LA ARBOLEDA DEL UNICORNIO está en Arden, al sudoeste de Kolvir, cerca de aquel lugar donde la tierra comienza su descenso final hacia el valle llamado Garnath. Mientras que Garnath ha sido maldecido, quemado, invadido, y ha sufrido las luchas de los años recientes, las tierras altas adyacentes al valle han permanecido intactas. La arboleda donde Papá declaró haber visto al unicornio eras atrás y donde vivió los peculiares acontecimientos que le llevaron a adoptar a ese animal como el patrón de Ámbar, colocándolo en su escudo de armas, era, hasta donde podíamos decir, un punto ligeramente oculto del extenso paisaje a través de Garnath hasta el mar… a veinte o treinta pasos en el interior del borde: un claro asimétrico donde un manantial caía en pequeñas cantidades de una masa de roca, formando un claro estanque que se desbordaba en un diminuto riachuelo, que descendía hasta Garnath y continuaba hacia abajo.

Fue hasta ese lugar hacia donde cabalgamos Gérard y yo a la mañana siguiente, partiendo a una hora que nos permitió recorrer la mitad del camino de nuestro sendero de Kolvir antes de que el sol lanzara copos de luz a través del océano, para luego arrojarlos todos juntos contra el cielo, momento en el que Gérard tiró de la riendas de su caballo. Luego desmontó y me indicó que hiciera lo mismo. Lo hice, dejando a Star y al caballo de reserva que traíamos al lado del suyo, que era enorme y de varios colores. Le seguí unos doce pasos hacia una cuenca a medio llenar de grava. Se detuvo y yo me puse a su altura.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Se volvió, mirándome: sus ojos estaban entornados y su mandíbula firmemente cerrada. Desabrochó el cierre de su capa, la dobló, colocándola en el suelo. Se quitó el cinturón de la espada y la puso sobre la capa.

—Quítate la espada y la capa —dijo—. Lo único que harán será estorbar.

Tuve un presentimiento de lo que ocurriría, y llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era seguir el juego. Doblé mi capa, coloqué la Joya del Juicio al lado de Grayswandir, y me volví para enfrentarme una vez más a él. Sólo le hice una pregunta.

—¿Por qué?

—Ha pasado mucho tiempo —contestó—, y puede que lo hayas olvidado.

Vino hacia mí lentamente, y yo extendí mis brazos delante mío y retrocedí. No me lanzó ningún golpe. Yo solía ser más rápido que él. Los dos estábamos agazapados, y él hacía fintas lentas con su mano izquierda, manteniendo la mano derecha más cerca de su cuerpo, crispándose ligeramente.

Si hubiera tenido que elegir un lugar donde luchar con Gérard, no hubiera sido este. Por supuesto, él era consciente de ello. Si me veía obligado a luchar con él, tampoco hubiera elegido hacerlo con las manos. Soy mejor que Gérard con una espada o una barra. Cualquier cosa que involucre velocidad y estrategia, y me diera una posibilidad de golpearle ocasionalmente mientras lo mantenía a raya, permitiría que eventualmente lo cansara y me daría aperturas para asaltos cada vez más fuertes. Él, por supuesto, también era consciente de esto. Esa es la razón de que me atrapara como lo hizo. Entendía a Gérard, y ahora yo tenía que jugar con sus reglas.

Aparté su mano varias veces a medida que avanzaba, acercándose a mí con cada paso. Finalmente me arriesgué, esquivándole y lanzando un golpe. Le di un izquierdazo rápido y duro, justo un poco más arriba de la cintura. Hubiera roto un tablero macizo o le hubiera perforado el estómago a un mortal más débil. Desafortunadamente, el tiempo no había ablandado a Gérard. Le oí jadear, pero bloqueó mi derecha, poniendo su mano derecha debajo de mi brazo izquierdo, cogiendo mi hombro desde atrás.

Entonces me cerré con él estrechamente, anticipando un bloqueo de hombro que tal vez no fuera capaz de romper; y, girando, empujando hacia adelante, cogí su hombro izquierdo de la misma manera, enganché mi pierna detrás de su rodilla y pude arrojarlo de espaldas al suelo.

Aunque él no me soltó y caí encima suyo. Aflojé mi propio bloqueo y pude darle con mi codo derecho en su costado izquierdo a medida que caíamos. El ángulo no era el ideal y su mano izquierda fue hacia arriba, rodeándome, intentando enlazarla con su derecha en algún punto detrás de mi cabeza.

Pude apartarme, pero él todavía tenía cogido mi brazo. Por un momento vi la oportunidad de darle un golpe claro en la ingle, pero me frené. No es que tenga ningún tipo de reparo en golpear a un hombre debajo del cinturón. Sabía que si se lo hacía a Gérard en ese momento, sus reflejos probablemente me romperían el hombro. En vez de eso, despellejándome el antebrazo en la grava, logré meter mi brazo izquierdo detrás de su cabeza, mientras que al mismo tiempo deslizaba mi brazo derecho entre sus piernas, cogiéndolo alrededor de su muslo izquierdo. Rodé hacia atrás mientras hacía esto, intentando enderezar mis piernas tan pronto como mis pies estuvieron debajo mío. Quería alzarlo para golpearlo contra el suelo, metiéndole mi hombro en el estómago para asegurarme.

Pero Gérard cruzó sus piernas y rodó hacia la izquierda, obligándome a dar una vuelta entera por encima de su cuerpo. Solté mi presa sobre su cabeza y liberé mi brazo izquierdo mientras pasaba encima suyo. Me arrastré de izquierda a derecha, tirando de mi brazo derecho e intentando cogerle los pies.

Sin embargo, Gérard no quería saber nada de esto. Por ese entonces había puesto sus brazos debajo suyo. Con un gran empujón logró liberarse y se retorció hasta ponerse de pie. Yo me enderecé y di un salto hacia atrás. Inmediatamente avanzó sobre mí, y yo llegué a la conclusión de que si continuaba luchando con él, mi cuerpo quedaría hecho papilla. Tenía que correr ciertos riesgos.

Vigilé sus pies, y cuando llegó lo que yo pensé que era el mejor momento, me lancé debajo de sus brazos extendidos en el instante en que estaba cambiando su peso hacia su pie izquierdo, levantando el derecho. Pude cogerle el tobillo derecho y alzarlo aproximadamente un metro detrás suyo. Dio una vuelta y se desplomó hacia adelante y a la izquierda.

Se arrastró para intentar ponerse de pie y logré darle en la mandíbula un golpe de izquierda que volvió a tumbarlo. Sacudió la cabeza, protegiéndola con los brazos mientras se ponía una vez más de pie. Intenté patearle el estómago, pero fallé cuando él giró, dándole en la cadera. Logró mantener el equilibrio y avanzó nuevamente.

Le lancé golpes rápidos a la cara, bailando a su alrededor. Le di dos veces más en el estómago y me aparté. Sonrió. Sabía que yo tenía miedo de acercarme a él. Tiré una patada a su estómago y acerté. Sus brazos bajaron lo suficiente para que pudiera darle un golpe con el canto de la mano en el cuello, justo por encima de la clavícula. Sin embargo, en ese momento, sus brazos salieron disparados hacia adelante y se cerraron alrededor de mi cintura. Le cerré la boca con la palma de mi mano, pero no le impidió apretar su abrazo y alzarme por encima del suelo. Era demasiado tarde para golpearle otra vez. Esos sólidos brazos ya me estaban aplastando los riñones. Busqué sus carótidas con mis pulgares y apreté.

Pero él continuó alzándome hacia atrás, por encima de su cabeza. Mis dedos se aflojaron, soltándole. Entonces me tiró con fuerza de espaldas sobre la grava, de la misma manera en que las campesinas lavan su ropa sobre las rocas.

El amanecer era hermoso, pero el ángulo no era el correcto… Por unos noventa grados…

Repentinamente fui invadido por el vértigo. Esto canceló el comienzo de la consciencia de un mapa de dolores que corrió a lo largo de mi espalda y alcanzó la gran ciudad en algún lugar cerca de mi mentón.

Colgaba en el aire. Al girar lentamente la cabeza pude ver hasta una gran distancia, hacia abajo.

Sentí un par de poderosas abrazaderas pegadas a mi cuerpo… en el hombro y en el muslo. Cuando me volví para mirarlas, vi que eran manos. Torciendo mi cuello todavía más, observé que eran las manos de Gérard. Me mantenía en toda la extensión de sus brazos por encima de su cabeza. Se encontraba en el mismo borde del sendero, desde donde yo podía ver Garnath y el final del camino negro muy lejos debajo. Si me soltaba, parte de mí podría unirse a los excrementos de los pájaros que manchaban la cara del risco, mientras que el resto se parecería a las descoloridas medusas que yo había visto en otras playas.

—Sí. Mira abajo, Corwin —dijo, sintiendo que me movía, alzando la vista y mirándome a los ojos—. Todo lo que tengo que hacer es abrir las manos.

—Te escucho —murmuré en voz baja, tratando de pensar en el modo de arrastrarlo conmigo si decidía hacerlo.

—No soy un hombre inteligente —prosiguió—. Pero tuve un pensamiento… un pensamiento terrible. Esta es la única manera en que sé cómo hacer algo al respecto. Mi pensamiento fue que tú habías estado lejos de Ámbar durante un tiempo tremendamente largo. No tengo ningún modo de saber si tu historia de que perdiste la memoria es cierta. Has regresado y te has hecho cargo de todo, pero todavía no gobiernas de verdad aquí. Me perturbaron las muertes de los sirvientes de Benedict, así como ahora estoy perturbado por la muerte de Caine. Pero Eric también ha muerto recientemente, y Benedict está mutilado. No es muy fácil echarte a ti la culpa de esto último, pero se me ocurre que podría ser posible… si se diera el caso de que estuvieras aliado con nuestros enemigos del camino negro.

—No lo estoy —dije.

—Eso no importa para lo que tengo que decirte —continuó—. Sólo escúchame. Las cosas ocurrirán de la manera que tengan que ocurrir. Si, durante tu larga ausencia, tú planeaste las cosas que están pasando —posiblemente incluso quitando de en medio a Papá y a Brand como parte de tu esquema—, entonces te veo como alguien que quiere eliminar toda resistencia familiar para lograr tu usurpación.

—Si este fuera el caso, ¿me hubiera entregado a las manos de Eric para que me quitara los ojos?

—¡Escúchame! —repitió—. Fácilmente podrías haber cometido errores que llevaran a eso. Ahora no importa. Puedes ser tan inocente como dices o ser culpable. Mira abajo, Corwin. Eso es todo. Mira el camino negro. La muerte es el límite de la distancia que recorrerás si eso es obra tuya. Te he mostrado mi fuerza una vez más, en caso de que la hubieras olvidado. Puedo matarte, Corwin. Ni siquiera estés seguro de que tu espada te protegerá si puedo poner mis manos en ti una sola vez. Y lo haré, para mantener mi promesa. Mi promesa es que si eres culpable, te mataré en el momento en que me entere. Tienes que saber también que mi vida está asegurada, Corwin, ya que ahora está unida a la tuya.

—¿Qué quieres decir?

—Todos los demás están con nosotros en este momento, a través de mi Triunfo, observando, escuchando. Ahora no puedes arreglar mi muerte sin revelar tus intenciones al resto de la familia. De esa manera, si muero sin cumplir mi promesa, esta todavía se cumplirá.

—Ya veo —dije—. ¿Y si te mata algún otro? También me quitarán de en medio a mí. Eso deja libres a Julián, Benedict, Random, y a las chicas. Mejor y mejor… para quien sea el culpable. ¿De quién fue esta idea?

—¡Mía! ¡Sólo mía! —gritó, y sentí cómo sus manos se cerraban, doblando los brazos y poniéndolos tensos—. ¡Sólo intentas confundir las cosas! ¡Como siempre! —se quejó—. ¡Las cosas no fueron mal hasta que tú regresaste! ¡Maldita sea, Corwin! ¡Creo que es culpa tuya!

Me arrojó al aire.

—¡No soy culpable, Gérard! —fue lo único que pude gritar.

Entonces me cogió —con fuerza, casi arrancándome el hombro— y me sacó del precipicio. Me hizo girar y me depositó en el suelo. Inmediatamente se alejó, volviendo hasta la zona de grava donde habíamos luchado. Le seguí y recogimos nuestras cosas.

Mientras se abrochaba el enorme cinturón alzó la vista hasta mí, volviendo a apartarla.

—No volveremos a hablar más de ello —dijo.

—De acuerdo.

Di media vuelta y me dirigí hacia los caballos. Montamos y comenzamos a bajar el sendero.

‡ ‡ ‡

El manantial producía su pequeña música en la arboleda. Más alto ahora, el sol tejía líneas de luz entre los árboles. Todavía había un poco de rocío en la hierba. El césped que cortase para la tumba de Caine estaba húmedo.

Cogí la pala que había traído y abrí la tumba. Sin decir una palabra, Gérard me ayudó a poner el cuerpo sobre la tela en la que llevaríamos a Caine. Lo envolvimos en ella y la cerramos, cosiéndola.

—¡Corwin! ¡Mira! —era un susurro, y mientras hablaba su mano se cerró en mi codo.

Seguí la dirección de su mirada y quedé inmóvil. Ninguno de nosotros se movió mientras contemplábamos la aparición: la envolvía un blanco resplandeciente y suave, como si estuviera cubierta por él en vez de por piel y crin; sus diminutos y partidos cascos eran dorados, igual que el delicado cuerno en espiral que nacía de la cabeza. Estaba sobre una de las rocas más pequeñas, mordisqueando los líquenes que crecían allí. Sus ojos, cuando los alzó y los dirigió en nuestra dirección, eran de un verde esmeralda y brillante. Se unió a nosotros en la inmovilidad durante un par de segundos. Entonces hizo un rápido y nervioso gesto con sus patas delanteras, arañando el aire y golpeando la piedra tres veces. Y luego fue una silueta borrosa que desapareció como un copo de nieve, silenciosamente, tal vez entre los árboles a nuestra derecha.

Me puse en pie y me dirigí hacia la piedra. Gérard me siguió. Allí, en el moho, pude localizar sus diminutas huellas.

—Entonces lo vimos de verdad —dijo Gérard.

Asentí.

—Vimos algo. ¿Lo habías visto antes?

—No. ¿Y tú?

Negué con la cabeza.

—Julián dice que lo vio una vez —comentó—, de lejos. Dice que sus perros se negaron a darle caza.

—Era hermoso. Cola larga y sedosa, cascos brillantes…

—Sí. Papá siempre lo tomó como un buen presagio.

—Me gustaría hacerlo a mí también.

—Un momento raro para aparecer… Todos estos años…

Asentí otra vez.

—¿Hay algo especial que debamos hacer? Siendo nuestro patrón y todo eso… ¿Deberíamos hacer algo?

—Si lo hay, Papá nunca me lo dijo —contesté. Le di unas palmadas a la roca donde había aparecido—. Si anuncias algún giro en nuestra suerte, si nos traes alguna medida de gracia… gracias, unicornio —dije—. E incluso si no lo haces, gracias por el resplandor de tu compañía en un tiempo oscuro.

Entonces nos dirigirnos hasta el manantial y bebimos de él. Aseguramos nuestro sombrío paquete en el lomo del tercer caballo. Caminamos conduciendo a nuestras monturas hasta que estuvimos lejos del lugar, donde, salvo por el agua, todo se había quedado muy quieto.