CAPÍTULO 32
ESTANCIA PRIVADA DEL TENIENTE
CORONEL MUELLER
28 DE JULIO DE 1938 - 16:00 HORAS
Mariana Monsanto salió de la cama, se puso una bata y se recogió el pelo.
Después de tanto tiempo repitiendo lo mismo, se había convertido en un rito. Levantarse, ponerse la bata, recogerse el pelo… Todos los días lo mismo… Todos los días combatiendo la soledad con gestos automatizados… Todos los días acordándose de su hermana fallecida, echándola de menos, lamentando haberla dejado en manos de ese individuo…
Se acordó de aquel viaje a Alemania, hace muchos años. Su hermana no había querido ir y todo se complicó. Ella entabló amistad con un joven llamado Mueller, y al mismo tiempo Olivia conoció a Florencio. Ahí se separaron sus caminos. Ahí nació la separación irreconciliable entre las dos hermanas.
Mariana suspiró con rabia.
Hacía mucho que no lloraba, y no iba a hacerlo aquel día.
Lo que había pasado ya no se podía cambiar.
Cuando conoció a Mueller en el campamento de verano alemán, no se imaginaba que acabaría siendo su amante, nunca hubiera imaginado algo así. Entonces, por primera vez, pensó que paradójicamente su hermana había hecho exactamente lo mismo que ella: enamorarse y seguir ciegamente al hombre que había elegido, sin pensar en las consecuencias.
Se acercó a la ventana y observó durante un rato los aviones que acababan de aterrizar. El aeropuerto rebosaba de aviones, camiones y soldados. Las banderas alemana y española se achicharraban en la torre de control. El sol caía a plomo y ni siquiera se notaba una brisa.
—No dejan de llegar —dijo—. A este ritmo, esto parecerá Berlín.
Mueller encendió un cigarrillo y, después de dar una profunda bocanada, respondió lacónico:
—Ojalá enviaran más.
Mariana se acercó a la mesa y se sirvió una copa.
—¿Quieres?
—Un whisky… Con hielo…
Preparó la bebida, se sentó al borde de la cama y se la entregó.
—¿Qué sabes de Rodrigo?
—Nada. En estos casos es normal, en poco tiempo tendremos noticias, seguro —dijo Mueller.
Mariana le miró con la seguridad de conocer a Rodrigo mejor que nadie en el mundo.
—Tal vez no teníamos que haberle enviado —replicó ella con tranquilidad.
—Estábamos de acuerdo. Siendo hijo de padre y madre comunistas es perfecto para esta misión…
—No vuelvas a decir eso —dijo Mariana con sequedad—. Te prohíbo terminantemente que hables de mi hermana.
Mueller miró a la mujer que tenía delante, y que acababa de darle una orden. Podría parecer que estaba valorando qué hacer con ella.
Al fin se encogió de hombros y dijo:
—Las españolas… No sé si te lo había contado, pero mi abuelo siempre decía que las españolas eran grandes amantes y pésimas esposas.
—¿Qué sabía tu abuelo de las españolas?
—Mucho. Vivió en Madrid más de diez años.
—Y tuvo muchas amantes, ¿no? —preguntó Mariana. Acto seguido añadió—: Por lo que se ve es algo de familia.
Mueller dio un trago a su copa.
—Tu familia está bien situada, y tiene un héroe —dijo él, cambiando de tema—. Eso no se olvida. Lo de Rodrigo se arreglará, no te preocupes.
Mariana no estaba tan segura.
Mueller se levantó y dio un par de pasos por la habitación.
Ella dio un trago a su copa.
Carraspeó y, sin responderle, se metió en el baño.
Un poco después, salía totalmente vestida y arreglada.
—Tengo que irme —dijo—. ¿Cuándo llega tu mujer?
—Ya sabes que al führer no le gusta que sus oficiales… —dijo, mientras terminaba de vestirse.
—No te he preguntado por el führer, te he preguntado por tu esposa —replicó ella, cortándole con mal humor.
—Tengo que pedirte algo —dijo él muy serio.
—Ya —dijo ella, acostumbrada a lo mismo desde hacía más de un año—. Que desaparezca durante unos días, hasta que ella se vaya, ¿no?
Mueller negó con la cabeza.
—Justo lo contrario —dijo el alemán.
Mariana se quedó desconcertada. Y no era una mujer acostumbrada al desconcierto.
—Quiero que conozcas personalmente a mi esposa —dijo Mueller—. Y quiero que lo hagas por tres motivos.
Mariana le observaba incapaz de imaginar por qué diablos querría que conociera ahora a su mujer. Se llamaba Olga. Era hija de un importante general alemán, y llevaba muchos años con Mueller. Podía entender que la pasión entre ellos se hubiera terminado. Lo que no podía entender era que él no fuera sincero respecto a ese tema.
Se había casado con Olga a pesar de que se carteaba con ella y le hacía promesas de amor. Ojalá hubiera sido valiente y se hubiese quedado en Alemania. Ahora, seguramente, las cosas serían muy distintas.
—Primero, porque cuando la conozcas, me entenderás mejor —dijo él.
—No estoy segura de querer entenderte —dijo ella.
—Segundo, porque al parecer alguien en Berlín le ha hablado de tu existencia, y me ha pedido expresamente que tu familia esté en la cena de gala de mañana.
—Cada vez me lo pones peor.
—Y tercero…
Y aquí Mueller pareció dudar.
—Y tercero, porque quiero que me ayudes a matarla.
Aquellas palabras retumbaron en la cabeza de Mariana como si fueran irreales. Le miró fijamente, intentando entender si hablaba en serio.
—Si el viejo general, el padre de Olga, se entera de lo nuestro, mi carrera habrá acabado —añadió Mueller—. Y si ella lo sabe, es sólo cuestión de tiempo que se entere.
—Estás hablando de tu esposa —recriminó Mariana.
—No, estoy hablando de nosotros —contestó él—. Estoy hablando de llegar todo lo lejos que nos propongamos, de conseguir todos nuestros sueños. Si Olga muere, tendremos vía libre. Por fin, después de tantos años, tendremos el camino despejado.
—¿Para qué?
—Para todo. Si la hija de un importante general alemán muere a manos de los rojos, me enviarán más tropas desde Alemania y me darán más poder aquí —dijo Mueller—. Y tú y yo… podremos casarnos. Pasado un tiempo prudencial.
Durante un instante, se hizo el silencio.
¿Estaban hablando realmente de matar a la mujer de Mueller?
—Los dos salimos ganando.
Mariana sintió primero una presión en el pecho, algo parecido a la culpa por la mera idea de considerar en serio la proposición. Después, rabia por lo descabellado de la idea, y sobre todo por saber que, llegado el caso, sería capaz de participar en algo así.
Y por último, notó una inexplicable sensación de alivio por el hecho de que aquel hombre le pidiera colaborar en eso. De alguna manera retorcida y extraña, que le propusiera matar a su propia esposa era una siniestra declaración de amor. Una declaración que llegaba al cabo de los años, después de muchas cartas, de muchos besos y de miles de caricias furtivas.
—Suponiendo que te ayudara, ¿qué tendría que hacer? —tanteó ella.
—Conoces a mucha gente aquí en Burgos. Civiles que podrían preparar un atentado. Tendría que parecer obra de los republicanos —respondió él con seguridad, dando la sensación de que había pensado en ello desde hacía tiempo.
—Ya veremos —dijo Mariana.
Terminó de recoger sus cosas y se acercó a la puerta.
—¿Te marchas? —preguntó él.
—Tengo que irme, mi padre me espera —dijo.
Cruzaron una mirada.
—Aunque creo que ya lo sabe.
Y salió de la habitación.
Mueller supo entonces que, aunque Mariana no hubiera contestado, podía contar con ella.