CAPÍTULO 37
TERRA ALTA
29 DE JULIO DE 1938 - 08:30 HORAS
Aun sin conocer su paradero exacto, los dos hombres sabían que tenían que ir hacia el oeste. Y que debían evitar las principales carreteras y poblaciones.
Florencio Sandiego y el comisario Cambero no se detuvieron en toda la noche. Durmieron por turnos sobre el carro tirado por una mula en el que avanzaban como dos almas en pena que tuvieran que cruzar el infierno para llegar a un destino incierto.
Aparecían ante sus ojos la destrucción, las ruinas, el polvo de las casas bombardeadas y el frío y el silencio de la muerte por los campos y por los caminos, donde a consecuencia de los morteros y los cañones, había caballos muertos que nadie había retirado.
A las afueras de un pequeño pueblo en manos ahora de los republicanos, la destrucción de algunos almacenes y bodegas impregnaba el aire del olor característico del vino.
Los dos amigos apenas hablaban entre ellos.
En parte, porque sabían que debían guardar sus fuerzas para las dificultades que se iban a encontrar sin duda muy pronto.
Y en parte también, porque sin mencionarlo, ambos tenían miedo de que cualquier palabra, cualquier exclamación, atrajera como un imán a las tropas.
Su objetivo era pasar lo más desapercibidos posible.
En las dos últimas horas, no habían dicho ni una sola palabra.
Florencio, desde el pescante, guiaba a Diana, y fijaba la vista en el horizonte, a la espera de alguna señal, algo que les diera esperanzas.
Cambero estaba entretenido en la parte trasera del carro con algunas de las piezas que el campesino había ido recogiendo.
Muchas eran trastos inútiles que a buen seguro había quitado a los soldados muertos. Pero otras eran piezas de ametralladoras y morteros en buen estado. Y abundante munición. Un arsenal más generoso del que tenían muchos pelotones en esos días.
Desde que cruzaron el Ebro, habían avanzado casi cuarenta y cinco kilómetros.
Mucho más de lo que ellos mismos habían calculado al principio.
Sin duda, la mula Diana tenía mucho que ver en este logro.
Con el vaivén del carro, Florencio se quedó dormido unos minutos con las riendas en la mano. Diana no pareció darse cuenta, porque siguió su camino al mismo ritmo. Cambero, atareado con las piezas que había descubierto en el carro, tampoco lo notó.
A esas primeras horas de la mañana el día ya se avecinaba caluroso, pero aún se podía aguantar.
—¡Florencio! ¡Florencio Sandiego!
De inmediato, Florencio abrió los ojos.
El que le llamaba por su nombre no era su compañero de viaje.
Florencio entreabrió los ojos.
Delante de él, en mitad de aquel camino, estaba su viejo amigo Pau.
¿Cómo podía ser aquello? ¿Estaba soñando?
Pero no… Era real.
Pau estaba en mitad del camino haciéndole señas.
—¡Florencio, eres tú!
Pau estaba tan sorprendido o más que el propio Florencio.
—¡Pau! ¡Compañero! —soltó Florencio de forma espontánea, sonriendo.
Entonces aparecieron un puñado de soldados junto a Pau.
—¡Florencio, carajo! Where were you? —dijo el sargento O’Brien, que también estaba junto a Pau.
Florencio comprendió que aquello podía complicarse.
—Creía que estabas muerto —dijo Pau.
Florencio meditó qué decir. Los hombres que acompañaban a Pau eran soldados republicanos, posiblemente del XV Cuerpo.
—Pues ya ves —respondió ambiguamente Florencio.
Un oficial corpulento y con el rostro enjuto que se encontraba entre los compañeros de Pau dio un paso al frente.
—Teniente Diego Campos —dijo el oficial—. Identifíquese por favor.
Florencio supo en ese instante que aquellos hombres no les dejarían pasar.
Y supo también que el primero en disparar tendría mucha ventaja.
Pero no podía disparar contra sus propios compañeros de uniforme.
Y aún menos contra su camarada Pau.
No podía hacerlo.
Así que intentó ganar tiempo.
—Soldado brigadista Florencio Sandiego. Ya lo ha oído, señor —dijo—. Crucé el Ebro hace cuatro noches en un pelotón junto al sargento O’Brien.
El sargento asintió.
—¿Quién le acompaña en ese carro y adónde se dirigen? —preguntó Campos.
Florencio giró la cabeza y cruzó una mirada con Cambero, que parecía aún más alarmado que él mismo. Allí tenían armas y municiones de sobra para pelear, pero sólo eran dos.
—Comisario del partido comunista Francisco Cambero —dijo el propio Cambero—. Estamos en una misión de reconocimiento. Y tenemos prisa, teniente.
Por un instante, todos se quedaron en silencio.
Como si estuvieran jugando una partida de ajedrez.
¿Quién sería el primero en mover una pieza?
Florencio intuyó que aquellos hombres sabían que él había sido condenado por desertor y fusilado.
Campos también sabía que Florencio conocía esa información.
Y absolutamente todos sabían que en cualquier momento alguien iba a disparar.
Pau, consciente de la situación, intentó decir algo que aliviara la tensión:
—Estuvimos con tu hijo Rodrigo, muy cerca de Gandesa.
Florencio se quedó desconcertado por un instante. No sabía qué decir.
—¿Está bien? —preguntó.
—Estaba herido, nada grave —dijo Pau—. Se entregó y fue nuestro prisionero hasta que los regulares le liberaron.
—¿Estás seguro de que era mi hijo? —preguntó incrédulo.
—Era Rodrigo.
Florencio contuvo la respiración.
—¿Y Elena? —preguntó.
—No lo sé, Floren. Tal vez esté con los regulares, con el Batallón de Durán, llevaban varias milicianas apresadas, pero no te puedo asegurar que Elena estuviera entre ellas —respondió Pau.
—Ya está bien de asuntos familiares —interrumpió Campos—. Bajen ahora mismo de ese carro muy despacio con las manos a la vista.
Florencio carraspeó y se tensó.
—No puedo hacer eso, señor —dijo, como si de verdad lo sintiera—. Apártense del camino, por favor.
Todos se miraron.
Ninguno iba a ceder.
Todos tenían sus motivos.
Florencio pensó en su hija. Nada ni nadie le iba a detener.
Cruzó una última mirada con su viejo amigo Pau.
Y los dos comprendieron lo que iba a ocurrir en unos instantes.
No había salida.
El primero en disparar fue Campos.
El teniente sacó su pistola y disparó.
Inmediatamente Florencio también disparó.
Los soldados que acompañaban a Campos armaron sus fusiles y abrieron fuego.
Entonces ocurrió algo inesperado.
De la parte de atrás del carro, surgió Cambero disparando una ametralladora Vickers en perfecto estado.
En apenas unos segundos, acribilló a los soldados que a su vez les estaban disparando.
El propio Florencio se quedó paralizado.
Campos y los suyos recibieron decenas de disparos y fueron cayendo abatidos como moscas.
Aun así, Cambero no dejó de disparar hasta que se le acabó completamente la munición. Parecía poseído.
Cuando acabó la refriega, un silencio de muerte se apoderó del lugar.
Florencio levantó la vista.
Y vio a Campos, O’Brien y los demás muertos delante de ellos.
También, como se temía, Pau yacía en el suelo con el cuerpo ensangrentado.
Florencio estaba sin habla.
Su viejo amigo Pau estaba tendido en el suelo, ensangrentado, delante de él.
Notó que el estómago se le encogía.
Se agarró al estribo del carro, y vomitó.
El mundo se le cayó encima. ¡Había matado a sus propios compañeros!
Ya no había vuelta atrás. Si caía en manos republicanas, le fusilarían. Cien veces.
Después se volvió y vio a Cambero, agarrando la ametralladora, que aún temblaba.
—Es la primera vez que uso un trasto de éstos —dijo el comisario, con un hilo de voz, a modo de disculpa.
Florencio bajó del carro, mareado, y se acercó a Pau.
—¿Erais camaradas desde hace mucho? —preguntó Cambero.
Florencio pensó que conocía a Pau desde hacía años, tantos que había perdido la cuenta. Movió la cabeza, y Cambero comprendió.
A continuación, puso la mano sobre el rostro sin vida de Pau. Y maldijo aquella guerra sin sentido.
Había hecho muchos kilómetros junto a aquel hombre.
Y ahora se había tenido que enfrentar a él.
—Descansa en paz, compañero —musitó Florencio.
—No hay tiempo —dijo Cambero desde el carro.
Florencio le miró.
Sabía que tenía razón. Debían ponerse en marcha de nuevo. Tal vez alguien había oído el tiroteo, y los soldados podían aparecer en cualquier momento.
Su hija Elena podía estar en manos de Durán, el Carnicero.
No había tiempo que perder.
Florencio asintió.
Echó una última mirada a Pau.
Y el carro tirado por Diana se puso de nuevo en camino. Dejando atrás un puñado de hombres muertos.
Parecía que, a cada paso que daban, se encontraban cara a cara con la muerte.
Florencio y Cambero siguieron adelante. Algo se había roto en su interior, pero debían continuar. Sin volver la vista atrás.
Si lo hubieran hecho, tal vez habrían visto algo que les habría detenido.
El teniente Campos, tirado en el suelo, parpadeó ligeramente.
Se llevó muy despacio la mano al pecho.
Al menos media docena de balas habían impactado en su cuerpo.
Sin embargo, estaba vivo.
Abrió los ojos.
Vio el sol en el cielo.
Y un único pensamiento cruzó por su mente: si salía con vida de aquello, mataría a Florencio Sandiego con sus propias manos.