Desperté en una oscuridad apenas corregida por los renglones de luz de una persiana baja. Alguien vigilaba; con dificultad llegué a descubrir la silueta de una mujer. Quería preguntarle dónde estaba, pero no me salió la voz. A mi alrededor había una serie de objetos irreconocibles, apoyados en el suelo o colgados de las paredes. Como si la visión de aquellos bultos en la oscuridad fuera un trabajo agotador, me volví a dormir de inmediato.

Soñé o sentí que me daban agua, y que me sabía amarga y nauseabunda. Desperté. La mano derecha me dolía con el dolor intermitente de la hinchazón. El vendaje se me hundía en la carne inflamada. Con voz pastosa le hablé a mi silenciosa guardiana.

—Dígame dónde estoy. Esto no parece un hospital.

No me respondió. En mi somnolencia, fui dando a aquel silencio diversas interpretaciones alucinadas: en una era un silencio amenazador, que anunciaba castigos inminentes; en otra, era el silencio amable de quien no quería agregar a mi conmoción palabras innecesarias. Cuando la vista se me aclaró, cuando aprendí a descifrar el mundo de la penumbra, descubrí que lo que había tomado por una mujer era una muñeca de tamaño natural, de grandes ojos azules. La piel de porcelana era rosada y su torso se abría en puertas sucesivas que mostraban los pulmones celestes, el hígado violeta, el corazón mitad rojo mitad azul. La rodeaban camillas oxidadas, antiguos estetoscopios, taladros para trepanaciones, un corazón artificial. En repisas polvorientas se amontonaban manos mecánicas que parecían talladas en marfil, ojos de vidrio, frascos que encerraban órganos humanos en la verdosa eternidad del formol. El laboratorio de un científico loco.

La puerta se abrió y otra mujer, menuda, real, viva, entró con pasos apurados. Fue hacia la ventana y levantó un poco la persiana de madera, mientras me decía:

—No se moleste en hablar con Clementina. Tiene mucho para mostrar, pero poco para decir.

Busqué en el fondo de la garganta unas pocas sílabas perdidas:

—Lléveme a un hospital. Esta herida se infectó.

Me tomó la mano y con una pequeña tijera cortó la gasa ensangrentada. Sobre mi muñeca se extendían unos puntos desparejos.

—No hay ninguna infección. Esto está cicatrizando perfectamente bien. Qué lindo es ver una herida que desaparece. Si lo hubiéramos llevado al hospital ya estaría muerto.

—¿Y el comisario?

—Ese monstruo. No se preocupe por él. Ya no va a molestar.

—¿El comisario me trajo aquí?

—El comisario no estaba en condiciones de llevar a nadie a ninguna parte.

La mujer tenía un guardapolvo blanco y llevaba unos lentes de carey. En el bolsillo, bordado, estaba su nombre.

—Doctora… Baletti —leí.

—Puede llamarme así, pero no estudié medicina.

—¿Por qué me ayuda?

—Soy amiga del Francés. Usted es amigo del Francés. Todos estamos en el negocio de las antigüedades.

A la mañana siguiente insistí en ir al diario, para avisar de mi ausencia.

—No es momento de preocuparse por el trabajo. Usted ha cambiado. Las obligaciones también.

—Tengo que avisarle a mi tío que estoy aquí.

—Primero tiene que verlo a Calisser. Llega de un momento a otro.

—¿Hace mucho que lo conoce?

—Una eternidad.

El librero llegó poco tiempo después, empapado y tiritando. Se sacó el impermeable y lo colgó de un gancho fijado a la pared. Está lloviendo, pensé, y de pronto tomé conciencia de que hacía muchos días que no salía a la calle. La lluvia me pareció una cosa rara que había conocido en otra vida, tan excepcional como los arco iris, las erupciones volcánicas, las estrellas fugaces. Calisser no dedicó una sola mirada a los aparatos que nos rodeaban, como si todo fuera bien conocido para él. Acercó una silla a la cama y se sentó. Preguntó cómo me sentía, con un tono neutro, como dejando saber que era apenas una formalidad de cortesía. Después sacó de su bolsillo una pequeña linterna y estudió mis ojos. La luz me resultó insoportable. Cuando la mujer salió de la habitación, le dije:

—Calisser, sáqueme de aquí. Esta mujer no me deja avisar a nadie, no me deja salir. Ni siquiera es médica, ella misma me lo dijo. Es una loca.

—Nada de eso. Con sus cuidados, la doctora Baletti le ha salvado la vida.

—¿Quién me sacó de ese consultorio?

—Nosotros.

No dijo quiénes eran «nosotros».

—¿Me seguían?

—¿A usted? No. ¿A quién se le ocurre? Lo seguíamos al comisario.

—¿Qué le pasó?

—Apareció en un baldío de Constitución, con la garganta cortada. Lo enterraron con todos los honores, como policía caído en cumplimiento del deber. Tocó la banda policial y lo envolvieron en la bandera.

Pensé: Ojalá eso sea verdad. Ojalá que no me esté engañando. Traté de incorporarme. Me dolían todos los huesos.

—Tengo que volver al diario. Me van a echar si no aparezco.

Calisser tiró a mis pies un ejemplar de Últimas Noticias.

—Están publicando viejos criptogramas. Ya no lo necesitan. Además han levantado la sección «El mundo de lo oculto». Ya era hora de que se convencieran de que en el mundo no hay nada que esté del todo oculto.

Calisser salió de la habitación.

La doctora Baletti coleccionaba antiguo instrumental médico que vendía a otros coleccionistas. Compraba desechos arrumbados en el sótano de viejos hospitales. No se me ocurría que nadie pudiera desear los instrumentos que me rodeaban, memorabilia del deterioro y de la enfermedad.

—¿A quién le vende estas cosas?

—Los que coleccionan estas piezas son médicos frustrados. Muchos visitadores médicos. A veces jubilados obsesionados con un tema, que se dedican a bombardear con artículos las revistas de la especialidad. La historia del fórceps, el teatro anatómico de la Facultad de Medicina de Padua, la cría de la sanguijuela con fines terapéuticos. Yo también soy un poco así.

—Calisser dice que usted me salvó. ¿Cómo lo hizo?

—Con una transfusión, por supuesto.

La doctora Baletti sacó de una repisa un aparato que consistía en una botella de vidrio con otra en su interior y una bomba, además de cánulas diversas.

—Este es el aparato del doctor Agote. Una de las mejores piezas de mi colección. Con este mismo aparato se hizo la primera transfusión de sangre en el Hospital Rawson. En ese entonces se usaba citrato de sodio para que la sangre no se corrompiera.

—¿Y de quién era la sangre que me salvó?

La doctora vaciló en decirlo, pero luego apartó ese escrúpulo de su mente, como si la respuesta no tuviera importancia:

—De Calisser.

Dos días después el librero vino en el Hudson a buscarme. Esperó al atardecer, e hizo bien: yo no soportaba la luz del día. Desde la puerta de la casa, la doctora Baletti me despidió con recomendaciones.

—Haga pequeños paseos, no largas caminatas. Nueces, miel, higos. Nada de leche. Y recuerde que lo que hicimos fue lo único que se podía hacer.

Subí con alguna dificultad al auto. Me dolían los huesos. Le indiqué a Calisser cómo llegar a la pensión.

—Olvídese de la pensión. Vamos a la librería.

—Quiero ir a mi habitación. Necesito mis cosas.

—Su cuarto ya fue ocupado. Además es el primer lugar donde va a ir a buscarlo la gente del Ministerio. Yo mismo saqué sus cosas y las llevé a la librería.

—Si no trabajo más en el diario, no voy a tener plata para pagarle una habitación. —También el sueldo del Ministerio de lo Oculto se había terminado.

—Pagará con su trabajo. Va a atender la librería a la mañana y al mediodía. También le voy a encargar la compra de bibliotecas. Yo ya estoy cansado de esas viudas que quieren sacarse de encima los libros del finado. A un joven como usted le van a pedir menos plata.

—¿Le dieron mis cosas así, nada más? ¿Qué le dijo a la dueña de la pensión?

—Lo primero que se me ocurrió. Que había muerto.

Llegamos a La Fortaleza. Bajé del auto con dificultad. Cerca de la puerta de entrada había un pequeño espejo redondo de marco dorado, rodeado de estantes con libros. Me miré: había perdido peso, había palidecido. Los pómulos salientes, los ojos más grandes. Antes, al mirarme en un espejo veía la cara de un muchacho. Ahora tenía frente a mí la cara de un hombre.

La convalecencia duró diez días. Los alimentos me daban náuseas, salvo algunos que toleraba mejor: las nueces, la miel, las uvas, los higos, el vino tinto, la carne casi cruda. Podía tolerar el té, pero no soportaba el café ni el mate. El chocolate me seguía gustando (además me recordaba a Luisa). Las verduras, la leche, el limón y los tomates me resultaban insoportables.

También había perdido las ganas de fumar. Pero el verdadero cambio no estaba en ninguna de esas cosas; había algo más profundo que no llegaba a distinguir. Aunque sabía que Calisser me había salvado, me mostraba hostil con él. Ahora, a la distancia, sé que Calisser actuó siempre con sabiduría; pero en ese momento conservaba los arrebatos juveniles, la rebeldía inútil, la nostalgia por la luz.

—¿Quién le dio derecho a hacer esto? ¿A separarme de todos los que conozco?

—Se estaba desangrando. Hubiera muerto en minutos.

—En el hospital me hubieran salvado.

—En el hospital hubiera muerto. Nos vimos obligados a hacer la única transfusión capaz de salvarlo.

—Con sangre infectada.

—Infectada de inmortalidad.

—Yo no puedo creer eso. Sólo creo lo que siento: las náuseas, el rechazo que me provoca la luz.

—Eso pasará. Ojalá el rechazo al sol fuera el único inconveniente.

—Yo no lo pedí.

—Tampoco pidió morir. Y hubiera muerto. ¿Cree que fue fácil que los otros lo aceptaran? ¿Que fue fácil convencerlos de que lo salváramos sólo porque nos salvó? El sentido de la justicia no es el principal atributo de nuestra especie.

—Quiero volver a ser el que era.

—Usted es el que era. Pero a mayor profundidad. Y ahora pasemos a cosas importantes: déjeme explicarle cómo se maneja una librería.

Así aprendí que una cosa era curiosear en las librerías, y otra muy distinta vender libros. En mi nueva condición era un alivio estar rodeado de libros polvorientos, ver poca gente, permanecer al margen de las novedades. Aún no creía del todo lo que estaba pasando, y me rebelaba y buscaba la mañana y el día; pero apenas me exponía a la luz del sol, sentía un malestar sin límites. Me concentré en el nuevo trabajo como un modo de ocuparme de otra cosa que no fuera yo mismo.

Aprendí con el tiempo la ciencia imprecisa (mitad aritmética, mitad psicología) de calcular los precios. Había que reconocer los rasgos que los bibliófilos valoraban: primeras ediciones, encuadernaciones originales, la estampilla de alguna antigua librería, rarezas en la tipografía o en el papel. Inclusive los errores eran muy apreciados; a veces un nombre o un título mal escrito, que habían determinado que los ejemplares quedaran fuera de circulación, aumentaban el valor del libro. Ese mundo se regía por la ley de lo inhabitual, de lo escaso, de lo único.

Pronto hice, en compañía de Calisser, mi primera compra de una biblioteca entera. Era una casa en la calle Combate de los Pozos, cerca de Congreso. En lo alto de una escalera de mármol nos atendió una mujer de unos ochenta años que quería vender la biblioteca de su hermano, muerto tres años atrás. Era alta y encorvada y no paraba de hablar. Los dos hermanos habían vivido siempre juntos, sin cónyuges ni hijos: él entregado a los libros; ella, al bordado y a la ejecución de un piano que, desde la muerte de su hermano, no había vuelto a tocar.

«La tapa de su ataúd y la del piano se cerraron al mismo tiempo», dijo la mujer con un aire de sobreactuación, como si a anteriores visitantes hubiera repetido esas mismas palabras.

La mujer nos hizo poner patines tejidos al crochet para caminar sobre los pisos lustrados.

—Marcos era escribano, pero tenía chifladura por los egipcios, y también por los romanos.

Entramos en una sala iluminada por la última luz de la tarde. Pensé que todos esos libros, reunidos a través de los años, acabarían por dispersarse; que el sello con el nombre del coleccionista, que hasta entonces los unía en una patria común, ya no sería más que una marca remota en un libro solitario (de hecho, muchos libreros aplicaban cinta adhesiva a los nombres de los antiguos dueños, para arrancar de un tirón la primera capa de papel, borrando así todo rastro del propietario original).

Calisser hizo a un lado con cierto desdén una antigua edición in quarto de Dante hereje, de un autor desconocido para mí, mientras se arrojó con avidez sobre un libro de gran formato, a colores: Tesoros egipcios del Louvre. Hizo una oferta exagerada por ese libro y una mínima por los otros, que le interesaban mucho más.

—¿Y los otros libros ilustrados?

—En una próxima visita —dijo Calisser—. Hoy no trajimos tanto dinero.

La mujer se quedó con los libros grandes, convencida de que había vendido las sobras y conservado el tesoro. Salimos de la casa con dos cajas llenas. Era domingo, eran las siete de la tarde y me sentía apesadumbrado porque nos habíamos aprovechado de la mujer; pero también sentía la tristeza de haber hecho ese trabajo a la hora de la melancolía. Expuse a Calisser mis reparos por el momento que había elegido para la operación. Respondió:

—Elijo siempre este momento. Domingos a las siete de la tarde: el momento en que la gente quiere sacarse el pasado de encima.

Calisser me acompañó durante las primeras visitas pero luego me dejó solo. Cuando llegaba a La Fortaleza, con el Hudson negro lleno de cajas de cartón, el librero me ayudaba a acomodar el tesoro en el fondo del local. Se sentaba en el suelo para barajar los libros y juzgar su interés, reservando algunos para sí, poniendo otros en los anaqueles, o despachándolos a los estantes de ofertas. A veces, cuando encontraba un libro que podía interesar a mi madre, se lo mandaba por correo. Eso me libraba de la obligación de escribir largas cartas: que los libros hablaran por mí.

Descubrí un entretenimiento al que Calisser nunca había dado importancia: la búsqueda de lo que los libros guardaban en su interior. Encontraba un billete fuera de circulación, una fotografía de una boda, flores secas, una carta descolorida, programas de cine, un boleto del tranvía de la desaparecida Compañía del Sur. Me quedaba mirando aquellas huellas de lecturas: marcas de libros leídos en el asiento del tranvía, en el subte, en la cama, en la playa, en un café. Me gustaba mi colección, letras de un mensaje secreto. Guardaba esas reliquias en una vieja lata de té Cross & Blackwell.

Cuando no encontraba los libros pedidos por los clientes anotaba los títulos en una libreta de almacenero, a la espera de que Calisser volviera. Era difícil saber todos los libros que había, porque estaban en segunda y en tercera fila: a veces me parecía que la casa entera estaba hecha de libros, y que el edificio se apoyaba en uno de los volúmenes de tapas verdes de los clásicos Jackson, o en la Enciclopedia Espasa, y que si uno sacaba ese tomo el edificio todo se vendría abajo.

Si bien aprendí muchas cosas de Calisser, me gusta pensar que también ejercí una discreta influencia sobre sus hábitos comerciales. Los bibliófilos dejaban a Calisser un buen dinero, pero ocasional. La librería dependía mucho de las pequeñas ventas de libros comunes: los clásicos que necesitaban los estudiantes para la escuela, los manuales de botánica o de Historia antigua, las tablas de trigonometría, novelas policiales de la colección Rastros o Cobalto, novelitas del Oeste de Zane Grey. Y este aspecto del negocio era el que menos preocupaba a Calisser. Pude convencerlo, después de una larga exposición, de que los lectores que buscaban libros baratos para leer en el tranvía o el colectivo no se llevaban bien con los estantes, que era mejor poner en el centro de la sala una tabla sostenida por caballetes, para que los lectores se encontraran más fácilmente con los libros. Los libros que están en una biblioteca intimidan, parecen pertenecer a un orden que no hay que romper, mientras que la gente se siente inclinada a llevarse los libros que se amontonan sin orden en una mesa. La biblioteca recuerda que hay infinitas cosas que uno no ha leído, y que antes de leer a Aristóteles hay que leer a Platón, antes de Platón a Homero; pero en el desorden los libros pertenecen al azar. El lector puede aceptar sin culpa lo que le ha deparado ese día, elegirlos porque le gustó la primera frase, o el dibujo de la tapa, o porque cuesta exactamente las cinco monedas que lleva en el bolsillo. Esas eran mis modestas propuestas comerciales, Calisser, más por gentileza que por convencimiento, las aceptó.

Calisser me enviaba también a retirar o llevar libros a la casa de algunos viejos clientes. Para viajar, prefería el subterráneo. Cuando salía del túnel evitaba la luz directa del sol; buscaba la sombra de toldos, árboles y balcones. Los días nublados eran traicioneros, porque a veces el cielo encapotado se abría para dejar entrar al sol. Usaba un sombrero negro de ala ligeramente ancha, que había encontrado en la librería.

De vez en cuando alguno de los viejos clientes a los que visitaba me decía:

—¿Cuál es el secreto de ese hombre? Se lo ve siempre igual.

Y yo respondía que, como ya de joven parecía mayor, había envejecido imperceptiblemente.

Uno de los clientes, que tenía cerca de noventa, desconfió. Tuve que decirle:

—Su memoria le está jugando una mala pasada, señor. Usted se refiere al padre del señor Calisser. Y el que está ahora es el hijo.

—Al que yo me refiero es al que llamaban el Francés.

—Es que al hijo también lo llaman el Francés.

Se quedó unos segundos en silencio, después aceptó:

—Tiene razón, los apodos se heredan. A mi padre le decían el Negro, y a mí que siempre fui rubio, también me llaman el Negro.

Había abandonado mis rutinas de acecho. Si antes había estudiado los pasos de Luisa, ahora era a mí mismo a quien vigilaba. Me observaba con rigor: no pensar en ella, no abandonarme a la melancolía, no acercarme a la casa de techo de pizarra. Me decía: tengo que ser realista, tengo que escapar de esta obsesión. Hay tantas otras mujeres en el mundo. Pero dentro de mi cabeza, en un tinglado de mutable escenografía, se representaban siempre las mismas obras, a pedido del único espectador: Luisa en el comedor del Hotel Lucerna, Luisa asistiendo a mi turbación y al golpe de su prometido; Luisa en la ventana, cepillándose el pelo, abriendo una carta, desvistiéndose antes de dormir. Lo más nuevo del repertorio: la excursión por el sótano, y después el beso breve, inconcluso. Yo había cambiado, y en la vida era distinto, pero en el amor era el mismo.

Un día descubrí en la página de sociales de La Prensa el anuncio de una conferencia del profesor Balacco. Era en el Museo Etnográfico. Para evitar que Balacco o Montiel me vieran en la sala, fui directamente a la hora en que la conferencia terminaba. Salieron viejos profesores, salió la rotunda Sagástegui, que se animaba a unos zapatos nuevos, unos tacos altos que convertían el mundo en un lugar peligroso, pero a Luisa no la vi. En cambio descubrí a Crispino y a Balacco, que conversaban con un hombre de lentes redondos y de barba. El de barba hablaba en voz alta y con un entusiasmo exagerado; Balacco, acostumbrado al secreto, estaba un poco incómodo y miraba inquieto a su alrededor. Me acerqué lo suficiente para escuchar el nombre del nuevo amigo de Balacco: era el doctor Spitzer. Unos pasos más atrás iba Ezcurra, desplazado, cargando en sus brazos cuatro o cinco libros que seguramente pertenecían a Balacco y que le habrían servido para la conferencia.

Cuando le conté a Calisser este encuentro se mostró, contra toda costumbre, visiblemente ofuscado. Golpeó la mesa y su abrecartas saltó.

—¿Quién le dijo que fuera a ver a Balacco? ¿Quiere atraer a los asesinos hasta aquí? ¿No le basta con saber lo que le pasó a Stazzi?

—¿Stazzi?

—Bruno Stazzi. El librero que mataron en el hotel.

Terminé por confesarle que lo había hecho por la hija de Balacco.

—Usted no puede permitirse el amor. Si viviera con ella, terminaría matándola… —le pregunté a qué se refería, pero apartó mi pregunta con un gesto. Dijo después en voz baja:

—Apártese de esa familia. Traen la desgracia. Son asesinos.

—¿Y usted, Calisser? ¿Nunca ha matado a nadie? ¿Ninguno de ustedes mató nunca a nadie?

Calisser se sentó y se restregó los ojos cansados.

—A veces no basta con esconderse detrás de libros, o viejas estatuas polvorientas o tapices deshilachados. Hay que defenderse. No importa que nos creamos libres y fuera de peligro: la ciudad en la que vivimos siempre está sitiada. Creemos estar en Montevideo, en Turín, en Praga, en Buenos Aires: pero vivimos en Troya.

Más inquietante que los muy excepcionales accesos de ira eran los ataques de silencio de Calisser, señal de que algo lo había perturbado mucho más de lo que el enojo podía sugerir. Yo había visto beber a Calisser, casi a escondidas, una pequeña botellita, y me preguntaba si no tenía una afición al alcohol mayor de la que aparentaba. El caso en cuestión es que entró una tarde a la librería una muchacha alta, delgada, con un vestido azul, que me hizo olvidar por algunos minutos a Luisa. Tenía los labios pintados de un rojo intenso. Me acerqué a darle conversación, aunque era evidente que se las arreglaba sola. Buscaba Cumbres borrascosas. Yo estaba seguro de que en alguna parte lo teníamos. Calisser estaba en el escritorio, anotando quién sabe qué, y no quise disminuir mi autoridad con la humillación de una consulta. Sea en las calles de un barrio desconocido, sea en un cruce de rutas en medio del campo, los hombres preferimos perdernos a preguntar. Subí a la endeble escalera y al cabo de una larga y polvorienta búsqueda lo encontré, allá en lo alto: una vieja edición, con interiores de papel marmolado azul. Le alcancé el libro, y apenas la muchacha lo abrió con sus manos blancas y perfectas se cortó con el borde de la hoja. Había un pequeño tajo en el índice derecho. Yo bajé de inmediato y me quedé sosteniendo la mano. El papel, aunque no parece tener la suficiente solidez como para cortar, a menudo provoca heridas profundas. No sostenía la mano para ayudar a la muchacha: la tenía para alejarla de mi boca. La chica, ahora más preocupada por el apretón de mi mano en su muñeca que por su pequeña herida, me preguntó si tenía agua. Cuando lo dijo tuve una inmediata sensación de desperdicio: el agua se encargaría de borrar el cáliz. Después repitió solo la palabra «agua», como si yo perteneciera a alguna tribu primitiva cuya lengua constara sólo de unos pocos sustantivos. Sentí que me hacían a un lado tomándome de los hombros y se rompió el sortilegio. Calisser condujo a la chica a la cocina, para que pusiera su dedo bajo el chorro de la canilla de bronce.

—¿Qué le pasa a ese muchacho? ¿Lo impresiona la sangre? —preguntó ella mientras ponía la mano bajo el chorro.

—Lo impresionan las chicas bonitas —respondió Calisser.

A pesar del incidente, la chica se marchó con el peligroso ejemplar de Cumbres borrascosas bajo el brazo.

—¿Qué fue eso? —preguntó Calisser—. Le dejó la marca de los dedos en la muñeca.

Le dije que había sido sólo un momento, un arrebato.

—Tenga cuidado con esos momentos. El mal no necesita largos ratos; le basta con unos segundos bien aprovechados. Además, debido a ese raptus, tuve que hacerle un descuento.

Este percance hizo más profunda la inquietud que se había despertado en mi convalecencia. Me costaba dormir. Salía de noche a deambular, como si al agotarme pudiera gastar esa sed que sentía, y que en nada se parecía a la sed de agua o alcohol. Quise olvidar el incidente de Cumbres borrascosas, pero en las noches siguientes me descubrí pensando en esa herida. El mismo sueño se repitió, con alguna variante: la chica dormía y yo me acercaba con un libro en las manos, blandiéndolo como un arma; en silencio hacía cortes en el cuerpo de la durmiente, usando las páginas de ese mismo libro, tan afiladas en el sueño que bastaba acercarlas levemente a la piel para que dejaran un rastro rojo. Arrancaba una página, la hería, y pasaba a la siguiente, como si la página hubiera perdido el filo en la operación. En los sueños, los libros nunca sirven para leer.

Una mañana, poco después de ese incidente, encontré sobre el escritorio la pequeña botella que había visto beber a Calisser. La botella no tenía etiqueta ni el corcho inscripción. En el fondo había algún sedimento que brillaba con reflejos de oro. La agité apenas y bebí unas gotas. Me recordó a algún sabor de la infancia. Era dulce y amargo a la vez. Apenas la probé supe que aquello era lo que Balacco había buscado: el secreto por el cual los anticuarios habían podido evitar los efectos de la sed primordial. Dejé la botella donde la guardaba Calisser y me eché en mi cama. Unos segundos después ya me sentía liberado de la sed. Era suficiente para mí, pero no me dejé engañar: aquello era apenas reflejo y copia de un original perdido.

Calisser nunca me habló de la bebida, nunca me dijo que desde ese momento podía y debía beberla. Aquel día dejó aquella botella como al descuido, y luego apareció otra en mi habitación. En ese entonces yo llamaba a la botellita «Bébeme», recordando las Aventuras de Alicia; fue más adelante cuando descubrí que los anticuarios la llamaban el elixir. Calisser no me dijo que la tomara, ni especificó la dosis. Inútil hacer preguntas que sólo recibían por respuesta vagas elipsis. Estaba en un mundo donde la verdad no se podía decir de frente; era como la lengua sinuosa de una antigua diplomacia oriental, cuya gramática no estaba hecha sólo de palabras sino de gestos de los sirvientes, arreglos florales, la disposición de los cubiertos en la mesa, un pájaro muerto en el jardín.

A pesar de vivir en el mismo edificio, con Calisser hablábamos sólo de vez en cuando. A la mañana yo me encargaba de la librería mientras él dormía o estaba ocupado en negocios o paseos. A veces, tarde, me invitaba a tomar un té en la cocina. Echaba gajos de naranja en la tetera, y lo endulzaba con miel. De tanto en tanto, yo trataba de hacerle alguna pregunta.

—¿Cuántos son?

—¿Cuántos somos? Pocos o muchos. Uno solo ya es demasiado, ¿no cree?

Tampoco podía sacarle ningún dato concreto sobre el elixir, cuyos tragos mínimos ya me eran imprescindibles:

—Las botellas me llegan a través de amigos. Uno de los nuestros las fabrica, pero no sé si las hace en la ciudad, o si vienen de lejos.

—¿Y si dejaran de venir?

—Entonces estaríamos en problemas.

—¿Y qué pasa si alguien no acepta el elixir?

—¿Si alguien elige el viejo modo? Entonces todos estaríamos en peligro.

—Y habría que hacer algo al respecto.

—No sé. Somos tan tímidos, tan fatalistas…

En el fondo de La Fortaleza, bajo el octagonal dominio de las arañas, estaban los anaqueles secretos, los libros que Calisser jamás vendería. Le gustaban mucho los libros que hablaban de bibliotecas imaginarias; así conservaba una edición de Hetzel de 20.000 leguas de viaje submarino, sólo porque entre sus páginas se hablaba de los libros del Capitán Nemo. También había una edición inglesa del Zanoni de Bulwer Lytton, en cuya introducción se hablaba de cierta librería cercana al Covent Garden, donde se reunían libros de alquimia, cábala y astrología, y cuyo dueño, en lugar de intentar vender los libros, hacía lo imposible para espantar a los intrusos. Y conservaba una primera edición de Axël, la obra póstuma de Villiers de L’Isle Adam, porque en el castillo de Axël, en lo profundo de la Selva Negra, se reunía la mayor biblioteca de textos herméticos de Alemania.

Cuando él no estaba yo me asomaba a buscar en algún tomo polvoriento escrito en italiano o en francés, que leía con ayuda de diccionarios, alguna información sobre los anticuarios. Era más fácil hablar con viejos libros que con Calisser; los libros tardaban en responder, pero eran más elocuentes. En un tratado de un tal Kolbes el autor recordaba que en latín carmen significaba a la vez verso y hechizo, y que por eso los anticuarios habían elegido esa palabra para «el acto de ilusionismo que encerraba a la víctima por unos instantes, en su propio pasado». Había noticias de anticuarios que habían dominado esta habilidad hasta tal punto que podían encerrar a la víctima en una duradera alucinación habitada por convincentes fantasmas. Otros apenas podían provocar fogonazos, una suerte de déjà vu. Se discutía si se trataba de una clase especial de hipnosis o si se estaba ante una especie de pacto sobrenatural con todo lo muerto, lo olvidado, lo enterrado, el hallazgo de una llave maestra para hurgar en los archivos de la memoria ajena. Decía Kolbes:

«Entre las habilidades de los anticuarios estaba la de cambiar el pasado. En una vida común se unen acontecimientos contradictorios, situaciones confusas; cuanto más larga es una vida, más ambigua se vuelve la enseñanza de la experiencia. Es cierto que los anticuarios buscaban siempre limitar los acontecimientos, huir del presente, pero nadie que camine sobre la tierra puede no vivir, y así, aun dentro de las murallas de libros y reliquias, sus vidas eran modificadas por la sucesión de los hechos. Entonces se concentraban en limpiar su memoria de recuerdos innecesarios y de alterar los que los perturbaban. Querían repasar su vida como quien lee un cuento antiguo, un cristal para ver el mundo que han pulido las generaciones.

Sólo los más experimentados lograban un pleno control de sus recuerdos. Pero aun entre éstos a veces se filtraban hechos molestos, suprimidos hacía tiempo, y cuya brusca aparición contagiaba todo de sinsentido. Cuanto más ansiaban hacer de su vida una especie de Eneida hecha de pura coherencia y sentido, más encontraban páginas sueltas de libros diferentes».

Yo ya sentía nostalgia de mi estado anterior. No quería pasar toda mi vida entre murallas de libros, en las sombras. Quería salir a pleno sol sin los horribles dolores de cabeza que provocaba la luz diurna. Calisser no se tomaba muy en serio mis reclamos. Sabía que no había demasiada realidad en mis preocupaciones…

—La imaginación es hipócrita. Los sueños son auténticos.

Y en mis sueños huía del sol como de la peste. Me proponía la cura, pero mi cuerpo la rechazaba, se encontraba cómodo en el nuevo estado y había perdido todo interés en las veredas soleadas, en el verano, en la luz. La longevidad extrema, esa moderada inmortalidad, no era algo a dar por seguro, porque no había encontrado ninguna prueba, ninguna certeza; y el primer anticuario al que había conocido, había muerto en el Hotel Lucerna. ¡Era un mal presagio que la primera noticia de los inmortales fuera un cadáver! Además, ¿qué inmortalidad podía tentar a un joven, ya poseído por el sentimiento de inmortalidad de la juventud? Lo que me tentaba de mi nuevo estado era otra cosa; una fuerza que antes no había sentido; una convicción que imponía sobre los otros. La sensación de la propia realidad sobre la irrealidad de los demás. Ahora me respetaban con una clase de respeto que yo nunca hubiera imaginado. Los mozos en los bares, que antes me ignoraban, ahora venían a mí apenas les dirigía la mirada; en mis transacciones comerciales, desde la venta de una novela policial ajada hasta la compra de bibliotecas enteras, todos parecían advertir, cuando les hablaba con una voz más interior, más grave y más desesperada, que era mejor prestarme atención y avenirse a mis deseos. Pero eso no era algo que surgía exactamente de mí, sino más bien como si yo presentara credenciales con el sello de una autoridad poderosa y lejana.

Supe que Calisser ya confiaba del todo en mí cuando me presentó a uno de los anticuarios, Marengo, que tenía un negocio en el fondo de una galería, en la calle Libertad, entre locales que vendían soldaditos de plomo y trenes eléctricos y falsas joyerías que escondían auténticas casas de empeño. Parecía jovencísimo, gracias a su pelo rubio, casi blanco, cortado al rape. Nos recibió con solemnidad, mientras lustraba sus jarrones chinos y sus muebles laqueados. Marengo me miró sin interés. Los anticuarios no eran aficionados a la novedad.

—Hizo bien en venir, Calisser. Tengo la llave del departamento que Stazzi usaba como depósito. Todos sus libros son suyos en este instante.

—¿Cómo consiguió la llave de Bruno?

—Él me dejó una copia hace tiempo. Él perdía todo y yo nunca pierdo nada.

Vino a mi cabeza la imagen de Stazzi, atado en la silla, en el centro de la habitación 555 del Hotel Lucerna; lo había visto apenas un segundo antes de que se transfigurara en Marcial Ferrat. Sentí un aguijonazo de culpa por haber estado en el hotel la noche de la ejecución.

—¿Y no cree que esa casa puede estar vigilada? —preguntó Calisser.

—Tonterías. Todos esos libros son suyos con una condición…

Marengo agitó un aro de bronce con dos viejas llaves de acero.

—Sin condiciones —dijo Calisser—. Un regalo es un regalo.

—Un legado no es un regalo. Un legado siempre tiene condiciones. Y la mía es ésta: que cacemos a los cazadores.

—Entonces guarde las llaves. Además, debe de estar ahí esa mujer, Rita…

—No, ella no sabía nada de ese depósito. Stazzi nunca se lo dijo. —Agitó de nuevo las llaves, como la sortija de una calesita—. Antes usted era el primero en pedir sangre. ¿Qué le pasa ahora?

—Amigo Marengo: después del primer siglo, uno empieza a madurar.

Marengo pareció desconsolado.

—No le pido que sea ahora. Me basta con una vaga promesa.

—No soy de prometer lo que necesita decirse con vaguedad…

—Pero piense en todos esos libros. Cuánto podría sacar por ellos… Piense en las rarezas.

—No…

A pesar de que en el local sólo estábamos nosotros, y que la galería misma no era más que un pasillo desierto, Marengo cerró la puerta de vidrio. Era la ceremonia previa a una confidencia. Dijo en voz baja:

—Usted sabe que Stazzi estuvo buscando el libro. Y al final lo encontró.

—¿Qué libro?

—El Ars Amandi.

—Hay muchos Ars Amandi.

—El único que puede interesarnos.

Se quedó esperando el efecto de la revelación en Calisser. Éste lo miró sin interés.

—Ya lo sé. Stazzi habló conmigo una semana antes de que lo mataran. Quería que lo ayudara a leerlo. No sabía cómo empezar.

—Acudió a la persona equivocada. Usted, Calisser, jamás entendería a alguien como Bruno.

—¿Alguien que arriesga todo por una camarera teñida de rubio? Tiene razón: jamás lo entendería.

—El libro debe estar en el depósito. Usted siempre ha sido valiente. Vaya a la casa. Revuélvala. En mí la codicia es un vicio; en usted, una virtud. Quédese con los libros y ocúpese después de que se haga justicia.

Entonces vi con sorpresa cómo Calisser, a pesar de sus reparos iniciales, tomaba el llavero y lo guardaba en su bolsillo.

—¿Habrá justicia para Bruno, entonces?

Calisser no respondió.

Ya se había hecho de noche. Caminamos por Charcas. Calisser evitaba las avenidas y yo había aprendido a evitarlas también.

—Los que nunca se animan a nada son los primeros en pedir sangre —dijo Calisser—. ¡Venganza, Hamlet, venganza! Venganza, sí, pero que sean otros los que se ocupen.

Estaba tan fastidiado que tardé en hablarle.

—¿De qué libro hablaba Marengo?

—De uno que no existe.

—Y sin embargo, se quedó con la llave…

—El depósito de Stazzi me interesa. Entendía de libros más que yo.

Nervioso, cruzó la calle de improviso, y un coche estuvo a punto de atropellarlo. Lo alcancé:

—Hábleme del libro que no existe.

—El Ars Amandi ha pasado de mano en mano. Es un libro del siglo XVI. Ahí está el secreto para que uno de los nuestros pueda vivir en el amor sin terminar por matar a su amada o a su amado.

—¿Por qué se supone que tiene que ocurrir eso? Yo no mataría a quien amo.

—No se trata de matar con un cuchillo o con un revólver. Es asesinar despacio, un poco cada día, hasta que una noche la sed se vuelve insaciable. Stazzi sintió en él ese peligro. Había conocido en un café a esta camarera, y empezó a frecuentarla, a hacerle confidencias. Se apartó de nosotros. Creyó que podía vivir como un hombre normal. Se puso a experimentar hasta dónde podía tolerar la luz del sol. Pero supo que iba a terminar por matar a su rubia oxigenada.

—Pero tenía el libro…

—Cuando la conoció, no lo tenía. Lo empezó a buscar. No sé cómo lo consiguió, pero fue esa pesquisa lo que alertó a Balacco. Stazzi encontró el libro, y Balacco lo encontró a él. El pobre Bruno no consiguió leer una sola página.

—¿Por qué no lo pudo leer? ¿Está en clave?

—Está escrito en latín vulgar. Pero nadie puede leerlo.

—¿Por qué?

—No lo podemos abrir.

—¿Tiene un candado? ¿Las páginas pegadas?

—No. Es un libro que no se puede abrir en cualquier página. Sólo en cierto orden. Si uno se equivoca de página, el libro arde.

—Eso es imposible.

—Era una técnica habitual de los libros secretos del Renacimiento tardío. Se impregnaban ciertas páginas de pólvora y de otras sustancias inflamables, de manera que bastaba el menor roce, o a veces, según la sustancia, la entrada de aire entre dos páginas, para que el libro ardiera. A los contactos entre las páginas se los llamaba «puentes». Al romper uno de estos puentes, el libro ardía.

—Si se humedece el libro…

—El arte del sellado tenía en cuenta esa posibilidad. Por eso imprimían los libros con una tinta que desaparecía en contacto con el agua. Ya ve: instrucciones secretas, procesos alquímicos, libros sellados. Todo por una mujer. Somos los únicos que tenemos derecho a hablar del amor imposible.

Una tarde caminamos con Calisser por San Telmo, entre inquilinatos que perdían mampostería, hasta llegar a una esquina que parecía un modesto castillo, con una terraza almenada por la que asomaban malvones y colgajos de hiedra. Nos recibió una mujer de mejillas redondas, lisas, y de grandes ojos azules. Las largas pestañas temblaban como antenas de insectos. Aparentaba unos cuarenta años, ¿pero quién podía saber la verdad? Me la presentó como Lalika, yo no sabía si era un nombre o un apellido. Ella sostuvo mi mano durante unos segundos, como si evaluara mi temperatura. Calisser dijo:

—Lalika colecciona… Ya lo verá.

—No colecciono —dijo ella, mientras sostenía la puerta para que pasáramos a un zaguán—. Odio esa palabra.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó Calisser.

—Parece que las cosas estuvieran muertas, en vitrinas. Yo las hago vivir…

Pasamos a una sala en cuyas paredes se multiplicaban las casas de muñecas, algunas de varios pisos. Cada piso tenía sus alfombras persas, sus cuadros en las paredes, sus jarrones posados en columnas; fumadores de pipa leían diarios escritos con letras diminutas, fotógrafos metían la cabeza en el fuelle en medio de plazas adornadas con fuentes que tenían agua de verdad. Un deshollinador se preparaba para entrar por una chimenea, una novia visitaba a su modista, y se dejaba vestir de blanco y pertrechar con miles de alfileres, como un erizo… En un pequeño escenario de telón bordado, las sirenas tentaban a Ulises, atado al mástil con piolín amarillo. Unos niños corrían llevando un barrilete que se sostenía solo en el aire.

Nos sentamos a tomar té en unas sillas de hierro. A un lado unos señores de galera también tomaban té en unas tazas azules del tamaño de un dedal.

—Una niña se volvería loca entre estas paredes… —dije, por decir algo.

Mi comentario despertó en ella una mueca de desagrado.

—Una niña no entendería nada. Estas piezas han sido reunidas a lo largo de una vida, de una larga vida… Detrás de cada pieza está la historia de cómo la conseguí. Son mi palacio de la memoria. Paseo entre ellas y recuerdo mi vida entera.

—¿Y las vende?

—Vendo muñecas antiguas, de eso vivo… pero no éstas. Vendo las que abren o cierran los ojos. Éstas están para siempre con los ojos abiertos. —Afuera se había largado a llover y la lluvia golpeaba contra un techo de vidrio. Lalika tomó una de sus muñecas, vestida con un impermeable, y le abrió el diminuto paraguas colorado—. A pesar de los años, nunca pude salir de mi infancia. Pero eso somos nosotros, todos nosotros… personas atadas al pasado, a una sola época de nuestra vida, la temporada de Arcadia. ¿No es así, Calisser?

El Francés sacudió la cabeza.

—Mi edad de oro es ésta.

Lalika se rio.

—No. No pertenecemos al presente. Si vinieran a exterminarnos los miraríamos con alivio. ¿Cuál es su época, Calisser? ¿Cuándo fue feliz?

Calisser no respondió. Esperó a que yo terminara mi taza y entonces me señaló un pequeño samurai, que estaba en la otra punta del salón. Entendí: Lalika y Calisser tenían algo para conversar a solas. Me alejé hasta llegar a las vitrinas. Pero la casa era tan silenciosa, las gruesas paredes la aislaban hasta tal punto de los ruidos de la calle que podía seguir la conversación sin problemas; de vez en cuando alguna palabra se me perdía, pero la completaba de inmediato: en toda conversación siempre hay algo que adivinar. Lalika hablaba acerca de un peligro innominado y de un cine donde tocaba un pianista sordo. Después escuché con claridad:

—Ya mandamos un mensajero… —dijo Calisser.

—¿Y cree que lo convencerán?

—Hacemos todo lo posible.

—No podemos volver a los viejos métodos…

—¡Los de Calmet son los viejos métodos! Cree que está seguro en ese cine, cree que detrás de ese telón apolillado va a estar a salvo.

Calisser se dio cuenta de que había hablado con brusquedad e hizo una pausa. Después agregó, más tranquilo, menos convincente:

—Esperemos que acepte nuestros consejos.

—Ustedes tienen un único modo de solucionar las cosas.

—«Ustedes» somos todos, todos somos lo mismo. ¿Todavía está resentida por lo de aquel húngaro?

Giré hacia ellos. Calisser quiso tomarle la mano. Lalika, nerviosa, la retiró, como si estuviera horrorizada del contacto físico.

—Su mano fue la que lo mató o la que firmó la orden. ¿No es así?

—Nadie firma ninguna orden.

—¿No? ¿Y quién llama al Numismático? ¿No es usted?

Yo me había quedado inmóvil, repitiendo el gesto congelado de los muñecos que me rodeaban. Calisser dijo:

—Tenemos que tener la clase de pensamientos que nos permitan sobrevivir. Cuando allá afuera organicen sus cruzadas ya no tendremos tiempo para hacer planes.

—No habrá ninguna cruzada. No hay ningún Santo Sepulcro para reclamar.

—¿No? Nosotros somos el Santo Sepulcro.

Lalika suspiró, ya se había apagado su interés en la conversación. El té se había enfriado en la taza. Cuando nos acompañó a la puerta sentí que me veía por primera vez, como si hubiera olvidado por completo que yo estaba allí.

Habíamos ido a pie, volvimos también a pie.

—¿Quién es el húngaro?

—¿El húngaro? Veo que tiene buen oído para escuchar lo que no le incumbe. Pobre Lalika. Estaba enamorada de ese salvaje. Pintaba flores enormes que parecían estar hechas de sangre. Lo defendió tanto como pudo. El húngaro empezó a desarrollar unas extrañas teorías, decía que el elixir era el freno de nuestra raza, una señal de humillación… Usó el carmen no para sobrevivir, como es nuestro derecho, sino para alimentarse. Hubo que detenerlo.

—¿Y quién fue?

—Uno u otro, qué importa. Todo está olvidado. Vivir es olvidar, y vivir mucho es olvidar mucho.

—No parece que Lalika haya olvidado.

—Las muñecas la hacen recordar. Además su amistad con el dueño del cine Galeón, Calmet, a quien llamamos el acomodador, le ha traído a la memoria la vieja historia sentimental con el húngaro. ¡Pobre Lalika! Siempre se enamora del hombre equivocado. En una larga vida los hombres vamos cambiando. He encontrado viejos amigos y parecen personas diferentes. Un día suspenden una costumbre, otro día agregan una locura, o se vuelven de pronto impasibles como maestros chinos… Hasta la mirada les cambia. Pero con las mujeres no pasa. Inmortales o no, siempre permanecen idénticas a sí mismas.

Luego me presentó a Nicolás Granier, un hombre alto, de dedos largos, que vivía de unas rentas misteriosas, y se ocupaba, más por placer que por necesidad, del mercado de plumas. Compraba y vendía lapiceras a fuente, plumas de caligrafía, frascos de tinta, antiguas gomas de borrar, tinteros de cristal, recipientes de porcelana para poner arena y usar como secante. Sabía distinguir las tintas por su sabor. Esta habilidad se convirtió en obsesión y se pasaba las tardes abriendo sus tinteros y dejando caer una gota de tinta negra de Ceylán o de una portuguesa, de color verde, que fabricaban en Sintra, sobre su lengua. Calisser me contó que de tanto probar tintas se intoxicó y estuvo a punto de morir.

—Es increíble —decía Granier cuando recordaba el episodio— pero yo, al revés de la gente normal, prefiero la tinta a la sangre.

Después conocí a Elcano, que vendía en San Telmo mármoles y tallas y pinturas que, según decía, provenían de las misiones jesuíticas, pero que él mismo envejecía con betún de Judea; también hundía, en piletones carcomidos y hediondos que infectaban un jardín angosto, espadas y copas de origen incierto que atacaba con ácidos para impostar años, décadas, siglos.

Desde la vidriera de un café, Calisser me señaló a Ada Listratti, dudosa condesa. Alta y elegante, arrastrando siempre sus vestidos por el suelo, la Contessa Listratti visitaba viejas damas en problemas, y les compraba tapados y joyas, sillas y arañas, y luego las abandonaba al vacío crepuscular de sus casas enormes.

Una mañana, Calisser me mandó a buscar un mensaje a una casona en ruinas del barrio de Boedo. No me dijo qué clase de mensaje era. Se refirió a la dueña de la casa como la «sibila». La casa estaba flanqueada por baldíos, lo que le daba un aire de aislamiento, que se completaba con celosías cerradas y un balcón tapiado. Mis golpes en la puerta no sonaron, como si la casa devorara los ruidos, pero pronto abrió una mujer albina y ciega, de brazos largos y delgados. Tuve la sensación de que me olfateaba, y supuse que tal vez pudiera reconocer a los anticuarios por el olor. Llevaba un vestido de lana gris comido por las polillas y tenía las uñas tan largas que parecían injertos de cristal. Cuando le dije que venía de parte de Calisser, me hizo pasar y cerró la puerta a mis espaldas; quedé entonces en total oscuridad. Caminé a tientas, intentando seguir a la sibila, y me choqué con diversos objetos que parecían menos muebles que bultos extravagantes y repulsivos; me vino la idea de que estaba rodeado de animales embalsamados. Me hubiera ido en ese instante, pero ya no sabía en qué dirección estaba la salida. Toqué algo que me recordó al pico de un ave y retiré la mano. Por fin los ojos se acostumbraron a esa penumbra y una rendija de luz me guió hasta el final de la casa; la ciega abrió una puerta de metal y llegué a una galería de baldosas rotas, levantadas por las raíces, y a un largo jardín. A la palabra «jardín» le sobran o le faltan significados para definir aquel rectángulo de tierra que se adentraba en la profundidad de la manzana. Entre las malezas se hundían centenares de libros, como si alguien los hubiera plantado. Algunos dejaban ver sólo el lomo, o la esquina de la portada o alguna página interior. Estaban amontonados, destrozados, comidos por la humedad y el abandono. Las hormigas recorrían las páginas, como letras extraviadas que buscaran su lugar perdido. Vi una enciclopedia abierta, cuyas páginas habían sido atravesadas por la paciencia de una ortiga, como una ilustración que hubiera despertado a la vida verdadera. Otros libros aparecían cubiertos por plantas rastreras que improvisaban una cobertura para protegerlos de la intemperie. «Calisser espera mi mensaje», dijo la sibila, mientras pisaba descalza el jardín. «Calisser no cree en mis mensajes, pero siempre los busca. ¿Por qué la gente busca aquello en lo que no puede creer?» Hice silencio. Ella misma se contestó: «Los que creen siempre son ociosos, los que creen se abandonan a su fe. Pero los que no creen, ésos son incansables». Hundió los pies descalzos, tan blancos como el mármol, en la tierra húmeda, y caminó sobre los libros hinchados; el pie chocó contra un libro pesado y cayó de rodillas sobre el barro. Di un paso hacia ella, como para ayudarla, de pronto sentí horror de tocarla, y también de pisar aquella alfombra de barro y de papel, como si pudiera abrirse y tragarme. La dejé allí, las rodillas hundidas en las páginas podridas, y ella no reclamó ayuda. Comprendí que no había sido una caída: estaba donde quería estar. Tenía muchos libros a su alcance, pero el que buscaba no estaba allí. Hundió las manos en el barro, y escarbó como un perro hasta encontrar un libro que se deshacía. Arrancó una página, la partió por la mitad y me la dio. Yo tomé la hoja manchada de tierra y me quedé esperando una explicación. Entonces ella hizo un gesto imperioso y la dejé sola en su jardín.

La hoja que le entregué a Calisser estaba escrita en alemán: me pareció que era un manual de óptica. Le pregunté si el vaticinio era positivo:

—Los vaticinios nunca son positivos. Desde la primera sibila, Herófila, que anunció la caída de Troya, hasta la nuestra, el oficio de las sibilas consiste en anunciar catástrofes.

Durante meses Calisser siguió trayendo los libros de Stazzi. Los ubicaba de a poco, para no saturar el mercado. Había una colección de libros infantiles alemanes del siglo XVIII que vendió por buen dinero al agregado cultural de la embajada de Austria. Le pregunté por el libro del que había hablado Marengo, el Ars Amandi, pero me dijo que no lo había encontrado.

Yo entonces me consideraba un iniciado, pero no sabía que me faltaba un último examen. La sangre que circulaba por mis venas no era suficiente para enseñarme esa verdad final sobre mí mismo. Un 30 de junio, dos años después del episodio del Hotel Lucerna, cumplí con esa prueba final que me ató a los anticuarios para siempre. Esa mañana atendí distraído a una madre que buscaba un manual Estrada para su hijo, a un viejo que se llevó una novela de Leo Perutz, a un estudiante de medicina que regateó por unos manuales de Anatomía. Apenas el estudiante salió, sonó el teléfono. Del otro lado de la línea Calisser dijo estas palabras:

—Estoy en la casa de Balacco. Lo espero.

No voy a ir, pensé, mientras me ponía el abrigo; no voy a ir, mientras cerraba con llave la librería. Podía usar el auto, Calisser no se lo había llevado, pero me decidí por la caminata, para demorar el momento de llegar. Era uno de esos días húmedos en que todo sabe a fracaso, hasta la lluvia; y esa lluvia derrotada era apenas aire húmedo y calles resbalosas y la promesa de una tormenta. Esperaba hallar en el camino obstáculos infranqueables, y hasta me apuraba para descubrir más temprano alguna posible interrupción, pero las cuadras me llevaron, una tras otra, ordenadas y responsables, hasta la casona iluminada. La reja estaba abierta y la puerta cedió apenas la empujé. Nadie me recibió en la sala de entrada; en un florero chino languidecían unas rosas que habían dejado en el piso de mármol un anillo de pétalos oscuros.

Oí unas voces apagadas que llegaban desde arriba. Subí por la escalera de madera, que era ancha y majestuosa. Calisser me esperaba en el primer piso, apoyado en la baranda, con aire taciturno. Sin decir palabra me condujo al umbral de la habitación de Luisa. No era el viejo cuarto que yo había acechado desde el exterior en noches repetidas, sino una habitación matrimonial. En un rincón se amontonaban algunos regalos sin abrir, con su papel brillante y sus cintas de seda. Mi experiencia para tales asuntos era nula, pero la vidriera de las grandes tiendas me permitía adivinar: cubiertos y manteles, percheros y juegos de copas. Sobre la cómoda Luisa había reunido las tarjetas de felicitación, probablemente para contestarlas durante una mañana ociosa o un sábado de lluvia. La pluma estaba sin capuchón, y el tintero abierto. ¿Hubiera debido mandar mi propia felicitación, para acompañar un juego de posavasos, un portarretratos, un abrelatas? La cama era gigantesca, con una cabecera de madera que recordaba el altar de una iglesia; arriba, un crucifijo de bronce. Luisa dormía con la boca entreabierta. Llevaba un vestido de color carmesí y una cadenita de oro con una medalla de la Virgen. Un zapato lo tenía puesto, el otro había caído, y ese detalle, más que cualquier otro, hizo que sintiera que estábamos haciendo una ofensa imperdonable. Si Calisser había hablado con alguien no había sido con ella, a menos que tuviera la costumbre de conversar con muchachas desmayadas. Había alguien más en la casa. Preferí no saber quién.

—¿Qué está haciendo acá? —pregunté. Me sentía vagamente ofendido, como si yo fuera en parte el dueño de aquel escenario. Luisa había sido mi obsesión; que Balacco y los suyos hubieran montado la trampa del Lucerna no importaba. Qué inútiles y crueles son las venganzas ajenas.

Calisser se acercó a la ventana.

—Puede hablar en voz alta. Está profundamente dormida. Va a dormir al menos 15 horas más.

—¿Con qué la envenenó?

—No la envenené. Va a despertar como si nada hubiera pasado. Un poco de dolor de cabeza, nada más.

—¿Esta es su venganza? ¿Venir acá, pasear por la casa, mirarla dormir?

—No, esta no es mi venganza.

—¿Y el profesor?

—Está de viaje.

Me quedé esperando que me diera una respuesta más concreta.

—¿Vino a vender libros o a robarlos?

—Vinimos a cerrar cuentas.

Temí por la vida de Luisa.

—Usted estuvo en el Hotel Lucerna. ¿Quién tomó la decisión de matar a Bruno Stazzi?

Me interpuse entre Calisser y la muchacha. No iba a dejar que se acercara a ella.

—No fue Luisa.

—Eso ya lo sé. ¿Quién fue?

Me quedé en silencio. Ella dormía encerrada en una cápsula de abandono y belleza. Contemplé su respiración. Me sentí culpable de estar allí, profanando la visión de su sueño. ¿Sabía qué se estaba jugando en ese momento? ¿Puedo alegar alguna inocencia? Habían pasado dos años, pero la bofetada de Montiel me escarnecía como si hubiera ocurrido recién, como si estuviera a punto de ocurrir. Hice muchas cosas malas en la vida, pero lo peor fue una palabra, de la que ni siquiera me arrepiento. No puedo alegar la excusa del odio, ni la de los celos; me bastó un vago encono. Dije su nombre y al instante quise imaginarlo inalcanzable, como si su armadura blanca y su máscara de esgrimista sirvieran para protegerlo de todas las acechanzas y los enemigos, inclusive de los anticuarios.

Calisser asintió con gravedad, y yo pensé que era lo que esperaba de mí, y que la respuesta lo tranquilizaba. Después sacó algo que parecía un largo alfiler de oro. En la cabeza del alfiler había un rubí. Lo acercó al cuello de la muchacha. Tomé el brazo de Calisser, pero me apartó con desdén.

—No le voy a hacer daño. Sólo quiero que usted saque de este día una enseñanza.

—¿Sobre qué?

—Sobre usted.

Punzó su cuello con delicadeza, y pronto se dibujó en la piel blanca un único punto de sangre. Se mostró satisfecho de su pequeña obra.

—Los dejo solos —dijo Calisser. Puso el alfiler en mi mano y cerró la puerta.

La gota de sangre me ofendía; la gota de sangre contaminaba la habitación matrimonial, contaminaba el sueño sin sueños de Luisa. Necesitaba borrarla. Busqué en mis bolsillos un pañuelo, y no encontré. Había uno bordado sobre la cómoda, bajo cuyo vidrio se repetían las fotos de Balacco y su esposa, y de Luisa bebé, y de Luisa con guardapolvo blanco, y adolescente, con el pelo atado con una cinta y la mirada desafiante. Pero algo decidió por mí y dejé el pañuelo donde estaba y con la punta de la lengua hice desaparecer la gota. Me acordé de la alumna nueva, en un recreo remoto, el dedo lastimado por el vidrio de una ventana. Al borrar la sangre de Luisa, borraba también la herida de su mano.

Pero ésas eran ilusiones. No había conseguido borrar nada, porque ahora aparecía una gota de sangré más grande que la anterior. Volví a probarla, y sentí una indecible melancolía; era como si el efímero caramelo rojo encerrara el gusto de algo que había perdido en un tiempo anterior a la memoria. ¿Cómo era posible que una gota bastara para una nostalgia semejante? Con la tercera gota descubrí, completa y perfecta, la sed; la sed que había estado dormida y ahora despertaba. El elixir era apenas la copia; la sangre, en cambio, estaba despojada de toda irrealidad, tenía el gusto de las cosas que han estado allí desde siempre, de las cosas que son en sí mismas. Besé el cuello, dejé que la sangre manara en pequeñas líneas temblorosas; pero no me bastó, y me tendí sobre ella, aplastándola, sofocándola. Besé sus labios y los mordí lentamente; aún prisionera en el sepulcro de cristal de los narcóticos se estremeció con una convicción sonámbula. La besé mil veces, mientras afuera los ruidos de la calle se hacían más esporádicos y al final se apagaban, como si con cada beso yo me internara un paso más en su propio sueño. Las horas que había pasado en el frío, en la espera, las horas de insomnio, todo me había conducido hasta ese punto de oscuridad y extravío. Ese instante era la abyecta justificación de mis noches perdidas. Levanté la falda del vestido, arranqué las medias de seda. El alfiler de oro guiaba mi mano, me decía dónde punzar y dónde no. Para resistirse, ella sólo tenía armas imprecisas: unos pequeños espasmos, la mitad de la mitad de una palabra, el movimiento de los ojos bajo los párpados. No era suficiente. Yo alimentaba mi sed, que con cada gota de sangre y cada beso se hacía más mía. Quise que ese instante no se borrara nunca, y quise que desapareciera de mi memoria; quise vivir para siempre y quise morir. Temí que eso que había en mí, y que era más nuevo y a la vez mucho más antiguo que yo, llegara a devorarla. Hubiera podido hacerlo; descubrí en mi hambre una perfección, un ansia de totalidad, que nunca había encontrado en mi vida.

Me derrumbé dormido sobre ella. Si soñé con algo fue con una negrura sin fin. Desperté en mitad de la noche. Llegaba desde la calle un poco de luz de las lámparas de mercurio. Miré entonces con horror la piel pálida, las huellas de sangre reseca en el cuello, en los pechos, en la cara, en los muslos. Abrió los ojos y me miró, aún dentro de su sueño, sin sorpresa, sin escándalo, sin esperanza. Luego volvió a cerrarlos. De la plenitud ya no quedaba nada, había manchas, sobras del festín; empecé a limpiar el cuerpo con el pañuelo bordado, que fue tiñéndose de rojo.

Escuché algún ruido en la casa profunda e intrincada. No era capaz de sentir miedo, sólo un difuso fastidio. Todas las luces estaban apagadas, salvo la de la biblioteca. El profesor Balacco era un obsesivo con sus libros, ¿quién se atrevía, en medio de la noche, a explorar su biblioteca? Mientras caminaba escuché el maullido inquieto del gato en un rincón del pasillo.

La puerta estaba abierta. Los anaqueles, que trepaban hasta un techo inusualmente alto, como si aquel cuarto perteneciera a una dimensión distinta que el resto de la casa, encerraban una de las más grandes bibliotecas que existían sobre la superstición, sobre los mecanismos de la creencia. La escena que estaba en el centro de la sala corregía todas aquellas páginas. Montiel estaba tendido en el suelo. Vestía pantalón y una camisa blanca, ya completamente ensangrentada; noté que sus zapatos eran de charol. Le habían perforado o cortado el cuello y la herida ya se veía oscura, seca. El cuerpo tenía la palidez de la muerte. A su lado, de pie, estaba Lalika, completamente desnuda. Había doblado cuidadosamente su ropa sobre una silla, contra la pared. Era mujer: aún en el frenesí, cuidaba de que no hubiera una sola mancha. Los pies descalzos habían dejado sus huellas sangrientas en toda la biblioteca, como si hubiera interrumpido su ceremonia para consultar un libro u otro. Me miró sin vergüenza, sin interés. No buscó cubrirse. La sangre había formado una máscara de la mitad de la cara para abajo, pero también había trazos rojos alrededor de los párpados, como si se hubiera restregado los ojos con las manos húmedas. Los brazos eran largos y huesudos. Había mantenido la juventud, tensa e irreal, pero los años habían llenado la piel blanca de cicatrices y marcas. Esas marcas le daban al cuerpo la belleza que advertimos en antiguas estatuas, cuando alguna imperfección, la carcoma de los siglos, un brazo que falta, la erosión de una larga permanencia en el fondo del mar, abren las puertas de la contemplación, y arrancan a la belleza de su encierro. Yo la había visto llena de compasión por la suerte de Calmet, el dueño del cine; pero esa compasión sólo podía aplicarse a los de nuestra especie. Ahora no parecía en absoluto proclive a la compasión.

—Váyase ahora —dijo—. Yo me ocupo de todo. Se lo prometí al Francés.

Como yo me había quedado quieto y callado, insistió. Lejos de mí cualquier intención de ayudarla a desarmar la escena, a deshacerse del cuerpo, a limpiar la sangre. Dijo que ella se encargaría de borrar toda huella. Era evidente que eso era imposible: la sangre ya se filtraba por las tablas del piso. Miré con la esperanza vana de que todo me resultara ajeno. Ahí estaba mi rival, y de mis labios había salido la sentencia.

El cuerpo de Montiel apareció en la calle, cerca del barrio de Congreso. Los diarios hablaron de una deuda de juego, y la policía hizo algunas redadas ineficaces. En ningún momento se mencionó la casa de los Balacco, ni el ataque a su hija. Lo velaron en el Círculo de Esgrima. Lo sepultaron en la bóveda familiar, en la Recoleta, con uno de sus sables. La joven viuda se desmayó en el entierro.