuevamente una peculiaridad fisonómica de una de esas naturalezas apasionadas que anhelaban encontrar y ver lo que tal vez no existe en esta tierra. Así lo expresó Blok, el poeta ruso, en un caso similar. También observó que, en esas personas, un ojo —generalmente el izquierdo— es más pequeño que el otro. (Las curvas del ocho no son de tamaño idéntico.) Tal hambre de ver dura toda la vida, hasta la tumba, quizá más allá. Por esas señales, yo entendía que el Ciudadano de la Eternidad no está desconectado de sus fuentes interiores. Aun no podía entender por qué el tío Benn necesitaba estar en ese sitio, en el ático de los Layamon, como no entendía a los montes chinos, a los bosques indios, a las selvas amazónicas que solían llevárselo cuando le perdía durante meses.
Pero allí estaba. Esperaba que Matilda se levantara y leía periódicos. Que me aspen si entiendo qué sacaba en claro de aquellos Gadafis, Imeldas y Waldheims, o de los trillones presupuestarios de Washington. La única incuestionable afinidad que tenía en ese lugar, era con la azalea que estaba a sólo 2.5 metros de distancia. La otra afinidad, con Matilda, estaba —eso esperábamos— en sus estadios de formación. Ella necesitaba ahora dormir y había que tolerárselo. Él procuraba no molestarla y por eso colgaba los pantalones en la puerta del baño para que el tintineo de las llaves y las monedas no la alcanzasen. Durante toda la mañana, la cocinera cocinaba, la limpiadora limpiaba, la señora Layamon grababa a Marianne Moore o a Wallace Stevens, y Matilda, en su habitación de soltera, yacía envuelta en su edredón de seda. Mientras dormía, sólo podía verse su perfil; la criatura de la fortuna purificada, al fin, para el descanso total. Después de mucha agitación, de desafíos, de vagabundeos pródigos o neuróticos, se había reconciliado con su hogar. Era aquí donde entraba el tío Benn. El matrimonio con B. Crader la había restablecido. Encontró la paz. Reasumió su modo de vida anterior y sus privilegios, sean los que fueren. Dormía. Era una durmiente extravagante y lujuriosa, totalmente abandonada al sueño. Se podía pensar en Psique abrazando a Eros en una ciega oscuridad. Para mi sorpresa, así fue cómo el tío la describió. Psique también era de ese poema de Poe que tenía al tío obsesionado, como más tarde se obsesionaría con la viñeta de Charles Addams. Al principio, pensé equivocadamente: «Otra vez ese loco de Edgar Allan Poe con su Psique de mármol. Sólo que este pobre tonto, que casualmente es un tonto al que quiero mucho, podría volverse loco con ese poema. Todas esas imágenes de segunda clase, tanta autocomplacencia. Y lejos, tan lejos de la botánica en la que debiera invertir lo mejor de sí mismo.
En cuanto a eso, yo estaba completamente equivocado. Él tenía un destello de la verdad. Si ella era Psique, el Eros que abrazaba en sus sueños no era su marido. Él me lo decía indirectamente. Él era la causa de ese descanso, pero la sustancia bien podía ser otra cosa. ¿Otro hombre? No, claro que no. Algo, no alguien. No había otro hombre. Sólo que esa cosa, su Eros, no era Benn Crader. Claro que la Psique de Poe era toda de mármol y representaba la belleza ideal. La señora de Poe estaba para ser contemplada, no abrazada, la Belleza en contemplación. (Sea como fuere, ¿qué hacen unos judíos metidos en todo este asunto griego?)
—Bueno, déjala que recupere su sueño. Veo que lo necesita. No quiero preguntarle: ¿por qué duermes tanto?
—Eso te da la oportunidad de ponerte al día de lo que pasa en el mundo —dije.
—Déjala que duerma todo lo que quiera —dijo él—. En sentido último, nadie descansa todo lo que le hace falta salvo con la muerte. Así que cuando ella recupere el sueño perdido, yo espero obtener algún beneficio.
Sin embargo —tal vez por el momento— no tenía un despertar feliz. Durante el café, estaba malhumorada e irritable. Sus grandes ojos aún estaban en el mundo del sueño. Se hablaba poco. Antes de que hablara, mientras abría la boca, Benn notaba lo afilados que tenía los dientes. Pero no puede culparse a la gente por sus dientes. Cuando el hecho de que una mujer hermosa abra la boca se transforma en un acontecimiento notable, puede que la culpa corresponda más al observador que a la mujer. Aun así, siempre tomé los originales poderes de observación del tío por una de sus virtudes. Todas sus observaciones estaban preñadas de perspicacia. Desde que le había pedido que me echase una mano en mi estudio de los simbolistas rusos, había estado absorto en autores con los que yo no tenía mucha paciencia. Contaba con él para que me extractara sus argumentos y se transformó en un gran lector de Soloviev —sobre Platón, Fiodorov, Berdiaev, Viacheslav Ivanov—, Dostoievski y la vida trágica. Basándose en esas lecturas, decía cosas sobre fuerzas del interior de la tierra que actúan magnéticamente sobre el líquido espinal. Decía —dando sus referencias rusas— que la tierra estaba cargada de electricidad luciferina. Después de todo, resultó que, en efecto, su primera mujer lo había influido con ideas swedenborgianas. La teoría de la correspondencia, por ejemplo: un árbol no es meramente un objeto natural, es un Signo. Hay correspondencias. Los objetos, bellos o feos, son comunicaciones. Una cara humana suministra información como lo hacen los colores, las formas, las fragancias. Así que Matilda abre la boca, ¿no?, y el tío Benn descubre que una mujer de gran belleza puede tener cuatro protuberancias en las encías, en la base de los caninos. Ese defecto, si es que era un defecto y no más bien una indicación de perversidad en el que lo percibe, un impulso de pelearse con la perfección o una peculiaridad que indica resistencia al poder de la belleza; ese defecto puede ser una señal de debilidad. Una gran belleza puede ser un tormento. Nos destroza el corazón —a algunos de nosotros— y entonces luchamos frenéticamente contra ella. Sobreponemos a una Medusa en la inocente cara de una niña.
¡De qué sirve hablar!
Siendo por naturaleza un hombre diurno, Benn estaba más vivaz cuando se despertaba. Luego trataba de ayudar a Matilda en sus dolorosos esfuerzos por despertarse. Leía el Times y el Wall Street Journal seleccionando artículos para ella, temas de conversación para el desayuno.
—El terrorista al que Crazi liberó se fue a Yugoslavia y lo metieron en un avión para Oriente Medio. O, Reagan dice que es correcto que los investigadores de la Guerra de las Galaxias se beneficien privadamente de los descubrimientos obtenidos mientras recibían subsidios federales. Claro, con su fe en la libre empresa... y hablando de eso, aquí hay algo gracioso sobre Milton Friedman. Alguien le pregunta: «¿Está seguro de que el Hombre Económico es completamente racional, se puede uno fiar de él? Muchos pensadores cualificados han declarado que el comportamiento del Homo sapiens es inequívocamente paranoico, y algunos llegan a decir que hay una enfermedad psíquica, ampliamente extendida, que se describe como esquizofisiología. El argumento es de Koestler. Ahora bien, ¿cómo encaja esta locura incontrovertible con su teoría del Hombre Económico?» Friedman contesta que no importa cuán loca esté la gente; en lo que respecta al dinero, conserva su cordura. A ti qué te parece, ¿esto es un hecho o es una creencia? Bueno, él no Yo habla del Bien y del Mal. Ni siquiera habla de psicología, lo que le honra. Todo lo que parece decir es que entre la humanidad y el caos total, sólo se encuentra el mercado libre. La creencia en lo invisible se reduce, para él, a la Mano Invisible.
¡Aquí Friedman me sonaba a Caroline Bunge!
—Ya, ya —dijo Matilda cortante. No se tomaba en serio las opiniones de Benn. Y es cierto que él intentaba engatusarla para que su humor mejorase. Hacía esos esfuerzos con un espíritu de puro apaciguamiento. Pero ella detestaba el despertar, lo detestaba.
—Como un brillante nubarrón, un cargado cúmulo de furia desciende sobre ella —dijo Benn con cierta admiración—. ¡Una mujer apasionada, admirable!
Los panecillos del desayuno estaban helados en el centro y ella estalló.
—Es el maldito microondas. ¿Por qué demonios no utiliza, Irina, el gas? —Furia, belleza, culpa. Benn lo percibía en la cara, por así decirlo.
—Llevaré los panecillos a la cocina —dijo.
—Y un cuerno... ¡Irina! —gritó.
No le gustaba que Benn estuviese en buenas relaciones con el servicio. Él no tenía ni puñetera idea de cómo había que tratar a los sirvientes y había que enseñarle.
Esos desayunos eran más molestos de lo debido. ¿Estaba ya, Matilda, disgustada con él? ¿Se estaba arrepintiendo? Yo, en su lugar, no me habría molestado por ella. Habría evitado el desayuno definitivamente, me habría ido al laboratorio, habría pasado la mañana en un invernadero. No debía haberse quedado dando vueltas por ahí.
Más o menos por aquel tiempo, Benn me dijo (lo había dicho a menudo):
—Me pregunto cómo hubiese sido mi vida de haber tenido con los seres humanos el mismo talento que tengo con las plantas.
Tomen, por ejemplo, el tema del sueño de Matilda que, en algunos aspectos, le recordaba al mundo vegetal. El sueño profundo carece de todo tipo de conciencia, así también el crecimiento de las plantas, evidentemente. En los cristales y en las plantas, la complejidad del diseño se produce sin rastro alguno de inteligencia consciente. Sin embargo, las transformaciones complejas sugieren una intención inteligente. Uno puede sentirse tentado a suspender la conciencia en un esfuerzo divinatorio por introducirse en esos extraños —¿silenciosos?, pero es que no pueden emitir sonidos— organismos de las plantas. En cuanto al tío, supuse que la penetración había precedido a la tentación. Por otra parte, la potencia del sueño de Matilda puede haber llevado la imaginación del tío hacia la analogía de las plantas. Quizá la veía como un haz de helechos envuelto en las orlas de satén del edredón y desplegándose en la parte superior; frondas de largos cabellos que descendían sobre irnos ojos cerrados.
Pero él no se había casado con una planta. Matilda podía recordarle a uno un helecho o un lirio del campo, y tal vez el elemento vegetal fuese en ella muy fuerte —la dificultad que tenía en realizar la transición del sueño a la vigilia «sugería una lucha entre dos naturalezas—, pero ella, de hecho, se despertaba, aunque de mala gana, y al fin salía en su hermosa bata de casa, un brocado con diseño del Lejano Oriente. Algunas veces hacía callar a Benn del todo. Decía:
—Por Cristo, Benn, no empieces con conversaciones profundas antes de que me despierte. Me da dolor de cabeza.
Pues bien, él ya estaba triste, fuera de su medio, de su profundidad y con órdenes de no hablar. Sentado en el office, todo lo que podía hacer era mirar la ciudad que tantos kilómetros llena. Todas esas industrias abandonadas esperando la resurrección electrónica, el cuerpo colosal del Rustbelt, los tallos de las altas chimeneas, hoy sin brotes de humo. Uno de los privilegios del muy rico, es dominar una amplia panorámica de esa devastación. Desde la cima del Electronic Tower, la vista era aún más impresionante. La opinión de la señora Layamon, comunicada en la cena, era que aquella torre constituía una «muestra importante de la belleza moderna». Benn no lograba ver la belleza por ninguna parte, pero no estaba como para disentir; durante esas conversaciones en la mesa, mantenía la boca cerrada. De vez en cuando, repetía durante la cena aquello a lo que no le habían prestado atención la primera vez:
—Nosotros vivíamos en ese lugar. Nos mudamos allí desde la calle Jefferson cuando yo tenía unos doce años. El ayuntamiento les quitó la casa a los antiguos propietarios por no pagar los impuestos y mi padre la compró siguiendo el consejo del tío Harold. Creo que pagó setecientos pavos. Tenía un buen patio. Había dos árboles de moras y en junio atraían muchos mirlos.
Se prestaba muy poca atención a esa historia natural.
—Muy buenos árboles, de los que tienen la fruta blanca. Las moradas tienen mejor sabor.
Los Layamon intercambiaban miradas expresivas. El tío las notaba, pero las interpretaba como signos de aburrimiento. Como veremos, se equivocaba por completo.
Desde el office, pues, Benn tema una vista .privilegiada de la ciudad, de sus calles con socavones y de sus bloques de pisos en ruinas. En el centro, había edificios en construcción, programas de renovación.
—Me pregunto dónde escuchó mi suegra eso de la «muestra importante de belleza moderna». Una o dos veces he tenido la tentación de decirle: «Eso es lo que es su hija», pero no quería pegar un patinazo refiriéndome a Matilda como una «muestra».
Quizá tampoco hubiese sido completamente sincero al decirlo. Y durante la cena, había un remanente de las órdenes de mantener la boca cerrada mientras Matilda se tomaba el café del desayuno, una taza tras otra del más fuerte café expreso. En aquellos precisos momentos, él no debía observarla desde un punto de vista estético. Más bien se preguntaría: «¿Es que he hecho algo malo?» Y tal vez hasta: «¿Hay algo que ella quiere que yo haga y que no estoy haciendo?»
—La primera luna de miel fue de cuatro días en Aruba —dijo Benn—. El hotel en que nos alojamos pertenece a un grupo de socios. El doctor es uno de ellos.
Los pacientes y amigos del doctor eran promotores y esa gente, con la que jugaba al golf o al nimmy de vez en cuando, le daba una participación en la tarta, un nuevo edificio de oficinas en Dallas, un centro comercial, un condominio de lujo, un aparthotel en Florida, un estadio en Oklahoma, un contrato municipal para remolcar coches abandonados. Un porcentaje aquí, un porcentaje allá, decía Matilda. La fortuna de papá estaba hecha de trozos y trocitos de esas empresas. Aunque el doctor se negaba a suministrarle información, Tilda había logrado montarse una idea global de sus posesiones. El doctor le dijo a Benn:
—En ese sentido, ella constituye un desafío de todos los demonios. No se le puede ocultar nada. Se va por ahí y habla con la gente, toma copas con ellos y antes de que uno se de cuenta, se ha enterado de todo el negocio. Siempre está observando desde su satélite. Nunca se ha dejado absorber tanto por la basura francesa como para perder el rastro de la economía. Por otro lado, eso supone una cierta tranquilidad. Cuando Jo y yo nos muramos, no habrá oficial de un departamento de fideicomiso que pueda tomarle el pelo a Matilda. Compadezco al tipo que lo intente.
Dije yo:
—Quiere que sepas que Matilda es una heredera rica.
—Todo es Matilda. Yo apenas aparezco en la película, pero ni falta que me hace.
En aquel momento, antes de que ella saliera para Brasil, Matilda y su madre estaban ocupadas todas las tardes eligiendo entre los artículos de la lista de bodas, decidiendo entre Lalique y Baccarat y seleccionando también la mantelería y los artículos de cocina. Benn, un amo de casa más experimentado que las dos, tenía ideas propias sobre ollas y cazos y lavavajillas. Sostenía opiniones curiosamente sólidas en muchos asuntos alejados de la ciencia. Se llamaba a sí mismo «metomentodo». No obstante, ni se le consultó ni trató de meter baza.
—En este caso, vamos a suponer que Matilda sabe lo que está haciendo —dijo—. No espero que sea un ama de casa, pero está comprando como si se preparase para abrir un pequeño hotel.
Recién afeitado, Benn aparecía en la cena cada noche en el rol de botánico magistral, marido y yerno, doctor Clorofila. Estuve allí una noche y observé. Matilda y el viejo Layamon llevaron toda la conversación. Después pusieron un vídeo de mañosos, El padrino II. Y pude ver por mí mismo lo que Benn me había contado del Electronic Tower. Se acercaba por la noche, una masa de ventanas iluminadas más grande que el Titanic y los mástiles encendidos como una señal para los Hijos de Israel. Esa noche, Matilda estaba muy animada, sin rastro de la furiosa belleza de difícil despertar que luchaba en silencio contra la luz del día y la recuperación total de la conciencia. Tuve que admitir que era —en términos objetivos— atractiva, ingeniosa, con una elegancia mordaz. La lección que enseñaba era que no se encuentra con frecuencia belleza que no cause alguna aflicción al espectador. El tipo de mujer que prefiero —no lo he mantenido en secreto— está más cerca del suelo. Para mi gusto, Matilda tenía demasiada altura. Diré, por no guardarme nada, que me preguntaba constantemente: «¿Hasta dónde llegan esas piernas y dónde y cómo se unen al tronco? ¿Qué ocurre en el punto de unión?» Uno no vive conforme a la realidad si omite esas conjeturas masculinas y verán que hasta el tío, con todos sus ensueños vegetales, había concebido imágenes análogas. De todos modos, me preguntaba yo, cómo obtenía Benn su felicidad de aquello que yo estaba imaginando. Pero aquí, tratando de adivinar, hasta el más entusiasta sólo conseguiría agotarse. La única señal que tuve de Benn en aquellos días fue ésta, que me dijo:
—Debería ser posible cumplir los deseos de una mujer. Haremos lo que ella quiera. Sólo puedo enterarme dejándome llevar por su voluntad. Entonces puede que llegue a alguna parte.
Fue de compras con ella y mantuvo la boca cerrada cuando la vio comprar un lavavajillas General Electric52.
—Por sólo cien pavos más, el Kitchenaid es mil veces mejor —me dijo—. No le voy a decir «te lo dije».
Matilda necesitaba medidas del piso del Roanoke, la casa que había heredado de su tía, y llevó a Benn para que la ayudara con la cinta métrica. Fue la primera vez que el tío vio el lugar. Me dijo que mi comparación con un palacio veneciano le cuadraba perfectamente. Un edificio como el Roanoke —barroco burgués— también podía imaginarse en Viena o en Río. Hasta la llave de la casa parecía veneciana. La puerta del piso tenía, fácilmente, 30 centímetros de espesor y estaba adornada con relieves de lanzas y plumas. Los goznes eran superpesados.
—El aire que salió olía a habitación de enfermo —me contó.
La anciana tía había muerto hacía más de un año y el piso se había mantenido cerrado. O Matilda no notaba lo viciado del aire, o la alegría de ser propietaria lo convertía en fragancia. Había trabajado para conseguir esa herencia desde la muerte de su tío, hacía cosa de unos quince años, derrotando a otras dos sobrinas intrigantes. Así que era una victoria considerable.
—Matilda me ofreció una excursión con guía. «Aquí es donde viviremos. ¿Qué dices de la distribución?» No quise preguntar si la vieja era incontinente, si tenía gatos o perros. Todo lo que pude decir fue que era bastante lujoso.
—¿Tratas de imaginarte aquí, tan lejos de la calle Jefferson? —dijo Matilda.
Y empezó a enumerar las ventajas del Roanoke: muy cerca de la Universidad. Benn podría tener un laboratorio allí mismo, en casa, si quería; todas las tuberías estaban en su lugar. Todo lo que tenían que hacer era arrancar unas cuantas piletas viejas. Me dijo que el espacio que ella le ofrecía podía haber sido ideal para el cuarto oscuro de un fotógrafo. Él le dijo que era una idea estupenda, pero que estaba acostumbrado a trabajar fuera de casa. Además, necesitaba ese paseo hasta el recinto universitario para reflexionar.
Ella le preguntó si le dolía dejar su antiguo piso, escenario de su feliz primer matrimonio.
Él le dijo, con tacto, que ahora había empezado un segundo matrimonio feliz.
—Entonces, dejar el lugar donde entretuviste a tantas chicas guapas incluyéndome a mí.
No había razón alguna para mencionar a alguien como Della Bedell y cómo había golpeado la puerta gritando: «¿Qué tengo que hacer con mi sexualidad?» Tal vez los vecinos estaban agradecidos por no ser ellos los que tenían que contestar. Pobrecilla. Ahora que estaba muerta, era de simple cortesía, de caridad, olvidar cómo se había comportado.
Aquí estamos, sin embargo, los vivos, inspeccionando nuestro gran legado residencial. Benn midió a ojo la escala de las habitaciones, la extensión de las arañas. Asimiló el papel de las paredes y los tejidos, algunos colgando a tiras, la gruesa e inflada porcelana de las bañeras donde revoloteaban los lepismas; los desagües chapados en plata alemana —todo de primera en sus buenos tiempos. Era diferente a la riqueza que había admirado Scott Fitzgerald, riqueza de casa de campo establecida, poneys de polo en los establos, rubios jugadores musculosos, los mejores colegios, Lafayette Escadrille. No, el Roanoke era el tipo de riqueza de puertas adentro, tapada, de judíos alemanes a quienes los ricos de Long Island habrían llamado advenedizos53. El tío Benn ni siquiera había empezado a pertenecer a ninguna de las categorías de ricos. A medida que Matilda le enseñaba el piso, se fue quedando sin comentarios.
—Ésta es la sala —le dijo ella.
Y él dijo:
—Es del tamaño de un prado. Es magnífica. Esta alfombra, ¿es blanca o color de valva de ostra? Es como de lana, sólo que se está poniendo amarilla.
Ella le dijo que irían limpiadores a quitarle la decoloración con vapor. Y continuó:
—Este edificio es seguro, hay guardas y porteros a todas horas. El jefe del departamento de física vive arriba y la mujer cuyo padre inventó los edulcorantes artificiales, abajo. Ahora déjame indicarte una característica que seguramente te gustará. Aquí estamos tan abajo como para que nos lleguen los ruidos del tráfico del bulevar, pero las ventanas miran hacia las copas de los árboles.
Tenían razón. Benn inspeccionó los plátanos que bordeaban el edificio. Allí tendría la compañía de las hojas durante la mitad del año. Matilda, que se divertía con él, estaba, sin embargo, en lo correcto. Los gruesos plátanos que él contemplaba eran pálidos y marrones. Los sistemas de las raíces, como hirsutos mamuts, se extendían sobre la acera alrededor de las alcantarillas y de otras instalaciones, trabajando bajo la superficie y atraídos hacia el centro de la tierra. Me hablaba de eso a mí, el atento sobrino de rostro severo que intentaba sonsacarle información. De vez en cuando, me hacía confesiones, casi confidencias, sobre las plantas. Un verdadero hombre planta, difundía su esencia personal en las hojas, en los tejidos internos y se enviaba a sí mismo, desde la tierra apretada por las raíces hasta las puntas más altas. Hablaba como para sí de fuerzas del centro del planeta afines al sufrimiento que conducían impulsos verdes a su superficie y hasta el sol, acto que era aplaudido por las hojas. No estoy seguro de que supiera verdaderamente lo que decía. Confiaba en mí lo bastante como para divagar, como para expresar en palabras pensamientos insensatos, ideas inadmisibles. Conocedor como era de la anatomía de esos organismos, tenía de ellos un concepto especial. Y antes dije, al hablar de las largas piernas de Matilda y de su unión al tronco —en el punto del marido—, dije que uno no vivía conforme a la realidad si rechazaba esas conjeturas. En este espíritu, no puedo omitir el último comentario que Benn me hizo sobre los plátanos. Mientras los contemplaba, le pareció oír un gemido que venía de atrás, de la habitación del tamaño de un prado que tenía tras él. ¿Por qué gemiría? (No era un sonido humano). La única interpretación sensata era que se trataba de una pura y simple proyección inspirada por los plátanos desnudos. Eso arroja dudas sobre las «interpretaciones sensatas» per se.
Si no se hubiera estado portando de la mejor manera, él mismo hubiese hecho ese sonido. Pero en aquella visita a su futura residencia, estaba actuando como el marido ideal. Ese vasto lugar erigido en 1910 por príncipes del mercado de almacenes, sus habitaciones, me dijo, le hacían pensar en cisternas de egolatría que se habían secado, ahora que los inquilinos originales se habían mudado al cementerio. Pero era perjudicial abandonarse a semejantes fantasías, así que empezó a examinar los muebles, cantidades de sofás y otras piezas muy grandes.
—La tapicería ya no aguanta más, está saturada de olores.
—Yo no huelo nada.
—Sí, definitivamente, malos olores...
—La tía Ettie dejó unas cuantas piezas buenas. Pero su testamento ordenaba que después del funeral, sus amigos y parientes volviesen aquí de inmediato. Había rótulos en cada objeto y la gente que heredase tenía que llevarse la propiedad en ese mismo momento.
—¿Inmediatamente?
—Eso es. Y algunas primas obtuvieron antigüedades hermosas.
Recordando eso, dijo él, a Matilda le brillaban los «filamentos» de furia.
—Alguien fue más lista que tú.
—Sí. Estuvieron dándole coba a la vieja.
—¿Hubo peleas?
—No. Inmediatamente después del funeral, no, pero hubo bastantes contactos afilados mientras se llevaban el botín. Así que lo que estás viendo es lo que no estaba rotulado, que era todo mío. Se perdieron montones de piezas de valor. Para la vieja, estos sofás estaban hechos para durar una eternidad. Hay que sustituirlo todo. El economato del hospital de papá vendrá a buscar estos escritorios y estas butacas.
—Volver a amueblar esto va a ser un gasto de todos los demonios —dijo Benn—. Podríamos llevar a las habitaciones principales todos los objetos pasables. Tal vez podríamos hacerles fundas.
—No, querido, no —dijo ella.
Ese «querido», el «querido» de la contradicción, le salió como un bloque de cemento, me contó Benn. El gordo de ojos azules no parecía sensible, aunque era un auténtico aparato de compleja notación equipado con innumerables fibras.
—¿Dónde encontrarás muebles adecuados? Aquí no iría bien un diseño escandinavo.
—Tal vez en Río. Deben tener cosas maravillosas —dijo ella.
—Y, ¿qué hay de los gastos de embarque? Son cinco mil millas marinas o algo así.
—Puede que el porte aéreo sea más barato. Y se pueden hacer algunos tratos. Por ejemplo, tú das una conferencia pública para la Agencia de Información de los Estados Unidos. Así también veríamos el país.
—Veo que ya lo has pensado. ¿Cómo nos agenciaríamos un pasaporte diplomático?
—Estás irónico. Tú eres una personalidad internacional en tu campo, una especie de monumento. Un pez gordo. Harían cualquier cosa por ti. Tú mismo no lo sabes...
Aquél era un riguroso día de invierno, los cielos grises hacían que la naturaleza exhibiese sus huesos pelados. Pero el edificio tenía una forma gorda que cubría todos los huesos, en la que uno podía ignorar el ambiente exterior. Los radiadores emitían cantidades de calor, demasiado, de hecho, y con él, antiguos olores y sonidos, exhalaciones de la materia que constituye nuestra propia mortalidad y que recuerda los gases íntimos que todos difundimos. El mensaje de ese lugar era: «No te preocupes, aquí cuidaremos bien de ti.» Pero el Roanoke no era simplemente un piso. No se podía simplemente vivir en él. De intentarlo, uno se marchitaría. Era, verdaderamente, como yo había dicho, un palacio. Había que dar fiestas allí —cenas, conciertos privados—, de otro modo, el ambiente tendría efectos desmaterializadores y uno se convertiría bastante pronto en un fantasma vagando por la despensa. Lo que Tilda decía mientras guiaba a Benn a través de las habitaciones y las dependencias de los sirvientes, dejaba muy claro que ella tenía la intención de recibir bastante. ¿A quién? Relaciones deseables de esta ciudad. ¿Con qué propósito? Benn no lo preguntó, pero lo pensó. Visitantes de paso, gente como Dobrynin, Kissinger, Marilyn Horne; bailarines de ballet, Günter Grass —de viaje y sin ningún sitio mejor donde matar una noche— descubrirían un paraíso civilizado.
—Y, ¿eso no será caro? —preguntó el tío como si no lo supiera. No era más que un profesor con un salario de sesenta mil dólares o, como antes dije, más o menos lo que cuesta mantener a dos presos en Stateville. De eso, él había ahorrado unos diez de los grandes por año, así que tenía un capital de unos doscientos mil dólares más o menos, además de su pensión que, afortunadamente, no podía tocar hasta el retiro y el seguro de Lena que no hubiese sido correcto derrochar en el Roanoke, entreteniendo a Henry Kissinger o a Pavarotti, los amigos de su sucesora. Matilda se limitó a sonreír ante su preocupación. Obviamente, tenía un plan magistral.
Incitado por mí, Benn reconstruyó la conversación que había tenido con Matilda en aquellas habitaciones vacías.
—Tienes que aproximarte a este lugar con más imaginación —dijo ella—. Parece ostentoso y sucio54. Pero tengo recuerdos de sus mejores tiempos y te diré: si estuviese en la Quinta Avenida valdría varios millones y para poder comprarlo tendrías que ser un Lehman o un Warburg. Es, probablemente, el edificio residencial más grandioso entre Pittsburgh y Denver. Por no decir más. Aun aquí, es patrimonio protegido y no se puede demoler. El mantenimiento es bajo y los impuestos son relativamente triviales.
—Estoy completamente de acuerdo, si tú lo quieres —dijo Benn—. ¿Por qué no? Aun así, necesito saber en qué nos estamos metiendo, cariño. Nunca me ha importado mucho el lugar en que vivo. —(Eso no era completamente cierto. En su viejo piso se había sentido en su casa durante treinta años más o menos.)—. ¿Puedo mantenerlo? Ésa es la cuestión. Este leviatán de quince habitaciones se va a tragar todo mi sueldo y más.
—Un momento, tranquilízate y no te asustes —dijo ella.
—No, si no estoy nervioso. Sólo pregunto.
—Naturalmente, he pensado en eso desde todos los ángulos —dijo ella sonriendo—. Creí que apelaría más al Quijote que llevas dentro.
Benn dijo:
—Don Quijote era soltero.
—Quise decir que la irracionalidad del asunto te atraería.
—Lo que podemos hacer al principio es arreglar el frente, la parte que se ve, y tú y yo podemos vivir en la parte de atrás.
—¿Alimentándonos con comida de bote? —estaba de un humor socarrón—. ¿O pidiendo, tal vez, cupones de alimentos? *
Él dijo:
—Suponiendo que lo vendieras, ¿qué precio podrías sacarle?
—Sería un mal negocio. Antes de ponerlo en el mercado habría que arreglarlo. En su estado actual no se sacaría ni su valor aproximado.
No se molestó porque él preguntase. Sonrió con ironía mientras bajaba la cara tirándose de los elásticos de la ropa interior a través del vestido. Durante la conversación, solía hacer eso en la cintura o en la espalda y muy pronto se hizo evidente que trataba de camelarle y que no tenía ninguna intención de renunciar a aquel lugar espléndido.
—No te engaño —me dijo el tío—. La sala podría servir de hangar a dos o tres aviones privados. Su plan para la felicidad matrimonial incluía lo que a mí me parecían salas de museo. Es el triángulo amoroso: Matilda, el Roanoke y yo. No me había dado cuenta de eso. Pero, ¿cómo iba a darme cuenta de antemano? Aun así, recordando cómo el doctor alababa su cerebro y decía que habría podido llevar a Móndale a la Presidencia, empecé a preguntarle de qué recursos disponíamos. Como por ejemplo: «¿Esperas que tus padres echen una mano? ¿Te dejó tu tía Ettie dinero para esto?» Pero eso no me llevó a ninguna parte. No podía creer que esa gente tan astuta de Parrish Place no hubiese hecho cálculos. Pero no pude sacarle ninguna respuesta directa. Bueno, todo lo que puedo hacer es establecer mi propio techo de gastos. Y creo que va a tomar bastante tiempo entender todo el diseño, la figura de la alfombra.
—Seguro que han hecho cálculos —dije—. No tiene ningún sentido que con tu sueldo tengas que pagar semejantes instalaciones, y esos listos lo saben. No pueden esperar que te mates por complacer a la mujer que amas. Y puesto que, ciertamente, ella te quiere, no querrá acabar contigo. Así que creo que la mejor actitud por ahora es tomarte el asunto como un misterio encantador. Éste es mi consejo.
—Bueno, sí. La conclusión de nuestra discusión financiera fue que yo trataría todo el asunto con el doctor Layamon. Ella nos ha concertado una comida en la ciudad.
—Para hablar de las finanzas.
No creí que el tío representase sus propios intereses con mucha habilidad durante la comida. Era una lástima que se hubiese enredado en esos asuntos. Antes cité a Churchill con respecto al Imperio británico, eso de que se había adquirido en un ataque de despiste, y tracé un paralelo con el matrimonio del tío Benn, pero no me fío mucho de esa teoría. El motivo secreto del despistado es ser inocente mientras es culpable. El despiste es inocencia espúrea. En él caso de un hombre como mi tío, a quien nada se le escapaba de verdad, no era una rúbrica aceptable. En cuanto a la figura de la alfombra, el tío no podría descifrarla mientras estuviese acostado en ella55. En mi opinión, admitidamente torpe, en aquel momento no estaba en sus cabales. Repasé los hechos tal como los conocía por entonces: una mujer hermosa se une a un botánico de fama mundial. Puede que él piense que eso cubrirá sus necesidades. No, ella piensa constantemente qué es lo que puede hacer con él. Y yo me imagino a mí mismo de regreso a la Rué Bonaparte analizándolo todo con Kojéve, solos los dos. Lo elijo a él porque es un razonador incansable e implacable. Benn era un botánico que buscaba una esposa y encontró una esposa que quería precisamente a un botánico así para anfitrión de personalidades: el marido a juego con el piso. A él le movía el anhelo. ¡Qué anhelo! No se puede esperar que un anhelo de tal profundidad tenga o encuentre objetos definitivos. Por su parte, Matilda tenía objetivos bastante claros. Ella sabía lo que quería y lo consiguió. Él no sabía lo que quería e iba a conseguir que se la dieran.
El trabajo estaba hecho a mi medida. Tenía que ayudar a mi querido tío a defenderse. No suponía que los Layamon tuviesen la intención de hacerle mucho daño; sólo que no era posible que respetasen su magia o que tuviesen la idea de protegerle por sus talentos. Había allí mucho en juego. No puedo explicarlo continuamente. Como por ejemplo: el curso del empobrecimiento humano tal como se le reveló al almirante Byrd en la Antártida; la dormición del amor en los seres humanos referida por Larkin; la búsqueda de los encantos sexuales como el único proyecto que verdaderamente vale la pena acometer y mi rechazo personal del existencialismo que me llevó a emigrar y que me hace tan severo en el análisis de los motivos. Eso ya se ha indicado.
Le dije al tío:
—Como un favor personal; soy tan curioso... Esta vez pregúntale al doctor Layamon sobre el juez que celebró la ceremonia. Dijiste que lo harías.
—Sí que lo dije. Y voy a anotarlo ahora.
Sacó su cartera buscando un trozo de papel. No encontró otra cosa que una factura de American Express. Destapó su pluma y escribió AMADOR C. en la parte de atrás. El próximo abril, su contable le preguntaría si se había llevado a ese sujeto a cenar y si podía desgravarse. Lo volvió a meter junto a otros trozos de papel con las esquinas manchadas y yo pensé que nunca volvería a mirarlo. Me dije a mí mismo escépticamente, estaba aprendiendo a no fastidiarle: «Ahí acaba el asunto.» Pero sí que se acordó de sacar el tema durante la comida. Eso me complació, señal de que se tomaba en serio lo que yo le decía y también de que podía tomar la iniciativa.
El doctor llevó a su yerno al Avignon, que servía nouvelle cuisine. Otra cima de rascacielo, dijo Benn. Aparentemente, al doctor Layamon le gustaba estar en lo más alto. Entraron en el comedor de cristal del piso setenta y cinco de uno de los más nuevos rascacielos, las ventanas con un tinte color ciruela para amortiguar el resplandor del sol. El doctor, recién salido de la barbería, tenía el escaso pelo lavado y partido al medio; acababan de hacerle la manicura. Entró como un comandante de una división acorazada, con los hombros rígidos —demasiado bidimensionales, esos malditos hombros, decía Benn repetidamente—. Esos atributos eran importantes para él. (Así como un árbol no era solamente un árbol, sino también un signo.) Y me dio la descripción característicamente detallada del hombre. El doctor tenía el cuello delgado y móvil que «forzaba» la cara hacia uno cuando quería que se aceptase un punto en cuestión. Siguiendo con la cara de Layamon, agregó que era pequeña en relación con el largo del cuerpo y que tenía en el medio algo comparable a un cristal de reloj reflectante cuando le daba el sol, un punto resplandeciente. Pero cuando uno buscaba la fuente de aquello, no podía encontrarla.
La comida no empezó bien. El doctor quería que Benn apreciara aquel agasajo de cinco tenedores y que respondiese adecuadamente.
—La nouvelle cuisine —dijo más de unas cuantas veces. La nouvelle cuisine está ahora en retirada. Y Benn no pudo alcanzar un brillante tono televisivo en sus respuestas. Por el contrario, en seguida se tiró una plancha. Al entrar, enseñaban las especialidades del día, cada plato arreglado tal como lo servían —pescado o chuleta, puré de zanahoria o zumo de naranja— y los artículos en francés y luego traducidos al inglés. La exposición estaba cubierta por un material de plástico brillante. —Creo que era Saran Wrap —dijo Benn.
Al doctor le pareció muy elegante, pero Benn dijo que le recordaba aquello que le enseñan a los deudos cuando van a elegir un ataúd para sus padres56. El doctor se sintió ultrajado.
—Se puso tan tieso como las varillas con las que se refuerza el hormigón —dijo Benn.
Si algo no podía soportar el doctor de su yerno era aquella anarquía asociativa. Debajo de los ojos del doctor apareció un color de pimentón. Caminó de prisa y Benn le siguió tras el maitre. El tío dijo que no había podido evitarlo. La ternera y el solé meuniére expuestos allí en frío. Pero se habían tenido que cancelar visitas y si se sumaban las horas de consulta que el doctor estaba sacrificando y el precio de esa comida, salía un buen pico. Además, como luego comentó Matilda, el doctor detestaba que sacasen la muerte en la conversación, especialmente durante las comidas.
—Por un minuto —dijo Benn—, podía haberme matado, Kenneth.
Vi cómo todo se le presentaba de golpe. Él se estaba esforzando por mí y no servía de nada porque todo lo jodo por naturaleza. Pero recuperó su control. La paternidad pudo más. Y también las fuerzas del pensamiento positivo.
—¿Él cree en eso?
—A menudo dice que sí.
Los instalaron en un reservado tapizado de cuero, como un Porsche o un Lancia, y el doctor cogió la carta de los vinos.
—¿Blanco o tinto, Francia o California? Es una ocasión especial.
Se pidió una botella de espumoso Vouvray y el brindis del doctor fue:
—Bien venido a la familia. Jo y yo estamos orgullosos de la elección de Matilda. Creemos que quieres a la chica.
—La quiero —declaró Benn.
—Claro que sí. Y tienes la intención de serle fiel.
—Lo fui con mi primera esposa.
—Lo sé. Lo que hiciste entre la primera y la segunda no es asunto de nadie.
Después de una copa de vino, el doctor volvió a ser él mismo; se repuso del ultraje por la ocurrencia del ataúd. Tenía predilección por la proximidad física y en el reservado del Avignon estaba encima de Benn. No era una proximidad corriente, no se podía distinguir el aliento del uno del aliento del otro.
—Si yo hubiese sido una chica, me habría enganchado por el cuello y me habría mirado por el escote —dijo Benn. Las gafas del doctor no estaban equilibradas y sus miradas también eran torcidas. Los dos lados de su cara, a lo largo de un eje vertical, no cuadraban por completo. Su piel era árida, su boca larga y parlanchina, sus ojos descoordinados. En el hospital le llamaban «boca motorizada». Abrazaba a Benn como un ganadero efusivo, tocando y apretando—. Tal vez recopilaba información médica —dijo Benn—. Hasta apretó sus dedos por debajo de mi muslo, justo por encima de la rodilla, donde ponían la mano para jurar en el Antiguo Testamento.
Benn reconocía que, físicamente, no estaba a la altura de Matilda. El tío pertenecía a un tipo somático anterior, aquél de los inmigrantes y de la primera generación de sus hijos. En un país que cría y vitaminiza —a los pollos y al ganado— y asombra al mundo con los dientes de sus hijos, con su piel saludable, con sus brazos y piernas desarrollados aeróbicamente, Benn, con su cabeza de cúpula y la curvatura rusa de su espalda, era como la ilustración de un libro sobre la evolución de la forma humana: unas tres o cuatro figuras por debajo de la cumbre. Matilda era la cumbre, la niña 10 del doctor. (Veremos que Benn, en algún atrio inaccesible de su mente laberíntica, no estaba realmente de acuerdo con esto.) Entonces, ¿por qué había elegido Matilda aquel bicho?57 Eso era lo que el doctor deseaba saber. Terminaron su primera copa y pidieron la comida. El camarero sirvió más Vouvray y el doctor piaba como en la casa de los pájaros, tantas familias aladas sin nada en común más que los ruidos que hacen.
Dijo el doctor:
—Volviendo a nuestro asunto del otro día —no lo había dejado en ningún momento—, prácticamente he abandonado el intento de mantenerme al día con la revolución sexual.
—Pero, ¿por qué habría de mantenerse al día? —dijo Benn.
—Ponte en el lugar de un padre fundamentalmente anticuado ante su hija y, encima, su única hija. Como médico, además, tratando con pacientes que traen a la consulta síndromes complicados. Uno está obligado a tratar de comprender el contexto. ¿Cómo esperas que reaccione un médico ante los hechos de la vida? En la consulta, luego en casa.
Podía imaginarme a Benn muy lejano (no distante), observando al doctor de lejos, desde cierta altura.
—Los chicos viendo programas de televisión lascivos sin la supervisión de los padres —continuó el doctor—. O escuchando rock pomo. «¡De rodillas! ¡Te voy a clavar el culo al suelo!» Discos que se venden por millares. Cifras cercanas al presupuesto nacional...
—Realmente, no había pensado en ello.
—Vosotros, los tipos de la ciencia pura, no tenéis que hacerlo.
El tío dijo:
—Eso está entre las cosas sobre las que el ciudadano privado no puede hacer mucho; la bomba, por ejemplo. Después de la atómica, nos tiraron encima la orgiástica.
El doctor le sonsacaba, como de costumbre, tratando de pescar información sobre su hija; una queja, una confesión, un escándalo.
—Tú no te has sumergido en un refugio —dijo el doctor—. Has tenido tu parte. —Al ver que Benn se preparaba para protestar se apresuró a decir—: No te culpo. Trajo algunos beneficios y no hay razón por la cual tú no tuvieses que sacar tu parte de goces y placeres. Siempre aconsejo a mis pacientes que no lo dejen nunca, aun aquellos que se están haciendo demasiado viejos para eso. Te sorprenderías de cuántos vienen a decirme que ya no pueden más con eso y que qué pienso yo sobre las inyecciones de hormonas para que puedan seguir satisfaciendo a sus mujeres. Yo les digo: «Miren, mientras tengan una rodilla, un codo, su nariz, su dedo gordo del pie, suponiendo que tengan una mujer afectuosa y siempre que hayan cumplido sus deberes con ella en los días en que se les levantaba, ella aceptará cualquier cosa que ustedes tengan ahora y no le deben más que eso.» Claro que esos viejos estúpidos tienen miedo de que algún instructor de karate les robe a la vieja y empiezan a preguntar sobre prótesis. O tal vez un pequeño bulbo de aire que les infle el miembro. Como un aparato de tomar la tensión, ya sabes.
Benn, de eso podemos estar seguros, tenía la apariencia de estárselo pensando, pero en realidad, no podía encontrarle sentido a toda aquella charla sobre el sexo. Sospechaba que el doctor estaba tan enredado con su hija que no podía dejar el asunto. Benn tampoco estaba en condiciones de afirmar que no había tenido problemas en ese campo. Hubiese sido una protesta, una defensa, no una declaración de valor neutral.
—Escuche, doctor Layamon.
—William.
—Está bien, William. ¿Por qué me dices eso de las hormonas y de inflarse el genital? ¿Crees que te voy a hacer alguna confesión médica?
El doctor se sonrojó, no con un rojo ordinario; con un rojo anaranjado, el color de una de esas lagartijas que se ven en las carreteras del campo.
—¿Por qué iba yo a...?
—No sé por qué, o si se supone que estas indirectas me den pie. O si Matilda te ha planteado ese tema.
—Nada —dijo el doctor—, no te sulfures.
—Puedes estar seguro de que hoy en día las mujeres no se casan sin un período de prueba. Matilda estuvo conmigo un mes en Suiza el verano pasado.
—No fue un secreto. Nos envió fotografías.
—¿De qué?
—Postales de Zurich y Ginebra diciendo que era muy feliz. Me has malinterpretado, Benn. Jo y yo tenemos una opinión bastante buena de ti en ese sentido. No te enfades, pero te investigamos un poco, algo estrictamente privado y absolutamente discreto. No puedes culparnos. Vivimos en una época de perversión y Matilda es nuestra única hija y recibirá una herencia bastante considerable. A Matilda no le gustó y dijo que no era necesario, ella ya había averiguado tu pasado a su manera. Tenía una idea bastante correcta sobre las mujeres que antes te habían interesado. —¿Así que contrataste a un investigador para descubrir si había mujeres abandonadas o hijos ilegítimos por todas partes?
—Joder, chico, te mueves tanto que hubiésemos necesitado a la CIA o a la Interpol. Si hubiese habido algo feo no estaríamos ahora sentados en el Avignon. Además, si hubiese habido algo serio en el informe, el tipo habría tratado de vendértelo a ti primero. Ése es el chantaje acostumbrado. Uno lo espera. Contratas a un investigador y el hijoputa le saca todo lo que puede al tipo que está investigando.
—Espero que te haya sacado un buen pico. ¿Leyó Matilda el informe?
—No quise enseñárselo. Además, ella no quiso verlo. Dijo que vosotros habíais hecho el trato de no indagar en el pasado.
—Creo que el tipo no hizo más que recoger los chismes que corren por la Universidad.
¿Habría ido el investigador a Caroline? Aun entonces, el tío continuaba misteriosamente apegado a Caroline. Ella tenía ciertas peculiaridades femeninas que él valoraba: una especie de onda subcutánea en la parte inferior de la garganta y de los pechos. No la echaba de menos, ahora admitía que era un caso de demencia. Pero precisamente por esa razón, ella se disgustaba fácilmente. Puede que estuviese completamente chalada, pero él la había dejado en ridículo y lo sentía por ella —pobrecita—, palabras suyas según las he encontrado en las notas que hice después de nuestras conversaciones. Dijo que en nuestras mentes, la mayoría de nosotros, la mayoría de las personas que conocemos están mentalmente en la fila de los perdidos. Un desgraciado tras otro. El doctor Layamon mismo, por ejemplo, ese estupendo médico de primera. Casi nunca controlaba lo que decía. De cada diez frases, sólo tres parecían salir de su conciencia y el resto procedía de otra fuente.
—¿Como el segundo yo que te dijo que le dieses la moneda al trapero? —Sigo con mi cuaderno de notas.
—Algo así —dijo el tío—. Eso que te gusta llamar genio. Lo busqué en Platón donde dice que Eros era un espíritu intermedio entre los dioses y los seres humanos. Pero no veo por qué tenemos que meter al pobre Eros en una cosa tan repugnante.
Así que el doctor no era responsable de lo que decía. Era un Charlie McCarthy, un monigote de las fuerzas inconscientes. Excepto cuando hablaba de dinero. Eso prueba la opinión de Milton Friedman de que los dólares y los centavos son los que nos mantienen racionales. Pero entonces, piensen en los océanos de dinero que se gastan con fines sexuales. ¿Se puede decir que ese gasto es racional? ¿Tan racional como hacer el asunto? El tío siempre estaba tratando de recordar el nombre de uno de mis rusos, el que dijo que el sexo podía ser una forma diabólica de recobrar el paraíso, un «sucedáneo envenenado», una parodia de lo bello y lo sublime, una luz falsa derramada para nuestra destrucción por el sexual Lucifer, si es que en verdad los grandes espíritus como Eros o Lucifer todavía se molestan por nosotros, los dementes humanos.
Todo se reduce a que los hombres y las mujeres están decididos a sacarse mutuamente —o a arrancarse— lo que simplemente no se puede conseguir por ningún medio.
En cuanto a Caroline, el tío no tenía por qué sentirse tan mal por ella. Obviamente, su fuga en el día de la boda no estaba entre los acontecimientos más pintorescos o asombrosos de la vida de esa mujer.
—No te enfades, Benn —dijo el doctor—. La gente de posibles tiene que hacerse preparar informes especiales de inteligencia. Lo de contratar investigadores es una rutina.
—Depende de las preguntas que el tipo hiciese —dijo Benn fríamente.
—¿Crees que soy tan estúpido como para mandar un tipo a que averigüe lo que una mujer sintió contigo? He practicado medicina durante cuarenta años, demasiados para no saber que las mujeres tienen reacciones completamente distintas que están mucho más allá del horizonte de un farsante con pasado en el FBI. No soy un estúpido total, sólo un poco irregular en mi manera de hablar.
—No me gusta estar a merced de terceras personas —dijo Benn. (¿Qué quería decir con eso? ¿Que sólo las segundas tenían derecho a acabar con él?)
El doctor dijo:
—Escucha, hijo, tú consigues de mí más información, y correcta, que la que conseguí yo pagándole a aquel farsante. Yo mismo te he dicho lo perra que puede llegar a ser Matilda. O que podía serlo hasta ahora. El matrimonio con el hombre adecuado va a cambiarla, ya la ha cambiado. Tú eres una personalidad especial y no creas que no me doy cuenta de eso. Esos ancorman peinados por estilistas que aprendieron todo lo que saben en cursillos de comunicaciones, es cierto que ganan salarios impresionantes, pero antes casaría a mi hija con una lasca de quische. Al cabo de un mes, ella vomitaría sólo de verlo. Es diferente con un hombre como tú. Siempre podrá verte con admiración, aprender de ti, atraer gente a su casa por ti.
—¿Por qué atraer?
—Porque tú conoces las plantas al derecho y al revés. Eso es una gran atracción... ¡Al fin! Aquí está nuestra comida. Qué forma tienen de perder el tiempo en estos restaurantes finos... La ternera para mí y el lenguado para mi invitado... Te garantizo que tendrás una vida agradable si consigues que te guste la compañía. Eres un poco solitario, pero Tilda es muy sociable. En ese aspecto es como su madre, y una esposa, especialmente la mujer de un médico, puede hacer a un hombre o destruirlo. No importa si uno es un genio del diagnóstico; si la esposa es una de esas neuróticas egoístas que no se acercan a la gente con simpatía y no recibe en su casa, nunca llegará a tener una consulta de primera. Acabará tomando la presión en una compañía de seguros o dando masajes en la próstata a los mineros del carbón. Una mujer tiene que ser capaz de atraer a la gente adecuada y proporcionar conversación. Si aún no te has dado cuenta, ya lo verás cuando montes tu casa. Matilda es estupenda con gente brillante y podrá invitarla por ti. Eres un gran nombre en tu campo. La primera vez vendrán por ti y después por ella. No es que tú seas tan antisocial, pero un hombre al que le gusta la gente, no acaba en la Antártida.
—No me fui por eso...
El doctor, cortando su paillard de veau, dijo:
—¿Qué es lo que estabas haciendo allí, si no es información secreta?
—No. Tenía un proyecto especial sobre los líquenes. Extraen sustancias nutritivas de la atmósfera y yo trabajaba con los meteorólogos que estaban estudiando las corrientes de aire del mundo.
—Siempre hablas de un modo diferente cuando te refieres a la Antártida.
—¿Sí? Siempre había querido ir allí. El fin de la tierra. ¿Por qué...?
Y el tío, en silencio, enumeró sus razones: Porque es una tierra épica explorada por héroes como Shackleton, Scott y Amundsen. Porque allí los hombres sacrificaban sus vidas los unos por los otros. Porque el Polo Sur ofrece un anticipo de la eternidad, cuando el alma tendrá que dejar el cuerpo caliente, y allí se puede practicar la indiferencia a la temperatura que uno va a necesitar cuando llegue ese momento. El tío nunca intentaría dar una respuesta así. No podría ser, no sería comprendida. El doctor desecharía con impaciencia cualquier cosa que se le ofreciese si no aliviaba lo que le corroía por dentro. Si uno le hablaba del alma que abandona el cuerpo lo miraría como si estuviese chiflado. Si no le hablaba, si se quedaba uno en silencio, parecería antisocial.
Habían llegado a la mitad de la comida. Comían. Su restaurante, a la altura del cielo, estaba en una situación impensable.
A tanta altura sobre las calles como vigas de acero pudieron ensamblarse. La ingeniería hacía «fácil» aquello; la conversación, sin embargo, era difícil. Los conceptos incomunicables, las extrañas expresiones espontáneas como «bomba orgiástica», los platos de la nouvelle cuisine cubiertos de Saran Wrap comparados a una exhibición de ataúdes, desconcertaron al doctor. Aún tenía la cara contraída. Pero, fundamentalmente disgustado, aún seguía hablando.
El doctor decía que había aparecido en los periódicos un curioso artículo sobre una pareja que había solicitado permiso para casarse en la Antártida de modo que la novia pudiese tener una boda absolutamente blanca.
—¿Qué es el Polo Norte? Cualquiera puede ir al Polo Norte. Hay expediciones regulares en helicóptero, uno puede ir allí a comer y volver a la civilización para las copas de la tarde. Pero el Polo Sur es una proposición diferente. Aún tiene misterio y romance.
Y hablando de romances, no sólo era maravilloso que Benn y Matilda se hubiesen enamorado, también había ocurrido en el momento providencial. Ése era el momento de casarse. De dejar la caza. Los contactos sexuales fortuitos eran más peligrosos que nunca ahora que la medicina estaba temporalmente confusa por virus como el SIDA —una epidemia en formación, una plaga regular— y otras infecciones venéreas con menos publicidad. La monogamia volvía. Esperaba que Matilda proyectase quedar embarazada en Brasil.
—Hijo, ésta será tu última oportunidad de tener una familia. Hasta ella es demasiado mayor para primípara. Siempre he sentido curiosidad por la biología de Matilda. En la sala de partos, cuando ella nació, y lo recuerdo muy bien, los médicos quedamos confusos con el bebé. ¿Era un niño o una niña?
—Tienes que estar de broma —dijo Benn.
—Sólo digo que al principio nadie estaba completamente seguro. Algunos niños son tersos y muy hermosos al momento de nacer. A otros parece que los hubiese traído una avalancha.
Vestido con extrañas ropas, comiendo en extrañas alturas, con su apariencia normal alterada por el estilista al que Matilda lo había enviado, el tío no las tenía todas consigo. Aun así, tuvo suficiente presencia de ánimo como para decir:
—Pues bien, ya puedes quedarte tranquilo, doctor; es hembra de los pies a la cabeza.
Allí en el Avignon, el Electronic Tower estaba otra vez muy cerca, la siguiente gran estructura que se elevaba sobre las demás, y en la vista desde el ático, después que el Avignon se había detenido, su compañero o hermano mayor aún seguía remontando el vuelo.
—Ahí está otra vez tu antigua casa —dijo el doctor gesticulando con su copa—. Nunca pensaste en los viejos tiempos, cuando tu madre regentaba aquella residencia para incurables, que un día se convertiría en ese magnífico monumento, ¿verdad?
Aquello indignó a Benn y dijo:
—Esa descripción no es correcta. Era un lugar familiar y la mayor parte eran amigos de la calle Jefferson.
—No tienes que decírmelo. Yo hice el internado en ese barrio. Esas anticuadas mujeres inmigrantes se levantaban las faldas hasta la cara cuando las examinaban para que uno no viese cómo se sonrojaban. Qué diferente es ahora, en los estribos...
Pero el tío no estaba dispuesto a dejar que el doctor corriese otra vez con la conversación. Recobró la iniciativa y clavó su mirada azul cobalto en su suegro con el tenedor y el cuchillo en los puños.
—Quiero saber por qué llevaste a ese tipo, Chetnik, para que nos casara.
—Pues porque Chetnik es un viejo amigo de la familia; hicimos el bachillerato juntos. Fue pasante de Bonaccio, el portavoz del sindicato en los grandes días de la Prohibición.
—No me interesa la parte histórica del asunto. Fue juez en nuestro caso contra Vilitzer.
—Ya lo sé.
—Entonces la cuestión es, por qué le pediste que lo hiciera. Nos hicieron una trampa.
—Tienes que tener cuidado. Haciendo esas declaraciones podrías meterte en un problema gordo.
—Estoy haciéndolas a un miembro de la familia, no en una conferencia de prensa. Descubrí quién era durante la recepción.
—Y te chocó —dijo el doctor con un punto de sátira.
—Me dolió. Él debe haberse divertido mucho. Primero me asesta un tiro en la sala del tribunal...
—Y ¿qué?, ¿te puede disparar por segunda vez?
—¿Te das cuenta de cuántos años tardamos en pagar las facturas legales por ese asunto?
—Agradéceselo a tu hermana y a los estúpidos abogados que contrató. Por cierto, ¿qué firma era?
—No estamos hablando de eso.
—Bueno, el abogado era un idiota o no hubiese llevado el caso de Vilitzer al tribunal de Chetnik. Debería practicar Derecho en Tasmania, aquí no tiene nada que hacer. Pero para cobrar sí que era bueno, ¿eh? Bueno, por eso fue que Moshe Dayan llevó abogados a la primera línea de ataque, porque cuando gritaba «¡Carguen!», chico, nadie les puede a esos abogados a la hora de cargar.
Benn me dijo que ese chiste malo no le había detenido.
Entonces el doctor le dijo:
—Esperaba que te me echaras encima por aquello y en cierto modo me gusta que te interese mi reacción. Me alegra ver que te defiendes.
Abajo, desde las regiones sublimes donde no se podía acceder a él. Ahora, gracias al interés propio, se podía contar con el tío. Los Layamon se habían propuesto hacerle entrar, es decir, volverle a traer a esa gran cosa que tiene América y que es lo americano. No puede uno tener junto a su fuego americano a un yerno que tenga otro hábitat, extraterrestre o alguna cosa por el estilo. Y lo que es aún más importante, Benn quería bajar, tenía un deseo especial de entrar en los estados de ánimo predominantes.
—¿Sabía Matilda que Amador Chetnik era aquel Chetnik? —preguntó Benn.
—Puede que haya tenido una idea, aunque él ha sido un amigo de la familia durante tanto tiempo que para ella sería natural...
—William, no me vengas con esa chorrada.
—Bueno, sí. Me costó persuadirla, pero cuando uno le hace a esa chica una proposición ventajosa, la entiende en un minuto. No se hizo daño a nadie. El pasado, pasado está. No se trataba de jactarse de un triunfo a tus expensas. No quería preocuparte con ese tipo de cosas en medio del idilio. El mismo Chetnik está en medio de un cambio de lealtades. Todavía insiste, sin embargo, en que el bestia de tu tío tenía un buen caso.
—¿Qué? ¿Como albacea testamentario de mamá, comprándonos la propiedad a través de una compañía fantasma que le pertenecía?
—Siento que un científico prominente como tú tenga que tener relaciones familiares tan indeseables como Vilitzer. Estaba en la comisión de urbanismo y sí tenía información de antemano sobre el lugar —dijo el doctor—. Es cierto que tu tío hizo juez a Amador y que durante años pudo haberlo destituido borrándolo de la lista judicial en las elecciones.
—Todavía estoy esperando que me digas cuál es la ventaja de meterlo en nuestra boda —dijo Benn.
—No abandonas —dijo el doctor bastante satisfecho—. Implacable. Eso me gusta. No me extraña que no te llevases bien con el tío Vilitzer. Está acostumbrado a los lameculos y siempre los tiene en cantidades. Bien, como te habrás figurado con un cerebro como el tuyo, el objetivo es recobrar el dinero que te quitó el tío Harold. Ése es el plan del juego en líneas generales.
—¿Con el propósito de arreglar el Roanoke?
—Correcto. Y algo más. Ettie dejó un poco de dinero para el mantenimiento y eso. Pero su idea de las finanzas se remontaba a los días de la riqueza antigua, cuando los precios eran bastante bajos y los servicios baratos. La vieja regateaba hasta el último centavo. Modernizar ese sitio puede salir en trescientos de los grandes. No podías esperar que Matilda fuese a Brasil y dejase esta responsabilidad en el aire. Tiene que tener alguna solución. Ésa es su forma de ser. ¿Te das cuenta de lo que Harold sacó por el Ecliptic Circle a ese conglomerado multinacional, casi todo japonés, que compró tu tierra?
—¿Cómo podría darme cuenta de una cosa así? Tal vez Chetnik se da cuenta. Él no hizo eso sólo para quedarse en las listas.
—No puedes esperar que Amador le diga a alguien cuánto le pagaron por echar abajo el caso, si es que le dieron algo. No puedes esperar que me aborde en la entrada del club y me diga: «Harold Vilitzer es mi amo.»
—Bueno, no tengo experiencia con gente que lleva esa clase de vida, pero ahora que tengo que pensar en ellos descubro que sí tengo cierta aptitud para eso. Así que lo más rancio de la comunidad sabe que Vilitzer es el amo de Chetnik. Naturalmente, Chetnik no puede decirlo.
—No tiene por qué. Además, yo lo pondría en pretérito: Vilitzer era el amo de Chetnik. En cuanto a tu aptitud, la posees de un modo natural. Hasta podría ser un talento... hereditario. Bien, no voy a revelar mis fuentes, pero el precio que se pagó por la vieja propiedad ruinosa de tus padres fue de, al menos, quince millones.
Benn pasó eso por alto. La suma no importaba, sólo era una de esas sumas que siempre se están citando, como el número de adictos a la cocaína en el país o los muertos de la Gran Guerra o la cifra de la pérdida diaria de células cerebrales.
El doctor dijo otra vez:
—Quince kilos, ¿no me has oído, hijo? —Lo que buscaba era comprensión.
—Sí que te he oído. Dijiste que Vilitzer era el amo de Chetnik. ¿Cosa del pasado? ¿Cuándo dejó de ser su amo?
—Cuando el fiscal federal para este distrito fue a por Chetnik con auténtico entusiasmo. Los enterados podrían decirte que de aquí a unos meses caerá una acusación federal. Amador tiene que proteger su propio culo. El departamento de Justicia..., y es la vieja historia, un Gobierno republicano lanza sus garras contra los demócratas locales. Así que sería ventajoso que en este momento hablases del asunto con el tío.
—No, no, yo no puedo hacer eso. Tiene más de ochenta años.
El doctor Layamon, con las arrugas recompuestas —una configuración diferente—, apenas parecía haberle escuchado.
—Cuando un fiscal inteligente está en su mejor momento, dirige el gran jurado y a la prensa, dosifica los anuncios filtrando información a los tipos de la tele, tiene una llave Nelson completa en el otro tipo y le puede romper el cuello al pobre desgraciado. De esa forma llega al Congreso del Estado mientras que el malhechor acaba en chirona. Así que, si uno manda a Vilitzer a la cárcel, se despeja el camino al Senado de los Estados Unidos. O se convierte en gobernador y se le menciona tal vez para la Presidencia. Así es como lo hizo nuestro gobernador actual.
El doctor hubiese podido dar una lección magistral sobre miradas significativas. La ternera y el Vauvray fueron retirados. Miraba a Benn esperando un elogio especial. Eso demuestra dónde estaban sus auténticas pasiones. Nunca pedía tanto por sus logros médicos como por su agudeza política.
—Bien, ¿qué es lo que se supone que hable con mi tío? —preguntó Benn.
—Le indicarías que es un mal momento para que vuelvas a abrir el caso contra él.
—Ya veo. Y con Amador Chetnik, ahora en marcha atrás, entrenándonos en el aspecto legal. Sí, lo entiendo. Y por eso le pediste al juez que nos uniera a Matilda y a mí.
—Muy bien, lo pescas en seguida —dijo el doctor uniendo las manos dos veces en un aplauso.
—Pero yo no quiero hacerle daño a Vilitzer; es mi tío. Claro que se ha portado mal. Aun así, es mi tío, es el hermano de mi madre.
—Un momento extraño para sentimientos familiares.
—Tú tienes sentimientos familiares por Matilda —dijo el tío.
—Mi propia hija, eso es diferente, y aun así, si ella me hiciese una mala jugada, tan mala como la que Harold Vilitzer te hizo a ti, se vería con una pelea entre manos y ella lo sabe. Y ella, créeme, es una mujer dura. Contigo no, naturalmente, el amor es la gran excepción. Tú eres su niño grande. Lo que quiero decirte, sin embargo, es que podrían utilizar una mente como la de ella en el Colegio de la Guerra58. Entonces no habría fiascos como el de Granada, en el que chocaban todos los blandengues de los servicios rivales. Matilda es un cerebro gris. Con qué chica te has casado, ¿eh?
—Eso de Vilitzer y Chetnik, ¿es idea de ella?
—Claro que no. ¿Qué quieres decir? La consideración principal es la justicia. Te robaron millones. Y ha dado la casualidad de que tu nueva familia está protegiendo tus derechos y por derecho deberías establecerte en un lugar como el Roanoke. Tienes derecho a vivir a lo grande, como un científico rico y no como una rata de investigación.
—Y, ¿ella quiere que le tuerza el brazo a Vilitzer? Tengo que hablar todo esto con ella. —Harold sería el primero en entender tus motivos, un intrigante tan experimentado como ése.
—Doctor Layamon, no me sentiría bien amenazándole. Especialmente porque no entiendo todos los ángulos, los escondidos. Tengo que pensármelo mejor.
—Yo empezaría pidiendo a Vilitzer cinco millones, dispuesto a bajar a tres. Yo estimaría su fortuna neta en cien millones.
—Eso no es asunto mío —dijo el tío—. Lo que tú quieres que haga equivale a una amenaza. No estoy de acuerdo en que a él le resulte tan perjudicial que yo reabra el caso. No le haría mucho bien, pero ¿por qué habría de perjudicarle en cinco millones de dólares? ¿Y si se me riese en la cara? Y, ¿crees que yo podría disfrutar viviendo a lo grande con el dinero de una extorsión?
—¡Qué extorsión! Di más bien que estafó a los hijos de su hermana. Y si ciertas personas dan la orden, la acusación federal va a hacer que se cague. Y entonces, ¿qué pasa si te citan a declarar? Tu testimonio jurado le enviaría a la cárcel y tú no sacarías ni un centavo del asunto.
—También tendría que acusar a Amador Chetnik de cohecho.
—Bueno, el perjuicio principal sería que el tío Harold le sobornó. Y nos estamos complicando demasiado. Tú no podrías demostrarlo con pruebas documentales. Volvamos a lo fundamental. Matilda quiere para ella una situación brillante, no más de lo que ella se merece. Tú ganas, ¿cuántos? ¿Sesenta de los grandes?
—Bastante adecuado.
—Pero eso es una tontería. Hace poco Margaret Thatcher dijo que si en Estados Unidos bajaban los impuestos al veintisiete por ciento, mientras que Inglaterra le sacaba a todo el mundo un riñón, los científicos creativos de Gran Bretaña escaparían a América. Estarían dispuestos a dejar su país. Mientras, tú ni siquiera estás dispuesto a exigirle a tu tío lo que por derecho es tuyo.
—En morfología de las plantas, sesenta de los grandes es un buen sueldo. Ahora bien, yo quiero a Matilda. Haría por ella cualquier cosa que fuese razonable. Pero no quiero que el tío muera en la cárcel mientras yo vivo en un museo como el Roanoke. Estoy dispuesto a abordar a Harold pacíficamente.
—¡Pacífico! Ve con una rama de olivo y Vilitzer te la arrancará de las manos y te la meterá en el culo —dijo el doctor.
Su cara se contorsionó de risa. Más que nunca, le ardía desde adentro por su temperamento hiperactivo o por el color de la connivencia. Por dentro estaba supercaldeado, necesitaba un superconductor muy por debajo del cero absoluto.
—¡No! —dijo poniéndose otra vez severo—. Tendrás que irle con un argumento fuerte si quieres dinero, dinero de verdad, dinero en grande. Con la rama de olivo sólo conseguirías zilch. Tal vez sería mejor enviar a una persona, como un abogado listo, por ejemplo.
—No, gracias. —Benn estaba firme. Estableció una línea definitiva—. Pase lo que pase, yo mismo me haré cargo. Nada de terceras personas, no consentiré a nadie.
—Bueno, es tu tío. Veo que estás exaltado. En ese caso, vas a necesitar bastantes instrucciones.
Las instrucciones no iban a servir de nada. Además, nada iba a impedir que el doctor enviase sus propios emisarios a Vilitzer. Tenía muchos agentes para el propósito, que era meterle a Harold los pies en el fuego. Podrían decir, y dirían, que estaban haciéndolo por Benn, con su consentimiento.
Aunque muy brevemente, me permitiré meter baza: En tanto me convertí en partícipe de estos acontecimientos entrevistándome con Fishl, el hijo de Vilitzer, informando de la entrevista al tío y todo eso, no estoy de observador desde un satélite teórico. Lo que hay que decir es que desde el punto de vista del doctor Layamon, el tío era completamente incompetente en negociaciones de este tipo. Era como darle una moto Yamaha a un aborigen melanesio con un manual del consumidor y soltarlo en medio de una autopista. No podría ni arrancar, mucho menos detenerse. El tío era, por lo tanto, para el doctor, más o menos el equivalente de las masas rusas tal como las veía Ponomarenko, el jefe de Stalin para Bielorrusia; un inocente por cuyos intereses, históricamente inevitables, tenían que cometerse crímenes necesarios. El tío era un idiota: no digo que el doctor haya pensado en todo eso, lo estoy pensando yo por él. Y es evidente, el tío era un profesor, igual a otros profesores; operaba, por tanto, desde una moralidad blanda: la moralidad del rebaño, en términos nietzscheanos; blanda, miserable, estúpida, lo que no significa que el doctor se hubiese lanzado en alguna ocasión a hablar de la degradación del hombre y de la moralidad de la timidez. No voy a perder el camino en eso, no teman. El doctor se veía a sí mismo como alguien que estaba por encima de las cosas, no hacía el tonto con nadie. También había un ángulo sexual y creo que él hasta lo sabía. Oscilaba entre el amor y la ira cuando trataba con el marido que Matilda había elegido para que se le acostara encima. Benn había solicitado ese privilegio atroz y el doctor iba a cerciorarse de que pagase el precio. «Si tú vas a compartir la cama de esta chica deliciosa de elevada educación y a refocilarte con ella, tendrás que conseguir el dinero que vale. Y da la casualidad de que el inmueble más valioso de esta ciudad era tuyo hasta hace cinco años, cuando te lo jodieron, idiota. Creemos que se te puede arreglar. Así que apáñatelas.»
Todo lo demás se deduce de esto.