CAPÍTULO 20

CAMPO CERCANO AL EBRO

26 DE JULIO DE 1938 - 17:00 HORAS

El Cuerpo del Ejército Marroquí, también conocido como Ejército de África, estaba compuesto por cerca de noventa y ocho mil hombres. En dos años, desde el comienzo de la guerra, había triplicado sus efectivos.

Eran tropas curtidas en muchas batallas, que desde el primer momento habían sido claves en las victorias franquistas. Tropas duras e implacables. Luchadoras hasta las últimas consecuencias. Y de plena confianza.

El propósito inicial de Franco de transportar el ejército africano por mar a la Península había sido desbaratado por la fidelidad de gran parte de la Marina al gobierno republicano. Sin embargo, en pocos días habían resuelto aquel contratiempo.

Con la complicidad de la aviación alemana e italiana, crearon un puente aéreo entre Marruecos y España, trasladando a miles de soldados marroquíes en muy poco tiempo.

Tras su paso por el frente de Extremadura y Madrid, ahora la mayor parte de ellos estaba en el frente de Cataluña.

Es decir, en el Ebro.

El general Juan Yagüe estaba al mando de aquel ejército. Era un legionario que había participado en la guerra de África y uno de los militares más cercanos a Franco. Su militancia falangista le hacía además un hombre muy conocido en distintos medios nacionales.

Los marroquíes eran temidos y odiados a partes iguales.

Se decía que eran implacables, sanguinarios y que no tenían piedad de sus enemigos.

Verlos avanzar con esos pantalones rojos que se distinguían a la legua era siempre señal de que algo grave iba a ocurrir.

Durante esos primeros días de ofensiva republicana en el Ebro, los africanos habían sufrido numerosas bajas y se habían tenido que replegar en muchos puntos, algo prácticamente inédito para ellos.

Uno de los escuadrones que más bajas había sufrido, pues estaban en vanguardia, era el conocido Batallón 22.

El comandante Lucas Durán se encontraba al mando.

En esos momentos ciento ochenta soldados marroquíes incomunicados, que llevaban más de cuarenta y ocho horas sin dormir, y que estaban agotados, hambrientos y sobre todo sedientos, le seguían.

Estaban acostumbrados a luchar en todo tipo de condiciones. En el desierto, con temperaturas mucho más altas de las que estaban sufriendo ese verano. El intenso calor no era un inconveniente para ellos. Se sentían como en casa.

En los ojos de muchos de ellos se podía ver el agotamiento. Pero también se podía ver la convicción de seguir adelante. Vivían para la guerra. Y no les asustaba encontrarse en una situación así.

Todos los soldados del Batallón 22 eran mercenarios. Y se decía de ellos que podían asesinar a hombres, mujeres y niños sin pestañear.

Tenían un instinto de supervivencia muy desarrollado. Y no vacilaban. Cualquier medio era válido para conseguir su objetivo.

En esas últimas horas, habían subido y bajado varias colinas.

Y su objetivo ahora era encontrar alguna población donde avituallarse.

Durán tenía experiencia en situaciones límite. Y había sobrevivido a todas ellas.

Al menos hasta ahora.

Llevaba unas gafas con una endeble montura. Y bajo su apariencia de hombre reflexivo, se encontraba el corazón de alguien que amaba la acción, y que en la guerra se encontraba en su salsa.

Cuando estalló el conflicto, realmente se alegró.

No pensó en los miles de seres humanos que morirían, o que perderían a sus maridos, a sus esposas, sus hogares, todo aquello que habían conocido. Simplemente, de un modo irracional y profundo, se alegró.

Era como si alguien le hubiera dicho: «Ha llegado tu hora».

Y así era. Durante dos años había luchado, matado y triunfado.

Nadie diría que aquel hombre menudo, de escaso pelo, y pequeñas gafas, escondía en su interior un asesino que disfrutaba con la guerra. Ése era Durán, al que sus hombres llamaban «el Comandante», y al que sus enemigos, y en ciertas situaciones incluso sus amigos, conocían como «el Carnicero».

Al frente de sus ciento ochenta marroquíes, se encontraba, por primera vez en esta guerra, desorientado.

Necesitaba algo a lo que aferrarse.

Llevaban muchas horas caminando, buscando retroceder entre las líneas enemigas para evitar un enfrentamiento directo que los delatara.

Si no conseguía conectar con los suyos, estaban perdidos. El Batallón 22 era conocido por los republicanos, y si los apresaban, no tendrían piedad de ellos. Su fama, sus atrocidades, les precedían.

Necesitaban víveres desesperadamente.

Algo que les diera una posibilidad.

No obstante, lo que vieron en la carretera, a doscientos metros de su posición, superaba todas sus expectativas.

Un convoy republicano.

Tres camiones pesados y dos coches.

Sus ocupantes vestían el uniforme de la milicia, pero tenían algo distinto.

Durán, oculto en una loma junto a sus hombres, ajustó los prismáticos y entonces descubrió de qué se trataba.

Eso era.

Ahora podía verlo.

Todos los ocupantes de ese convoy…

¡Eran mujeres!

Eran parte del Batallón Antifascista de Mujeres.

Entre ellas, viajaban dos chicas muy jóvenes: Elena Sandiego y Tina Fez. Ambas estaban sentadas en el interior del tercer camión.

Dos amigas orgullosas de formar parte de la cabeza del Batallón de Mujeres que había enviado la República al Ebro. Algo por lo que habían peleado denodadamente. Habían reclamado su derecho a luchar en el frente y, por fin, lo habían conseguido.

Ajenas al terrible peligro que las acechaba.

Total y absolutamente ajenas al hecho de que el Carnicero y sus ciento ochenta mercenarios las estaban observando en esos instantes.