En el año 55 las bombas que cayeron sobre la plaza me sorprendieron en una librería que estaba en un sótano, sobre la calle Viamonte, cerca de la Facultad de Filosofía y Letras. El edificio se sacudió y el piso vibró; se oyeron lejanos gritos, pero yo no aparté la vista de un estante de clásicos latinos. Los anticuarios teníamos una historia secreta, y esa otra historia, que retumbaba allá afuera, no me incumbía. El librero, Barbera, me dijo que dejáramos los negocios para otro día, y juntos salimos a la superficie. Por la calle empezaron a aparecer peregrinos cubiertos de polvo, que caminaban atontados, sin saber muy bien adónde ir, y pedían agua. El viejo librero salió a la calle con una jarra de porcelana y un jarrito de metal y pronto los sedientos lo rodearon. A lo lejos se oían las sirenas de las ambulancias y de los camiones de bomberos. Yo di por terminada la transacción comercial y me alejé hacia La Fortaleza.
Volví a ver al rematador Clausen en diciembre. Ya estaba cerca la Navidad, hacía mucho calor, y Clausen nos había citado en un edificio de Congreso que se había quedado a oscuras. Estaba en la entrada, echándose aire con un abanico español de su madre, y nos suministraba, a medida que los libreros íbamos llegando, una vela encendida. Había que subir ocho pisos por la escalera; el Barbado Barbera, que ya había pasado los ochenta, desistió, y lo mismo hizo un librero de Belgrano, el Uruguayo, voluminoso y asmático. Iluminados por velas y faroles a querosén nos disputamos sin ganas una colección dedicada a Juan Manuel de Rosas. Clausen había perdido su entusiasmo habitual: acalorado y abúlico, apuraba las cosas sin preocuparse por subir los precios. Su madre estaba enferma y su amigo, el de los brazos largos, había faltado. Apenas nos convidó agua y un pomelo Biltz que estaba tibio. Yo, que hubiera distinguido a Luisa en una multitud, no la vi hasta que hizo una oferta por una Historia del ocultismo en el Río de la Plata. No hubo puja y se quedó con el libro por el precio base.
—Tu padre va a quedar encantado —le dije al oído—. Yo podría vender ese libro por el triple.
—No vine por mi padre. Vine porque sabía que te iba a encontrar.
Me quedé con un ejemplar bien conservado de Los bufones de Rosas, de un autor que nunca había oído nombrar, y después de estrechar la mano blanda y húmeda de Clausen bajé con Luisa las escaleras oscuras. Tropezó y la sostuve y casi hundí la cara en su pelo. ¿Por qué podemos olvidar personas, décadas, ciudades, y recordamos algo tan evanescente como un perfume?
El café tenía las cortinas corridas y titilaban en el techo tubos fluorescentes; los empleados de las oficinas se aflojaban la corbata y tomaban coraje para volver al hogar, a la esposa, a los hijos. Tomaban cerveza o un vermut con ingredientes y leían la sexta de La Razón. Luisa pidió un Cinzano; nervioso, al servirle la soda el chorro me saltó en la cara.
—Demasiada presión —dijo.
Le pregunté por qué me había buscado, por qué había subido en la oscuridad los ocho pisos para ver el discreto ritual al que nos sometía Clausen.
—Quiero hacer un pacto.
Pensé que la enviaba el padre; que querría información, que pensaba prolongar, a través de mí, sus tareas de observación y cacería de anticuarios. Vio en mi cara la desconfianza y la desilusión, entonces dijo:
—Mañana es el aniversario de nuestra boda. Mañana a la noche quiero volver a estar con él.
No pronunció el nombre. Entendí al instante de qué hablaba como si yo mismo hubiera imaginado esa posibilidad terrible. Sentí de nuevo el poder de los celos, esa catástrofe natural, tan independiente de la voluntad como el desplazamiento de las placas tectónicas.
—Está muerto. No puede volver.
—A través tuyo puedo volver a verlo. Quiero sentirlo de nuevo sobre mí.
Pensé que nunca había oído algo tan obsceno. ¿Es que ya no se usaban las misas para recordar a los muertos?
—Tiene que ser mañana a la noche. A las 8, en casa.
—¿Y qué recibo a cambio?
—Yo. ¿Es poco?
Cuando se fue, sin decir más, dejó sobre el mantel el libro que había comprado a Clausen.
Quiero contar ese día de Calisser, porque fue el último; quiero contar que se levantó temprano, y que estaba de buen humor; me pidió que fuera a ver a Nathan, un librero de Palermo, que acostumbraba vender a extranjeros estampas y grabados (dos años más tarde fue detenido por robar ilustraciones de la Biblioteca Nacional). Nathan le debía plata y Calisser quería que yo consiguiera al menos una parte: me aclaró que no debía presionarlo, sólo mencionarle que estaba por recibir unas estampas de Bacle (era mentira) que el otro esperaba hacía tiempo. Después me dijo que estaba invitado, a la noche, a una reunión en la casa de Lalika. Lalika estaba desesperada; estaba acusando a todos por la muerte de Calmet. Querían tranquilizarla.
—¿Sabe ella quién mató a Calmet?
—No le dijimos nada. Cree que fue el Numismático. La dejaremos creer eso. ¿Tiene alguna objeción?
A la reunión irían los de siempre: Granier, Marengo y la doctora Baletti, tal vez el padre Larra, tal vez la Contessa Listratti (Calisser no la soportaba) y alguno más que yo conocía sólo de oídas. Me excusé: tenía otra cita. No dije con quién. No sé si me hubieran preguntado, pero por fortuna el teléfono nos interrumpió: ahora que el peligro había terminado la voz de Calisser sonaba jovial. Se había sacado, como se suele decir, un peso de encima. Ese peso había caído sobre mí.
A la mañana visitaron la librería dos estudiantes del bachillerato que pidieron un libro del que no sabían ni nombre ni autor ni editorial. Después entró una señora de más de ochenta años, clienta habitual de la librería y aficionada a las novelas policiales: me permití recomendarle una de Cornell Woolrich, pero ella prefirió El ataque de los esqueletos a la mansión de los cadáveres vivientes, de Oscar Montgomery, un autor que por entonces publicaba la Editorial Tor. A las cuatro, Calisser anunció que iba a ver a unos clientes; como hacía casi siempre llevó su pequeña daga, no sé si con intenciones defensivas o por cábala. Creo que ni siquiera lo saludé; cerré el negocio a las siete y fui caminando hasta la casa Balacco.
La casa olía a tierra húmeda y jazmines maduros. Encontré la reja abierta; golpeé la puerta mientras pensaba en la posibilidad de una trampa. El temor y la esperanza me resultaban ajenos. ¿Caerían sobre mí, al instante, lacayos y esgrimistas, policías y profesores? ¿Caerían con lupas y microscopios, con cámaras de fotos y jeringas color ámbar, para inmovilizarme y estudiarme en un laboratorio blanco y secreto? Si había una trampa (y la había) estaba hecha sólo de Luisa, y la completaban el vestido carmesí de la última noche, y el perfume de la primera, en el Hotel Lucerna. No me preguntó nada; no me preguntó cómo lo haría, de la misma manera que a un mago nadie lo interroga sobre muchachas aserradas y palomas repentinas. Visitamos la biblioteca, y yo fingí que era la primera vez que la pisaba. Elogié la erudición de su padre y el sistema para alcanzar los libros: una alta escalera que se sostenía de un barral.
—Nada me haría más feliz que quemar todos estos libros —me respondió.
Después me hizo pasar al comedor diario y me sirvió uno de esos licores que toman las mujeres en copas diminutas mientras juegan a la canasta; tenía en el fondo un polvillo de oro, como si fuera una réplica del elixir.
—¿Dónde está tu padre?
—En una reunión, con sus amigos. No molestará. No vendrá.
—¿Los amigos de siempre?
—Hay algunos nuevos.
—¿Otros profesores?
—No. Ya no busca a sus amigos en la universidad.
Fuimos hasta el dormitorio y encendió la luz del velador. Se suponía que era yo el encargado de la arquitectura hipnótica del carmen, pero ahora los papeles habían cambiado y me tocaba caer en una réplica exacta del pasado. En ese cuarto todo estaba como antes, como la última vez. Los regalos de boda seguían en el mismo lugar, sin abrir. Aunque el novio hubiera muerto, ¿ella no había sentido curiosidad por esas cajas que se apilaban, y esos papeles brillantes y esos moños gigantescos? Las tarjetas sin completar estaban detenidas en el mismo punto. Dios mío, está loca, pensé. ¿Sabía que yo había estado ahí, que yo la había atacado la noche de su viudez? ¿Había construido ese templo en memoria de mi ataque?
Me habló al oído:
—Es la primera vez que vuelvo a abrir este cuarto. Ordené que no lo tocaran, que no lo limpiaran. Las mucamas murmuran a mis espaldas, pero me obedecen.
Mejor para ellas, pensé. Un cuarto menos para limpiar.
Luisa abrió las ventanas. El aire fresco fue una bendición.
—Espero que no hayas olvidado el alfiler.
—¿Qué alfiler?
—El de oro, con un rubí en la cabeza. Guardo las noticias que aparecen en los diarios en una caja de zapatos. Tus hazañas nocturnas.
Le dije la verdad:
—No traigo ningún alfiler.
Hizo un gesto de decepción, pero agregó:
—Podemos solucionarlo.
De una caja de porcelana, donde se enredaban collares y pulseras, sacó un prendedor que tenía forma de escarabajo. Limpió el alfiler con la lengua y me lo tendió. Yo lo guardé bajo la almohada.
—El carmen —pidió.
—Tal vez dure un instante.
—Un instante bastará.
Me acerqué a ella lento y torpe, como si nunca antes me hubiera acercado a ninguna mujer. Empecé a besarle el cuello despacio. Ella me preguntó, en el tono bajo con que se pronuncian las palabras de amor:
—¿Tengo que tenderme en la cama? ¿Tengo que quedarme inmóvil, como dormida?
No le hice caso. Pero insistió:
—¿Funciona con las mujeres decentes? ¿O sólo con las putas?
Yo había previsto su desprecio, y no respondí. Busqué los botones perlados del vestido, pero mi cuidado no sirvió de nada porque ella misma se lo arrancó, como si quisiera romperlo. Al igual que la vez anterior, uno de los botones saltó y rodó por el suelo de la habitación, al rincón donde van a parar las monedas de diez centavos, las cuentas de los collares rotos y los gemelos perdidos. Me dije que no usaría el alfiler. Que no debía. Que había abandonado ese camino. Pero cuando ella, como último insulto, me llamó con el nombre aborrecido, mi mano buscó bajo la almohada el escarabajo.
Ella cerraba los ojos. Estaba, o simulaba estar, ausente. Clavé la aguja en su cuello y dejé que se dibujara el rubí perfecto. Y entonces repetí lo irrepetible.
La mañana me despertó con el ruido de un tranvía, con el grito de un chico que vendía los diarios, con el canto de un pájaro que hubiera querido comer vivo. El vestido rojo yacía desgarrado a los pies de la cama. El cuarto había permanecido durante meses sin cambio porque había quedado algo sin terminar. Ahora eso había sido completado. Adiviné que ella arrasaría con todo, que tiraría a la calle o al fuego los regalos sin abrir, las tarjetas sin escribir, las sábanas arrugadas, el vestido carmesí. De aquí en adelante las mucamas sumarían una habitación a sus tareas.
Levanté las sábanas y la miré dormir, encogida, de espaldas a la ventana. Donde mis dedos la habían apretado quedaban marcas de color violeta. El alfiler había dejado puntos rojos sobre los muslos, los brazos, la espalda. En esos signos dispersos podía leer cada uno de los movimientos nocturnos. La verdadera belleza nunca nos hace felices, siempre nos recuerda un esplendor perdido antes de nacer.
Corrí la cortina para que no entrara la luz. Me senté en la cama y le dije al oído:
—Si esto fue tu venganza, quisiera que te vengaras todos los días. No me importa el carmen, ni que digas su nombre. No me importa tu odio. Prefiero este odio a cualquier otra clase de amor.
Giró hacia mí, todavía somnolienta.
—¿Qué venganza, qué odio?
La tomé de los hombros, la sacudí.
—¿Por qué querías estar conmigo esta noche y no otra?
—No fue por odio. Fue para salvarte.
No terminó de decirlo, y ya había comprendido el argumento secreto de esa noche. Apenas la solté se tapó con las sábanas hasta la cabeza. Sabía todo y no me había dicho nada. Me vestí rápido, me lavé las manos y la cara y salí de la casa Balacco.
Corrí rumbo al castillo de Lalika, evitando las veredas de las que el sol se empezaba a adueñar. En una esquina un Chevrolet negro estuvo a punto de atropellarme. Ya habían abierto los puestos de diarios y los quioscos de las floristas y los cafés. Atravesé la zona bancaria, todavía desierta, y la Plaza de Mayo, donde abundaban policías y palomas, y avancé por Defensa. Iba a cruzar la Avenida Belgrano cuando un camión de bomberos pasó frente a mí, despertando a todos a su paso. Ya se veían a lo lejos las columnas de humo. Los autos de policía bloqueaban las calles que conducían al incendio. La casa donde Lalika había reunido sus muñecas ardía por dentro, sin que el frente recibiera una sola marca. Los vecinos se habían acercado al incendio; algunos llevaban todavía el saco del pijama, o pantuflas en lugar de zapatos. Las nubes de hollín giraban lentas en el cielo.
Cambié de rumbo. A medida que me acercaba a la librería me puse a imaginar a Calisser en sus rutinas de siempre: anotaba las ventas del día interior, o arreglaba, con goma y tela de camisa, algún ejemplar desencuadernado (arte que en vano yo había tratado de imitar). Al llegar al estrecho pasaje moderé el paso y miré hacia los costados, en busca de presencias extrañas. Pero la calle tenía el mismo aspecto de siempre. La librería estaba vacía, Calisser no anotaba ninguna venta, no arreglaba ningún libro.
Intenté llamar a los pocos teléfonos que tenía; nadie respondió. Para entonces, supe después, los que no estaban muertos se habían marchado de la ciudad. Saqué la Luger de la caja, me senté frente a la mesa con una taza de té, y dejé que pasara el día. A la tarde, nervioso, empecé a ordenar los libros.
A la noche se escucharon golpes en el vidrio. Me puse un abrigo de bolsillos grandes, donde podía esconder la pistola. Me asomé: era el Numismático. Apenas hice girar la llave entró apurado, sofocado, buscó un sillón donde desmoronarse. Se sacó el sombrero y lo sostuvo entre sus manos.
—Al menos usted sigue vivo. ¿No lo invitaron a la reunión? No sé cuál haya sido su programa, pero hizo bien en faltar.
—¿Qué está haciendo acá?
No respondió.
—Fue Balacco. Balacco, junto con sus amigos. Podemos decir que el profesor acaba de abandonar por completo el campo académico. Sus amigos no parecían profesores universitarios, salvo ese Ezcurra, que lo sigue a todas partes. Querían llevarse a alguno vivo, pero se asustaron y empezaron a disparar. No sé si el fuego empezó entonces, o si quemaron el castillo de Lalika para borrar las huellas.
—¿Y Calisser?
—Calisser también. No es consuelo, pero antes de morir mató a uno de los atacantes con una especie de puñal.
—Era un abrecartas. Lo llevaba siempre consigo. Le gustaba abrir las páginas de los pliegos sin guillotinar.
—El muerto era un tal Crispino. Un funcionario del Correo.
Crispino tuvo al fin su aventura, pensé.
La librería estaba como siempre y Calisser y la librería eran la misma cosa. ¿Cómo podría haber muerto, si los libros estaban en sus lugares, si el escritorio estaba como él lo dejó? Hubiera imaginado que a su muerte esos libros caían de los estantes, o quedaban bruscamente en blanco, las letras desparramadas por el piso.
—¿Vino a decirme eso? —le pregunté.
—Vine a decirle que se vaya. Creo que siguieron a Lalika a través del acomodador, pero tal vez tengan también la dirección de esta librería. Quédese afuera un tiempo.
—No tengo adónde ir.
—No importa. No puede dormir aquí. Los otros, los que sobrevivieron, ya se fueron de la ciudad.
Fue hasta el fondo de la librería y trajo una botella de cognac y dos vasos. Yo no toqué el mío.
—¿Trajo el libro? —pregunté.
—¿Qué libro?
—Ya sabe.
—Me gusta ir ligero de peso. ¿Todavía sigue interesado en el arte de amar?
—Usted no necesita ese libro. Yo sí.
—Tampoco lo necesita. —Miró el reloj de pared, como si funcionara—. Tengo que irme. Tengo trabajo por hacer. Hay que poner las cosas en orden. Porque la culpa de que haya ocurrido esto es mía. Cuando pasó lo del Hotel Lucerna, se abrió para nosotros un abismo, y yo no supe verlo. Tendría que haberlos matado a todos antes. A Balacco y a todos los demás. A su hija también.
Apreté la Luger en mi bolsillo.
—A su hija, no.
—No se ofusque. Mis planes están en veremos. Yo soy de improvisar. —Se puso de pie—. Y usted, prepare el equipaje. Le advertí sobre los campesinos con antorchas. ¿Se acuerda? Ya han llegado a las puertas del castillo. Han matado a unos monstruos, pero no les basta. Siempre tienen hambre de más.
Durante días esperé al doctor Balacco y a sus amigos, al principio con miedo, después con impaciencia, pero no vinieron. Sabía que eran cinco, y que sólo me quedaban tres balas, pero eso no turbó mi sueño ni una sola noche.
A los dos días de la matanza abrí la librería y seguí vendiendo libros usados, manuales de colegio, y continué con mi tráfico de primeras ediciones y grabados y ex libris. Lo he seguido haciendo hasta ahora. Una librería de viejo es un buen refugio: nadie la ve. Detrás de los libros y los estantes, y el polvo que flota, hecho de papel y tinta y palabras volatilizadas, nadie me ve.