CAPÍTULO 21

ALMACÉN DE LAS FUERZAS REPUBLICANAS

26 DE JULIO DE 1938 - 22:00 HORAS

Torturas. Golpes. Pánico.

Rodrigo miró a su alrededor y vio delante de él a un oficial grande, corpulento. Iba en mangas de camisa y llevaba los botones desabrochados. No parecía muy preocupado por la etiqueta ni por los buenos modales.

—¿Me vais a torturar? —preguntó Rodrigo.

El oficial sonrió.

—¿Deberíamos hacerlo? —preguntó—. ¿Nos contarías algo interesante?

—Ya le he dicho al sargento que no tengo información valiosa. Aun así estoy deseoso de contar todo lo que sé, no hace falta que me obliguéis, me he entregado para ayudar a la República —dijo Rodrigo por enésima vez—. Ahora, ¿sería tan amable de desatarme y llevarme al puesto de mando para que podamos hablar tranquilamente?

Rodrigo estaba sentado en una silla en mitad de una pequeña habitación, con los brazos y las piernas atadas.

Y el hombre corpulento no le quitaba ojo.

—Te lo voy a decir claramente, Sandiego —dijo—. No creo una palabra de lo has dicho.

Rodrigo intentó moverse sin éxito.

—Os he entregado una posición clave —protestó Rodrigo—. He hecho prisioneros. ¿Qué más tengo que hacer para…?

—¿Prisioneros? —le cortó el oficial—. ¿Sabes cuántos prisioneros hemos hecho en estos dos días? Oficialmente cuatro mil… Nos sobran los prisioneros, ¿qué quieres que hagamos con todos? Tendremos que meterlos en un agujero y dejar que se pudran… Ni siquiera podemos fusilar a todos, no podemos desperdiciar tantas balas… ¿Sabes lo malo de los tipos como tú, hijo?

Rodrigo sintió verdadero miedo al ver cómo le miraba el hombre corpulento.

—Lo malo —siguió— es que están acostumbrados a salirse siempre con la suya. Pues conmigo, no. Yo desayuno críos como tú todas las mañanas.

La situación no estaba saliendo como había previsto.

Mueller no le había preparado para algo así.

Se suponía que, al entregar una posición clave y hacer prisioneros a sus propios hombres, los republicanos le creerían. Y le acogerían entre los suyos como uno más.

En lugar de eso, tenía delante de sí a un tipo enorme, que parecía desear arrancarle la piel a tiras.

El oficial se acercó a Rodrigo, le agarró con fuerza del pelo y le dijo:

—Te lo voy a explicar para que entiendas lo que está ocurriendo aquí… Cada doscientos metros hay un puesto de mando, y todos están muy ocupados como para atender las tonterías de un crío falangista que de repente dice que ama la República. Así que no esperes ver por aquí al presidente Azaña, o al general Líster… Lo más parecido a un oficial que vas a ver es a mí. Mi nombre es teniente Diego Campos, por si te interesa. Y, atento, porque esto es lo más importante de todo…, me da igual de quién seas hijo, o que el brigadista ese te conozca… No creo una palabra de lo que has dicho. Para mí eres un enemigo que se ha asustado y por eso se ha entregado, o algo peor…, así que voy a salir a tomar un café y voy a volver aquí en diez minutos… Si entonces no me cuentas algo que merezca la pena, sacaré la pistola alemana que te hemos quitado, y te pegaré un tiro… Ah, y no sentiré el más mínimo remordimiento, de eso puedes estar seguro.

El teniente Campos le soltó y salió de la habitación.

Rodrigo se quedó a solas allí dentro.

Tenía ganas de llorar.

Sintió una enorme rabia en su interior.

Una mezcla de impotencia y de terror.

Vio una mancha de humedad en el techo.

Y por alguna razón aquello le provocó una terrible desolación.

Sin saber por qué, le vino a la cabeza una imagen, de años atrás. Cuando era un niño.

En la imagen, estaba jugando en un parque. Hacía mucho calor y él simplemente estaba en un tobogán. Al llegar a las escaleras del tobogán, al subir unos peldaños, escuchó que alguien le llamaba: «¡Rodrigo! ¡Ayúdame, Rodrigo!». Él se volvió, miró a su alrededor, y pudo ver perfectamente detrás de unos setos a su hermana Elena, un año menor que él, que estaba en el suelo amontonando arena y agua, jugando. Dos chicos mayores se habían acercado a ella y la estaban empujando. Elena no podía verle, pero él sí a ella. Su hermana siguió gritando y pidiendo ayuda mientras aquellos dos chicos la empujaban. Rodrigo bajó del tobogán y… se escondió. En lugar de ir a salvarla, se escondió. Aunque sólo era un niño de ocho años, recordaba perfectamente haber pensado que lo mejor era no acercarse, que si dejaba que aquellos dos matones se metieran con su hermana no pasaría nada; pero que si intentaba él meter baza, entonces la cosa sería peor, así que lo mejor era no intervenir. Se alejó y siguió escuchando los gritos de su hermana, intentando que aquello no le afectara demasiado y diciéndose que su actitud era la más inteligente para ambos, para él y para su hermana. Por supuesto, la realidad era que estaba aterrorizado, muerto de miedo, y por eso no se había acercado a ayudarla. Cuando los matones se fueron, Rodrigo se hizo el encontradizo con su hermana, que estaba llorando, y ante las protestas de ella y las preguntas de por qué no había acudido en su ayuda, él simplemente contestó que no la había oído.

La puerta volvió a abrirse.

¿Ya habían pasado los diez minutos?

No era Campos.

Era Pau.

—Gracias por venir —dijo Rodrigo.

—No es lo que te piensas —dijo Pau—, no vengo a ayudarte. Yo no puedo hacer nada por ti. Si no le cuentas algo al teniente, te matará. Dile lo que sepas, Rodrigo. Es mejor para ti.

Rodrigo miró a Pau, y pensó que a lo mejor estaban haciendo el juego del policía bueno y el policía malo.

—¿Quieres un cigarro? —preguntó Pau.

—No fumo, gracias —contestó Rodrigo.

Los dos hombres se miraron en silencio un instante. Pau recordó las veces que su amigo Florencio le había hablado de su hijo. Siempre lo había hecho con tristeza; al parecer el chico había huido de casa y no le hablaba, y eso le mortificaba.

—Tengo que contarte una cosa, Rodrigo —dijo Pau.

—¿Sí?

—Es algo sobre tu padre.

Rodrigo no dijo nada.

Aquel hombre era amigo de su padre, eso ya lo sabía. Y tal vez por esa razón podría ayudarle. Por lo demás, cualquier cosa que tuviera que decirle acerca de su padre le traía sin cuidado.

Pau tragó saliva, estaba claro que aquello le costaba.

—Te lo diré directamente —se arrancó Pau—. Tu padre ha muerto esta tarde.

Rodrigo sintió una punzada en el pecho.

Hasta él mismo se sorprendió de sentir algo así.

Había fantaseado muchas veces con ese momento. El momento en que su padre moría. Y siempre lo había imaginado como un momento de alivio. Algo muy deseado.

Sin embargo, se sintió mareado.

—Me lo han dicho hace unos minutos y pensé que tenías derecho a saberlo —añadió Pau—. Al parecer ha sido fusilado por nuestras propias milicias. Yo crucé el río con él la otra noche, y cuando bajamos de la barca no volví a verle; pensé que le habría ocurrido algo. Quién sabe lo que pasa por la cabeza de un hombre en una situación así. Tu padre era un buen hombre, eso te lo puedo garantizar…

Pau seguía hablando, a pesar de que Rodrigo ya no le oía.

Su padre había sido fusilado.

Así de sencillo.

¿Cómo podría ahora ajustar cuentas con él?

Habían quedado tantas cosas pendientes.

De repente Pau le hizo regresar a la realidad, a la sucia habitación en la que se encontraba.

—Por favor, Rodrigo, dile algo… —dijo Pau—. Ese Campos es un mal nacido y…

No pudo terminar la frase.

Porque en ese preciso instante se abrió la puerta. Y en el quicio de la puerta apareció el teniente Campos.

Rodrigo cerró los ojos y pensó en Sofía.

Ella era lo único a lo que aferrarse.

Sofía era el fundamento de su vida.

Por ella y por su futuro juntos había aceptado esta misión. Que ahora le iba a costar la vida.

Escuchó los pasos de Campos y se estremeció.