Crispino me dijo que me esperaban a la mañana, sin otra precisión. Llegué a las 10. La puerta del hotel estaba abierta y un empleado limpiaba los vidrios de la entrada. El hall —tres sillones de cuero, un mural donde se repetían nubes y montañas— estaba desierto. Detrás del mostrador de la conserjería había una chica de uniforme azul, con el pelo recogido en trenzas. Le dije mi nombre y consultó una planilla.
—Sí, profesor Lebrón, lo estábamos esperando. —Le sonreí, agradecido. ¿Quién más podía creer que yo parecía profesor de algo? Me tendió la llave de la habitación—. Los otros profesores ya están desayunando.
La habitación que me había tocado estaba en el tercero. Subí por las escaleras, caminé por un largo pasillo alfombrado de rojo. Había llevado sólo un maletín con una muda de ropa, el cepillo de dientes, la brocha y la maquinita de afeitar. El polvo que flotaba en el aire me hizo estornudar.
Habían corrido las cortinas y la habitación me recibió llena de luz. La cama estaba hecha y no había polvo en la cómoda ni sobre la mesita de luz. Pero no habían limpiado el interior del ropero: un cementerio de moscas y mariposas de noche. Dejé el maletín en una silla, me peiné y bajé al comedor.
El salón estaba empapelado de verde, con verticales renglones negros; el papel oscuro le quitaba luz. Era tan grande que la única mesa parecía una isla perdida en el vacío de la sala. Apenas entré vino hacia mí un hombre alto y delgado. A sus cabellos grises le hubieran venido bien un paso por la peluquería. Estaba tostado por el sol; más tarde supe que todas las tardes jugaba al tenis en un club de Palermo. Se acercó sonriente: comprendí que no me sonreía a mí, sino al ausente Crispino, y detrás de Crispino, a los giros bancarios del gobierno.
—Soy el doctor Balacco. Santiago, bienvenido. Señores, quiero presentarles al joven Lebrón. Es periodista, lo han enviado nuestros amigos.
Empecé a saludar a uno por uno. Había unas quince personas. Al revés de los periodistas, que yo estaba acostumbrado a tratar, capaces de decir cualquier cosa sin detenerse un instante a pensar, estos profesores me habrían de parecer, a lo largo del día, ejemplo de cautela. Pensaban cada cosa antes de decirla, convirtiendo toda charla en una alargada partida de póquer. La profesora Stella Maris Lamarque, maquillada en exceso, repetía un gesto que me ponía nervioso: apartaba de su cara algo —un velo, una mosca— que sólo estaba en su imaginación. Era delgada y tensa y adiviné que aquella reunión la incomodaba. A su lado había un hombre de barba rubia y recortada: Werner Lipman, de Ginebra, que acostumbraba dar conferencias sobre la obra de Jung en cines y teatros de las provincias. El suizo me saludó con reticencia, como si extender la mano fuera un ejercicio físico extenuante. Hay gente a la que le molesta la incorporación de caras nuevas. Lipman era alto y corpulento; a su lado, el profesor Ezcurra parecía mínimo, pálido, asustadizo.
—Rafael Ezcurra es mi gran amigo de la juventud —dijo Balacco—. Yo soy impulsivo, paso por encima los detalles; Rafael es minucioso y no se le escapa nada. Los amigos nos completan. —El otro asintió, obediente.
Después me mostró a una joven que me dio la mano sin mirarme:
—Ésta es mi hija, Luisa.
La chica tenía un vestido azul tan lleno de lazos y botones que parecía una obra de ingeniería. Sentí esa punzada de dolor que se siente ante las mujeres verdaderamente hermosas. El mensaje secreto que siempre susurra la belleza: No me tendréis. El pelo negro se derramaba sobre su espalda como el telón de un teatro. Cuando su padre, ya cumplida la ceremonia de la presentación, se alejó unos pasos, la muchacha se inclinó hacia mi oído:
—Yo sé que usted es un informante del gobierno. No trate de parecer educado, no hace falta.
Descubrí en un instante que todo lo que había olido en mi vida, en cuellos y escotes de las chicas de Los Álamos, era jabón blanco y colonia barata. Este perfume llenaba el aire con su íntima condición de promesa o amenaza. Como si respondiera a un llamado de ese mismo perfume, el joven profesor Luciano Montiel se sentó junto a ella. Lo reconocí por las fotos de los periódicos: siete años antes había ganado el campeonato argentino de esgrima en la disciplina del sable. Obsequioso, le acercaba a Luisa la azucarera, un vaso de agua, una canasta con medialunas, le preparaba tostaditas con manteca y jalea, como si fuera una enferma inapetente a la que había que forzar a alimentarse. Me tendió la mano y me sonrió, pero después volvió a sus afanes domésticos. Luisa se resignaba a sus dádivas.
Una vez que estuvimos todos sentados, el profesor Balacco se ubicó en la cabecera, de pie, golpeó una copa con un tenedor para llamar a silencio y dijo:
—Dedicamos la vida a pensar en los mecanismos de la creencia. Yo recorrí el Perú y el sur de Brasil y todo nuestro país arrastrando pesados magnetófonos para escuchar las voces de viejos campesinos. ¡Las veces que esos viejos locos me han estropeado la grabadora! Si no la tiraban al suelo, le echaban encima el agua del mate o la grasa de las empanadas. Ustedes lo saben bien: en todas partes se oyen las mismas cosas. Los mitos, por variados que parezcan, pertenecen a un mismo libro, que está enterrado en la memoria de la especie, y del que asoman de vez en cuando páginas perdidas. Bajo los distintos idiomas, el mensaje es el mismo. Siempre nos advierte: cuidado con la oscuridad. Cuidado con el poder de la luna. Cuidado con los muertos: vuelven. Solos, a través de golpes en la ventana, o como sombras de un ejército, pero vuelven.
Mientras hablaba, Balacco caminaba lentamente alrededor de la mesa. Ezcurra asentía con la cabeza a sus palabras, y cuando Balacco calló siguió asintiendo, aprobando con entusiasmo su momentáneo silencio.
—Siempre vimos en esta coincidencia algo que no podíamos explicar. Quién no se preguntó alguna vez, en la noche, en alguna casa perdida en el campo, lejos de la universidad y la luz de las bibliotecas, si no habría algo de cierto en los cuentos de viejas, y en los temores de la tradición.
La profesora Rosa Sagástegui, a la que por distracción no había saludado, se refregó las manos como una colegiala contenta de que hubiera llegado por fin el día que el maestro de zoología iba a abrir el sapo. Era voluminosa y blanca y su vestido amarillo parecía elegido más para una boda que para una actividad académica. Por lo bajo, la menuda Stella Maris Lamarque dijo a Lipman:
—Mire, doctor, el mismo color de las cortinas, idéntico.
Lipman apenas asintió, un poco molesto de que los otros pudieran escucharla. Esto no desanimó a la Lamarque:
—Con razón en Gath & Chaves se agotó el stock de cretona amarilla.
Lipman tosió, incómodo. ¿Quién quiere intervenir en guerras de mujeres? La Sagástegui ya levantaba la mano:
—No nos tenga más en el misterio, profesor. ¿Cómo son?
Balacco fue hasta el interruptor y apagó la luz de la sala. Desde lejos llegaba algún resplandor del día, pero no bastaba para alumbrar las caras.
—Se esconden de la luz. Trazan a su alrededor un círculo de cosas viejas. Son coleccionistas por naturaleza. Huyen de los cambios.
—¿Y la sed primordial? —preguntó el profesor suizo, exagerando cada una de las consonantes. Antes de que le respondieran, la Sagástegui rogó:
—La luz, profesor. No soporto la oscuridad. Siempre duermo con una vela encendida.
Balacco volvió a encender la luz.
—De alguna manera han aprendido a saciarla sin recurrir a la bebida primordial. Ese será uno de los puntos de nuestra investigación.
La profesora Lamarque preguntó:
—¿Y cómo piensa probar la existencia de los antiquari?
—Hace meses que rastreamos la pista de uno de ellos.
—¿Tiene fotos?
Balacco sobreactuó un largo suspiro.
—No, Stella Maris, no tenemos fotos. Construimos una trampa que mañana por fin se va a cerrar. Si quiere fotos, traiga su cámara.
La profesora Lamarque miró a su alrededor.
—¿Y qué va a hacer después? Somos profesores, académicos, no cazadores. No sabemos de trampas.
La Sagástegui la miró con la superioridad que le daba su cercanía al maestro:
—Nadie le pide a usted que cace. Usted nunca sale de la universidad. Nunca sale de viaje como hago yo, para recoger historias, para hablar de igual a igual con la gente del monte y para…
—… para probar la cocina regional.
La Sagástegui se paró de un salto, pero Balacco la contuvo con un gesto. Miró a las dos mujeres y adoptó el tono de un pastor que le habla a su grey.
—Les advierto que no habrá necesidad de ninguna violencia. Él entrará por su propia voluntad.
Las charlas siguieron durante el día: la profesora Lamarque habló de la relación entre los licántropos y la melancolía; habló tan apurada que a todos nos puso nerviosos. Ezcurra tartamudeó una conferencia sobre los testimonios acerca de los anticuarios: había encontrado en las memorias de un rematador londinense la mención a un coleccionista que asistió a remates durante sesenta años sin cambiar su aspecto. Le faltaba el índice de la mano derecha, un recuerdo de la guerra de los Bóers. Cuando a la hora de la siesta Lipman rastreó el mito de Prometeo en diversas culturas yo me dormí. Luisa, sentada a mi izquierda, me despertó con un codazo.
Se cenó temprano. Apareció un mozo alto y lúgubre, y todos rieron cuando la Sagástegui, despistada, preguntó si era el «invitado», como llamaban al desconocido que esperábamos. El mozo sirvió una lengua a la vinagreta y unos modestos spaghetti, y de postre unos duraznos en almíbar con crema. Después de lavar los platos, el mozo y el cocinero se marcharon. El profesor Ezcurra se ocupó de pagarles y acompañarlos a la puerta. Habían dejado sobre la mesada de la cocina grandes termos con café caliente y unas bandejas con alfajores santafesinos y vainillas. La escena tenía ese aire de melancolía que trae el fin de estación, termina febrero, las playas se vacían, todos los viajeros parten a la vez. En este hotel, en vez de los pasajeros, se iban los empleados.
También la chica de la recepción se marchó. Al entrar me había gustado: ahora sólo tenía ojos para Luisa. Así de infieles somos los hombres. Apenas la chica salió, el profesor Balacco cerró la puerta principal con llave y se la guardó en el bolsillo. Creo que fui el único que lo notó. Lo miré sorprendido. Por primera vez me pregunté si no habría algo de cierto en aquella espera insensata.
—Por seguridad —dijo.
Había dado por hecho que el teléfono de mi habitación estaba conectado a un nudo de cables muertos. Por eso cuando la campanilla sonó, me sobresalté. Era Crispino.
—¿Cómo anda, Lebrón?
—Señor Crispino, qué sorpresa. ¿Está trabajando, a esta hora?
—Yo siempre trabajo. Cuénteme si tenemos algún resultado.
—Todavía no. Conferencias y más conferencias.
—Abra bien los ojos.
—Se me cierran. Las charlas me aburren.
—Preste atención a los movimientos de Balacco. Averigüe si el futuro yerno… ¿Cómo es que se llama?
—Luciano Montiel, el espadachín.
—Averigüe si es de fiar. ¿De acuerdo?
—Voy a tratar de ganarme su confianza.
Crispino cortó. Eran apenas las diez y no tenía nada de sueño. Lamenté no haber traído mi radio portátil. Cuando abrí la puerta de la habitación me llegó un rumor de voces. Había círculos concéntricos de intimidad: todos tenían alguna razón para estar allí, pero no todos sabíamos todo, y yo sabía menos que ninguno. El círculo central lo formaban Balacco, Ezcurra, la Sagástegui, quizá Montiel. Bajé a la cocina. Luisa tomaba una taza de café. Estaba despeinada, somnolienta, adorable. Ahora llevaba un vestido sencillo, rosa, y un chaleco de lana.
—¿Quiere un té? El café de los termos está frío.
Asentí, sorprendido por esa amabilidad. Me sirvió una taza.
—Lamento lo que le dije antes. Mi padre me explicó que usted es un periodista al que le tocó en suerte esto. ¿Dónde escribe?
—Últimas Noticias.
—Los periodistas siempre se acuestan tarde, ¿no? Por eso no puede dormir. Yo también tengo insomnio. Ojalá hubiera té de tilo.
—Vine a la cocina a comer algo, pero no encuentro nada dulce.
Iba a agregar «Salvo usted» pero me pareció que no le caería bien la cursilería. Buscó en el bolsillo de su chaleco de lana y me tendió la mitad de una barra de chocolate envuelta en papel plateado.
—Aquí tiene. Siempre llevo chocolate, para casos de urgencia.
Al desplegar el papel metalizado descubrí con placer que la barrita tenía la huella de sus dientes. Ella también lo notó.
—¡Perdón! Está mordida.
—No se preocupe.
—Igual, no tengo ninguna enfermedad mortal que pueda trasmitirle.
—De eso estoy seguro.
Terminé de comer el chocolate. Guardé el papel en el bolsillo. ¿Sería capaz de tirarlo? ¿O lo conservaría para siempre?
—¿Cómo va a probar su padre que el invitado es un anticuario?
—No sé, pero si mi padre lo dice, es así. Nunca promete lo que no está seguro de cumplir.
—¿A qué hora viene?
—Ya vino. Ya está alojado. Mire mis manos. —Con mi mano derecha, apreté ligeramente sus dedos—. Tiemblo, ¿ve? Hay algo maldito en ellos. ¿No siente cómo el hotel se transforma con cada minuto que pasa?
Fue entonces que oímos gritos arriba, y una corrida. Se escuchó también un fuerte portazo.
Ella me tomó la mano:
—Se escapa…
No supe si temía por nosotros o por el desconocido. Pensé en una música hecha sólo de pisadas humanas y de gritos lejanos, para oír de noche, cuando las calles están vacías. Los dedos se clavaban en mi mano. Tuvo un escalofrío. Susurró:
—Vi a mi padre preparar el equipo.
—¿Qué equipo?
—Un maletín de cuero con un frasco de éter, una mascarilla de goma, sedantes, una cuerda fuerte.
—¿Para qué la cuerda?
—No sabe cómo reaccionan. Tal vez aguantan los narcóticos más de lo que aguantaría usted o yo.
—Yo no aguantaría nada. A mí me duerme medio vaso de vino tinto.
Nos quedamos casi sin respirar, a la espera de que los ruidos se apagaran.
—No se oye nada más. Lo atraparon.
Me soltó la mano, avergonzada. Creí notar algo de decepción. Tal vez había confiado en la huida. ¿Cómo podían probar los anticuarios que eran distintos de los demás hombres sino huyendo, burlando las trampas, regresando al secreto en el que habían vivido? Cuando caen en las trampas del bosque, cuando se dejan atravesar por las saetas de los cazadores, los unicornios, aunque conserven aquello que los hace únicos, dejan de ser unicornios.
Hubiera debido preocuparme por el prisionero, hubiera debido liberarlo y liberarme, pero fui a mi cuarto pensando sólo en ella. La iba recordando minuciosamente; el diseño de los lazos del vestido azul, los zapatos de pana, el collar de perlas, el rubor en las mejillas. Y la comparaba con la Luisa más íntima que había visto en la cocina; que ya no llevaba el collar, que había cambiado el vestido por uno más cómodo y simple, que se había abrigado con un viejo chaleco. Era como el juego de las siete diferencias. Lo que no había cambiado era el anillo de compromiso, de plata; había uno dolorosamente igual en la mano de Montiel.
Apagué la luz y me quedé en la oscuridad con los ojos abiertos. Dejé mi reloj de bolsillo —un Tissot que había pertenecido a mi padre— en la mesa de luz. Cada quince minutos prendía el velador y miraba la hora. Optimista, me decía: Ahora pienso en ella porque la acabo de ver. Cuando hayan pasado unos días sin su presencia, ni siquiera me acordaré de su nombre.
Al fin me dormí, pero desperté en mitad de la noche. Miré el reloj: eran las 4. Por la ventana entraba el resplandor intermitente del cartel de una confitería. Hacía frío, las frazadas no bastaban. El frío de las casas deshabitadas es un frío distinto, que llega hasta los huesos.
Fue entonces cuando decidí buscar al prisionero. Como si en sueños me hubiera sido dictada una orden, sentía ahora apremio por saber la verdad. ¿Estaba en medio de una elaborada mascarada que exigía la visita de un impostor, o se trataba de una verdadera trampa, en la que acababa de caer un inocente?
Subí las escaleras en medio de la oscuridad. Lo otro podía ser falso, pero en la oscuridad había algo verdadero, anterior a toda mentira. Llegué al quinto piso. Una polilla giraba alrededor de la luz intermitente de una tulipa.
Me pregunté en cuál de aquellos cuartos estaría el recóndito invitado. Y aunque estaba solo y no había abierto la boca, recibí una respuesta. No lo percibí como una voz sino como si una multitud de pequeñas señales hubieran formado de pronto un diseño inteligible: una mancha en el papel de las paredes, verde y blanco, una quemadura de cigarrillo en la alfombra, un boleto de tranvía tirado en el piso, una lamparita que se apagaba y se prendía. Había hecho una pregunta y ahora el hotel me la respondía con su idioma apolillado y nocturno. Ahí estaba la puerta: el cuarto 555.
Hice girar el picaporte y abrí la puerta. Adentro todo estaba oscuro. La débil luz del pasillo alcanzó a iluminar a un hombre alto, sentado en una silla en el centro de la habitación. Estaba vestido con una camisa raída, una corbata azul, un traje gris, tan gastado como la camisa. La barba era también gris. Bajo las cejas espesas, los ojos me miraron sin miedo, con serenidad. Tenía los pies atados con una cuerda y estaba amarrado a la silla; también llevaba una mordaza. No habían tenido la precaución de vendarle los ojos.
Di un paso hacia él, llamado por sus ojos. Una corriente de aire cerró la puerta a mis espaldas. El hombre amarrado y yo quedamos solos en la oscuridad.
—Santiago. Santiago Lebrón. Soy yo.
La voz surgió nítida y absoluta en el fondo de mi mente. Y después el silbido que siempre la acompañaba, descuidado, entrecortado, tratando de acertar con una melodía fugitiva. Sabía que el hombre amarrado a la silla no era Marcial Ferrat, pero lo sabía con una parte de mí que se había vuelto súbitamente débil, tímida, vacilante. No estaba sólo recordando: estaba encerrado en un recuerdo. Las paredes de aquel cuarto no estaban en el quinto piso de un hotel abandonado: estaban en el centro de la memoria, impidiendo que nada más entrara. Hubiera querido ignorar la voz, esperar que pasase la confusión temporal, pero sabía bien que era la voz muerta de Marcial Ferrat. Se crió sin padre, pero se decía por lo bajo que era el hijo del cura del pueblo. Fuimos amigos desde los 5 años. Me prestó su bicicleta, una Larsen azul, y me enseñó a andar. Conocía todos los caminos, todos los arroyos, todas las mentiras que había que decir para que no te molestaran, para escapar de la escuela, para volver tarde. Éramos amigos, pero la amistad no era algo en lo que pensáramos: estaba ahí, como los árboles y las vacas. En esa época nada necesitaba definición. Ya éramos grandes cuando entendí que lo que movía a Marcial, la clave de su energía, era el odio: al pueblo, a la Iglesia, a los animales, a todo. Quería irse. Tengo que elegir: quemar todo o irme. Mejor que me vaya. A los 19 años me citó en la estación del pueblo, y en el momento en que la locomotora se acercaba, rápida, como amenazando con pasar de largo, me dijo: nunca voy a volver. Estaba contento con su frase y la repitió, orgulloso de su sonido, de la fuerza que daba a la despedida. El amor de los jóvenes por las decisiones perdurables. Y también por las palabras definitivas: nunca, siempre, todo, nada. Pero las cosas no le fueron bien en la ciudad. Aprendió las otras palabras, las imprescindibles: apenas, a veces, casi, quizá. Volvió. Para ese entonces la madre había muerto. Marcial buscó en la biblioteca el único ejemplar de La guerra y la paz, que tantas otras veces había pedido, y después se encerró en la casa. Al cuarto día se colgó con alambre de púas. En el galpón había varios rollos de soga, y aun de alambre de enfardar, pero había elegido el alambre de púas.
Esa imagen me hizo salir de la habitación. Me apoyé en la pared del pasillo para no caer. La lamparita se encendía y se apagaba. Era consciente del sortilegio en el que había caído pero igual seguía escuchando, desde el cuarto 555, entrecortado, lánguido, el silbido de Marcial.
De pronto apareció la Sagástegui con una llave en la mano.
—Me fui un segundo al baño y me olvidé de cerrar. Así de distraída soy.
Dio un portazo y dos vueltas de llave.
—Está tranquilo, no hace falta que se quede de guardia. Vaya a dormir. Mañana nos lo presentarán en sociedad.
Se colgó la llave de una cadena de oro que llevaba al cuello y marchó rumbo a la escalera que subía.
No sé cuánto tiempo estuve allí. Pero de pronto algo en mí comprendió que había sido un error salir, que debía haberme quedado con él en el cuarto, liberarlo. Sabía que no era Marcial, pero tenía tantas preguntas que hacerle; era para mí, en ese instante de confusión, un mensajero llegado de muy lejos, un traductor especializado en una lengua tan difícil, tan desconocida y remota, que cualquier palabra, aun un simple saludo, podía recibirse como una dádiva.
Volví a la escalera. Tenía que conseguir la llave del cuarto y abrir la puerta. El desconocido había desplegado el pasado como un juego de tablero, y ahora me esperaba para jugar. En el primer piso tuve que sentarme en los escalones. Apoyé la cabeza contra el empapelado, que olía a humedad y podredumbre. No era un edificio, era el cadáver de un edificio.
Yo sabía que Marcial había regresado. Sabía que estaba encerrado, que no quería ver a nadie. Tenía que ir a verlo, pero lo dejaba para el día siguiente. Una vez llegué hasta la puerta, pero no me animé a golpear. Esa clase de contabilidad puede dar cuenta de una vida entera: la columna de las puertas abiertas, la de las puertas cerradas. Ahora había una puerta cerrada que tenía que abrir.
En la escalera estaba Luciano Montiel: tranquilo, incansable, con su pulóver blanco, de tenista. Sostenía una taza. Las cosas blancas están hechas para el día; de noche resultan ásperas, incongruentes.
—¿Quiere un cognac? Va a tener que ser en taza, no encontré los vasos.
Pasé a su lado sin mirarlo.
—¿Lo sintió, no? —me dijo—. No veo el momento de terminar con esto. Los nervios nos hacen pensar locuras.
Pero no parecía sufrir en absoluto de los nervios.
Fui detrás del escritorio. Busqué en los cajones. Montiel me miraba con curiosidad.
—No se esfuerce. La llave no está allí. Los jóvenes son más permeables. A mí también me tocó. Era mi padre que volvía; abandonaba trasatlánticos enormes y mujeres pálidas. Volvía de todo eso, volvía de la cirrosis y del Hospital Santo Spirito de Roma.
Tomó un trago de cognac con avidez, como si tuviera curiosidad por descubrir algo que se escondía en el fondo de la taza.
—La verdad que yo nunca obedecí a mi padre. Si no, ahora sería diplomático y andaría emborrachándome en algún país africano.
No encontré la llave maestra —¿existen las llaves maestras de las que nos hablan las novelas policiales?—, pero sí una caja de herramientas. Nadie había tocado aquellas piezas en mucho tiempo. Tomé las herramientas que en medio de mi turbación me parecieron las más apropiadas: un cincel y una maza. Estaban herrumbradas: instrumentos adecuados para abrir la puerta del pasado. Pero no llegué ni a la escalera. Montiel me cerraba el camino, y me sacó sin esfuerzo las herramientas de las manos. Después me abofeteó, una y otra vez.
—¡Despierte!
No me defendí. Hice un nuevo intento de recuperar el cincel y la maza que habían caído sobre la alfombra, y me golpeó con el puño cerrado. El golpe no fue muy fuerte, pero bastó para partirme el labio.
Una voz le pidió que se detuviera. Bajaba las escaleras: seguía despeinada, somnolienta, adorable. Había mirado la escena y ahora atendía con una compasión que me resultó intolerable.
—Quería soltarlo —dijo Montiel—. Hubiera arruinado el trabajo de tu padre. El trabajo de años. Y quién sabe en qué peligros nos hubiera metido.
Ella bajaba y yo no quería acercarme, quería esconderme, encontrar una madriguera. Me senté en uno de los sillones del hall. El labio partido empezaba a dolerme. Me limpié la sangre con un pañuelo. Ella se quedó mirando la sangre como si la viera por primera vez. Montiel la tomó del brazo, la hizo girar hacia él. Sacó de su bolsillo una pequeña pistola plateada con cachas de nácar.
—No tengas miedo, no voy a dejar que el anticuario te haga nada. Voy a hacer guardia frente al cuarto toda la noche, hasta que tu padre decida qué hacer con él.
Subió la escalera a los saltos. Luisa lo miró partir y después me preguntó si quería agua. Le dije que no. Volví a mi cuarto.
Una hora después escuché un disparo. No me animé a salir. Tendido en la cama, esperé el amanecer.
A la mañana bajé por las escaleras. Me sorprendió ver a la profesora Lamarque que se iba, despeinada y con el maquillaje corrido. Aunque no había ninguna prenda fuera de lugar tenía el aspecto de alguien que se ha vestido de apuro y sin espejos a mano. Arrastraba una valija y chocó contra la puerta.
—La llave, la llave —me pidió.
—Creo que la tiene el profesor Balacco.
Se derrumbó en uno de los sillones. Su pequeña valija se abrió, y ella se quedó mirando la ropa volcada como si en esa superposición de prendas, en ese lápiz labial que rodó hasta la alfombra, hubiera algo horrible. Bajo una camisa asomó una petaca de plata. La ayudé a meter todo en su lugar. Ella se miraba la muñeca izquierda, enrojecida.
—Esa gorda maldita, la Sagástegui, quiso impedirme que me fuera. Casi me rompe el brazo.
Pronto bajó las escaleras el profesor Lipman.
—Vamos, Stella.
—Está cerrado.
—La puerta de atrás está abierta, ya probé. Vámonos. Usted también, aproveche ahora que hay tiempo. —De pronto pidió silencio con un gesto—. Falsa alarma, me pareció oír la sirena de la policía.
—Yo me quedo —dije.
Lipman se encogió de hombros. Esperé que me ofrecieran la gentileza de su insistencia, pero eso no ocurrió.
¿Estaba solo en el hotel? Oí pasos que sonaban sin apuro: la hora de las prisas se había terminado. Subí las escaleras. En el hall del primer piso había una ventana abierta, y una cortina amarilla flameaba. En el gran salón estaba la reunión de la que habían escapado Lamarque y Lipman. A mí no me habían invitado.
Abrí la puerta sin golpear. Ahí estaban Luisa, Ezcurra, Montiel y Balacco. El círculo dentro del círculo. Tenían lo que habían esperado, pero no parecían felices. Un poco apartada estaba la Sagástegui, ida, como si le hubieran dado algún sedante en dosis imprudente. Los otros rodeaban la mesa oval que había servido, la tarde anterior, como escritorio para expositores. Sobre la mesa, tendido boca arriba, yacía el anticuario. La sangre empapaba los cabellos grises. Le habían quitado las ataduras (o quizás él mismo se había soltado). El saco gris estaba abotonado y la corbata ajustada, como si a través de esas maniobras fúnebres hubieran querido borrar la mala impresión que produce la muerte.
Montiel preparaba una cámara fotográfica. Era una Zeiss Ikon apoyada en un pesado trípode. Balacco dijo:
—Hubiéramos querido hablar con él. Pero trató de escaparse. No nos quedó otra solución. Si Luciano no hubiera intervenido, ahora tendríamos a todos los anticuarios sobre nosotros. Por suerte, estamos fuera de peligro.
Pensé que me hablaba a mí, pero ni siquiera se había dado cuenta de mi presencia. El profesor Ezcurra asintió con gravedad. Pero por primera vez me pareció que dudaba en asentir.
Montiel encendió un cigarrillo. Se puso a fumar con lentitud, exagerando nervioso los ademanes de sosiego, mientras terminaba de encuadrar. A pesar de los lentos preparativos, el fogonazo y su estampido nos tomaron por sorpresa y Luisa dio un grito. Montiel se encogió de hombros y puso una lamparita nueva.
Luisa se acercó a su padre:
—Lamarque y Lipman escaparon. También los otros.
—Los otros no llegaron a ver nada.
—¿Y si Lamarque y Lipman avisan a la policía?
—No avisarán. No querrán comprometerse.
Balacco reparó de pronto en mi presencia y me tomó del brazo.
—Usted lo ve. Usted le informará a Crispino de que todo lo que le he venido diciendo es verdad.
—Crispino querrá ver pruebas por sí mismo —le dije.
—Ninguna prueba —dijo Montiel—. Hay que quemar todo.
—¿Está loco? —Balacco subió la voz—. Lo voy a conservar.
—Es a mí al que van a meter preso si lo encuentran.
Balacco se volvió hacia mí.
—Haré que Crispino venga a casa a verlo… Hay que hacer análisis de sangre, estudiar muestras de la piel, de los ojos. —Como si hubiera recordado algo, Balacco se acercó de pronto al cuerpo y le abrió un párpado. Luisa miró hacia el costado—. Dicen que pueden ver en la oscuridad.
Montiel le dijo en voz baja:
—Yo soy el que lo trajo. Yo lo estuve visitando durante meses, convenciéndolo de que iba a haber una reunión de coleccionistas. Muchos me han visto con él. La policía o los mismos anticuarios pueden ir a buscarme, si saben que ha muerto.
—Tranquilo, Luciano. No vamos a dejar que nadie encuentre el cuerpo. Ni anticuarios ni policías. —Habló para todos, como si retomara una conferencia interrumpida—. Dice la leyenda que los cuerpos no se corrompen como un cuerpo común. Que se resecan como libros viejos. Tenemos que ver si eso es cierto.
—¿Vas a llevar esto a casa? —preguntó Luisa. Su mirada nos buscaba: quería que alguien se pusiera de su lado.
—Qué importa. Si nunca bajás al sótano.
—Me voy a ir de casa. Me voy a ir a vivir…
—¿Adónde?
Luisa no supo qué contestar, pateó el suelo con fuerza y se fue corriendo. Montiel estuvo a punto de seguirla, pero se acordó de su máquina de fotos. En ese momento le pareció que era más importante.
La discusión entre padre e hija calmó los nervios de todos. Que padres e hijos discutan: eso es una prueba de que el mundo sigue girando, que la normalidad no se ha perdido del todo. La profesora Sagástegui se sentó y sacó un pañuelo de su pequeña cartera. Lloró, pero era un llanto tranquilo. Además, parecía la clase de mujer que llora por cualquier cosa.
Montiel volvió a disparar la cámara. El fogonazo liberó en el aire un olor acre.
Dejé a Balacco y a su séquito con sus movimientos de sonámbulos. Subí hasta el quinto piso. En el hall, cerca de los ascensores, había sobre la alfombra una gran mancha de sangre.
La puerta del cuarto 555 estaba entreabierta. El desconocido había tratado de forzar la cerradura y se veían raspones en el bronce. Sobre la cama había una valija abierta. Un impermeable Loden, gastado en los puños. Una novela policial leída y releída, de tapas naranjas. Un frasco de colonia. Un par de zapatos negros, acordonados, de charol.
Sobre la mesa había varios libros y objetos que el anticuario había venido a vender, en el encuentro de coleccionistas al que lo habían convocado, y del cual él era, sin saberlo, la única pieza de colección. Uno estaba en italiano, se llamaba Pierino Porcospino: mostraba en la portada a un niño cuyas manos y pies se continuaban en raíces, y cuyos cabellos tenían la consistencia de ramas. Había un teatro de papel para representar la guerra de Troya: las figuras de cartón se montaban sobre varillas de madera, para manejarlas desde los costados. Había un pequeño libro que al abrirlo revelaba que no era en absoluto un libro sino una caja, con juegos en su interior: tableros de vivos colores, dados, pequeños caballitos de madera, minúsculos autos de estaño. Hubiera seguido mirando las últimas propiedades del muerto, pero oí pasos en el pasillo. Me guardé uno de los libros bajo la camisa.
Montiel había entrado al cuarto con una caja de fósforos de cera.
—Tenemos que quemar todo. Que no quede nada.
—¿Todo el hotel?
—No se haga el tonto. El profesor no se da cuenta de que esto ha sido un asesinato. Entramos en una nueva fase. No debemos dejar huellas detrás de nosotros.
—No pensará quemar las cosas acá.
—Las voy a llevar abajo, a la caldera.
Luisa había acompañado a Montiel. Estaba dos pasos más atrás.
—¿Cómo se llamaba el invitado? —pregunté.
—Eso no importa. Los nombres que dan siempre son falsos.
Me fui de la habitación. En el hall encontré a la Sagástegui. Había conseguido un estropajo y un balde, y trataba en vano de sacar la mancha de sangre de la alfombra. Los movimientos eran mecánicos, ausentes. Pasé junto a ella sin darle tiempo de que me pidiera ayuda.
Guardé el libro del desconocido en mi pequeño maletín tan rápido como pude. Quería salir del hotel antes de que lo echaran en falta.
Cuando llegué a la planta baja, Ezcurra estaba limpiándose los lentes.
—¿Y Montiel y la señorita Balacco? —me preguntó.
—Siguen trabajando arriba. Buscan en los rincones, bajo la cama. Quieren borrar pistas. Leyeron demasiadas novelas policiales.
Le tendí la mano para despedirme.
—Joven, estos acontecimientos nos han hermanado. Espero que nos volvamos a encontrar.
Por supuesto, le dije, como si la muerte del anticuario hubiera fundado un oscuro club, como si en sábados o domingos sucesivos nos esperaran reuniones donde evocaríamos, al principio horrorizados y luego con esa gentil condescendencia que siempre sentimos hacia el pasado, la noche del crimen. Pensé, aliviado, que no iba a volver a verlo, ni a él ni a los otros. Esperaba que Crispino me encargara ocupaciones distintas.
Salí del hotel por la puerta de atrás. Eché a caminar rumbo al sur. En la humedad de la madrugada, los faroles de la calle eran borrones amarillos.