Por ese entonces ya me ocupaba casi por completo de los envíos de libros al extranjero que la librería hacía una o dos veces por mes. Era agradable preparar los paquetes: escribir la carta en un papel casi transparente con el membrete de La Fortaleza, envolverlos en crujiente papel madera, anotar con letra cuidada el nombre de los destinatarios. Enviaba primeras ediciones, tratados en latín, libros de alquimia. También me ocupaba de recibir libros del exterior. Estudiaba con una lupa las estampillas, mientras imaginaba las ciudades a partir de los vagos ecos de sus nombres, de algún conocimiento casual, o de una foto en una revista. Me divertía llevar los envíos a la casa de los clientes y ver sus caras de ansiedad ante los sobres cubiertos de sellos y estampillas. Pagaban las correspondientes exorbitancias y me despedían con apuro, para quedarse a solas con su tesoro.

Una tarde, justo cuando estaba por salir a buscar a la aduana un envío de libros de Portugal, escuché que Calisser decía en el teléfono:

—No, no vamos a llamar al Numismático. Esto lo tenemos que solucionar nosotros. Pronto nos vamos a encargar.

Pero el interlocutor debía mostrar impaciencia, porque Calisser repitió: Pronto, pronto. Cuando cortó esquivó mi mirada, para que no pudiera preguntarle. En los días siguientes hubo otras llamadas: cambiaban los interlocutores, no la urgencia. El Francés, como si se tratara de una obligada fórmula de cortesía, repetía:

—Pronto nos vamos a encargar.

Empecé a preguntarme a quién se refería ese «nos»; si a La Fortaleza como empresa, a la comunidad de los anticuarios, a él y a mí, o sólo a él.

Lalika llegó una tarde, apurada y sombría; sobreactuaba la prisa, quizá para justificar su exagerado e imperfecto maquillaje y el olor a naftalina de su vestido violeta. Me saludó con una sonrisa distraída y se encerró con Calisser en la habitación del fondo. Escuché el nombre de Darío Calmet, el dueño del cine Galeón. Lalika pedía por él, rogaba por él. Calisser explicó que haría lo posible por demorar las cosas, pero que todos los avisos habían fracasado. Él mismo en persona había pedido a Calmet que abandonara la ciudad. Cuando se fue, Lalika había cambiado su nerviosismo y su apuro por un aire de tranquila derrota.

Yo conocía bien el cine Galeón, y me gustaba porque alternaba unos pocos estrenos con el pase de viejas películas en continuado. Había sido construido en los comienzos del cine sonoro, y a pesar de que no era un cine tan grande como los de Lavalle, tenía alguna reminiscencia de la arquitectura fantasiosa de los llamados «palacios del cine»: así, en el frente, bajo el letrero, había una especie de mascarón de proa, con una sirena de grandes pechos, y las lámparas tenían forma de caracoles marinos. Yo acostumbraba ir a la función vermut; me sentaba en alguna butaca vecina al pasillo, en la mitad de la sala, solo. Ya conocía de cara a la mujer que vendía las entradas y a los dos acomodadores, y a Verone, el pianista sordo, pero nunca había visto a Calmet, el dueño del cine. Calisser, que conocía mi costumbre, me dijo que cada vez que fuera a ver una película abriera bien los ojos: quería saber si el cine estaba bajo la vigilancia de la policía. Durante varios días entré a ver viejas películas del far west, alguna de terror, y dos de James Cagney. Creí ver, en un hombre alto de mirada furtiva, y en un gordo que reía exageradamente, posibles vigilantes, a los que atribuí la tarea de controlar los pasos de Calmet.

Una tarde entré con la película ya comenzada; un acomodador decrépito, de uniforme remendado, me guió tambaleante hasta la fila 15 y aun cuando le di la propina siguió con la mano extendida, como si la piel callosa de la mano no hubiera notado la moneda de níquel. Dos asientos más allá un hombre de lentes tosía con la tos profunda de los tísicos; delante de mí un muchacho y una chica se besaban y maníes con chocolate rodaban por el piso. Esa vez me costó concentrarme en la película, y decidí salir de la sala. Otro espectador, sentado dos filas delante de mí, salió al mismo tiempo. Durante nuestra caminata en la oscuridad fuimos dos desconocidos, pero cuando cruzamos la puerta y salimos a la luz amarillenta del hall, vi que era el doctor Balacco. En otra ocasión tal vez lo hubiera evitado, pero éramos los únicos y lo enfrenté.

—¿Me recuerda, profesor? Hotel Lucerna.

—Claro, Santiago Lebrón. Me habían dicho que había desaparecido.

Se puso el sombrero y un sobretodo negro. A pesar de la época conservaba un ligero bronceado. Me miró con atención.

—Está cambiado. Realmente cambiado.

Yo era vagamente consciente de que otras personas salían también del cine, y me llamó la atención la casualidad de que a todos, en el mismo momento, la película nos hubiera aburrido. Las carcajadas, las lágrimas o los momentos de miedo suelen ser colectivos, pero el aburrimiento es siempre individual.

El profesor sacó un cigarrillo de una cigarrera de oro y me convidó. Dije que no. Fumó unos segundos.

—¿Y aquel asunto de los antiquari? ¿Siguió trabajando en eso?

—No, no. Prefiero volver a la ortodoxia académica. Me han nombrado doctor honoris causa de una universidad española y una colombiana. Esa es la senda que nunca debí abandonar.

—Pero hubo algo de emoción esa noche.

—Sí. A todos nos emocionó. A todos nos cambió. A usted también. Especialmente a usted. ¿Ya no hace más palabras cruzadas, no?

Hasta ese momento no había prestado atención a las otras personas que estaban en el hall, pero de pronto percibí, en los movimientos en apariencia casuales, un orden, una coreografía que tenía la precisión de una figura geométrica. Los cuatro que habían abandonado la sala eran todos hombres y se pusieron el sombrero casi al mismo instante. No podrían haber sido más diferentes unos de otros, pero en sus gestos repetidos buscaban y conseguían una semejanza parcial. En vez de haber caminado hasta cruzar las puertas de cristal, cuyos afiches anunciaban las películas de la próxima semana, seguían en el hall, como si hubieran cambiado aquel espectáculo tan costoso producido en Hollywood por ese otro, mucho más modesto, que protagonizábamos Balacco y yo. Todos estaban separados de nosotros por la misma distancia. Uno de ellos era un hombre joven, alto; otro morocho, con aire de policía. Bajo un ridículo sombrero de ala ancha reconocí a Crispino, los ojos muy abiertos, abrigado como para visitar la Antártida. El otro era Ezcurra, que miraba con aire avergonzado. Balacco se desplazó unos metros, hasta ponerse también en el círculo, dejándome solo en el centro. Antes me había hablado en un murmullo. Ahora levantó la voz:

—Tenía entendido que usted vio a mi hija sólo una vez, en el Hotel Lucerna. ¿Es cierto?

Me oí pronunciando su nombre, como si el profesor Balacco tuviera muchas hijas, y yo no supiera a cuál se refería.

—Luisa —repetí—. Nos encontramos una o dos veces más. ¿Por qué?

—Si apenas se conocen, ¿me puede explicar por qué ella pronuncia su nombre por las noches?

Me era concedido el premio fugaz de saberme nombrado en un sueño o en una pesadilla, pero pronto llegaría también el castigo. Los hombres empezaron a cerrar el círculo, muy lentamente, como si no supieran a quién tocaba atacar primero. Aun en los ojos de Ezcurra encontré una convicción nueva. Ya no era la jornada del Hotel Lucerna, no eran los excesos de una investigación: era voluntad de exterminio.

En ese momento se abrieron con violencia las puertas del cine y los espectadores salieron apurados. Una mano llegó a aferrarme del brazo, pero me solté y corrí entre la multitud.

Llegué sin aire a la librería. Le conté a Calisser mi encuentro. No pareció sorprendido.

—Pronto nos vamos a encargar.

Y supe que ese «nos» se refería sólo a mí.

Una tarde, atravesaba a paso veloz la Plaza Lavalle cuando oí que en un susurro decían mi nombre. Estuve a punto de seguir de largo, pero me di vuelta y vi a la señora Elsa, sentada en un banco de piedra, con un libro en sus manos. Las hojas secas caían a su alrededor y no en otra parte, como si ella viviera en un otoño personal. Había más canas en su cabeza, y de pronto vi lo que nunca antes había visto: esa especie de aura de soledad que la rodeaba. Recordé los postres que me había guardado para que yo llevara a mi cuarto de pensión. Esa vida me pareció tan antigua como un episodio remoto que se lee en un libro de Historia. Elsa me miraba con una extraña compasión, como si pudiera ver en mí lo que yo mismo no veía. Todo lo que uno sabe de sí mismo, todo lo que uno ve en el espejo, es mentira, pensé. La verdad la tienen los otros y nos la ocultarán siempre.

Pensé que me preguntaría qué me había pasado, por qué había desaparecido, pero sólo dijo:

—Lo han venido a buscar al diario, Santiago. Una enfermera que traía un mensaje. Su madre está en Buenos Aires, en el Hospital Ramos Mejía.

Le pregunté cómo marchaban las cosas, mencioné el nombre de algunos compañeros del diario, pero me parecía que para ella eran tan irreales como para mí. Dijo que cada vez le costaba más escribir el horóscopo:

—A veces pienso, con tanta gente que lee el diario, que a alguno al que le anuncio la buenaventura tal vez le ocurra una desgracia ese mismo día. Imagínese: yo le prometo una sorpresa feliz, y capaz que cae muerto de un ataque al corazón apenas cierra el diario y termina el café.

De pronto me tendió con timidez un paquete envuelto en papel manteca y atado con piolín.

—Lo llevaba para una amiga. Pero no importa. Quédeselo.

Apenas lo tomé, se levantó y se alejó con paso apresurado.

Abrí el paquete: era una especie de budín húmedo en cuyo almíbar se ahogaban grandes hormigas negras.

En ningún momento Calisser me pidió que me hiciera cargo del asunto, pero las cosas se movían a mi alrededor como parte de un mecanismo tan lento como inevitable. Esa maquinaria me acercaba al cine Galeón. Todavía me sorprende el modo fatalista con que acepté la misión, como si así expiara mi periplo de desterrado. En cierta forma estaba ansioso de poder saldar las deudas, aunque nadie me echara en cara deuda alguna. Una mañana el Francés me pidió que fuera a ver a Marengo, me esperaba con una caja de madera sobre el escritorio. No dio ni siquiera los buenos días, como si el solo saludo pudiera dañar la solemnidad de la ceremonia. Caminé con la caja bajo el brazo hasta la librería y la guardé en el pequeño armario de mi habitación, junto a mi ropa. A partir de ese momento, todas las noches, antes de dormir, tomé la costumbre de abrir la caja de madera para examinar su contenido, quizá con la esperanza de que mágicamente la pistola hubiera desaparecido o se hubiera trocado en otro objeto que no exigiera ningún compromiso. Era una Luger, rezago de guerra, aceitada y brillante. A su modo, era una antigüedad; se necesitaba un hierro viejo para matar a un anticuario.

Un martes encontré en la mesa de la cocina el diario abierto en la página de espectáculos. En la cartelera, el cine Galeón estaba encerrado en un círculo hecho con lápiz, y dentro del aviso habían subrayado el horario de la última función. Me quedé mirando aquel aviso, como quien no se puede decidir por una película u otra. Sabía que el martes era el único día en que el dueño del cine, Calmet, se ocupaba de pasar la película. Los otros días de la semana trabajaba un polaco malhumorado, que acostumbraba responder con insultos cuando el público se quejaba de la mala audición o del celuloide quemado.

Calisser entró en la cocina. Midió con cuidado las cucharadas de té que volcó en la tetera. Puso la pava al fuego. Después tomó la hoja del diario que yo había estado mirando. Pensé que iba a liberarme de la misión: bastaría una palabra suya para que pudiera deshacerme de la pistola y del encargo. Pero Calisser se limitó a señalar la película elegida.

—Niágara —leyó—. Aunque no la vi, se la recomiendo. Dicen que la actriz es una belleza.

Esa tarde fui caminando al Hospital Ramos Mejía, eligiendo un itinerario caprichoso que ignoraba las avenidas y los sitios populosos. En la oficina de informes no había nadie, y vagué de una sala a otra, siguiendo las indicaciones que me daban las enfermeras. Había comprado un ramo de rosas, y lo llevaba en las manos, menos como un regalo que como un escudo, como si las flores tuvieran algún poder. Al fin la encontré, en una cama junto a la ventana. Había dejado de teñirse, tenía los cabellos grises, y estaba mucho más delgada de lo que la había visto la última vez. Un médico joven, que parecía recién recibido, le hacía unas preguntas, con el aire de quien toma un examen. Ella me miró como si no me reconociera.

—Hola, madre —dije.

Vi en sus ojos una mezcla de recelo y astucia, como si tratara de resistir un elaborado engaño.

—Hace semanas que lo buscan. Así que usted es el hijo, el famoso hijo pródigo… —dijo el médico. Asentí, pero le clavé la mirada al médico y decidió no seguir con su aire de broma.

—Este no es mi hijo —dijo ella.

—Soy Santiago, madre. Acabo de enterarme que estaba acá.

—No es, doctor. Viene con engaños. ¿Qué quiere de mí, joven? Soy una mujer enferma. No tengo dinero.

—Quería saber cómo está, madre. Le traje unas rosas.

No tendió la mano para recibir el ramo. Lo dejé a los pies de la cama.

—Rosas con espinas envenenadas. Rosas para crear infecciones mortales. Doctor, tienen que poner policías en la puerta del hospital. No pueden dejar entrar a cualquiera.

Los ojos me miraban: duros, lejanos.

El médico me preguntó, en voz baja:

—¿Usted en serio es el hijo?

—Claro, doctor.

Había respondido en voz baja, pero ella oyó.

—Mi hijo no es tan pálido. Mi hijo no es tan delgado. No usa ese bigote. Es más joven. Es un muchacho sano. Tal vez sea un mensajero de mi hijo. Tal vez haya venido sólo a dejar un mensaje y cree que como estoy enferma y loca me puede engañar.

La conversación siguió así por unos minutos. Me di por vencido.

—Está bien. Vengo a dejar un mensaje.

Ella se quedó esperando mis palabras.

—Que su hijo la quiere. Que lamenta no poder venir.

—¿Por qué no puede venir?

—Porque está muy lejos.

Se quedó callada y luego me habló sin levantar los ojos.

—Dígale a mi hijo que lo perdono. Que lo perdono por lo que hizo. Que lo perdono también por lo que hará.

Con brusca agilidad, se incorporó para tomar las rosas y tiró el ramo por la ventana.

—Las tiro porque no las ha enviado mi hijo. Mi hijo sabe que yo odio las rosas.

Terminó la película y las luces se encendieron; simulé que algo se me había caído para demorar mi salida. A mi lado una señora comentó: «Las cataratas del Niágara son un poroto comparadas con las del Iguazú». El viejo acomodador se acercó para alumbrarme con la linterna a pesar de que las luces estaban prendidas. Le dije que no se molestara, que ya había encontrado mi encendedor.

Como el acomodador se había quedado en la sala (con un gran escobillón barría los papeles de caramelos, las cajas de maní con chocolate y las colillas de cigarrillos) avancé hacia la salida y me quedé escondido en la penumbra de la cortina que separaba la sala del hall. Desde allí podía ver la puerta del operador. Era una puerta más baja que una común, como si aquél fuera un oficio de duendes o pigmeos. Nunca había visto una foto de Calmet, pero Calisser me lo había descripto bien, según comprobé cuando la puertita se abrió: corpulento, el pelo peinado hacia atrás con abundante gomina, un bigote fino. Se agachó para pasar por el umbral, y emergió de a poco, dejando que cada uno de los rasgos apareciera, hasta completar el rompecabezas de su identidad. Tambaleante, pesado, palpaba con la punta del pie la resistencia de cada peldaño, como si la escalera no fuera del todo suya, y tuviera que ir adueñándose de la alfombra roja y gastada que la cubría. Bajaba con los brazos abiertos en movimientos aspaventosos que lo ayudaban a mantener el equilibrio. Salí de la sombra empuñando la pistola con ademán también exagerado, como si necesitara que entre mi víctima y yo hubiera una simetría. Apunté al voluminoso pecho mientras adivinaba dónde estaba el corazón. En los tratados de Anatomía y en la muñeca Clementina todo está en su lugar, pero los cuerpos reales escapan a los ordenados laberintos arteriales de monsieur Testut. Cuando me vio, Calmet sonrió con más tristeza que miedo. Me concentré en el pecho, en el saco azul con chaleco bordado, en los botones nacarados, en la camisa amarilla que asomaba.

—Pensé que iban a mandar al Numismático —dijo con decepción—. ¿Quién es usted?

No respondí. Disparé una vez. El aire se llenó de olor a pólvora y a sangre. Casi ni se inmutó.

—Que perdone quien pueda perdonar. Nunca pude soportar el gusto del elixir.

El segundo disparo llegó cerca del primero, en el lado izquierdo, en busca también del escondido corazón. Calmet quedó inmóvil, los brazos abiertos, firme y seguro de sí mismo, ya sin huellas de las imprecisiones o tambaleos que habían marcado su descenso, dueño por fin de su caída.

Aunque no era aficionado a la lectura de diarios, en los días siguientes busqué indicios de la suerte de Calmet. Al principio le dedicaron un buen espacio en la página de policiales; los cronistas se entretenían con expresiones como «la película de su vida se apagó», o «para el dueño del cine llegó el The End». Luego, cuando la policía les hizo saber que investigaba a Calmet por el ataque a varias mujeres, el crimen llegó hasta primera página. Pero la prensa es infiel: el hallazgo de una mujer descuartizada en los bosques de Palermo pronto distrajo la atención y nadie volvió a hablar de mi crimen. Los cuchillos llaman más atención que las pistolas, los cadáveres femeninos más que los masculinos, los cuerpos despedazados más que los enteros. Asistí con algo de resentimiento a esa progresiva pérdida de interés. A las dos semanas, reabrieron la sala.